EL BLOG SE PRESENTA...

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Al cumplir los cuarenta, mi creador comenzó a hacerse las típicas preguntas asociadas a aquella edad: «¿qué he hecho con mi vida hasta ahora?», «¿qué pienso hacer a partir de ahora con ella?». Esas cuestiones fueron el motor de un blog con un carácter más bien “autobiográfico”, una suerte de “registro de recuerdos” que pretendía anotar algunas de sus vivencias personales y su impacto en él. Sin embargo, aquellas primeras páginas se expresaban en función del autoconcepto y el estado de ánimo del autor. Si ambos eran bajos, el estilo de cada publicación traslucía ese sentir.
Con el tiempo, aquel proyecto acabó en vía muerta.
Dos años después, mi autor retomó aquel cuaderno de bitácora para reconstruirlo desde sus cimientos e intentar corregir sus defectos. ¡Y nací yo!
En mis inicios, fui un medio para satisfacer el deseo de compartir vivencias y reflexiones personales, así como textos y vídeos variados que gustaban a mi creador. Este navío quería traer a puerto todas aquellas mercancías que pudieran enriquecer a los que paseasen por sus páginas.
Con el paso del tiempo me he dado cuenta que soy todo eso y algo más. Si, sigo siendo el saco en el que se introducen todas aquellas vivencias, reflexiones, textos y videos que han enriquecido de una u otra manera a mi autor. Pero además, combinando palabras propias y prestadas, me estoy convirtiendo en el relato de un itinerario en el que mi creador describe su transformación. En mi se ha reunido todo aquello que ha formado parte (de alguna manera) de un proceso de ensanchamiento humano y espiritual, un proceso de evolución que aún continúa.

¡Bienvenidos!


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domingo, 31 de marzo de 2019

MULETAS

Los cuentos hablan por sí mismos, por lo que hoy no hace falta que me ande con demasiados preludios. Las últimas publicaciones de este blog quizás puedan dar una pista (o quizás no). Bueno, que cada lector saque sus propias conclusiones.
 
 
El rey cayó del caballo y se rompió las piernas de tal modo que no pudo volver a usarlas. Aprendió entonces a andar con muletas, pero no soportaba su invalidez. Pronto le resultó insoportable ver cómo la gente de la corte andaba a su alrededor y se le agrió el humor, sin que él hiciera nada para remediarlo. «Puesto que yo no puedo ser como los demás —se dijo una mañana de verano—, haré que los demás sean como yo». Y mandó publicar en sus ciudades y pueblos la orden definitiva de que todos llevaran muletas, bajo pena de muerte. De un día para otro, el reino entero se pobló de humanos inválidos.
 
Al principio, algunos provocadores salieron a la luz del día sin muletas, y fue difícil alcanzarlos en su carrera, pero, tarde o temprano, todos fueron detenidos y ejecutados para servir de escarmiento, y nadie se atrevió a repetir la provocación. Para no comprometer la seguridad de sus hijos, las madres comenzaron a enseñar a los niños a andar con muletas desde el principio. Había que hacerlo, y así se hizo.
 
El rey vivió hasta muy viejo, y nacieron varias generaciones que no habían visto nunca a nadie que circulara libremente sobre sus dos piernas. Los ancianos desaparecieron sin decir nada de sus largos paseos y sin atreverse a suscitar, en el espíritu de sus hijos y de sus nietos, el peligroso deseo de un caminar independiente.
 
A la muerte del rey, algunos viejos intentaron librarse de sus muletas, pero era demasiado tarde, pues sus cuerpos gastados las necesitaban. La mayoría de los supervivientes ya no podían mantenerse derechos, y permanecían postrados en una silla o tumbados en el lecho. Aquellas tentativas aisladas fueron consideradas como los dulces delirios de viejos seniles. Ya podían contar que, en otro tiempo, la gente andaba con libertad, que se les miraba por encima del hombro, con la alegre indulgencia que se otorga a los que chochean.
 
— ¡Sí, claro, abuelo, vamos, eso fue, sin duda, cuando el pico de las gallinas tenía dientes!
 
Y, con una sonrisa en los ojos, intercambiaban un guiño, mientras sacudían la cabeza al oír la voz del viejo, antes de marcharse a reír a otra parte.
 
Allá lejos, en la montaña, vivía un robusto viejo solitario que, en cuanto murió el rey, arrojó sin titubeos las muletas al fuego. De hecho, hacía años que no había utilizado las muletas en su casa o cuando se hallaba solo en la naturaleza. Las usaba en el pueblo para evitar complicaciones pero, como no tenía mujer ni hijos, no se privaba del placer de una bonita y buena marcha. ¡No ponía en peligro a nadie más que a él, y eso, muy en secreto! Al día siguiente por la mañana salió, valeroso, a la plaza del pueblo y se dirigió a los pasmados vecinos:
 
— ¡Escuchadme! Tenemos que volver a encontrar nuestra libertad de movimientos, la vida puede recuperar su curso natural, ahora que el rey inválido ha muerto. ¡Pidamos que se derogue la ley que obliga a los seres humanos a andar con muletas!
 
Todos le miraban, y los más jóvenes se animaron inmediatamente. La plaza se convirtió en un hervidero de niños, adolescentes y otros deportistas que intentaban avanzar sin muletas. Hubo risas, caídas, arañazos, magulladuras, pero también algunos miembros rotos, debido a que los músculos de las piernas y de la espalda no habían aprendido a soportar el peso del cuerpo. El jefe de la policía intervino:
 
— ¡Alto, alto! ¡Es demasiado peligroso! Tú, viejo, vete a vender tus talentos en las ferias. Está claro que los humanos no están hechos para andar sin muletas. ¡Mira la de heridas, chichones y fracturas que ha provocado tu locura! ¡Déjanos en paz! ¡Desaparece y, si quieres vivir tranquilo, no trates más de descarriar a esta hermosa juventud!
 
El anciano se encogió de hombros y se volvió a pie a su casa.
 
