EL BLOG SE PRESENTA...

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Al cumplir los cuarenta, mi creador comenzó a hacerse las típicas preguntas asociadas a aquella edad: «¿qué he hecho con mi vida hasta ahora?», «¿qué pienso hacer a partir de ahora con ella?». Esas cuestiones fueron el motor de un blog con un carácter más bien “autobiográfico”, una suerte de “registro de recuerdos” que pretendía anotar algunas de sus vivencias personales y su impacto en él. Sin embargo, aquellas primeras páginas se expresaban en función del autoconcepto y el estado de ánimo del autor. Si ambos eran bajos, el estilo de cada publicación traslucía ese sentir.
Con el tiempo, aquel proyecto acabó en vía muerta.
Dos años después, mi autor retomó aquel cuaderno de bitácora para reconstruirlo desde sus cimientos e intentar corregir sus defectos. ¡Y nací yo!
En mis inicios, fui un medio para satisfacer el deseo de compartir vivencias y reflexiones personales, así como textos y vídeos variados que gustaban a mi creador. Este navío quería traer a puerto todas aquellas mercancías que pudieran enriquecer a los que paseasen por sus páginas.
Con el paso del tiempo me he dado cuenta que soy todo eso y algo más. Si, sigo siendo el saco en el que se introducen todas aquellas vivencias, reflexiones, textos y videos que han enriquecido de una u otra manera a mi autor. Pero además, combinando palabras propias y prestadas, me estoy convirtiendo en el relato de un itinerario en el que mi creador describe su transformación. En mi se ha reunido todo aquello que ha formado parte (de alguna manera) de un proceso de ensanchamiento humano y espiritual, un proceso de evolución que aún continúa.

¡Bienvenidos!


sábado, 21 de septiembre de 2019

UN CUERPO DE HUESOS ROTOS

El cristianismo, la tradición religiosa en la que he crecido, siempre ha predicado un mensaje que llama a la fraternidad, a la armonía y a la unión de sus fieles. Las formas de apelar a dicha unidad en el Nuevo Testamento es bastante amplia: ser un solo cuerpo, tener un mismo sentir, evitar las divisiones en el seno de la comunidad eclesial... Sin embargo, lo más palpable a lo largo de la historia ha sido la desunión, el disenso, la diferencia en la interpretación o en la vivencia del mensaje evangélico, llegando incluso al extremo del enfrentamiento, no sólo dialéctico, sino bélico. También entre los santos y los religiosos se han dado desacuerdos. Los primeros testimonios escritos de este hecho figuran ya en el libro de los Hechos de los apóstoles y en las cartas paulinas (uno de los mejores ejemplos lo hallamos en la carta a los Gálatas).
 
Con demasiada frecuencia confundimos “unidad” con “uniformidad” (todos tenemos que pensar igual, todos tenemos que sentir igual). Sin embargo, alcanzar esa unidad de todos los seres humanos supone una cierta dosis de sufrimiento, ya que tendremos que enfrentarnos con lo distinto, lo que no nos gusta, con el pensamiento diferente, las creencias opuestas. El miedo a ese sufrimiento es lo que generará, en algunos casos, rechazo y odio. Ese odio forjará los fanatismos o la creencia irracional de verse superior y en posesión de la “única verdad”. Pero ese odio también lo es contra nosotros mismos, contra nuestra propia limitación, contra nuestra propia imperfección. Este odio no se supera con la simple voluntad de amar a los demás, sino únicamente por medio de la fe en un Dios que es capaz de amar a cada uno de nosotros tal y como somos.
 
Hoy subo de nuevo a este navío una mercadería perteneciente al monje cisterciense norteamericano Thomas Merton. Con su característica agudeza, Merton aborda esta cuestión de la desunión. El habla de una “desmembración” que tendría su origen no en la búsqueda de la verdad, sino en la pura y simple visceralidad humana (una visceralidad que, en la última publicación de este blog, se encarnó en el pope Grigoris, aquel personaje de la novela de Nikos Kazantzakis Cristo de nuevo crucificado).
 
