EL BLOG SE PRESENTA...

EL BLOG SE PRESENTA...

Al cumplir los cuarenta, mi creador comenzó a hacerse las típicas preguntas asociadas a aquella edad: «¿qué he hecho con mi vida hasta ahora?», «¿qué pienso hacer a partir de ahora con ella?». Esas cuestiones fueron el motor de un blog con un carácter más bien “autobiográfico”, una suerte de “registro de recuerdos” que pretendía anotar algunas de sus vivencias personales y su impacto en él. Sin embargo, aquellas primeras páginas se expresaban en función del autoconcepto y el estado de ánimo del autor. Si ambos eran bajos, el estilo de cada publicación traslucía ese sentir.
Con el tiempo, aquel proyecto acabó en vía muerta.
Dos años después, mi autor retomó aquel cuaderno de bitácora para reconstruirlo desde sus cimientos e intentar corregir sus defectos. ¡Y nací yo!
En mis inicios, fui un medio para satisfacer el deseo de compartir vivencias y reflexiones personales, así como textos y vídeos variados que gustaban a mi creador. Este navío quería traer a puerto todas aquellas mercancías que pudieran enriquecer a los que paseasen por sus páginas.
Con el paso del tiempo me he dado cuenta que soy todo eso y algo más. Si, sigo siendo el saco en el que se introducen todas aquellas vivencias, reflexiones, textos y videos que han enriquecido de una u otra manera a mi autor. Pero además, combinando palabras propias y prestadas, me estoy convirtiendo en el relato de un itinerario en el que mi creador describe su transformación. En mi se ha reunido todo aquello que ha formado parte (de alguna manera) de un proceso de ensanchamiento humano y espiritual, un proceso de evolución que aún continúa.

¡Bienvenidos!


Mostrando entradas con la etiqueta Para pensar. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Para pensar. Mostrar todas las entradas

sábado, 21 de septiembre de 2019

UN CUERPO DE HUESOS ROTOS

El cristianismo, la tradición religiosa en la que he crecido, siempre ha predicado un mensaje que llama a la fraternidad, a la armonía y a la unión de sus fieles. Las formas de apelar a dicha unidad en el Nuevo Testamento es bastante amplia: ser un solo cuerpo, tener un mismo sentir, evitar las divisiones en el seno de la comunidad eclesial... Sin embargo, lo más palpable a lo largo de la historia ha sido la desunión, el disenso, la diferencia en la interpretación o en la vivencia del mensaje evangélico, llegando incluso al extremo del enfrentamiento, no sólo dialéctico, sino bélico. También entre los santos y los religiosos se han dado desacuerdos. Los primeros testimonios escritos de este hecho figuran ya en el libro de los Hechos de los apóstoles y en las cartas paulinas (uno de los mejores ejemplos lo hallamos en la carta a los Gálatas).
 
Con demasiada frecuencia confundimos “unidad” con “uniformidad” (todos tenemos que pensar igual, todos tenemos que sentir igual). Sin embargo, alcanzar esa unidad de todos los seres humanos supone una cierta dosis de sufrimiento, ya que tendremos que enfrentarnos con lo distinto, lo que no nos gusta, con el pensamiento diferente, las creencias opuestas. El miedo a ese sufrimiento es lo que generará, en algunos casos, rechazo y odio. Ese odio forjará los fanatismos o la creencia irracional de verse superior y en posesión de la “única verdad”. Pero ese odio también lo es contra nosotros mismos, contra nuestra propia limitación, contra nuestra propia imperfección. Este odio no se supera con la simple voluntad de amar a los demás, sino únicamente por medio de la fe en un Dios que es capaz de amar a cada uno de nosotros tal y como somos.
 
Hoy subo de nuevo a este navío una mercadería perteneciente al monje cisterciense norteamericano Thomas Merton. Con su característica agudeza, Merton aborda esta cuestión de la desunión. El habla de una “desmembración” que tendría su origen no en la búsqueda de la verdad, sino en la pura y simple visceralidad humana (una visceralidad que, en la última publicación de este blog, se encarnó en el pope Grigoris, aquel personaje de la novela de Nikos Kazantzakis Cristo de nuevo crucificado).
 