Cuando llegó la noche, escuchó que llamaban discretamente a la puerta. El ruido era tan leve que lo atribuyó a una rama agitada por el viento y no abrió. Entonces oyó una llamada clara:
 
— ¿Quién eres? ¿Qué quieres? —preguntó.
— Ábrenos, abuelo, por favor —susurró una voz.
 
Abrió. Diez pares de ojos brillantes le miraban, ardientes. Un muchacho se adelantó y murmuro:
 
— Queremos aprender a andar como tú. ¿Nos aceptarías como discípulos?
— ¿Discípulos?
— Ese es nuestro deseo, maestro.
— Hijos, yo no soy un maestro, no soy más que un humano en buena forma para andar, en el sentido más simple de la palabra.
— Maestro, por favor —porfiaron todos juntos.
 
Al anciano le entró la risa, pero luego, al contemplarlos, se conmovió. Comprendió que el asunto era grave, incluso esencial, y que los chicos eran valerosos, ardientes, henchidos de vida. Traían las oportunidades del porvenir. Abrió de par en par la puerta para acogerlos. Acudieron durante meses, sin decir nada a nadie, solos o de dos en dos, para ser discretos. Cuando fueron lo bastante hábiles, marcharon a pie, juntos, al pueblo.
 
— ¡Atended! —dijeron—. ¡Miradnos! ¡Es fácil y divertido! ¡Haced como nosotros!
 
Una ola de pánico invadió los corazones miedosos. Fruncieron el ceño, les señalaron con el dedo, se asustaron mucho. La policía llegó a caballo para hacer que cesara el escándalo. Detuvieron al viejo, lo llevaron a juicio, lo condenaron según el edicto real y lo ejecutaron por haber pervertido a diez inocentes.
 

Sus discípulos, revolucionados por el trato infligido a su maestro, defendieron a viva voz en las plazas que ellos andaban y se encontraban bien así, y mostraron a todo el que quería verles lo cómodo que era tener las manos libres y las piernas ágiles. Juzgaron que sus demostraciones eran falaces, les detuvieron y les llevaron a la cárcel. Sin embargo, consideraron que habían sido arrastrados al error y les concedieron circunstancias atenuantes, así que no se les condenó más que a penas leves. Algunos obstinados no quisieron renunciar a su pretensión de que había que andar sin muletas, y la comunidad, inquieta, trastornada en sus costumbres por la rareza, les rechazó prudentemente fuera del pueblo, aconsejándoles que hicieran carrera en las ferias. Respecto a quienes se quedaron e insistieron demasiado, no hubo otro remedio en ocasiones que aplicar estrictamente la ley, pero en general se les consideró más bien con conmiseración y se les trató como a los locos del pueblo, que se mantienen a distancia de los niños y de las buenas familias.
 
Todavía hoy se cuchichea en las veladas vespertinas, con palabras encubiertas, que, a pesar de todo, existen, aquí y allá por el mundo, pequeños grupos que no parecen estar locos y que pretenden andar solos, sin muletas. No se puede probar. A los niños les enseñan que ésos son cuentos.
 
 
 
 

sábado, 9 de febrero de 2019

DECEPCIÓN

Hace algún tiempo le escuché a alguien decir que lo que más le cuesta al hombre de nuestro “mundo moderno y desarrollado” es hacer silencio, entrar en su propio desierto, enfrentarse con lo que es. Esa es una experiencia que, para algunos, puede llegar a ser aterradora.
 
En el trabajo que he realizado en los últimos años en cuidados paliativos, o en la formación que he recibido en counselling, he aprendido a hacer eso que algunos llaman “entrar en el pozo”. Cuando se acompaña a alguien que sufre y se quiere comprender su universo de miedos y esperanzas, tiene que hacerse un proceso semejante: descender al pozo ajeno, ponerse los zapatos del otro durante un tramo del camino para comprender dónde le aprietan. Eso es a lo que se suele llamar “empatía”.
 
Sin embargo, es en ese instante en el que desciendes al pozo donde se encuentra la persona a la que acompañas cuando descubres que tú también tienes tu propio pozo, que posees tus propios miedos y esperanzas. Puede que sean parecidos a los que la otra persona te está transmitiendo, o quizá sean exactamente los mismos.
 
Yo me he encontrado con mi particular “pozo” cuando me he sentado frente a algunos enfermos que no tienen familia y a los que les queda poco tiempo de vida. Hablo de esas personas que, por circunstancias vitales, han perdido todos esos vínculos por fallecimientos, por enfrentamientos o por la simple distancia y, cuando llega el momento de enfrentarse con una enfermedad que no va a curar y que les va a llevar a la muerte, se encuentran en la más absoluta soledad.
 
Esas personas, como si me encontrase frente a un espejo, me devuelven el reflejo de un temor: mi forma de ser, mi carácter poco social, mi predilección por la soledad, la pérdida de relaciones con algunos de mis familiares o amigos. Yo también me enfrento a la posibilidad de un futuro en soledad y a una muerte también en soledad.
 
¿Debe ser esto un motivo de sufrimiento para mí? Hoy en día no tengo la respuesta. Sólo sé que entrar en el propio pozo supone una decisión llena de mucho coraje y que no todos son capaces de adentrase en él.
 
En la última publicación de este blog, Pablo d’Ors afirmaba que sentarse con el propio “yo soy” alimenta la compasión (que no tiene nada que ver con el “compadecimiento”). Esa compasión es la que te hace mirar de cara tu humanidad, tu fragilidad o tus desengaños para atreverse a amarlos. En el fragmento que sigue a estas líneas, Pablo d’Ors concluye que sentarse frente al propio “yo soy” supone también vivir, necesariamente, un proceso de decepción en el que descubrimos que la vida no se ajusta (ni se ha ajustado nunca, ni lo hará) a nuestras ideas, esperanzas y apetencias. Sólo la vía de la decepción y del ridículo nos permite despertar y liberarnos del pesado disfraz que nos hemos fabricado, de la idea que hemos construido de nosotros mismos, de lo que nuestra vida debe ser y a la que se han terminado ajustando todas nuestras expectativas.
 
