EL BLOG SE PRESENTA...

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Al cumplir los cuarenta, mi creador comenzó a hacerse las típicas preguntas asociadas a aquella edad: «¿qué he hecho con mi vida hasta ahora?», «¿qué pienso hacer a partir de ahora con ella?». Esas cuestiones fueron el motor de un blog con un carácter más bien “autobiográfico”, una suerte de “registro de recuerdos” que pretendía anotar algunas de sus vivencias personales y su impacto en él. Sin embargo, aquellas primeras páginas se expresaban en función del autoconcepto y el estado de ánimo del autor. Si ambos eran bajos, el estilo de cada publicación traslucía ese sentir.
Con el tiempo, aquel proyecto acabó en vía muerta.
Dos años después, mi autor retomó aquel cuaderno de bitácora para reconstruirlo desde sus cimientos e intentar corregir sus defectos. ¡Y nací yo!
En mis inicios, fui un medio para satisfacer el deseo de compartir vivencias y reflexiones personales, así como textos y vídeos variados que gustaban a mi creador. Este navío quería traer a puerto todas aquellas mercancías que pudieran enriquecer a los que paseasen por sus páginas.
Con el paso del tiempo me he dado cuenta que soy todo eso y algo más. Si, sigo siendo el saco en el que se introducen todas aquellas vivencias, reflexiones, textos y videos que han enriquecido de una u otra manera a mi autor. Pero además, combinando palabras propias y prestadas, me estoy convirtiendo en el relato de un itinerario en el que mi creador describe su transformación. En mi se ha reunido todo aquello que ha formado parte (de alguna manera) de un proceso de ensanchamiento humano y espiritual, un proceso de evolución que aún continúa.

¡Bienvenidos!


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sábado, 9 de febrero de 2019

DECEPCIÓN

Hace algún tiempo le escuché a alguien decir que lo que más le cuesta al hombre de nuestro “mundo moderno y desarrollado” es hacer silencio, entrar en su propio desierto, enfrentarse con lo que es. Esa es una experiencia que, para algunos, puede llegar a ser aterradora.
 
En el trabajo que he realizado en los últimos años en cuidados paliativos, o en la formación que he recibido en counselling, he aprendido a hacer eso que algunos llaman “entrar en el pozo”. Cuando se acompaña a alguien que sufre y se quiere comprender su universo de miedos y esperanzas, tiene que hacerse un proceso semejante: descender al pozo ajeno, ponerse los zapatos del otro durante un tramo del camino para comprender dónde le aprietan. Eso es a lo que se suele llamar “empatía”.
 
Sin embargo, es en ese instante en el que desciendes al pozo donde se encuentra la persona a la que acompañas cuando descubres que tú también tienes tu propio pozo, que posees tus propios miedos y esperanzas. Puede que sean parecidos a los que la otra persona te está transmitiendo, o quizá sean exactamente los mismos.
 
Yo me he encontrado con mi particular “pozo” cuando me he sentado frente a algunos enfermos que no tienen familia y a los que les queda poco tiempo de vida. Hablo de esas personas que, por circunstancias vitales, han perdido todos esos vínculos por fallecimientos, por enfrentamientos o por la simple distancia y, cuando llega el momento de enfrentarse con una enfermedad que no va a curar y que les va a llevar a la muerte, se encuentran en la más absoluta soledad.
 
Esas personas, como si me encontrase frente a un espejo, me devuelven el reflejo de un temor: mi forma de ser, mi carácter poco social, mi predilección por la soledad, la pérdida de relaciones con algunos de mis familiares o amigos. Yo también me enfrento a la posibilidad de un futuro en soledad y a una muerte también en soledad.
 
¿Debe ser esto un motivo de sufrimiento para mí? Hoy en día no tengo la respuesta. Sólo sé que entrar en el propio pozo supone una decisión llena de mucho coraje y que no todos son capaces de adentrase en él.
 
En la última publicación de este blog, Pablo d’Ors afirmaba que sentarse con el propio “yo soy” alimenta la compasión (que no tiene nada que ver con el “compadecimiento”). Esa compasión es la que te hace mirar de cara tu humanidad, tu fragilidad o tus desengaños para atreverse a amarlos. En el fragmento que sigue a estas líneas, Pablo d’Ors concluye que sentarse frente al propio “yo soy” supone también vivir, necesariamente, un proceso de decepción en el que descubrimos que la vida no se ajusta (ni se ha ajustado nunca, ni lo hará) a nuestras ideas, esperanzas y apetencias. Sólo la vía de la decepción y del ridículo nos permite despertar y liberarnos del pesado disfraz que nos hemos fabricado, de la idea que hemos construido de nosotros mismos, de lo que nuestra vida debe ser y a la que se han terminado ajustando todas nuestras expectativas.
 
 
“Todo el mundo parece sediento de alguna cosa, y casi todos van corriendo de aquí para allá buscando encontrarla y saciarse con ella. En la meditación se reconoce que yo soy sed, no solamente que tengo sed; y se procura acabar con esas locas carreras o, al menos, ralentizar el paso. El agua está en la sed. Es preciso entrar en el propio pozo. Esta profundización nada tiene que ver con la técnica psicoanalítica del recuerdo, ni con la llamada composición de lugar, un método tan querido por la tradición ignaciana. ¿Qué entonces?
 
Entrar en el propio pozo supone vivir un largo proceso de decepción, y ello porque todo sin excepción, una vez conseguido, nos decepciona de un modo u otro. Nos decepciona la obra de arte que creamos, por intenso que haya podido ser el proceso de creación o hermoso el resultado final. Nos decepciona la mujer o el hombre con quien nos casamos, porque al final no resultó ser como creímos. Nos decepciona la casa que hemos construido, las vacaciones que proyectamos, el hijo que tuvimos y que no se ajusta a lo que esperábamos de él. Nos decepciona, en fin, la comunidad en la que vivimos, el Dios en quien creemos, que no atiende a nuestros reclamos, y hasta nosotros mismos, que tan prometedores éramos en nuestra juventud y que, bien mirado, tan poco hemos logrado llevar a término. Todo esto, y tantas otras cosas más, nos decepciona porque no se ajusta a la idea que nos habíamos hecho. El problema radica, por tanto, en esa idea que nos habíamos hecho. Lo que decepciona, en consecuencia, son las ideas. El descubrimiento de la desilusión es nuestro principal maestro. Todo lo que me desilusiona es mi amigo.
 
Cuando dejas de esperar que tu pareja se ajuste al patrón o idea que te has hecho de ella, dejas de sufrir por su causa. Cuando dejas de esperar que la obra que estás realizando se ajuste al patrón o idea que te has hecho de ella, dejas de sufrir por este motivo. La vida se nos va en el esfuerzo por ajustarla a nuestras ideas y apetencias. Y esto sucede incluso después de una prolongada práctica de meditación.
 
No hay que dar falsas esperanzas a nadie; es un flaco favor. Hay que entrar en la raíz de la desilusión, que no es otra que la perniciosa fabricación de una ilusión. La mejor ayuda que podemos prestarle a alguien es acompañarle en el proceso de desilusión que todo el mundo sufre de una manera u otra y casi constantemente. Ayudar a alguien es hacerle ver que sus esfuerzos están seguramente desencaminados. Decirle: "Sufres porque te das de bruces contra un muro. Pero te das contra un muro porque no es por ahí por donde debes pasar". No deberíamos chocar contra la mayoría de los muros contra los que de hecho chocamos. Esos muros no deberían estar ahí, no deberíamos haberlos construido.
 
Siempre estamos buscando soluciones. Nunca aprendemos que no hay solución. Nuestras soluciones son solo parches, y así vamos por la vida: de parche en parche. Pero si no hay solución, en buena lógica es que tampoco hay problema. O que el problema y la solución son la misma y única cosa. Por eso, lo mejor que se puede hacer cuando se tiene un problema es vivirlo.
 
Nos batimos en duelos que no son los nuestros. Naufragamos en mares por los que nunca deberíamos haber navegado. Vivimos vidas que no son las nuestras, y por eso morimos desconcertados. Lo triste no es morir sino hacerlo sin haber vivido. Quien verdaderamente ha vivido, siempre está dispuesto a morir; sabe que ha cumplido su misión.
 
(…) No se trata fundamentalmente de ser más feliz o mejor (…), sino de ser quien eres. Estás bien con lo que eres, eso es lo que se debe comprender. Ver que estás bien como estás, eso es despertar”.
 
Pablo d'Ors, Biografía del silencio. Siruela, Madrid 2017. p.71-75.
 

domingo, 18 de marzo de 2018

CAMINOS (O CUANDO SE CREE HABER COMPRENDIDO LA VOLUNTAD DE DIOS)

Como creo que ya he dicho en otro lugar de este blog, una de las cinco experiencias que más han marcado mi vida ha sido mi paso por el Seminario diocesano, el lugar donde se forman los futuros sacerdotes católicos. Mi paso por aquel lugar no sólo condicionó la manera de vivir y valorar gran cantidad de acontecimientos de mi historia, sino muchas de mis decisiones.
 