Entiendo por “visceralidad humana” las iras, odios, miedos y rencores, el interés personal, o la necesidad de reconocimiento o de aplausos. Gran parte de la historia de la humanidad se ha hecho desde ese principio, casi siempre inconscientemente. También el desarrollo de los dogmas y la elaboración del depósito doctrinal de las religiones (incluida la cristiana) han sido fruto del conflicto y el enfrentamiento. Podríamos hacernos (legítimamente) la siguiente pregunta: ¿hay algún conflicto en el que no se vea enredado lo más “visceral” del ser humano? ¿Cuántas veces la búsqueda de la verdad no habrá sido viciada por las iras o los intereses humanos? ¿Cuántas veces se habrá servido al dios del odio pensando que se servía al Dios de la verdad?
 
Quedan ahí las preguntas y, a continuación, las palabras de Merton. Dejémosle hablar.
 
 
En todo el mundo, a través de toda la historia, incluso entre los religiosos y los santos, Cristo sufre la desmembración.
 
Su Cuerpo físico fue crucificado por Pilato y los fariseos; Su Cuerpo místico es arrastrado y descuartizado por los demonios, de edad en edad, en la agonía de esa desunión que se alimenta y vegeta en nuestras almas, inclinadas al egoísmo y al pecado.
 
En toda la faz de la tierra la avaricia y la codicia de los hombres engendran incesantes divisiones entre ellos, y las heridas que arrancan a los seres humanos de la unión mutua se extienden y desencadenan guerras terribles. Asesinatos, matanzas, revoluciones, odios, carnicería y tortura de los cuerpos y las almas de los hombres, la destrucción de ciudades por el fuego, el hambre de millones de personas, la aniquilación de pueblos enteros y, finalmente, la inhumanidad cósmica de la guerra atómica: Cristo es masacrado en Sus miembros, que son arrancados uno a uno; Dios es asesinado en los hombres.
 
 
La historia del mundo, con la destrucción material de ciudades, naciones y pueblos, expresa la división interior que tiraniza las almas de todos los hombres, incluso las de los santos.
 
Incluso los inocentes, incluso aquellos en quienes Cristo vive por la caridad, incluso los que desean con todo su corazón amarse mutuamente, permanecen divididos y separados. Aunque ya son uno en Él, su unión permanece oculta para ellos, porque todavía no posee más que la sustancia secreta de sus almas.
 
Pero sus mentes, sus juicios y sus deseos, sus facultades y caracteres humanos, sus apetitos e ideales están todos ellos aprisionados en la escoria de ese inevitable egoísmo que el amor puro aún no ha podido refinar.
 
Mientras permanezcamos en la tierra, el amor que nos une nos hará sufrir por el mismo contacto entre nosotros, porque este amor es la unión de un Cuerpo de huesos rotos. Ni siquiera los santos pueden vivir con los santos en esta tierra sin cierta angustia, sin cierto sufrimiento por las diferencias que hay entre ellos.
 
Hay dos cosas que los hombres pueden hacer para afrontar el dolor de la desunión con otros hombres: pueden amar o pueden odiar.
 
(…) El odio es el signo y la expresión de la soledad, de la indignidad, de la insuficiencia. Y nos odiamos a nosotros mismos en la medida en que estamos solos y nos sentimos indignos. Algunos de nosotros somos conscientes de este odio a nosotros mismos, y por causa de él nos reprochamos y castigamos innecesariamente. El castigo no puede curar el sentimiento de que somos indignos. No podemos hacer nada por remediarlo mientras sintamos que estamos aislados, que somos insuficientes y desvalidos y que estamos solos. Otros que son menos conscientes de este odio a sí mismos lo comprenden de otra forma, proyectándolo en otros. Hay un odio orgulloso y autosuficiente, fuerte y cruel, que goza con el placer de odiar, pues se dirige exteriormente contra la indignidad de otro. Pero este odio fuerte y autosuficiente no entiende que, como todo odio, destruye y consume al yo que odia, y no el objeto odiado. El odio, en cualquier forma, destruye al sujeto que lo experimenta y, aun cuando triunfe físicamente, triunfa en su propia ruina espiritual.
 