 
“Todo el mundo parece sediento de alguna cosa, y casi todos van corriendo de aquí para allá buscando encontrarla y saciarse con ella. En la meditación se reconoce que yo soy sed, no solamente que tengo sed; y se procura acabar con esas locas carreras o, al menos, ralentizar el paso. El agua está en la sed. Es preciso entrar en el propio pozo. Esta profundización nada tiene que ver con la técnica psicoanalítica del recuerdo, ni con la llamada composición de lugar, un método tan querido por la tradición ignaciana. ¿Qué entonces?
 
Entrar en el propio pozo supone vivir un largo proceso de decepción, y ello porque todo sin excepción, una vez conseguido, nos decepciona de un modo u otro. Nos decepciona la obra de arte que creamos, por intenso que haya podido ser el proceso de creación o hermoso el resultado final. Nos decepciona la mujer o el hombre con quien nos casamos, porque al final no resultó ser como creímos. Nos decepciona la casa que hemos construido, las vacaciones que proyectamos, el hijo que tuvimos y que no se ajusta a lo que esperábamos de él. Nos decepciona, en fin, la comunidad en la que vivimos, el Dios en quien creemos, que no atiende a nuestros reclamos, y hasta nosotros mismos, que tan prometedores éramos en nuestra juventud y que, bien mirado, tan poco hemos logrado llevar a término. Todo esto, y tantas otras cosas más, nos decepciona porque no se ajusta a la idea que nos habíamos hecho. El problema radica, por tanto, en esa idea que nos habíamos hecho. Lo que decepciona, en consecuencia, son las ideas. El descubrimiento de la desilusión es nuestro principal maestro. Todo lo que me desilusiona es mi amigo.
 
Cuando dejas de esperar que tu pareja se ajuste al patrón o idea que te has hecho de ella, dejas de sufrir por su causa. Cuando dejas de esperar que la obra que estás realizando se ajuste al patrón o idea que te has hecho de ella, dejas de sufrir por este motivo. La vida se nos va en el esfuerzo por ajustarla a nuestras ideas y apetencias. Y esto sucede incluso después de una prolongada práctica de meditación.
 
No hay que dar falsas esperanzas a nadie; es un flaco favor. Hay que entrar en la raíz de la desilusión, que no es otra que la perniciosa fabricación de una ilusión. La mejor ayuda que podemos prestarle a alguien es acompañarle en el proceso de desilusión que todo el mundo sufre de una manera u otra y casi constantemente. Ayudar a alguien es hacerle ver que sus esfuerzos están seguramente desencaminados. Decirle: "Sufres porque te das de bruces contra un muro. Pero te das contra un muro porque no es por ahí por donde debes pasar". No deberíamos chocar contra la mayoría de los muros contra los que de hecho chocamos. Esos muros no deberían estar ahí, no deberíamos haberlos construido.
 
Siempre estamos buscando soluciones. Nunca aprendemos que no hay solución. Nuestras soluciones son solo parches, y así vamos por la vida: de parche en parche. Pero si no hay solución, en buena lógica es que tampoco hay problema. O que el problema y la solución son la misma y única cosa. Por eso, lo mejor que se puede hacer cuando se tiene un problema es vivirlo.
 
Nos batimos en duelos que no son los nuestros. Naufragamos en mares por los que nunca deberíamos haber navegado. Vivimos vidas que no son las nuestras, y por eso morimos desconcertados. Lo triste no es morir sino hacerlo sin haber vivido. Quien verdaderamente ha vivido, siempre está dispuesto a morir; sabe que ha cumplido su misión.
 
(…) No se trata fundamentalmente de ser más feliz o mejor (…), sino de ser quien eres. Estás bien con lo que eres, eso es lo que se debe comprender. Ver que estás bien como estás, eso es despertar”.
 
Pablo d'Ors, Biografía del silencio. Siruela, Madrid 2017. p.71-75.
 

sábado, 10 de noviembre de 2018

MECANISMOS

Hoy voy a comenzar con una clase de psicología barata (que me disculpen los expertos en la materia por el intrusismo).
 
A lo largo de nuestra vida, nos vamos encontrando con situaciones más o menos conflictivas, situaciones que a veces pueden suponer un problema y ante las cuales debemos dar una respuesta. La primera reacción ante dichos problemas suele ser emocional (algunos dirían “visceral”). Es la menos elaborada, la más primaria, aunque es también la más rápida. En algunos casos, este mecanismo tiende a ver los problemas como amenazas a la integridad física y genera una respuesta intensa, bien en forma de ataque, bien en forma de huida.
 
Este mecanismo es fisiológico y heredado de nuestros ancestros los reptiles y está ubicado en áreas de nuestro cerebro estrechamente relacionadas con la memoria. Por ejemplo, un sabor o un aroma que nos evoca un recuerdo del pasado genera en nosotros un impacto emocional; una mirada fulminante puede hacernos temblar porque nos recuerda la mirada de la madre o del padre cuando se enfadaban.
 
Los humanos empleamos este mecanismo no sólo cuando estamos ante una agresión a la integridad física, sino también a la autoimagen o a la cosmovisión, esa forma que el ser humano tiene de ver y entender el mundo que le rodea. Cuando tiembla nuestro universo de valores, creencias o principios, una primera reacción suele ser de rabia o miedo.
 
Hay un segundo mecanismo de respuesta constituido por las soluciones ensayadas o puestas en práctica y que nos han funcionado, más o menos, cuando nos hemos enfrentado al problema. Este conjunto de soluciones, si nos ha servido una vez, tenderemos a repetirlas en el futuro ante situaciones semejantes. Conozco a una psicóloga que suele decir: “las conductas del pasado predicen las futuras conductas”, o sea en situaciones semejantes, en situaciones potencialmente conflictivas, las conductas empleadas en el pasado tenderán a repetirse en el futuro.
 