Entiendo por “visceralidad humana” las iras, odios, miedos y rencores, el interés personal, o la necesidad de reconocimiento o de aplausos. Gran parte de la historia de la humanidad se ha hecho desde ese principio, casi siempre inconscientemente. También el desarrollo de los dogmas y la elaboración del depósito doctrinal de las religiones (incluida la cristiana) han sido fruto del conflicto y el enfrentamiento. Podríamos hacernos (legítimamente) la siguiente pregunta: ¿hay algún conflicto en el que no se vea enredado lo más “visceral” del ser humano? ¿Cuántas veces la búsqueda de la verdad no habrá sido viciada por las iras o los intereses humanos? ¿Cuántas veces se habrá servido al dios del odio pensando que se servía al Dios de la verdad?
 
Quedan ahí las preguntas y, a continuación, las palabras de Merton. Dejémosle hablar.
 
 
En todo el mundo, a través de toda la historia, incluso entre los religiosos y los santos, Cristo sufre la desmembración.
 
Su Cuerpo físico fue crucificado por Pilato y los fariseos; Su Cuerpo místico es arrastrado y descuartizado por los demonios, de edad en edad, en la agonía de esa desunión que se alimenta y vegeta en nuestras almas, inclinadas al egoísmo y al pecado.
 
En toda la faz de la tierra la avaricia y la codicia de los hombres engendran incesantes divisiones entre ellos, y las heridas que arrancan a los seres humanos de la unión mutua se extienden y desencadenan guerras terribles. Asesinatos, matanzas, revoluciones, odios, carnicería y tortura de los cuerpos y las almas de los hombres, la destrucción de ciudades por el fuego, el hambre de millones de personas, la aniquilación de pueblos enteros y, finalmente, la inhumanidad cósmica de la guerra atómica: Cristo es masacrado en Sus miembros, que son arrancados uno a uno; Dios es asesinado en los hombres.
 
 
La historia del mundo, con la destrucción material de ciudades, naciones y pueblos, expresa la división interior que tiraniza las almas de todos los hombres, incluso las de los santos.
 
Incluso los inocentes, incluso aquellos en quienes Cristo vive por la caridad, incluso los que desean con todo su corazón amarse mutuamente, permanecen divididos y separados. Aunque ya son uno en Él, su unión permanece oculta para ellos, porque todavía no posee más que la sustancia secreta de sus almas.
 
Pero sus mentes, sus juicios y sus deseos, sus facultades y caracteres humanos, sus apetitos e ideales están todos ellos aprisionados en la escoria de ese inevitable egoísmo que el amor puro aún no ha podido refinar.
 
Mientras permanezcamos en la tierra, el amor que nos une nos hará sufrir por el mismo contacto entre nosotros, porque este amor es la unión de un Cuerpo de huesos rotos. Ni siquiera los santos pueden vivir con los santos en esta tierra sin cierta angustia, sin cierto sufrimiento por las diferencias que hay entre ellos.
 
Hay dos cosas que los hombres pueden hacer para afrontar el dolor de la desunión con otros hombres: pueden amar o pueden odiar.
 
(…) El odio es el signo y la expresión de la soledad, de la indignidad, de la insuficiencia. Y nos odiamos a nosotros mismos en la medida en que estamos solos y nos sentimos indignos. Algunos de nosotros somos conscientes de este odio a nosotros mismos, y por causa de él nos reprochamos y castigamos innecesariamente. El castigo no puede curar el sentimiento de que somos indignos. No podemos hacer nada por remediarlo mientras sintamos que estamos aislados, que somos insuficientes y desvalidos y que estamos solos. Otros que son menos conscientes de este odio a sí mismos lo comprenden de otra forma, proyectándolo en otros. Hay un odio orgulloso y autosuficiente, fuerte y cruel, que goza con el placer de odiar, pues se dirige exteriormente contra la indignidad de otro. Pero este odio fuerte y autosuficiente no entiende que, como todo odio, destruye y consume al yo que odia, y no el objeto odiado. El odio, en cualquier forma, destruye al sujeto que lo experimenta y, aun cuando triunfe físicamente, triunfa en su propia ruina espiritual.
 