La pregunta que mejor podría definir aquellos años de seminarista fue esta: ¿cuál es el camino que he de seguir? Dicho con otras palabras más piadosas la cuestión quedaba así: ¿cuál es el sendero que Dios quiere para mí, el que El desea que yo siga? Al hilo de esta interrogante, el razonamiento siguió una línea un tanto perversa: “¿y si no ando por ese camino?, ¿dejaré de hacer entonces la voluntad de Dios?”, “si me atrevo a explorar otros caminos distintos de este, ¿iré en contra de sus deseos?”. Por desgracia, hasta no hace mucho tiempo estas preguntas no han dejado de rondarme la cabeza.
 
¡Qué bueno sería que, a la hora de responder cuestiones así, la vida te lo pusiera todo igual de fácil que a un peregrino en Pola de Siero!
 
Antes de llegar a Oviedo, viniendo desde la costa por el Camino de Santiago, pasamos por Siero. Recuerdo que lo más característico del tramo desde esta localidad hasta la capital del Principado de Asturias era la exagerada profusión de flechas amarillas que te indicaban el sendero. A nuestro paso por el albergue de Siero, el hospitalero nos avisó: “como de aquí a Oviedo os perdáis por el camino, ¡soy capaz de buscaros y correros a gorrazos hasta Santiago!”. Es cierto: creo que no exagero si digo que la densidad de flechas por metro cuadrado era de más seis. ¡Cómo para perderse!
 
Lo triste es que en esta vida no hay flechas que te indiquen con tanta facilidad la dirección correcta. Y la cosa se complica aún más cuando metes en el juego la “voluntad divina”. Durante mis años de seminarista, sólo supe entender que cumplir la voluntad de Dios consistía en responder a su llamada para hacerme sacerdote. Interpretadas las preguntas desde esa clave, la infidelidad consistiría en no cumplir dicha tarea: no consagrarme al servicio de Dios y de una comunidad eclesial.
 
Esas palabras del Evangelio que dicen: “el que pretenda salvar su vida, la perderá…” han pesado sobre mí durante mucho tiempo. Eso ha sido así porque, cada vez que las he leído, las he interpretado dentro de un determinado contexto en el que el temor a no seguir aquel camino, a desobedecer su voluntad sobre mí vida, podría suponer perderme para siempre.
 
Los años me han permitido entender que una cosa sí que es cierta: la vida no se desperdicia por dejar de cumplir una determinada “misión” o por desviar los pasos de un camino que creemos definido previamente por una voluntad superior. Se desperdicia mucha más vida intentando averiguar ese rumbo y pretendiendo no equivocarse con la elección. El que anhele seguridad y certeza en sus elecciones, seguro que perderá el tiempo.
 
 
¿Cuál es el camino a seguir? ¿Merece la pena obsesionarse con esta pregunta? Después de todo, nadie te puede indicar con absoluta certeza el camino que debes andar, ni siquiera alguien que sea capaz de oír claramente “la voz de Dios y sus designios”. Tu propio camino lo vas encontrando paso a paso. Mejor dicho: lo vas haciendo paso a paso (como una vez dijo el poeta). Al final, esto de la voluntad de Dios tiene más que ver con el ser de las cosas que con las cosas que hacer. Lo que uno “debe hacer en esta vida” tiene mucho que ver con lo que uno es. Lo primero es ser (o mejor dicho, comprender quién eres). El resto se dará por añadidura. De esta forma, el “camino” va transformándose en un “lugar natural”, ese espacio en el que te sabes lleno porque haces aquello que eres. Y aun esta imagen se me antoja limitada, ya que puede hacernos olvidar que hasta ese “espacio natural” puede verse sometido a las leyes del cambio.

lunes, 5 de febrero de 2018

PEREGRINO, NO HAY CAMINO…

Una de mis mayores preocupaciones durante gran parte de mi vida ha sido averiguar lo que Dios podía estar pidiendo de mí en cada momento, conocer su voluntad, ser capaz de reconocer el camino correcto, el que podía ser agradable a sus ojos. Esta historia, como todas, tiene un punto de arranque.
 
Sin ánimo de entrar en mucho detalle, ya que sería algo demasiado largo de contar, sólo diré que, siendo joven, me tocó vivir un acontecimiento en apariencia intrascendente pero que determinó algo más de la mitad de mi vida.
 
El suceso en cuestión ocurrió cuando apenas tenía recién cumplidos los veinte años de edad. Aquella situación me hizo tomar la decisión de convertirme en sacerdote de la Iglesia católica. Pasé dos años formándome en el Seminario, hasta que un día me asaltaron las dudas y sentí que no iba a ser capaz de continuar por aquella senda. Había algo en aquel camino que no encajaba en mí. Finalmente, decidí tirar la toalla y abandonar el Seminario.
 
De unos años a esta parte me cuesta creer en un Dios que llame para una determinada misión en esta vida, que convoque para caminar un determinado camino, que su voluntad consista en que sigamos esa determinada senda que él ha trazado para nosotros. Me resulta difícil imaginar a Dios diciendo: “te he elegido para que hagas tal o cual cosa, para que realices esta o aquella misión”, porque al final parece que lo que debemos ser equivale a lo que debemos hacer. Habrá personas que no estén de acuerdo con lo que digo y que quieran creer en un Señor que tiene decidido un plan para todos nosotros. No sé, igual tiene razón y estoy completamente equivocado. No obstante, creo que tengo el derecho a la duda… al menos de momento.
 
 
En mi caso, nunca terminé de verme capaz de asumir esa tarea que yo suponía que Dios me asignaba. Al final, terminé asustándome y huyendo de la misión, esquivando al Dios que me enviaba, quizá por miedo a decepcionarle, quizá por temor a su castigo. Al final, acabé como Jonás, corriendo en la dirección opuesta, o como Moisés frente a la zarza ardiendo, preguntándole a Dios: «vamos a ver… ¿tú estás de verdad seguro de que estoy preparado para este pastel?, ¿y por qué no te buscas a otro?».
 
Durante mis años de seminarista (y todavía muchos años después de aquello), he tenido una relación con Dios que se asemejaba a la de una pelea. En el libro del Génesis (Gn 32, 23-33) hay un relato que describe bastante bien esta relación con Dios. El texto dice así:
 
Aquella noche se levantó, (…) y cruzó el vado del Yaboc. (…) Y habiéndose quedado Jacob solo, estuvo luchando alguien con él hasta rayar el alba. Pero viendo que no le podía, le tocó en la articulación femoral, y se dislocó el fémur de Jacob mientras luchaba con aquél. Éste le dijo:
– «Suéltame, que ha rayado el alba».
Jacob respondió:
– «No te suelto hasta que no me hayas bendecido».
(…)
Jacob le preguntó:
– «Dime por favor tu nombre».
– «¿Para qué preguntas por mi nombre?». Y le bendijo allí mismo.
 
Esta descripción del encuentro con Dios como un combate no es ajena para mí: unas veces soy el que se zafa de alguien que intenta agarrarle hasta conseguir lo que quiere, otras soy el que pretende que Dios se doblegue a mis propios deseos. Para evitar perder en este combate, la estrategia siempre ha consistido en el regateo o en la huida.
 
En cualquier caso, la lucha empleaba unas armas muy particulares: las “señales”, aquellos signos que, según su interpretación, o bien ratificaban una voluntad divina que al final no terminaba de aceptar del todo, o bien me servían para defenderme en mi postura.
 
Y así han transcurrido los años, combatiendo, intentando “negociar” las mejores condiciones para mí, buscando acomodar mi voluntad a la suya, adecuando “su voluntad” a la mía, siempre con miedo a encontrarme con “señales” que ratificasen su voluntad. Al final, tras mucho tiempo de tira y afloja, de lucha y de huidas he terminado descubriendo una cosa muy simple: que nunca he combatido contra Dios, sino que he batallado conmigo mismo. He luchado contra alguien a quién desconocía, siempre me he intentado zafar del “oponente”, creyendo que este era el Dios de la exigencia.
 
Sin embargo, con el transcurso de los años voy descubriendo que la clave de este “negocio” no consiste en “hacer” algo que pueda ser interpretado como “su voluntad”, sino en (simplemente) ser.
 

domingo, 16 de octubre de 2016

LA SENDA POR ANDAR

En el Camino de la Costa, entre Laredo y Santander, hay un pequeño pueblo llamado Güemes. Allí tuve la oportunidad de conocer al párroco de aquel lugar, Ernesto Bustio, un personaje conocido por muchos de los peregrinos que alguna vez han hecho aquella ruta. El padre Ernesto (o Ernesto, como él solía presentarse) dirige, junto con un nutrido grupo de voluntarios, el albergue de peregrinos: la “Cabaña del abuelo Peuto”. Todas las tardes Ernesto tenía la costumbre de reunir a los peregrinos en la biblioteca del albergue para explicarles la historia de Brezo, la ONG para el desarrollo de la que terminó surgiendo (sin pretenderlo) este increíble lugar de acogida de caminantes.
 
En su charla, Ernesto nos decía una frase: «El Camino es un lugar de encuentro con uno mismo (con sus límites y sus posibilidades), de encuentro con los demás (los otros peregrinos o las gentes del lugar), de encuentro con el medio ambiente, con la naturaleza y, para los creyentes, un lugar de encuentro con Dios». Después de escucharlas, estas palabras no dejaron de dar vueltas en mi cabeza los siguientes días de camino.
 