Las soluciones practicadas exitosamente con anterioridad no sólo volverán a ponerse en práctica con mayor probabilidad en el futuro, sino que podrán ser transmitidas de generación en generación mediante la educación. ¿Cuántos de nosotros no hemos corregido alguna vez a nuestros hijos usando frases que escuchábamos a nuestros padres (incluso las que no nos gustaban)? Al final, analizamos y nos enfrentamos a nuestro entorno memorizando fórmulas y estrategias de resolución puestas en práctica por nosotros mismos o por otros.
 
Resumiendo: en el futuro, ante la aparición de un nuevo problema, emplearemos bien la reacción emocional, bien la información aprendida de nuestro entorno familiar o cultural, bien los conocimientos acumulados por medio del ensayo-error a lo largo de la vida o bien una combinación de todo o parte de lo anterior. El objetivo de todo esto es conseguir soluciones adecuadas con el máximo ahorro posible de energía cerebral. De esta manera, el pensamiento, la herramienta que empleamos para la resolución de los problemas, se termina alimentando en cierto modo de la memoria.
 
El resultado es que vivimos y nos enfrentamos al mundo desde el condicionamiento. Nuestro pensamiento está limitado por los prejuicios personales heredados de nuestros padres, por la cultura en la que crecemos, por los periódicos que leemos, por las presiones e influencias de la vida cotidiana e incluso por el simple instinto de supervivencia. Lo que creemos un pensamiento libre termina siendo un pensamiento controlado por un inconsciente fabricado de instintos y pautas sociales que acaba decidiendo por nosotros.
 
Indudablemente un neurobiólogo o un psicólogo explicarían infinitamente mejor todo esto, corrigiendo las barbaridades que haya podido decir. La experiencia cotidiana nos muestra que las cosas son (más o menos) como las acabo de describir. Este ha sido simplemente el intento de un aficionado para explicar algo demasiado complejo. Cuando alguien me dice una palabra malsonante, supongo que es un ataque personal, exploto y no consiento que nadie me falte al respeto (de pequeño me enseñaron que no debía permitir que nadie lo hiciera). Cuando se me acerca alguien de una determinada etnia, mis pensamientos se disparan imaginando que viene a robarme (como suelen hacer las gentes de esa raza, ¿no es así como me lo cuentan las redes sociales?). Si veo en la televisión un bote neumático cargado de inmigrantes subsaharianos, enseguida me rasgo las vestiduras y digo: “¡vienen a tomar lo que, por derecho, siempre ha sido nuestro!” (porque está claro que sólo yo y los míos tenemos derecho a ciertas cosas que nos pertenecen).
 
La conclusión no es muy esperanzadora: nuestro pensar y actuar nunca son absolutamente libres. Nuestra “libertad” es un rehén de los condicionamientos, de la memoria y del prejuicio.
 
En una charla pública impartida por Jiddu Krishamurti en Nueva Delhi en febrero de 1960, el pensador explicaba cómo aprendemos a enfrentarnos al mundo y a resolver los problemas desde un pensamiento siempre condicionado, sesgado y, en definitiva, parcial. Sin embargo, el propio K. nos sugiere una salida, una nueva forma de aprendizaje que vaya a la auténtica raíz de muchos de los problemas.
 
 
Todo pensamiento es parcial, nunca puede ser global. El pensamiento es una respuesta de la memoria y la memoria siempre es parcial, porque es resultado de la experiencia, el pensamiento es la reacción de una mente condicionada por la experiencia. Todo pensar, toda experiencia, todo conocimiento, son inevitablemente parciales, de ahí que el pensamiento no pueda resolver nuestros numerosos problemas. Uno puede razonar lógicamente y con cordura acerca de esos innumerables problemas, pero si observa su propia mente verá que el pensar está condicionado por las circunstancias, por la cultura en la que ha nacido, por los alimentos que come, por el clima, por los periódicos que lee, por las presiones e influencias de su vida cotidiana. Está condicionado como comunista, socialista, hindú, católico, o lo que sea; está condicionado a creer o a no creer y como la mente está condicionada por su creencia o no-creencia, su conocimiento, su experiencia, todo pensamiento es parcial, no existe un solo pensamiento libre.
 
Así que debemos comprender muy claramente que nuestro pensar es una respuesta de la memoria y la memoria es mecánica. El conocimiento siempre es incompleto y todo pensamiento nacido del conocimiento es limitado y parcial, nunca libre, por eso no existe un pensamiento libre. Sin embargo, es posible empezar a descubrir una libertad que no depende del proceso del pensamiento, y en la cual la mente simplemente se da cuenta de todos los conflictos e influencias que inciden en ella.
 
¿Qué entendemos por “aprender”? Cuando uno se limita a acumular conocimientos e información, ¿es eso aprender? Esa es tan sólo una forma de aprendizaje, ¿verdad? Si uno estudia ingeniería, matemáticas, etc., empieza a aprender, se informa acerca de esa materia, acumula conocimientos para poder utilizar esos conocimientos de forma práctica, pero ese aprender es acumulativo, aditivo. Ahora bien, cuando la mente se limita a acumular, a añadir, a adquirir, ¿está aprendiendo o aprender es por completo diferente? A mi entender, el proceso de añadir que llamamos “aprender” no es aprender en absoluto, sólo consiste en ejercitar la memoria que se vuelve mecánica. Una mente que funciona mecánicamente como una máquina no es capaz de aprender; la máquina nunca será capaz de aprender, salvo en el sentido de añadir. Estoy tratando de mostrarles que aprender es algo completamente diferente.
 
Una mente que aprende nunca dice: "Ya lo sé", porque el conocimiento siempre es parcial, mientras que el aprender es siempre completo. Aprender no consiste en empezar con cierta cantidad de conocimientos e ir añadiendo más conocimientos, eso no es realmente aprender sólo es un simple proceso mecánico. Para mí, aprender es muy diferente, consiste en aprender acerca de sí mismo de momento a momento, y ese “sí mismo” es extraordinariamente vital; ese aprender es vivo, está en movimiento, no tiene principio ni fin. Si digo: "Me conozco a mí mismo", he dejado de aprender y sólo se trata de conocimiento acumulado porque aprender nunca es acumulativo: es un movimiento de ir conociendo, el cual no tiene principio ni fin.
 