El odio fuerte, el odio que goza odiando, es fuerte porque no cree que es indigno y está solo. Siente el apoyo de un Dios que le justifica, de un ídolo de guerra, de un espíritu vengador y destructor. La raza humana fue liberada una vez de tales dioses sedientos de sangre, con gran esfuerzo y terrible sufrimiento, por la muerte de un Dios que se entregó a Sí mismo a la cruz y sufrió la crueldad patológica de Sus criaturas por la piedad que sentía hacia ellas. Venciendo a la muerte, les abrió los ojos a la realidad de un amor que no hace preguntas acerca del mérito, un amor que vence sobre el odio y destruye la muerte. Pero los hombres han llegado a rechazar esta divina revelación del perdón y, por consiguiente, están volviendo a los antiguos dioses de la guerra, los dioses que insaciablemente beben la sangre y comen la carne de los hombres. Es más fácil servir a los dioses del odio porque viven del culto del fanatismo colectivo. Para servir a los dioses del odio sólo hace falta estar cegado por la pasión colectiva. Para servir al Dios del Amor es preciso ser libre, hay que afrontar la terrible responsabilidad de la decisión de amar a pesar de toda indignidad, en uno mismo o en el prójimo.
 
En la raíz de todo odio se encuentra el envenenador y torturador sentimiento de indignidad. La persona que es capaz de odiar con fuerza y con la conciencia tranquila es aquella que se ha cegado complacientemente a toda la indignidad que hay en ella y es capaz de ver serenamente todos sus errores en otra persona. Pero quien es consciente de su propia indignidad y de la indignidad de su hermano es tentado por una clase de odio más sutil y más atormentadora: el general, punzante y nauseabundo odio de todo y de todos, porque todo está manchado de indignidad, todo es impuro, todo está viciado por el pecado. Este odio débil es en realidad un amor débil. Quien no puede amar se siente indigno y, al mismo tiempo, siente que de alguna manera nadie es digno. Quizá no puede sentir amor porque piensa que es indigno de ser amado, y por esta causa piensa también que nadie es digno de ello.
 
El comienzo de la lucha contra el odio, la respuesta cristiana fundamental al odio, no es el mandamiento del amor, sino aquello que necesariamente debe precederlo a fin de que el mandamiento resulte soportable y comprensible. Es un mandamiento previo: creer. La raíz del amor cristiano no es la voluntad de amar, sino la fe en que uno es amado, la fe en que uno es amado por Dios, la fe en que uno es amado por Dios aunque sea indigno o, más bien, sin que se tenga en cuenta su valor.
 
En la verdadera visión cristiana del amor de Dios, la idea del mérito pierde su significado. La revelación de la misericordia de Dios hace que el problema del mérito resulte casi ridículo: el descubrimiento de que el mérito no tiene especial importancia (dado que nadie podría nunca, por sí mismo, ser estrictamente digno de ser amado con semejante amor) es una verdadera liberación del espíritu. Pero la persona es cautiva del odio hasta que lo comprende, hasta que la divina misericordia realiza esta liberación.
 
El amor humanista no es suficiente. Mientras creamos que no odiamos a nadie, que somos misericordiosos, que somos amables por naturaleza, nos engañamos; nuestro odio arde bajo las grises cenizas del optimismo complaciente. Estamos aparentemente en paz con todos, porque pensamos que somos dignos (…)
 
El odio trata de curar la desunión aniquilando a los que no están unidos con nosotros. Busca la paz por medio de la eliminación de todos, excepto de nosotros mismos.
 
Pero el amor, al aceptar el dolor de la reunión, empieza a sanar todas las heridas.
 
 
Thomas Merton, Nuevas semillas de contemplación. Sal Terrae, Santander 2003, pp.88-93.
 
 

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