 
Una semana más tarde, conocí en uno de los albergues a una pareja de peregrinos con muchos más “Caminos” y kilómetros en sus piernas que yo. Hablábamos de ésta experiencia que estábamos haciendo y, con la ingenuidad del principiante, yo me puse a pontificar utilizando las palabras de “San Ernesto”. La respuesta que me dio uno de aquellos peregrinos me dejó “planchado”: «El camino es algo muy personal y aquí cada cual tiene sus propias motivaciones cuando lo hace. Luego, cuando cada uno regrese a su casa, podrá hacer todas las intelectualizaciones que quiera sobre su experiencia».
 
Durante mi experiencia como peregrino del Camino de Santiago pude cruzarme con gentes de todos los colores, olores y sabores. Conocí a quienes parecían creer que el Camino era alguien a quién se tiene que vencer, un reto que superar en un plazo de tiempo concreto; también conocí peregrinos más tranquilos, sin prisas ni metas prefijadas, con la simple intención de disfrutar del camino andado. Algunos iban más rápido, y otros más lento. Unos buscaban afrontar un desafío deportivo; otros hacer un reportaje fotográfico; otros hacer turismo; otros disfrutar de la arquitectura, de la naturaleza o del paisaje; otros encontrarse con las gentes del Camino. Había quien buscaba ligar con las peregrinas, pero también quien deseaba tener una honda experiencia espiritual o de encuentro consigo mismo. Unos elegían el camino oficial, mientras que otros preferían andar por rutas alternativas. Y también los había que, de todo lo dicho, buscaban un poco de cada.
 
Pasados los años, no puedo restarle un gramo de verdad a las palabras de Ernesto Bustio. No me cabe la menor duda que el Camino es lugar de encuentro con uno mismo, con los demás, con el entorno y, para aquellos que lo buscan, con Dios. Sin embargo, cada uno camina como quiere y por donde ha decidido. Sólo toca respetar las opciones de cada cual, aunque muchas veces se caiga en la tentación de dar lecciones de cómo andar un Camino “más auténtico”, como si tu forma de hacerlo fuera la correcta. Al final, lo único seguro que puedes afirmar es que tú no caminarías de la forma que otros lo hacen, y que tú has decidido hacer tu Camino a tu modo.
 
Dicho esto, voy a “intelectualizar” un suceso de aquella experiencia.
 
CONTINUARÁ…
 

domingo, 9 de octubre de 2016

LO QUE GUARDÉ, PERDÍ

Hace dos semanas colgué un cuento al que no le quise añadir ni moraleja ni explicación (La muerte de un idiota). Ya he dicho en otro lugar de este blog que lo que menos me gusta es darle una interpretación “oficial” a estas historias, ya que cada una deja su particular huella en cada persona.
 
Por supuesto, hoy no pretendo romper mi propia norma y dejar una enseñanza de aquel cuento. Sin embargo, esa historia me ha traído el recuerdo de los días anteriores a la finalización del Camino de Santiago que hice hace seis años. Ese recuerdo sí que me dejó una pequeña lección y ahora me gustaría compartirla.
 
* * *
 
Yendo por el Camino Primitivo (el que transcurre por el interior de Asturias y pasa por Lugo) me tocó aguantar varias jornadas de nubes y lluvias más o menos intensas, según el día. Tuve que atravesar algunas veces por lo que los paisanos llamaban “caminos con charcos” (una cosa que, en mi pueblo, que es más de secano, se conoce como “pantanos llenos de lodo”). Tras nueve días de precipitaciones, deseaba con todas mis ansias abandonar de una vez por todas el capote para la lluvia y los pantalones impermeables. Las botas siempre terminaban cada etapa completamente mojadas y los pies ya se habían acostumbrado a una constante humedad sin que hubiesen sufrido (milagrosamente) ni una sola ampolla.
 
 
Aquel noveno día de aguaceros tocaba subir hasta el Puerto del Palo desde Pola de Allande. El ascenso comenzaba con un impresionante sendero hasta un lugar llamado La Reigada, rodeado todo el tiempo por bosques autóctonos en las laderas de la montaña. Semejante espectáculo fue lo mejor de aquella jornada y, aunque pueda resultar paradójico, el bosque me parecía aún más bello cuando lo caminaba bajo la lluvia. Aquella fue una experiencia dura, pero hermosísima.
 
Conforme subía al puerto, la lluvia cesó. Sin embargo, la niebla se iba cerrando cada vez más entorno a mí. Los bellos paisajes de bosques dejaron de verse y cualquier panorámica desde el alto se hizo imposible. Era toda una fortuna si la vista llegaba hasta cien metros. A mi alrededor podía ver algo de ganado suelto y se escuchaban los cencerros de los animales que la vista no lograba alcanzar. Aparte de algún que otro tintineo aislado de las reses pastando en medio de la bruma, sólo podía escuchar el viento y mi respiración. En aquel paraje, en medio de la niebla, la humedad y el frío, sólo se escuchaba el esfuerzo.
 
Superado el puerto, el resto del camino era bajada hasta un pueblito llamado Berducedo, cerca del límite entre Asturias y Galicia. Fue allí, después de todo aquel tiempo caminando bajo la lluvia y sin que despuntase ni un miserable rayo de sol entre las nubes, donde comencé a ver de nuevo el azul del cielo.
 
Al día siguiente, en la subida desde Berducedo hasta Buspol pude disfrutar de mi primer amanecer soleado y sin nubes de tormenta. Las vistas que desde allí se tenían del embalse de Salime eran magníficas. Luego, la bajada hasta la presa, marchando por una senda forestal rodeada de pinos, fue algo verdaderamente extraordinario: aquel era un camino para disfrutar.
 
Recuerdo que, haciendo esa bajada, meditaba sobre las razones para hacer el Camino. Sé que hice grandes reflexiones de las que ahora ni me acuerdo. Pensaba en las motivaciones de la peregrinación, en el simbolismo del Camino, en el sentido de la vida y en todas esas chorradas. Sin embargo, en aquel mismo instante me di cuenta de que había dedicado más de la mitad del Camino a teorizar sobre el propio Camino, pero, ¿me había encontrado con lo que me rodeaba mientras tanto? Los recuerdos más vívidos e intensos que guardo del Camino son los de aquellos últimos días de peregrinación, pero ¿y de lo anterior? ¿Cuántas cosas me perdí durante los primeros kilómetros de mi itinerario mientras caminaba distraído en mis meditaciones?
 
Como decía el cuento del otro día: el regalo más importante que nos da esta vida es la oportunidad.
 
Un par de días más tarde, ya en la provincia de Lugo, entre A Fonsagrada y O Cádavo pasaba por un pueblo llamado Paradavella. Casi sin darme cuenta, saliendo de la senda que transitaba entre la arboleda, me fui a dar de bruces con un pequeño bar. Allí decidí hacer un alto y tomar un pequeño refrigerio. La muchacha que me estuvo atendiendo me dio un rato de conversación. Comenzamos a hablar sobre los peregrinos. Ella se sorprendía de aquellos que pasaban a toda velocidad frente al bar, sin apenas detenerse a ver lo que había por allí. No se quejaba de que no se detuviesen en su negocio a hacer algo de gasto; lo que le resultaba inexplicable era que tanta gente pudiera tener tanta prisa por llegar al final de la etapa. Yo también compartía su sorpresa y me hacía de cruces por “esa clase” de peregrinos.
 
Sin embargo, hoy dudo de que me distinguiera mucho de ellos.
 
Da igual que vayas corriendo intentando alcanzar un objetivo o que no dejes de darle vueltas a la cabeza sobre el sentido que lo que te puede estar ocurriendo, al final puedes perder lo más importante: vivir la propia experiencia con una mínima actitud contemplativa.
 
Durante aquellos días de peregrinación no había dejado de reflexionar sobre el significado de las flechas amarillas, sobre el sentido que le podía dar a mi propia sombra proyectada frente a mí cuando el sol se elevaba a mi espalda mientras caminaba, o sobre el simbolismo de otros mil accidentes del Camino. En el fondo, tengo la impresión de que todo esto no era sino el fruto de una humana necesidad de sentir que todo encaja. No obstante, a veces dudo de que no haya sido todo ello una lamentable pérdida de tiempo y una tarea que distraía mi atención de lo verdaderamente importante.
 
Recuerdo ahora otra anécdota de esos días. Fue entre A Lastra y el alto de Fontaneira. En medio de mis pensamientos, se me ocurrió levantar la vista. En ese preciso instante, delante de mí, saliendo de entre los árboles que rodeaban el camino, se me cruzó una corza como una exhalación. ¡Me hubiese perdido aquel instante si hubiese permanecido con la mirada clavada en el suelo, enredado en mis solitarias cavilaciones!
 
Cuando me quedaban menos de ciento cincuenta kilómetros para llegar a mi meta en Santiago, cuando ya había caminado mucho más de seiscientos kilómetros, descubrí que el Camino (el que yo estaba haciendo) no estaba para pensar y hacerse preguntas, sino para vaciar la mente de pensamientos e interrogantes. Mientras hacía mil consideraciones, perdía la oportunidad de darme cuenta de lo verdaderamente importante: lo que acontecía a mi alrededor.
 