Charla pública en Nueva Delhi, 17 de febrero de 1960.
En: J. Krishnamurti, Darse cuenta. La puerta de la inteligencia.
Gaia Ediciones, Madrid 2010, pp. 18-19.
 

miércoles, 17 de enero de 2018

VIVIR DESINSTALADO

Como no es mi intención que este blog se termine convirtiendo simplemente en un espacio donde colgar cuentos o enlaces de Youtube, hoy quisiera traer un episodio casi anecdótico de mi pasado, pero que me ha hecho reflexionar durante las últimas semanas. Comenzaré con lo anecdótico.
 
En el año 2010, después de pasar un par de meses viviendo en un monasterio (la experiencia puede comenzar a leerse en: La entrada en el desierto), no se me ocurrió otra cosa mejor que hacer la peregrinación a Santiago de Compostela. Preparando mi mochila para hacer el Camino, incorporé al equipaje un cuadernillo en el que anotaría tanto los pensamientos como los acontecimientos más importantes de cada día de peregrinación, igual que había hecho durante mi estancia en el monasterio.
 
Aún estaban muy recientes muchos de los recuerdos de aquella experiencia monástica y, el día antes de salir desde Madrid hacia Irún (donde comenzaría el Camino), anoté en aquel cuaderno unas líneas que había extractado de mis lecturas en el escritorio del noviciado y que me parecían muy indicadas para aquella ocasión. Hablaban de la vida del monje entendida como peregrinación. Aquellas anotaciones decían lo siguiente:
 
¡Una llamada, una peregrinación, un camino que recorrer, una carrera que hay que emprender cada día, un final en el que alguien nos espera! Uno será más ágil que otro; este podrá sostener mejor el compás de la marcha, al mismo tiempo que otro deberá encontrar un ritmo más lento, ¡todos marchan hacia delante!
Todos, más tarde o más pronto, deben alcanzar el fin, sin cambiar la dirección, sin dejarse retrasar por lentitudes injustificadas.
La tentación más frecuente es la de detenerse, estabilizarse, instalarse, crear una situación. Es el deseo de la seguridad y la comodidad que procura la estabilidad.
El inmovilismo es la actitud de facilidad, de huida ante el riesgo del esfuerzo y de la búsqueda. El refugio en estructuras mentales o en un orden moral que nos conviene, que parece a nuestra medida.
 
Hasta aquí lo “anecdótico”.
 
De un tiempo a esta parte no he dejado de pensar en estas palabras. Desde el neolítico, el tiempo en el que el ser humano comenzó a sedentarizarse, este ha necesitado estabilidad y refugio, buscando compulsivamente la seguridad y la inalterabilidad de su universo. La frase que mejor ilustraría esta necesidad es aquella en la que se clama: “¡virgencita, virgencita, que me quede como estoy!”. Esa necesidad tan humana se muestra no sólo en sus costumbres, sino también en su visión del mundo, y hasta en sus creencias, sean estas religiosas o ideológicas. ¡Cuánto tiempo y energía empleados para tal fin, pero qué quebradiza resulta, sin embargo, esa estabilidad!
 
Nadie puede negar que aquello que más teme el hombre es que le muevan los palos de su sombrajo, que le priven de su área de confort. Lo que más espanta al hombre es vivir en medio de un “terremoto”. Por supuesto, no me estoy refiriendo aquí a esa fuerza de la naturaleza de catastróficas consecuencias. Estoy considerando otro tipo de “terremoto”: el conceptual, el de los propios esquemas de vida. Lo que nos toca más de cerca, mal que nos pese, es experimentar la constante inestabilidad de nuestro universo (el material o el ideológico). Lo más real que podemos vivir es la fragilidad de nuestra existencia y de nuestra forma de percibir e interpretar la realidad. Esta es la única constante en el universo.
 
Sin embargo, para enfrentarnos a esta verdad, lo que mejor hemos aprendido a hacer los seres humanos es ocultar debajo de la alfombra aquellas realidades que nos incomodan y blindarnos tras una coraza de ortodoxia o de ortopraxis. ¡Tal es el efecto que puede llegar a infundirnos el temor a caminar sobre arenas movedizas!
 
No hay día en el que en las noticias (y hasta en los debates televisados) no encontremos ejemplos de este inveterado instinto. No hay nadie (desde el presidente del país que más defiende los derechos civiles hasta el más común de los dictadorzuelos domésticos, pasando por la multitud de “libertadores” que requiebran por doquier) que no intente imponer su forma de ver la realidad. Y el extremo más inhumano se encuentra entre aquellos que son capaces de enseñar a los niños a degollar a otros seres humanos simplemente por pensar diferente a ellos.
 
Pero lo más trágico (o tragicómico) de todo esto es que aquí todos somos peregrinos.
 

Hace pocos días tuve la ocasión de releer aquellas palabras del libro del Génesis en las que Dios dijo a Abraham: “Sal de tu tierra y de tu patria y de la casa de tu padre a la tierra que yo te mostraré… Marchó, pues, Abram, como se lo había dicho Yahvé” (Gn 12, 1.4a). He aquí el inicio de la historia de otro peregrino. Y por más vueltas que le doy al texto, sólo puedo leer en estas líneas algo que resulta bastante incómodo: salir del espacio de seguridad, de la “patria”, de la “casa paterna”, también supone abandonar (o al menos poner entre paréntesis) creencias que aceptamos sin dudar.
 