El odio fuerte, el odio que goza odiando, es fuerte porque no cree que es indigno y está solo. Siente el apoyo de un Dios que le justifica, de un ídolo de guerra, de un espíritu vengador y destructor. La raza humana fue liberada una vez de tales dioses sedientos de sangre, con gran esfuerzo y terrible sufrimiento, por la muerte de un Dios que se entregó a Sí mismo a la cruz y sufrió la crueldad patológica de Sus criaturas por la piedad que sentía hacia ellas. Venciendo a la muerte, les abrió los ojos a la realidad de un amor que no hace preguntas acerca del mérito, un amor que vence sobre el odio y destruye la muerte. Pero los hombres han llegado a rechazar esta divina revelación del perdón y, por consiguiente, están volviendo a los antiguos dioses de la guerra, los dioses que insaciablemente beben la sangre y comen la carne de los hombres. Es más fácil servir a los dioses del odio porque viven del culto del fanatismo colectivo. Para servir a los dioses del odio sólo hace falta estar cegado por la pasión colectiva. Para servir al Dios del Amor es preciso ser libre, hay que afrontar la terrible responsabilidad de la decisión de amar a pesar de toda indignidad, en uno mismo o en el prójimo.
 
En la raíz de todo odio se encuentra el envenenador y torturador sentimiento de indignidad. La persona que es capaz de odiar con fuerza y con la conciencia tranquila es aquella que se ha cegado complacientemente a toda la indignidad que hay en ella y es capaz de ver serenamente todos sus errores en otra persona. Pero quien es consciente de su propia indignidad y de la indignidad de su hermano es tentado por una clase de odio más sutil y más atormentadora: el general, punzante y nauseabundo odio de todo y de todos, porque todo está manchado de indignidad, todo es impuro, todo está viciado por el pecado. Este odio débil es en realidad un amor débil. Quien no puede amar se siente indigno y, al mismo tiempo, siente que de alguna manera nadie es digno. Quizá no puede sentir amor porque piensa que es indigno de ser amado, y por esta causa piensa también que nadie es digno de ello.
 
El comienzo de la lucha contra el odio, la respuesta cristiana fundamental al odio, no es el mandamiento del amor, sino aquello que necesariamente debe precederlo a fin de que el mandamiento resulte soportable y comprensible. Es un mandamiento previo: creer. La raíz del amor cristiano no es la voluntad de amar, sino la fe en que uno es amado, la fe en que uno es amado por Dios, la fe en que uno es amado por Dios aunque sea indigno o, más bien, sin que se tenga en cuenta su valor.
 
En la verdadera visión cristiana del amor de Dios, la idea del mérito pierde su significado. La revelación de la misericordia de Dios hace que el problema del mérito resulte casi ridículo: el descubrimiento de que el mérito no tiene especial importancia (dado que nadie podría nunca, por sí mismo, ser estrictamente digno de ser amado con semejante amor) es una verdadera liberación del espíritu. Pero la persona es cautiva del odio hasta que lo comprende, hasta que la divina misericordia realiza esta liberación.
 
El amor humanista no es suficiente. Mientras creamos que no odiamos a nadie, que somos misericordiosos, que somos amables por naturaleza, nos engañamos; nuestro odio arde bajo las grises cenizas del optimismo complaciente. Estamos aparentemente en paz con todos, porque pensamos que somos dignos (…)
 
El odio trata de curar la desunión aniquilando a los que no están unidos con nosotros. Busca la paz por medio de la eliminación de todos, excepto de nosotros mismos.
 
Pero el amor, al aceptar el dolor de la reunión, empieza a sanar todas las heridas.
 
 
Thomas Merton, Nuevas semillas de contemplación. Sal Terrae, Santander 2003, pp.88-93.
 
 

sábado, 25 de mayo de 2019

LA TAZA DE TÉ (TERCERA PARTE): EL NUEVO PARADIGMA

Dijo el maestro de té: “hay que vaciar bien la taza si se quiere llenarla”.