 
¡Qué fácil resulta distraerse y perder el tiempo intentando elaborar hipótesis personales! ¡Qué sencillo no darse cuenta de lo que la vida te pone delante a cada instante, no aceptar lo que es, no disfrutar lo presente!
 
¡A veces siento que sólo he oído el ruido que hace mi voz, no el sonido de lo que me ha rodeado!
 
¡Ahora comprendo lo fácilmente que he dejado alejarse la oportunidad!
 
* * *
 
Acude ahora a mi memoria un último recuerdo “peregrino”. En Asturias, cuando hice el Camino, pasé a unos siete kilómetros de Llanes por un pueblecito llamado Barru. A la entrada había una pequeña capilla en cuyo interior pude leer la siguiente inscripción, que aquí dejo para dejar al lector pensando un buen rato:
 
Yo tuve lo que gasté
pero tengo lo que di
sufro por lo que negué
y lo que guardé perdí.

domingo, 4 de septiembre de 2016

HOSPITALIDAD

Mi peregrinación hacia Santiago de Compostela la comencé en Irún. Desde esa ciudad parten dos ramales del Camino: uno es el Camino Vasco Interior, que confluye en el Camino Francés a la altura de Santo Domingo de la Calzada, y el otro es el Camino del Norte, que transcurre a lo largo de toda la cornisa cantábrica bordeando la costa. Antes de salir de Madrid lo único que tenía seguro era la elección de esta última ruta, la Ruta del Norte. El resto era para mí un sinnúmero de incertidumbres.
 
Con casi doce quilos de peso en la mochila no sabía cómo reaccionaría mi espalda tras varias horas de caminata durante muchos días seguidos. Luego estaba la experiencia de tener que compartir habitación en un albergue con más gente: ¿cómo llevaría la falta de intimidad en esos lugares y la convivencia con desconocidos? Además, a pesar de que había tenido la oportunidad de entrenarme en Madrid andando más de quince kilómetros cada día con el calzado que iba a emplear, mis caminatas habían sido demasiado “domésticas”, realizadas sobre aceras lisas y con pocas pendientes. Ahora, sobre terrenos irregulares y no tan llanos, ¿cómo reaccionarían mis piernas y mis pies? Reconozco que en ocasiones como esta me aflora con mucha facilidad el lado “cobarde”, pero ya que había comenzado esta aventura, sólo me quedaba seguir hacia delante hasta donde Dios quisiera llevarme.
 
De aquel incierto inicio del Camino hacia Santiago tengo un recuerdo que hoy me gustaría traer a este blog.
 
Tras bajar del autobús que me llevó desde Madrid hasta Donosti, me subí al “topo”, el tren que me llevaría hasta Irún. Este finaliza su trayecto en Endaya, pero decidí bajarme justo en la parada anterior, en la estación del Puente de Santiago, para comenzar el camino desde allí hacia el albergue. Esto era para mí un gesto puramente simbólico: de esa manera iniciaría el Camino del Norte desde su Kilómetro Cero en territorio español.
 
 
La hospitalera del albergue en Irún (así se les llama a los encargados de acoger a los peregrinos en los albergues del Camino) era francesa. Ella hablaba español bastante bien, pero de vez en cuando no encontraba la palabra adecuada para decir una determinada cosa, por lo que intentaba explicarme la idea dando más rodeos. Viendo su dificultad para expresarse, se me ocurrió decirle que yo entendía algo el francés, ya que lo había aprendido en el bachillerato. ¡Para qué decirle más! A partir de ese instante comenzó a hablarme casi exclusivamente en su idioma. Aquella circunstancia debió ser un pequeño regalo para la mujer, cansada de tener que hablar todos los días o en inglés o en español.
 
Para mí la dificultad no estaba en poder comprenderla, sino en responder en su lengua. Han pasado ya muchos años desde que dejé de estudiar francés, y encontrar las palabras para expresarme siempre me resulta difícil, ya que la falta de práctica ha hecho que olvide muchas expresiones. Por eso, siempre que me encuentro con un francés que habla algo de español, prefiero ocultarle que conozco su lengua. Evidentemente, haber hecho lo mismo en aquella situación me hubiera supuesto un menor cansancio mental, pero no hubiese dejado de convertirme en una especie de “insolidario idiomático”.
 
Sin embargo, por pasarme de listo, me tocó esforzarme en aquella ocasión. La hospitalera me alentaba a hablar en su lengua, y para animarme me dijo algo (en francés, por supuesto) que más tarde me dio para reflexionar. Fue más o menos lo siguiente: «para aprender otra lengua, es necesaria la inmersión en esa lengua, y si no recuerdas una palabra, preguntando a tu interlocutor la encontrarás, y si dudas del significado de algo, la persona con la que hablas te lo aclarará».
 
La moraleja de esta historia sea quizá demasiado fácil: no valen excusas para decir “no puedo”, sólo metiéndose uno en harina puede conocer hasta dónde puede o no puede llegar… Bueno, quizá esa pueda ser una de las moralejas… o quizá sea otra, no lo sé.
 
Al hilo de este recuerdo del Camino de Santiago me vengo a dar cuenta de un pequeño detalle: la hospitalidad no es un hecho unidireccional. De igual manera que aquella mujer mostró hospitalidad conmigo, yo también tenía la oportunidad de serlo con ella hablándole en su lengua y permitiéndola sentirse como en su tierra. Pero también en esta historia puedo reconocer hasta qué punto la pereza y la comodidad pueden transformarme en alguien “inhóspito”. Detrás de muchas de mis excusas nunca ha habido un auténtico “no puedo”, sino un genuino “no quiero”.
 
“Qui habet aures audiendi…”
 

domingo, 21 de agosto de 2016

CAMINAR HACIA LA PROPIA SOMBRA

En el mes de mayo de 2010, algunos días después de haber terminado mi estancia en el monasterio, decidí hacer el Camino de Santiago (quien quiera releer aquella vivencia monástica desde el comienzo puede hacerlo en: La entrada en el desierto). Uno de los motivos para aquella peregrinación fue poder dedicar algún tiempo a reflexionar sobre la experiencia vivida con los monjes.
 
Por desgracia, durante aquellos días de peregrinación lo que menos hice fue meditar aquella experiencia. La razón de ello se volvió más que evidente tras un par de días de marcha: si le das demasiado a la cabeza cuando andas, corres el riesgo de no ver alguna de las flechas que señalen un desvío y extraviarte o, peor aún, perderte alguna de las maravillas que el camino te ofrece a cada paso. Luego, en los albergues, tampoco se suele disfrutar de muchos espacios para la intimidad y la reflexión. Fue ya en Madrid, cuando regresé de la peregrinación, cuando pude revisar aquellas anotaciones hechas en el monasterio.
 
El propio Camino daba material suficiente para la reflexión.
 
Hacer meditaciones en el Camino y sobre el Camino da para mucho… ¡hasta para escribir un libro! En efecto, el Camino es una invitación a la alegoría, a las comparaciones, al paralelismo con la vida y al símbolo. Y releyendo hoy toda aquella experiencia tan sólo se me ocurre decir una cosa: ¡qué terriblemente fácil resulta caer en el “onanismo mental”! (bueno, así me gusta llamarlo a mí).
 
Yendo hacia Santiago de Compostela por el Camino Primitivo, yo había planificado inicialmente hacer la ruta oficial desde Lugo, que sale de esta ciudad, pasa por San Román da Retorta y termina en Melide, lugar donde se une al Camino Francés.
 
Unos días antes, un peregrino belga me animó a cambiar mis planes y seguir por una ruta alternativa, que pasa por Friol y converge en el Camino del Norte unos kilómetros antes de llegar a Sobrado dos Monxes. Esta ruta estaba peor señalizada y las posibilidades de perderte eran muchas, pero se trataba de una senda apenas conocida y sin apenas peregrinos. Me resultó difícil no negarme a esta invitación ya que me permitía disfrutar de la tranquilidad de un camino poco frecuentado antes de unirme en Arzúa a esa riada humana que es el Camino Francés.
 
Aquella era la cuarta vez que pasaba por el monasterio de Sobrado dos Monxes. La primera lo hice con una “macro-peregrinación” organizada por la Delegación Diocesana de Juventud de Madrid. Las dos veces siguientes lo hice albergándome en su hospedería, y desde mi última visita a este monasterio habían transcurrido poco más de dos años. Ahora llegaba allí como fruto de una decisión de última hora, ya que nunca había considerado la posibilidad de pasar por este monasterio.
 
Pues bien, en Sobrado me reencontré con un cura que procedía de Madrid y al que ya conocía de sus tiempos de Seminario. Unos años después de ordenarse como sacerdote entró en aquel monasterio y terminó haciéndose monje.
 
Antes de continuar con mi camino pude cruzar unas palabras con él.
 