Si se me permite, quisiera aterrizar esta idea en el terreno de lo religioso (aunque cualquiera puede poner ejemplos en lo ideológico, lo político o lo cotidiano). Yo, que me suelo mover en ambientes de la Iglesia católica, no dejo de observar en algunos rostros cierta inquietud cada vez que expreso este tipo de pensamientos abiertamente, y oigo cosas tales como: “lo que creemos es lo que es y punto…”, “las Escrituras dicen que Dios es de esta manera, no hay más que hablar…”, “si piensas de esa forma… ¿para qué vienes aquí entonces?”.
 
A pesar de ello, yo no consigo quitarme de la cabeza estos pensamientos.
 
Decía Jiddu Krishnamurti algo parecido a esto: “cuando se deja de creer en Dios, Dios existe”. Sólo cuando dejamos de considerar a Dios exclusivamente desde teologías, cuando dejamos de definir a Dios, de darle una imagen basada en anhelos humanos, Dios existe tal y como es: como silencio y noche oscura. Tan sólo los místicos supieron ver esto. Más allá de creencias religiosas yo me atrevería a añadir, parafraseando a Krishnamurti: “sólo cuando se deja de creer que la Verdad es de una determinada manera, la Verdad es”. Esto sólo es posible descabalgando de esquemas mentales y de principios férreamente fijados. Esta es la única certeza absoluta.

 

domingo, 8 de enero de 2017

EL MIEDO.

Después de esta “pausa navideña”, regreso por este zoco a traer de nuevo mis humildes mercaderías. Hace mucho tiempo que no cuelgo en este blog un cuentecito de mi amigo Nasrudín. Ahora no recuerdo dónde encontré este relato, pero es de esas historias que tanto me gusta compartir para dar que pensar un poquito. Cuenta lo siguiente:
 
 
Nasrudín estaba caminando por un camino solitario una noche a la luz de la luna cuando escuchó un ronquido, en algún lugar, que parecía estar abajo suyo. De repente, le dio miedo y estaba a punto de salir corriendo cuando tropezó con un derviche acostado en una celda que se había excavado para él, en parte subterránea.
 
“¿Quién eres?”, preguntó el Mulá.
 
“Soy un derviche, y este es mi lugar de contemplación”.
 
“Vas a tener que dejarme compartirlo. Tu ronquido me asustó demasiado y no puedo seguir adelante esta noche”.
 
“Toma, entonces, la otra punta de esta manta y acuéstate aquí”, dijo el derviche sin entusiasmo. “Por favor, permanece en silencio, porque estoy manteniendo una vigilia. Es una parte de una complicada serie de ejercicios. Mañana tengo que cambiar la rutina y no puedo soportar la interrupción”.
 
Nasrudín se durmió por un rato. Luego se despertó y sintió su boca seca como un desierto.
 
“Tengo sed”, le dijo al derviche.
 
“Entonces, vuelve por el camino, donde hay un arroyo”.
 
“No, todavía tengo miedo”.
 
“Entonces, tendré que ir yo en tu lugar”, dijo el derviche. “Después de todo, proveer agua es una obligación sagrada en el Este”.
 
“No, no vayas. Voy a tener miedo si me quedo solo”.
 
“Toma este cuchillo, entonces, para defenderte”, dijo el derviche.
 

En ausencia del anacoreta, Nasrudín se asustó todavía más, ocasionándole una ansiedad que trató de contrarrestar imaginándose cómo atacaría cualquier demonio que lo amenazara. En ese momento volvió el derviche.
 
“¡Mantén tu distancia o te mato!”, dijo Nasrudín.
 
“Pero, ¡si soy el derviche!”.
 
“No me importa quién eres, podrías ser un demonio disfrazado”.
 
“¡Pero vine a traerte el agua! ¿No te acuerdas? ¡Tienes sed!”.
 
“¡No trates de congraciarte conmigo, demonio!”.
 
“¡Pero esa es mi celda, la que estás ocupando!”.
 
“Mala suerte para ti, ¿no es así? Vas a tener que encontrarte otra”.
 
“Supongo que sí”, dijo el derviche. “Pero, no sé qué pensar de todo esto”.
 
“Te puedo decir una cosa, dijo Nasrudín, y es que el miedo es tiene muchas direcciones”.
 
“Ciertamente. Parece ser más fuerte que la sed, o la salud, o la propiedad ajena”, dijo el derviche.
 
“¡Y no tienes que tenerlo tú mismo para sufrir por su causa!”, dijo Nasrudín.
 

domingo, 7 de agosto de 2016

VIVIR EL INSTANTE

Llevo dos semanas escribiendo publicaciones que podrían ser catalogadas por algunos como “desesperanzadoras” o “fatalistas”. Confieso que no es un tema agradable de tratar, pero creo que es necesario hacerlo.
 
En la primera publicación hablaba de cómo en nuestras vidas nos encontraremos con pérdidas y cambios, con el envejecimiento, la enfermedad y, antes o después, con la muerte. ¿Alguna vez nos detenemos a considerar esta realidad? Y si lo hacemos, ¿cuánto tiempo tardamos en buscarnos una distracción para no tener que detenernos mucho en estos oscuros pensamientos?
 
Sin embargo, nada hay más sano que pensar, al menos un breve instante cada día, en esta realidad.
 
La segunda publicación era aún más dura. Lo que hemos vivido, nuestros recuerdos del pasado, nuestra biografía y nuestros proyectos futuros tan sólo son lágrimas en la lluvia. Todo terminará desapareciendo con nuestro último aliento, diluyéndose en la nada. ¿Para qué afanarnos por dejar un “legado” si probablemente nadie recordará que hemos sido nosotros quienes lo dejamos?
 
Sin embargo, nada hay más sano que pensar, al menos un breve instante cada día, en esta realidad.
 
¿Y dónde está lo “saludable” de este ejercicio?
 