*   *   *
 
Ha llegado el momento de explicar el título que ha encabezado las últimas tres publicaciones y la frase que antecede a estas líneas puede dar una pista muy valiosa.
 
Contemplamos y juzgamos nuestro mundo de dos maneras: bien en función de imágenes preconcebidas, suposiciones, creencias y opiniones o bien basándonos en la acumulación de observaciones, en la aceptación de unos hechos más o menos mensurables. Aunque cueste aceptarlo, de estos dos mecanismos, el más común a la hora de valorar lo que nos circunda y a los que nos rodean suele ser el primero.
 
Teorías, dogmas, principios éticos, normas morales, cánones estéticos o ideologías de cualquier tipo, son las herramientas más habituales a la hora de dar una explicación de lo que nos rodea. El objetivo último es el de dar una explicación armoniosa y con sentido. En no pocas ocasiones, esta forma de ver la realidad se ajusta a nuestro sentir, a nuestras necesidades o a nuestras esperanzas. Seguro que podríamos encontrar más de un ejemplo de esto: de lo que debe ser lo bueno, lo correcto, lo justo, lo que debe ser el hombre, la sociedad, Dios… Y al hacerlo, la interpretación de nuestro mundo es, en cierto modo, hechura de nuestras manos. La realidad es (por qué no decirlo) lo que decidimos que sea.
 
¿Puede que en ello radique nuestra resistencia a la novedad, al cambio o a lo diferente? Lo ignoro, pero lo que sí es seguro es que uno de los ejercicios más difíciles que debe hacer un ser humano es renunciar a su cosmovisión, a la personal comprensión de su universo, vaciándose de ideas preconcebidas o de prejuicios. El ejercicio de “vaciar la taza de té” para que pueda llenarse de un contenido nuevo es el que más resistencia genera en el ser humano. Así, cuando hay una incoherencia entre las evidencias y la idea preconcebida o la creencia, no es infrecuente encontrarse con el rechazando de lo evidente.
 
Hoy vamos a terminar la narración de Carl Sagan que comencé hace unas cuantas semanas. En ella se narra la historia de Johannes Kepler, un astrónomo que tuvo que vaciar su “taza de té” y aceptar valientemente los hechos incontestables, renunciando a su visión de un universo “de formas geométricas perfectas”, en armonía con su idea del Dios creador.
 
En la última publicación de este blog (para leer la última publicación, haga click en este enlace: La armonía de los mundos), nos quedamos en el momento en que Kepler acudía a Praga para aceptar la oferta colaboración con Tycho Brahe, aquel que podría aportarle los datos que confirmasen sus teorías. El final de la historia supuso para Kepler la renuncia a su “armoniosa” concepción del universo.
 
 
Kepler, un maestro de escuela provinciano, de orígenes humildes, desconocido de todos excepto de unos pocos matemáticos sintió desconfianza ante el ofrecimiento de Tycho Brahe. Pero otros tomaron la decisión por él. En 1598 lo arrastró uno de los muchos temblores premonitorios de la venidera guerra de los Treinta Años. El archiduque católico local, inamovible en sus creencias dogmáticas, juró que prefería “convertir el país en un desierto que gobernar sobre herejes”. Los protestantes fueron excluidos del poder político y económico, la escuela de Kepler clausurada, y prohibidas las oraciones, libros e himnos considerados heréticos. Después, se sometió a los ciudadanos a exámenes individuales sobre la firmeza de sus convicciones religiosas privadas: quienes se negaban a profesar la fe católica y romana eran multados con un diezmo de sus ingresos, y condenados, bajo pena de muerte, al exilio perpetuo de Graz. Kepler eligió el exilio: “Nunca aprendí a ser hipócrita. La fe es para mí algo serio. No juego con ella.” Al dejar Graz, Kepler, su mujer y su hijastro emprendieron el duro camino de Praga. Su matrimonio no era feliz. Su mujer, crónicamente enferma y que acababa de perder a dos niños pequeños, fue calificada de “estúpida, malhumorada, solitaria, melancólica”. No había entendido nada del trabajo de su marido; provenía de la pequeña nobleza rural y despreciaba la profesión indigente de él. Por su parte él la sermoneaba y la ignoraba alternativamente; “mis estudios me hicieron a veces desconsiderado, pero aprendí la lección, aprendí a tener paciencia con ella. Cuando veía que se tomaba mis palabras a pecho, prefería morderme el propio dedo a continuar ofendiéndola”. Pero Kepler seguía preocupado con su trabajo.
 