Recuerdo que me dijo un par de cosas. La primera tenía que ver con su propia experiencia como peregrino, ya que unos años atrás él también tuvo la oportunidad de hacer el Camino. Se trataba de una imagen que se le había quedado muy grabada. Cuando alguien va haciendo el Camino de Santiago, andando por el Camino Francés, por el de la Costa o por el Camino Primitivo, se encuentra con un fenómeno tan evidente que a veces pasa inadvertido, pero que tiene poco desperdicio cuando se medita con atención: el sol siempre sale a espaldas del peregrino y su propia sombra queda por delante mientras va caminando. Esta es una señal que confirma que el camino que se anda es el acertado. Aunque no tengas flechas que te lo indiquen, el camino que haces será el correcto mientras tengas tu propia sombra por delante de ti. Luego, al despedirse, me dijo una frase que quedó grabada en mi memoria: «Ahora tu continúa con tu camino, que yo me quedaré aquí, haciendo el mío».
 
Como ya he dicho, caer en la “masturbatio mentis” es muy sencillo, pero, bien mirado… tiene mucha miga: ¡un camino que se hace dentro de los muros de un monasterio y, luego, caminar hacia la propia sombra!
 
Cuando uno se detiene a meditar un poco sobre el Camino de Santiago no es muy difícil verlo como una metáfora de la vida misma. En el fondo, todos somos peregrinos. Andamos por diferentes senderos y en diferentes sentidos. Unos pueden acercarse a la meta y otros pueden alejarse (conscientemente o no) de ella. Unos prefieren caminar sin buscar indicaciones, simplemente dejándose llevar por su instinto, mientras que otros buscan alguna flecha que les indique el camino correcto, y no encontrarla puede generarles incertidumbre y miedo de haber errado.
 
Cada quien puede sacar de todo esto la moraleja que mejor le parezca. Yo siempre he estado demasiado obsesionado por encontrar el camino, por hallar mi camino, por hacer mi camino. Sin embargo, hoy tengo la sensación de que el camino más importante a seguir es aquel que me lleva a mí mismo: esa sombra es el camino que he de seguir.
 
¡Aunque igual esta es también otra “pajilla mental”!
 

domingo, 17 de julio de 2016

HOMBRE SOLTERO BUSCA

La semana pasada una amiga dejó un comentario en este blog. Dado que la publicación terminaba hablando de cubrir la necesidad de afecto y ternura, debió de pensar que yo andaba enamoriscado. Siento mucho tener que decepcionarla, pero aún no me hallo en tal estado. Ahora me encuentro más bien en uno de esos momentos “místico-comprensivos” en los que estoy más interesado en la búsqueda y el encuentro de mí mismo que en el de una pareja. Sin embargo, esto no siempre ha sido así (¡gracias a Dios!).
 
Reconozco que nunca he sido una persona muy activa en esto de la búsqueda de pareja. Siempre fui demasiado tímido para hablar de mis sentimientos. Por ese hecho, hace unos años me registré en una página de contactos de esas que te aseguran que son capaces de encontrarte a la pareja de tu vida en menos tiempo de lo que tardas en decir “estoy soltero y busco plan”.
 
En efecto, yo confieso ante Dios Todopoderoso y ante vosotros hermanos que he pecado de pensamiento, palabra, obra y ejecución. ¡Yo también he sido usuario de una de esas web para solteros exigentes! En esta web, como en todas de corte semejante, se suele insistir en que la presentación es muy importante si se quiere impresionar a las usuarias. Por este motivo decidí trabajarme muy bien la introducción y colgué el siguiente anuncio:
 
 
Lo más difícil es describirse a uno mismo, por lo que prefiero que sean los demás quienes lo descubran… No, creo que esta es una presentación que ya está demasiado vista. Empezaré de nuevo...
 
 
¿Por dónde puedo comenzar una descripción de mí mismo? No sé. Los encargados de esta web aconsejan que sea sincero y que no olvide expresarme con sentido del humor. Bien, voy a intentarlo.
 
Mido 1,82 m (aproximadamente) y tengo la piel muy blanca (como los champiñones) ya que no me da mucho el sol (como a los champiñones). Tengo barba (con bastantes canas ya, por cierto) y cuando paso cinco meses sin arreglarla, mi aspecto recuerda al de Johnny Castaway o al de fray Leopoldo de Alpandeire. Bueno, con lo del pelo facial tengo que hacer una matización: cuando cambian las condiciones meteorológicas y aprieta “la caló”, la barba desaparece, y si no fuera por las canas que ya me toca peinar, parecería que rejuvenezco hasta los 30 años. Respecto a los demás pelos corporales, debo informar que sufro déficit capilar frontal con migración de pelambrera hacia lugares menos deseables. Si hay cita, prometo recortarme los pelos de la nariz y depilarme los de las orejas.
 
Soy un hombre a una nariz pegado, ya que mi probóscide tiene un formato Cyrano de Bergerac. A pesar de ello, sufro atrofia olfativa y una constante sensación de obstrucción nasal. Si hay cita, no uses un gran perfume: seguro que seré incapaz de apreciarlo. Si te preguntas si padezco halitosis, mal olor de axilas, o si mis zapatos huelen peor que un cadáver en descomposición, ¡genial!, ya tenemos algo en común: ¡yo también me lo pregunto!
 
Si lo que te atrae de un hombre es su sonrisa, bórrame de tus favoritos. De pequeño no me quise poner corrector dental y tengo los dientes que parecen haber salido de la montaña rusa.
 
Como de todo y no soy nada deportista. El único ejercicio físico que hago lo efectúo todas las mañanas: incorporarme de la cama (¡uf, es durísimo!). A pesar de todo, creo que tengo un peso ideal, aunque no quiero ser demasiado idealista.
 
Soy un tipo callado y encerrado en sus propios pensamientos, al que le encanta la soledad (que a veces suele convertirse en aislamiento). Me cautivan los juegos de estrategia para PC, y paso las horas muertas disfrutando de la construcción de ciudades e imperios mientras los defiendo de los ataques de inicuas hordas bárbaras.
 
¿Y de salir? Bueeeno… a ese tipo de eventos me apunto de cuando en cuando, pero con el tipo de vida (vegetativa) que llevo, sólo tengo medio tema de conversación. Si hay cita, me pido escuchar. Y a la hora de pagar, algunos dicen de mí que me estiro menos que el portero de un futbolín. Pero eso no es del todo exacto. Lo que sucede es que yo no soy de esos hombres que nunca consienten que una mujer invite.
 
¿Y el bailoteo…? Una vez intenté aprender. Aún tengo pendiente el juicio por lesiones.
 
¿Hay alguien que tenga aún curiosidad por saber más? ¿Por dónde puedo continuar? Por ejemplo… por mis pies: tengo unas durezas en los talones que parecen centollos. Gracias a ellos conseguí el tercer premio en el certamen de claque de Sauquillo de Boñices (provincia de Soria). Bueno, lo del premio no es cierto, pero lo de los callos, por desgracia, sí (snif). A la piedra pómez la tengo consumida y la pobrecita se me echa a temblar cada vez que me acerco a ella. Y no me meto en la ducha con una lijadora de paredes por el elevado riesgo de electrocución, que si no…
 
En el resto de mis funciones soy tirando a “normalito”: ventoseo con mucha frecuencia y, a pesar de mi atrofia olfatoria, puedo asegurar que el aroma no es ni rosas, ni pino, ni lavanda. Afortunadamente para la audiencia, este tipo de actos los perpetro cuando estoy solito (se disfrutan muchísimo más). Bien, creo que será mejor no seguir la descripción por aquí, ya que me estoy poniendo demasiado escatológico.
 
Emocionalmente, soy más plano que una campeona olímpica de natación, soy un perezoso en las relaciones sociales, y hasta mi padre me decía que yo era más raro que un perro verde. Vivo con mi “señá” madre, que ya es bastante mayor, y tengo muy asumido que a este paso o termino vistiendo santos o acabo como Norman Bates.
 
¿Y en la cama? Duermo como un tronco, doy más vueltas que una peonza, y me despierto con la boca como la suela de un zapato ya que respiro por ella (otra vez por culpa de mi problema obstructivo nasal). Ya no puedo asegurar que ronque, porque si lo hago, siempre ocurre cuando estoy dormido. Ah, se me olvidaba otro detalle: en el lecho, no sé si por la posición… o por el relajamiento… sigo ventoseando (¿qué hombre no hace ruido en la cama?). Si alguna vez pasamos la noche juntos, permíteme un consejo: procura que yo no te dé la espalda.
 
Semejante dechado (o quizá sea mejor hablar de “deshecho”) de “virtudes” me hace dudar que las clientas de este servicio se fijen en mí, ya que cuando leo los anuncios que algunas cuelgan por aquí, parece que le estén escribiendo una carta a los Reyes Magos pidiéndoles un Geyperman. Cuando describen a su hombre ideal sólo les falta añadir: “...y que no sea alérgico a la kriptonita” (¡si es que leer cosas así le quitan a uno todas las ganas, leñe!).
 
A pesar de todo, aquí estoy yo.
 
No se admitirán reclamaciones (que nadie diga que no avisé).
 

domingo, 10 de julio de 2016

UN SANO EJERCICIO

La semana pasada traje a este blog la historia de una enferma a la que he tenido la oportunidad de acompañar en una unidad de cuidados paliativos de un conocido hospital madrileño (El silencio más valioso). La enferma era soltera y su única familia era una cuñada que se acercaba siempre que se lo permiten sus obligaciones.
 