En mi experiencia diaria con personas en la fase terminal de su enfermedad no dejo de pensar en lo siguiente: en cualquier momento también a mí puede llegarme el final y el problema no está en que eso pueda ocurrirme dentro de treinta años o mañana mismo, que mi final pueda ser de esta o de aquella manera, que poco importará que haya trabajado mucho por dejar un legado significativo para las generaciones futuras, que haya escrito más o menos libros, que haya tenido o no descendencia, que haya plantado todo un bosque de árboles… Lo verdaderamente importante, lo único necesario es saber a qué dedico este tiempo que ahora tengo entre mis manos, darme cuenta de cómo vivo mi tiempo presente y comprender que sólo el amor que yo dé y reciba será lo más valioso de mi existencia.
 
El Evangelio emplea una expresión muy sugerente: debemos permanecer en estado de vigilia, estar siempre alerta, siempre vigilantes, en todo momento expectantes. El maestro zen Thich Nhat Hanh nuevamente puede ayudarme a expresar mejor esta idea.
 
Tenemos que vivir profundamente cada momento que nos es dado vivir. Si eres capaz de vivir profundamente un solo momento de tu vida, puedes aprender a vivir del mismo modo el resto del tiempo. El poeta francés René Char dijo: «Si habitas un instante, descubrirás la eternidad». Convierte cada instante en una oportunidad de vivir profunda, felizmente y en paz. Cada instante es una oportunidad de hacer las paces con el mundo y de convertir la paz y la felicidad en algo que se halle al alcance de todos. El mundo necesita nuestra felicidad. La práctica de la vida despierta puede ser descrita, en ese sentido, como la práctica de la felicidad y del amor. Debemos cultivar, en nuestra vida, la capacidad de ser felices y de amar. La comprensión es el fundamento del amor, y la observación profunda, la base de la práctica.
 
Thich Nhat Hanh, Miedo. Vivir en el presente para acabar con nuestros temores.
Kairós, Barcelona 2013, p. 178.
 
El pasado ya no está aquí y el futuro aún no ha llegado. Lo único que verdaderamente existe es el momento presente y el amor con el que lo viva. Eso es lo único verdaderamente eterno.
 
 

domingo, 31 de julio de 2016

COMO LÁGRIMAS EN LA LLUVIA

En la última publicación de este blog (Los cinco recuerdos) hice referencia a nuestros más profundos miedos, esos temores asociados a la pérdida de lo que más queremos: de nuestros seres queridos, de la salud, de la juventud, de la propia vida. Pensar en la propia muerte, en la posibilidad de perder la salud, de perder lo que tenemos… da vértigo. Afirmar la necesidad de pensar en ello para no olvidarlo… suena a disparate. ¿Quién está tan “loco” como para hacerlo? Lo socialmente aceptado, lo “normal”, es mirar hacia delante con esperanza, proyectar el futuro, vivir “a tope”, vivir como si nunca fuera a ocurrirnos nada.
 
La sabiduría popular dice que en nuestra vida hay que hacer tres cosas: escribir un libro, plantar un árbol y tener un hijo. En el fondo de dicha afirmación late el deseo de dejar algo nuestro para la posteridad, dejar constancia de nuestra identidad, de nuestra biografía, algo que diga que hemos estado aquí, que hemos dejado huella. Es una forma de perdurar en el tiempo.
 
Y así, en medio de proyectos, experiencias, deseos, aspiraciones, ocupaciones y preocupaciones, vivimos un tanto anestesiados de ese dolor que seguirá estando ahí, de esa realidad que siempre estará presente.
 
Esta misma mañana he tenido la oportunidad de escuchar el siguiente fragmento del libro del Eclesiastés:
 
Hay quien trabaja con sabiduría, ciencia y acierto,
y tiene que dejarle su porción a uno que no ha trabajado.
También esto es vanidad y grave desgracia.
Entonces, ¿qué saca el hombre de todos los trabajos y preocupaciones que lo fatigan bajo el sol?
De día su tarea es sufrir y penar, de noche no descansa su mente.
También esto es vanidad.
 
Eclesiastés 2, 21-23
 
Me viene ahora a la memoria la escena final de la película Blade Runner, de Ridley Scott. En ella, Rick Deckard (personaje interpretado por Harrison Ford) y Roy Batty (el “replicante” interpretado por Rutger Hauer) se enfrentan en un desesperado combate a vida o muerte. Cuando Deckard intenta escapar saltando desde un tejado a otro edificio y logra sujetarse de una viga. Roy Batty, sin embargo, salta con facilidad y se queda mirando fijamente a su enemigo, que se encuentra peligrosamente suspendido en el vacío. En el límite de su aguante, Deckart termina soltándose de la viga, pero Batty lo sujeta por la muñeca, salvándole la vida. El replicante, que se está deteriorando muy rápidamente ya que sus cuatro años de vida se acaban, se sienta y relata con elocuencia los grandes momentos de su vida. La escena no tiene desperdicio.
 
 
Las palabras de Batty son demoledoras: nuestros recuerdos del pasado, nuestros proyectos futuros, nuestras vivencias, nuestra biografía… sólo son lágrimas en la lluvia. Todo se irá con nosotros y terminará desapareciendo con nuestro último aliento, diluyéndose en la nada.
 
¡Porque hasta nosotros terminaremos diluyéndonos en la memoria colectiva! Para entender esto, sólo es necesario hacerse unas simples preguntas: ¿quién inventó la rueda?, ¿alguien recuerda su nombre?, ¿quiénes diseñaron y erigieron las pirámides o las grandes catedrales?, ¿dónde figuran sus nombres? Si se desconocen los nombres e historias de aquellos que dejaron tan grades legados, ¿quién se acordará del “legado” que cada uno de nosotros pueda dejar?
 
¡Y todavía puedo ponerme un poco más “pesimista”!
 
Imaginemos que la Humanidad pereciera como consecuencia de un cataclismo planetario. ¿Quién quedaría para recordar los grandes logros del género humano?, ¿quién para recordar los nombres de los grandes protagonistas de la Historia?
 
Aunque lo parezca, ni intento aniquilar la esperanza, ni pretendo caer en un fatalismo que conduzca a la inacción, ni quiero negar el legítimo derecho de la Humanidad al progreso. Tan sólo pretendo preguntarme en qué depositamos nuestra esperanza. ¿No será para analgesiar esa realidad de la que estamos hablando?
 