Se imaginó que los dominios de Tycho serían un refugio para los males del momento, el lugar donde se confirmaría su Misterio Cósmico. Aspiraba a convertirse en un colega del gran Tycho Brahe, quien durante treinta y cinco años se había dedicado, antes de la invención del telescopio, a la medición de un universo de relojería, ordenado y preciso. Las expectativas de Kepler nunca se cumplieron. El propio Tycho era un personaje extravagante, adornado con una nariz de oro, pues perdió la original en un duelo de estudiantes disputando con otro la preeminencia matemática. A su alrededor se movía un bullicioso séquito de ayudantes, aduladores, parientes lejanos y parásitos varios. Las juergas inacabables, sus insinuaciones e intrigas, sus mofas crueles contra aquel piadoso y erudito patán llegado del campo deprimían y entristecían a Kepler: “Tycho es... extraordinariamente rico, pero no sabe hacer uso de su riqueza. Uno cualquiera de sus instrumentos vale más que toda mi fortuna y la de mi familia reunidas.”
 
Kepler estaba impaciente por conocer los datos astronómicos de Tycho, pero Tycho se limitaba a arrojarle de vez en cuando algún fragmento: “Tycho no me dio oportunidad de compartir sus experiencias. Se limitaba a mencionarme, durante una comida y entre otros temas de conversación, como si fuera de paso, hoy la cifra del apogeo de un planeta, mañana los nodos de otro... Tycho posee las mejores observaciones... También tiene colaboradores. Solamente carece del arquitecto que haría uso de todo este material.” Tycho era el mayor genio observador de la época y Kepler el mayor teórico. Cada uno sabía que por sí solo sería incapaz de conseguir la síntesis de un sistema del mundo coherente y preciso, sistema que ambos consideraban inminente. Pero Tycho no estaba dispuesto a regalar toda la labor de si vida a un rival en potencia, mucho más joven. Se negaba también, por algún motivo, a compartir la autoría de los resultados conseguidos con su colaboración, si los hubiera. El nacimiento de la ciencia moderna -hija de la teoría y de la observación- se balanceaba al borde de este precipicio de desconfianza mutua. Durante los dieciocho meses que Tycho iba a vivir aún, los dos se pelearon y se reconciliaron repetidamente. En una cena ofrecida por el barón de Rosenberg, Tycho, que había bebido mucho vino, “dio más valor a la cortesía que a su salud” y resistió los impulsos de su cuerpo por levantarse y excusarse unos minutos ante el barón. La consecuente infección urinaria empeoró cuando Tycho se negó resueltamente a moderar sus comidas y sus bebidas. En su lecho de muerte legó sus observaciones a Kepler, y “en la última noche de su lento delirio iba repitiendo una y otra vez estas palabras, como si compusiera un poema: ‘que no crean que he vivido en vano... Que no crean que he vivido en vano.’”
 
Kepler, convertido después de la muerte de Tycho en el nuevo matemático imperial, consiguió arrancar a la recalcitrante familia de Tycho las observaciones del astrónomo. (…)
 
Tycho realizó sus observaciones del movimiento aparente entre las constelaciones de Marte y de otros planetas a lo largo de muchos años. Estos datos, de las últimas décadas anteriores a la invención del telescopio, fueron los más exactos obtenidos hasta entonces. Kepler trabajó con una intensidad apasionada para comprenderlos: ¿Qué movimiento real descrito por la Tierra y por Marte alrededor del Sol podía explicar, dentro de la precisión de las medidas, el movimiento aparente de Marte en el cielo, incluyendo los rizos retrógrados que describe sobre el fondo de las constelaciones? Tycho había recomendado a Kepler que estudiara Marte porque su movimiento aparente parecía el más anómalo, el más difícil de conciliar con una órbita formada por círculos. (…)
 