Esta tarde me gustaría hablar de mí mismo, de mi historia y de mi intimidad, porque aquella situación me hizo considerar los efectos de mi propia soltería.
 
Hace unos cuantos años tuve un sueño que aún no he podido olvidar. En él me sucedía algo que, en el caso de una persona con mis antecedentes personales, podría considerarse como algo “increíble”: ¡me iba a casar! ¡Sí, un solterón indomable, terco e irreductible como yo, pasando por la vicaría! La boda era con una chica con la que salí hace mucho (pero que mucho tiempo). Lo más “divertido”, era que la pobre criatura iba embarazada… y, ¿de quién?... ¡del canalla que ahora escribe estas líneas! En efecto, la novia había sido víctima no sólo de la seducción de este truhán, sino también de su torpeza en la planificación del delito.
 
No obstante, la historia tenía un final feliz y, como en cualquier desenlace venturoso que se precie, el amor tenía que triunfar. El “sinvergüenza” (o sea, yo) claudicaba a las exigencias que la mancillada honra de la dama reclamaba (póngase aquí música de cuento de hadas o de final feliz, lo que más apetezca).
 
Bueno, vayamos al intríngulis de mi relato. ¿Alguien puede imaginarse lo que pensaba el pícaro novio mientras tanto? Pues, lo siguiente: «Uf, vaya faena. Con lo que me gustaba a mí disfrutar de mi libertad… ¿Y ahora a comprometerme?... ¡Y de por vida!... ¡Y criando un hijo!... Bueno, si no hay más remedio… pero, ¡menudo fastidio!».
 
Hay un salmo que dice, más o menos, lo siguiente: «hasta en sueños me instruyes». ¡Y es que hasta los sueños nos gritan cómo somos!
 
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Llegados a este punto y antes de continuar, creo que debo contarles un episodio de mi vida.

Yo pasé algunos años en el Seminario… Si, ese lugar donde estudian y se forman los futuros sacerdotes católicos. Seguro que les resultará curioso, pero cuando decidí abandonarlo lo hice precisamente porque el celibato me parecía una carga demasiado pesada. Los años han pasado (¡más de 20 años!), y, sin embargo, yo he continuado sin pareja. Algunos de mis antiguos compañeros, ya a punto de ordenarse como curas, me lo echaban en cara cuando me veían: «pero, ¿aún no tienes novia?... ¿y para eso has dejado el Seminario?».
 
Muchas han sido las personas que me han hecho una pregunta parecida: «Y tú lo de tener una pareja y casarte, ¿nunca te lo has planteado?» Ante semejante cuestión, con un gesto de cierta desgana, siempre he terminado respondiendo: «¿Yo?... pues la verdad es que… ¿qué quieres que te diga?... pues… como que no ha entrado en mis planes…».
 
Algunos años después de abandonar el Seminario, cuando yo estudiaba Enfermería, aun rodeado de más de cien mujeres, nunca salí con ninguna de mis compañeras. Este dato no creo que tenga mucho misterio. Soy lo suficientemente indeciso como para que tantas mujeres, y en tanta variedad, dejen completamente bloqueada mi capacidad de elección.
 
Da igual qué circunstancias se hayan dado a lo largo de tu vida, el verdadero problema es que, con el paso de los años, terminas un día descubriéndote solo.
 
 
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Conocí una vez a un sacerdote que tenía una clasificación muy original de la soltería. El definía cuatro grupos: solteros, solterones, solteritos y célibes. El soltero era aquel que, por su juventud o por circunstancias personales lógicas, no había encontrado aún una pareja. El solterón era aquella persona que, por comodidad o temor, nunca la había buscado. El solterito era aquel que hallaba pareja un día en un lugar y al día siguiente en otro, evitando siempre el compromiso. Finalmente, el célibe era aquel que habría renunciado libremente a una pareja para consagrarse a una labor, a un ideal, o a un dios.
 
¿En cuál de estas cuatro categorías podría estar yo incluido? Lo de célibe lo descartaría, al menos por el momento. No creo que me haya consagrado aún a ninguna labor o ideal como para catalogar mi soltería como celibato. Lo de soltero ya no parece ir conmigo. Ni soy tan joven, ni mis “circunstancias personales” podrían considerarse “lógicas”. ¿Solterito entonces? Bueno, confieso que más de una vez he soñado con ser un Casanova (reconozcámoslo, las hormonas son las hormonas), pero eso de ir de flor en flor nunca me pareció del todo serio. Si no me he incluido nunca en esta categoría es por mi mala conciencia. ¿Solterón? Creo que, por eliminación, sería la única opción.
 
¿Quizá la razón de mi “solteronía” se encuentre en que he idealizado tanto la vida de pareja que me he sentido incapaz de afrontarla? ¿Quizá he vivido tantos años soltero que no puedo verme de otra manera? ¿Quizá vea la vida de pareja como algo aparatoso para mí y que va a complicarme demasiado la existencia?... Podría dedicar horas y horas a buscar mil y una razones que justifiquen mi decisión de vivir de una determinada manera mis relaciones con el otro sexo. Sin embargo, la historia de aquella enferma ha desenterrado un profundo temor: el de la soledad. No hablo de ese miedo a terminar mis días solo en un hospital, hablo del miedo a terminarlos sin haber buscado el abrazo, la ternura, hablo del miedo a negarme el afecto de otra persona buscando mil justificaciones.
 
Lo que más me interesa en esta tarde es hacer un sano ejercicio, el ejercicio de reconocer una necesidad insuficientemente cubierta: la necesidad de afecto, la necesidad de un abrazo, de ternura y de calor.
 

domingo, 3 de julio de 2016

EL SILENCIO MÁS VALIOSO

En una pasada publicación de este blog (Cuarenta veces que naciera), ya tuve la ocasión de contar que soy voluntario en un centro hospitalario de Madrid. Dicha institución cuenta con una unidad de cuidados paliativos… y no creo que deba explicar qué tipo de enfermos son los que ocupan este tipo de servicios hospitalarios.
 
Desde hace un mes, paso cada miércoles por la habitación de una paciente que apenas recibe visitas ya que es soltera y su único familiar cercano es una cuñada que se acerca siempre que puede y se lo permiten sus obligaciones. Sin embargo, estas visitas no siempre son suficientes y esta paciente agradece sobremanera la presencia de los voluntarios del servicio de paliativos que se acercan por su habitación a conversar un rato con ella.
 
El pasado miércoles me acerqué a verla. En los últimos días esta mujer había empeorado. Se encontraba en cama y parecía estar dormida. Se percibía en su aspecto que la enfermedad estaba progresando, ya que presentaba una ictericia muy llamativa. Al tocarla el brazo, abrió los ojos y me sonrió. Su mirada también se veía afectada por la ictericia, que teñía el blanco de sus ojos de un color amarillento. Se la veía sin muchas fuerzas y darse la vuelta en la cama parecía resultarle algo muy difícil.
 
“¿Quieres que me quede un rato contigo?”, le pregunté. “Si…”, fue su breve respuesta. Me senté al lado de su cama y tomé su mano entre las mías. Y así me quedé un buen rato. Ella sólo sonreía y musitaba de vez en cuando: “Gracias…”. Finalmente terminó cerrando sus ojos mientras mantenía dibujada su sonrisa en la boca.
 
 
En una situación como esta no dejaba de recordar aquello que suele decirse: ¡qué incómodo puede ser mantener un silencio así durante mucho tiempo! Sin embargo, nunca me he sentido más cómodo que en esta ocasión. No necesitaba dar palabras de ánimo a esa persona, no necesitaba darle conversación. Sostener su mano entre las mías era suficiente. Parecerá muy poco, pero era muchísimo para aquella paciente. No necesitábamos más… ni ella ni yo. Aquel silencio y aquel gesto de ternura, su mano entre las mías, lo eran todo y aquella mujer no parecía necesitar nada más.
 
Durante aquellos minutos repitió su agradecimiento en un par de ocasiones más.
 
Esa experiencia me da que pensar. ¿Resulta tan complicado acompañar a un enfermo grave manteniendo el silencio y la sola presencia? ¿La soledad se llena con conversaciones? ¿Es inútil el silencio? Puedo asegurar que ese rato que permanecí con esta enferma no me sentí en absoluto inútil.
 
Es cierto… un gesto, una actitud, valen más que mil palabras de consuelo.
 
 

domingo, 12 de junio de 2016

UN RECUERDO DEL CAMINO

Haciendo el Camino de Santiago, hace ya algunos años, entre Arzua y Pedrouzo, encontré una de esas frases para pensar. Algún peregrino francófono la dejó escrita con rotulador de punta gruesa en una papelera, a modo de grafiti. Decía así:

Il est très bonne
pour l’esprit de ne pas
être toujours trop raisonable.
 
(Es bueno para el espíritu no ser siempre demasiado razonable)
 
 



domingo, 5 de junio de 2016

MUSICOTERAPIA

Desde hace algunos años vengo realizando un pequeño servicio todos los domingos en las misas de una parroquia de Madrid. Dicho servicio consiste en cantar el salmo que viene entre las dos primeras lecturas.
 