Personalmente, cada día estoy más convencido de que mirando cara a cara nuestros temores, siendo plenamente conscientes de nuestro destino, de nuestra radical vulnerabilidad, podemos vivir más plenamente el presente y amar lo que cada instante contiene.
 
Recuerdo ahora otra película, “El puente de San Luis Rey”, una historia ambientada en el Perú del siglo XVIII. En ella, las vidas de cinco de sus personajes se entrelazan en un trágico accidente en el que todos fallecen. En el monólogo final de esta cinta, la madre abadesa, interpretada por Geraldine Chaplin, dice estas palabras:
 
 
Ahora, casi nadie recuerda a Esteban y a Pepita, a no ser yo… la hermana Camila, la Perichole, recuerda a Tío Pío y a su hijo… y esta mujer a su madre… Pero pronto moriremos, y con nosotras se irá el recuerdo de aquellos cinco. También a nosotras nos amarán un tiempo y nos olvidarán… pero ese amor habrá bastado. Todos los impulsos del amor regresan al amor que los creó. El amor no necesita de recuerdo. Hay una tierra de los vivos y una tierra de los muertos, el puente entre ellas es el amor. Sólo él sobrevive y tiene sentido.
 
Pues sí, el tiempo diluirá todo recuerdo, pero lo único que quedará será el amor que hayamos tenido.
 

domingo, 24 de julio de 2016

LOS CINCO RECUERDOS

No sé si ya lo he dicho en otra parte, pero mi profesión es la Enfermería. En la actualidad soy enfermero en una unidad de Cuidados Paliativos domiciliarios. Mi trabajo consiste en atender a pacientes con enfermedad avanzada y sin posibilidad de curación, o si alguien lo prefiere por ser más claro: trabajo con enfermos en fase terminal. Todos los días veo personas que tienen “sus días contados”, trato con sus familias y acompaño, en la medida de mis capacidades, el sufrimiento que produce la pérdida o la anticipación de la pérdida de un ser querido.
 
Evidentemente, este trabajo no es inocuo para mí ni me deja impasible. Cada día pienso más en la muerte… o, mejor dicho, en el hecho de mi propia muerte. No son pocas las ocasiones en que considero la posibilidad de sufrir alguna enfermedad incapacitante y que me haga dependiente. Quizá alguno piense que el simple hecho de considerar esto sea una forma de masoquismo, un deseo de sufrir por algo que aún no se ha dado. Preferimos pasearnos por esta vida creyéndonos invulnerables, como si pretendiésemos ignorar una realidad que termina demostrándose demasiado tozuda. Esa realidad es tan simple como arrolladora: somos pura fragilidad.
 
Hace unos días, leyendo al maestro zen y activista por la paz Thith Nhat Hanh, encontré lo siguiente:
 
El miedo a la muerte es uno de nuestros principales temores. Pero cuando, en lugar de tratar de ocultarlo o huir de él, miramos directamente las semillas de ese miedo, empezamos a transformarlo. Una de las formas más poderosas de hacer esto es a través de la práctica de los cinco recuerdos… Los cinco recuerdos son los siguientes:
1. Está en mi naturaleza envejecer. Soy de la naturaleza del envejecimiento. No puedo escapar del envejecimiento.
2. Está en mi naturaleza enfermar. Soy de la naturaleza de la enfermedad. No puedo escapar de la enfermedad.
3. Está en mi naturaleza morir. Soy de la naturaleza de la muerte. No puedo escapar de la muerte.
4. Está en la naturaleza de todo lo que quiero y todo lo que amo cambiar. Y no puedo evitar verme separado de ello.
5. He heredado los resultados de los actos de mi cuerpo, de mi habla y de mi mente. Mis acciones son mi continuación. (Este quinto recuerdo entronca con el concepto de karma: lo que hacemos, lo que decimos y lo que pensamos prosigue y tiene sus consecuencias más allá del propio acto. El fruto de nuestras acciones siempre nos seguirá. Por ejemplo: si alguien fuma tres cajetillas de tabaco al día, el fruto de esa acción será un elevado riesgo de padecer una afección pulmonar crónica).
 
Fuente: Thith Nhat Hanh, Miedo. Vivir en el presente para superar nuestros temores. Kairós, Barcelona 2013, pp. 35ss.
 
 
Tras leer algo así, confieso que una de las cosas que cada día me gusta más del budismo zen es su pragmatismo y su sentido de la realidad. En nuestra vida nos encontraremos con pérdidas y cambios, con el envejecimiento, la enfermedad y, antes o después, con la muerte. Los cinco recuerdos son una sarta de perogrulladas, pero ¿alguna vez nos detenemos a considerarlos? Ante esta realidad solemos optar por una de estas dos vías: o bien huimos de ella negandola y ocultándola bajo mil distracciones, o bien la aceptamos, la acogemos y la abrazamos. Desde mi punto de vista la opción más sana es la segunda. ¡Ojalá practicásemos a diario los cinco recuerdos!
 
¿Ganas de amargarse uno la vida? ¡Nada más lejos de mi intención! ¿Cuántas veces no se ha disfrutado de la juventud o de la salud pensando que esta va a durar para siempre? ¿Cuántas habrán sido las lamentaciones por no haber aprovechado la oportunidad de decirle a alguien un simple “te quiero”, de demostrarle cariño, porque llega un día en que lo perdemos y ya es demasiado tarde? ¿Cuántas veces no habremos oído eso de que nunca se le da el debido valor a las cosas hasta que las hemos perdido? Visto desde este punto de vista, ¿digo alguna barbaridad si afirmo que nunca practicamos lo suficiente los cinco recuerdos?
 
Y si después de haber dicho todo esto, alguien continúa creyendo que estoy loco, que peco de fatalismo o de negativismo, yo le respondería que aún se le puede dar una vuelta de tuerca más.
 
Pero este es un tema del que prefiero hablar otro día…