Hace dos años me vi en la necesidad de aumentar mis conocimientos en lectura musical y busqué en mi barrio una escuela de música para hacerlo. En esta escuela me recomendaron aprender no sólo solfeo sino algún instrumento. Es evidente que, con semejante oferta, ellos ganaban más dinero, pero me tentó y me decidí a prender a tocar un instrumento que siempre me ha atraído: el piano.
 
Mi madre no hace otra cosa que decirme: ¡A la vejez viruelas! ¡Tú, con tus años aprendiendo piano! (por cierto, tengo 46 años, camino de los 47). Pues sí, a mis años. ¡Nunca es tarde si la dicha es buena!
 
Esta tarde quiero iniciar una nueva sección en este blog. En ella me gustaría compartir esta pequeña pasión por este instrumento además de mi convencimiento sobre los beneficios de la música en nuestra salud emocional y espiritual. Creo firmemente en eso de que la música amansa a las fieras, eleva los espíritus y puede convertirse en una de las mejores terapias.
 
Hoy comparto una de las últimas piezas que estoy aprendiendo: el preludio número 4 de Frédéric Chopin. Por supuesto, el que interpreta la pieza en este video no soy yo (¡qué más quisiera!).
 
 

domingo, 17 de abril de 2016

LOS ÚLTIMOS DÍAS

 
Bueno… todo llega a su fin, y este recorrido por las notas de aquel diario que escribí en el monasterio también tiene que hacerlo. Probablemente escriba dentro de algunas semanas lo que ha supuesto para mí el recuerdo de aquellos días… pero esa será ya otra historia.
 
 
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6 de abril de 2010 (Martes de la octava de Pascua).
 
Ayer lunes por la tarde, el maestro de novicios y yo mantuvimos una breve conversación. No pudimos tenerla el domingo, como suele ser costumbre desde que estoy aquí, ya que fue un día con un ritmo muy diferente al habitual. Aquella tarde de domingo de resurrección, después de nona, salimos a dar una vuelta fuera del monasterio. Tras mes y medio sin salir de estos muros, el paseo no estuvo nada mal.
 
Hoy hemos estado hablando de todo lo vivido durante la Semana Santa. Al final me ha planteado unas cuestiones para reflexionarlas en los próximos días. Recordando los cinco verbos que sintetizan la dinámica de los Ejercicios de San Ignacio, me ha señalado cómo el final de dicha dinámica es el encuentro con el Señor y la disposición a… ¿a qué? ¿A la vida monástica?, ¿podría ser este mi camino de vida?, ¿si o no?, ¿por qué si y por qué no?
 
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11 de abril de 2010 (Segundo domingo de Pascua).
 
Ya ha terminado la octava de Pascua. La semana próxima vendrán a recogerme para regresar a Madrid. ¡Sólo me quedan siete días para marcharme! Ya han transcurrido casi dos meses, y a veces tengo la sensación de haber permanecido aquí mucho más tiempo. Han sido demasiado intensas las experiencias vividas en este lugar. Cuando uno entra en el desierto y deja que hable… su voz resuena demasiado fuerte.
 
Algo de tristeza me invade, aunque no sé distinguir muy bien la razón de la misma. ¿Quizá por volver de nuevo a lo cotidiano, o por marcharme de aquí sin tener claro que este sea mi camino? En uno de los libros que he leído estos días encontré esta frase: «La nota característica de la conversión es la alegría». ¿Y dónde está?
 
Acude ahora a mi cabeza un recuerdo del pasado. Fue mi primer día de prácticas en el hospital. Ese primer día tenía algo de temor, sin embargo, al final de la jornada, sentí una extraña sensación de felicidad. Esa sensación era fruto de una certeza: ¡sí, aquello era lo mío! En este monasterio he descubierto mucho, quizá no todo. He tenido momentos de malestar y momentos de gran sosiego, pero nada que se aproximase a la sensación de aquel primer día de prácticas hospitalarias.
 
 
«La nota característica de la conversión es la alegría». ¿En qué clase “conversión” estoy pensando?, ¿en la de cambiar una forma de actividad por otra? ¿Es esa la “conversión de vida”? ¿O quizá se trata de ver mi vida con otra mirada, o mejor, desde otra mirada?
 
¿Incertidumbres? ¡TENGO TODAS LAS DEL MUNDO!
 
Ayer sábado tuvimos un encuentro con las comunidades de religiosos y religiosas de la diócesis. No dejé de sentirme un poco descolocado durante todo el día. Estaba viviendo con los monjes, pero no me sentía uno de ellos.
 
Han pasado casi dos meses, y al final de mi estancia en este monasterio sigo haciéndome demasiadas preguntas.
 
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13 de abril de 2010 (Martes de la segunda semana de Pascua).
 
Ayer lunes hablé con el maestro de novicios sobre las cuestiones con las que terminamos nuestra conversación de la semana pasada. Por un lado, en el monasterio no me siento del todo mal. ¿Es quizá esa una señal de vocación monástica?, ¿o simplemente lo que me agrada es un “modus vivendi”?
 
Sólo hay una cosa que no me termina de convencer: ese muro que nos separa del exterior. Algo me llama a estar fuera de él. ¿De dónde nace ese deseo? ¿Viene de Dios o de mi interior? El otro día volví a leer estas palabras:
 
«El deseo está en el punto de partida de nuestra búsqueda, y se irá purificando de elementos que lo contaminan, para que se pueda concretar en las elecciones precisas que unifican nuestra persona entorno a las propuestas que Dios nos irá mostrando junto con una nueva percepción de la realidad».
 
Aún resuena en mi cabeza aquella oración del Vía crucis de este viernes Santo:
 
«Dios de la esperanza, permítenos que seamos el medio por el que tu lleves el consuelo a los desesperanzados, los sometidos, los que sufren, los angustiados. Que seamos siempre mensajeros del ánimo de Dios. Amén».
 
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20 de abril de 2010 (Lunes de la tercera semana de Pascua).
 
Ayer por la tarde llegaba a Madrid. Televisión, ordenador, horarios urbanos, ruido de tráfico por la calle. Añoro el silencio y los horarios del monasterio. Sin embargo, lo que más necesito ahora es tiempo y (sobre todo) distancia, tanto de Madrid como de un monasterio. Necesito un “terreno neutral” para poder pensar en todo lo vivido durante estos dos meses.
 
Quizá sea un buen momento para hacer el Camino de Santiago.
 
 
¿CONTINUARÁ?
 

domingo, 10 de abril de 2016

UNA CRUZ PARA VIERNES SANTO (2ª PARTE)

Continúa desde Una cruz para Viernes Santo (1ª parte)


Acabamos de finalizar el Vía Crucis. En la octava estación (Jesús y las hijas de Jerusalén) yo he tenido que leer la siguiente oración:
 
Dios de la esperanza, permítenos que seamos el medio por el que tu lleves el consuelo a los desesperanzados, los sometidos, los que sufren, los angustiados. Que seamos siempre mensajeros del ánimo de Dios. Amén.
 
Mensajeros del ánimo de Dios… estas palabras suenan a programa de vida.
 
+ + +
 
Acabo de salir un rato a pasear por el bosque y he llevado conmigo el libro de Benjamín González Buelta. Hablando de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio, describe con cinco verbos la creación de «un nuevo espacio desde el que mirar». En cuanto lo he leído he venido al escritorio para poderlos anotar. Los cinco verbos son los siguientes:
 
1) Apartarse: de amigos y de conocidos. Con ello se toma distancia de la manera habitual de vivir; alejándonos de «toda solicitud terrena» (actividades, sueños, preocupaciones y proyectos).
2) Mudarse: cambiar de espacio donde los objetos que nos rodean no nos recuerden constantemente las visiones viejas que corren por nuestros circuitos interiores.
3) Buscar: …lo que tanto se desea.
4) Acercarse: acción para encontramos con Dios, con todo lo que somos.
5) Disponerse: Dios llega hasta el espacio que nosotros le dejamos disponible en nuestra intimidad y en nuestro cuerpo. Y, ojo: «no fuerza ninguna puerta, ningún sentimiento, ninguna fibra, ninguna neurona».
 
¿Por qué tengo la sensación de que los cuatro primeros verbos los he ido viviendo en los días que llevo en este monasterio? Pero, ¿y qué sucede con el quinto? Al final se habla de no mover a la persona hacia ninguna opción concreta, pues lo más importante es que «el Señor mismo se comunique a la su ánima devota abrazándola en su amor y alabanza, y disponiéndola por la vía que mejor podrá servirle adelante» (Ejercicios Espirituales de Ignacio de Loyola, parágrafo 15). ¿Y ahora qué?, ¿me quedo a la espera de una nueva señal que me indique el camino?, ¿o me conformo con lo que he encontrado en este monasterio y acepto que este es “mi camino”?
 
Solo hay una sombra: que me embelese con los descubrimientos de hoy y que todas estas palabras las emplee como justificación para no decidirme. ¡Ya he empleado esa “puerta trasera” en el pasado! A pesar de todo, cada minuto que pasa siento mayor paz. No sé porqué, pero estas preguntas no me inquietan en este instante.
 
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Ya hemos cenado. Ha sido algo ligero, pero me ha permitido reponer las energías de una jornada más dura de lo que hubiera podido imaginar.
 
Conforme ha transcurrido la mañana de hoy, más alegre me he ido sintiendo. Una sensación de gozo un tanto impropia de un Viernes Santo. En el rezo de sexta recitábamos el salmo 108. Al llegar a la frase que dice: «Dios ha dicho desde su santuario: “me apoderaré victorioso de Siquem…”», algo ha saltado en mi interior. Pero, ¿no se habíamos leído este salmo ayer? Sin embargo, el sentimiento que se respiraba hoy en él era más gozoso, mientras que ayer era de desolación, como si un terremoto hubiera sacudido la tierra. Al comparar los dos salmos (se trataba de los 60 y 108) he podido descubrir que ambos son exactamente iguales a partir del séptimo u octavo versículo, pero su comienzo es totalmente diferente. Al rezar ayer el salmo 60 y el 108 hoy, cada uno ha expresado mi sentir en cada uno de estos dos días. Los dos salmos parecen haber reflejado mis estados de ánimo en ambas jornadas.
 
Hoy mi corazón exultaba con estas palabras: «voy a cantar y a tocar para ti: ¡despierta gloria mía!». ¡Hoy he notado que algo se ha transformado dentro de mí!
 

Desde hace muchos años lo he intentado racionalizar todo, y pasarlo todo por el tamiz de mi cabeza. Entender mi vida, explicar lo que me rodea, dudar de lo que no sea capaz de concebir, tenerlo controlado todo. Al final me he transformado en un individuo que duda de la vida, de los demás, de Dios, y hasta de sí mismo. Creyente en las formas, agnóstico en el fondo. Y aún así he terminado en este monasterio, y he vivido todo lo que he vivido, y hay demasiadas cosas que han escapado a mi control. Podrían atribuirse todas al azar, pero aún así siguen siendo inconcebibles. ¡Soy incapaz de explicarlas!
 
Esta tarde, después de la comida, que ha consistido en un trozo de pan y un vaso de agua, he subido para poder descansar unos minutos recostado en la cama. Serían entorno a las tres de la tarde. En ese momento ha ocurrido algo, una sensación muy difícil de explicar con palabras. Mi cabeza no paraba de dar vueltas sobre todo lo sucedido en estos últimos días, y sin embargo, había un sentimiento de quietud en medio de la ebullición. ¿De dónde tantas coincidencias? Y todas orientadas a un único fin: abandonarme a una única certeza, Dios.
 
Y en mi interior le he gritado: ¿quién eres?, ¿qué buscas de mí?
 
¡¿Por qué yo?!
 
Y ha aflorado el llanto.
 
Sólo he podido decir: ¡creo, creo, creo!
 
 
CONTINUARÁ…

domingo, 3 de abril de 2016

UNA CRUZ PARA VIERNES SANTO (1ª PARTE)

 
Hace ahora una semana de la celebración de la última Semana Santa. Estas fechas traen a mi recuerdo los días vividos en un monasterio de la orden del Císter en el año 2010. De entre aquellos días, el más intenso fue el Viernes Santo. Hoy traigo a este blog la primera parte de mis anotaciones de aquella jornada en mi diario.
 
+ + + + +
 
2 de abril de 2010 (Viernes Santo).
 
Después del rezo de tercia, el maestro de novicios nos ha convocado para asignarnos trabajo para esta mañana. Cuando nos lo ha dicho, el novicio y yo nos hemos quedado un tanto extrañados (¿no se suponía que hoy era día de fiesta?). En fin, ¡obediencia es obediencia! Mi labor para hoy consistía en terminar de arrancar los chupones de los manzanos de la huerta para después quemarlos. Es una tarea que el miércoles dejé sin terminar y un trabajo relativamente duro en el campo (sobre todo cuando no se está acostumbrado a hacerlo). Mi mayor preocupación era que hoy tenía en el estómago tan sólo un trozo de pan y un tazón de café con leche del desayuno. El Viernes Santo la comunidad ayuna, ¡y lo hace en serio! Si me hubiese dado una lipotimia, los monjes tendrían que haber salido a recogerme con una pala.
 
Mientras me ponía el mono de trabajo, no hacía más que pensar en esta contrariedad. Lo que hoy me apetecía era meditar sobre el misterio de la cruz en cualquier rincón del monasterio, en la capilla, el escritorio o caminando por el bosque. ¿Por qué gastarme trabajando en la huerta? ¡Y además con el ayuno a cuestas! Pensaba en estas cosas, y sentía cómo iba invadiéndome el desasosiego y la rabia. Era un fastidio tener que trabajar en esta mañana, ¡y encima con la preocupación de sufrir un desmayo en la huerta!
 
De pronto me pregunté de dónde procedía toda esta ira. ¿Por qué mi queja? El día en que Jesús fue entregado a sus enemigos para ser crucificado, supongo que tampoco se le permitió hacer lo que más le apetecía. ¿No quería yo meditar este Viernes Santo sobre el misterio de la cruz? ¡Ea pues, a “meditar” sobre la cruz, pero viviendo y cargando con “esta cruz”!
 
¡Hágase!
 
Cuando ya estaba preparado para salir de mi habitación e ir a trabajar, llamaron a la puerta. Era el maestro de novicios que, bastante inquieto y apesadumbrado, venía a pedirme disculpas. Todo ha sido un error suyo: para hoy no habría trabajo ninguno. Sin embargo, este error ha sido motivo de gracia para mí.
 
Zumbaban en mi cabeza las palabras que había estado refunfuñando para mis adentros tan sólo unos minutos antes: «me apetece, no me apetece, me apetece, no me apetece…». ¿Cuántas veces habré empleado estas mágicas palabras para justificar mi inacción o para huir del compromiso simplemente porque “me apetecía” o porque “no me apetecía”?
 
En ese instante, he sentido como si una luz se hubiera hecho en mi mente: el camino andado hasta hoy en el monasterio se ha mostrado como una senda en la que se han iluminado espacios oscuros dentro de mí. De pronto, han acudido a mi memoria diferentes acontecimientos sucedidos durante el mes y medio que llevo aquí viviendo.
 
Primero fueron aquellas dos camisetas desteñidas que revelaron todas aquellas cosas a las que, en el fondo, me gusta estar atado: los hábitos adquiridos desde hace tanto tiempo, las creencias, las personas, los objetos, los libros, los ahorros, o todo lo que constituye un “tesoro” del que me cuesta desprenderme.
 
¿Y aquella tarde de domingo que tuvimos exposición del santísimo? Entonces pude reconocer mi deseo de ser centro de las miradas de admiración de todo el mundo, y de que me aclamen diciendo: «¡maestro, maestro!».
 
Por si no bastara con eso, ayer jueves llegó al monasterio un joven que viene a hacer una experiencia de unos pocos días en la comunidad. Observándole, algo ardía en mi interior. «¡Mírale! –me decía a mí mismo–, pero si canta alguno de los salmos sin mirar al libro… ¡Será para demostrar que se los sabe de memoria!... ¡Yo sí que me los sé de memoria, que para algo llevo tantos años viniendo a monasterios!... Pero, ¿quién se creerá este?... Seguro que yo sé más que él… y soy más especial que él a los ojos de… ¿de quién?... ¡de los monjes, por supuesto!». En estos razonamientos me he quedado enredado desde ayer. Y ahora me doy cuenta de que siempre he procurado mostrarme bueno a los ojos de otros para alcanzar el premio más deseado: ser especial ante su mirada, ser acariciado por todos.
 
Yo que ya había creído que no iban a aparecer más lugares oscuros en mi interior y ahora sale este otro nuevo: los celos, la envidia, la profunda tristeza que en mí provoca que pueda haber otro mejor que yo. Quizá por ese motivo he aprendido a ocultarme. ¿Parece contradictorio? Si anhelo las miradas, ¿porque las evito? La razón puede que sea muy simple: inflarme por el orgullo de ser admirado puede producir, antes o después, un gran sufrimiento cuando descubra que hay gente que puede ser igual o mejor que yo. Semejante “humillación” puede ser demasiado dolorosa. Ese fue posiblemente el motivo real de la tristeza de ayer durante la celebración de la penitencia.
 
Ya van tres “mecanismos” reconocidos, ¿quedaba algo más por iluminar? Por supuesto, esta mañana ha tocado reconocer esas “palabras mágicas” (me apetece o no me apetece) con las que siempre me justifico.
 
He anotado estas cosas en una hoja de papel de la siguiente manera:
 
Apegos
 
Miradas                                         Celos
 
Apetencias
 
Es curiosa la figura que tengo ahora delante de mis ojos: las cuatro palabras configuran una especie de cruz. ¿Es esto lo que soy? ¿Es este “el hombre”? La experiencia pascual supone pasar por la cruz para llegar a la vida plena, y dicha experiencia es un proceso liberador. ¿Es esto lo que he de “crucificar”? ¿Es de esto de lo que debo ser liberado?
 
Ahora estoy recordando una cosa. Hace algunos años me explicaron el Eneagrama. El “pecado” específico de alguien como yo es la avaricia. Durante mucho tiempo no he entendido muy bien el significado de esto. ¡Ahora creo que lo comprendo! Avaro es todo aquel que acapara dinero, pero también miradas, prestigio, conocimientos. Avaro es igualmente el mezquino, aquel que no quiere abrir su mano para dar de lo que tiene, para que otros tomen de lo que posee.