Pitágoras, en el siglo sexto a. de C., Platón, Tolomeo y todos los astrónomos cristianos anteriores a Kepler, daban por sentado que los planetas se movían siguiendo caminos circulares. El círculo se consideraba una forma geométrica “perfecta”, y también los planetas colocados en lo alto de los cielos, lejos de la "corrupción" terrenal, se consideraban “perfectos” en un sentido místico. Galileo, Tycho y Copérnico creían igualmente en un movimiento circular y uniforme de los planetas, y el último de ellos afirmaba que “la mente se estremece sólo de pensar en otra cosa”, porque “sería indigno imaginar algo así en una Creación organizada de la mejor manera posible”. Así pues, Kepler intentó al principio explicar las observaciones suponiendo que la Tierra y Marte se movían en órbitas circulares alrededor del Sol.
 
Después de tres años de cálculos creyó haber encontrado los valores correctos de una órbita circular marciana, que coincidía con diez de las observaciones de Tycho con un error de dos minutos de arco. Ahora bien, hay 60 minutos de arco en un grado angular, y 90 grados en un ángulo recto desde el horizonte al cenit. Por lo tanto, unos cuantos minutos de arco constituyen una cantidad muy pequeña para medir, sobre todo sin un telescopio. Es una quinceava parte del diámetro angular de la luna llena vista desde la Tierra. Pero el éxtasis inminente de Kepler pronto se convirtió en tristeza, porque dos de las observaciones adicionales de Tycho eran incompatibles con la órbita de Kepler con una diferencia de ocho minutos de arco.
 
“La Divina Providencia nos ha concedido un observador tan diligente en la persona de Tycho Brahe que sus observaciones condenan este cálculo a un error de ocho minutos; es cosa buena que aceptemos el regalo de Dios con ánimo agradecido... Si yo hubiera creído que podíamos ignorar esos ocho minutos hubiera apañado mi hipótesis de modo correspondiente. Pero esos ocho minutos, al no estar permitido ignorarlos, señalaron el camino hacia una completa reforma de la astronomía.”
 
La diferencia entre una órbita circular y la órbita real solamente podía distinguirse con mediciones precisas y con una valerosa aceptación de los hechos: “El universo lleva impreso el ornamento de sus proporciones armónicas, pero hay que acomodar las armonías a la experiencia.” Kepler quedó muy afectado al verse en la necesidad de abandonar una órbita circular y de poner en duda su fe en el Divino Geómetra. Una vez expulsados del establo de la astronomía los círculos y las espirales, sólo le quedó, como dijo él, “una carretada de estiércol”, un circulo alargado, algo así como un óvalo.
 
 
Kepler comprendió al final que su fascinación por el círculo había sido un engaño. La Tierra era un planeta, como Copérnico había dicho, y para Kepler era del todo evidente que la perfección de una Tierra arrasada por las guerras, las pestes, el hambre y la infelicidad, dejaba mucho que desear. Kepler fue una de las primeras personas desde la antigüedad en proponer que los planetas son objetos materiales compuestos, como la Tierra, de sustancia imperfecta. Y si los planetas eran “imperfectos”, ¿por qué no habían de serlo también sus órbitas? Probó con varias curvas ovaladas, las calculó y las desechó, cometió algunos errores aritméticos (que al principio le llevaron a rechazar la solución correcta), pero meses después y ya un tanto desesperado probó la fórmula de una elipse, codificada por primera vez en la Biblioteca de Alejandría por Apolonio de Pérgamo. Descubrió que encajaba maravillosamente con las observaciones de Tycho: “la verdad de la naturaleza, que yo había rechazado y echado de casa, volvió sigilosamente por la puerta trasera, y se presentó disfrazada para que yo la aceptara... Ah, ¡qué pájaro más necio he sido!”
 
Carl Sagan, Cosmos, Editorial Planeta, Barcelona 1980, pp. 58-61.

domingo, 5 de mayo de 2019

LA TAZA DE TÉ (SEGUNDA PARTE): LA ARMONÍA DE LOS MUNDOS

Es un hecho que el ser humano necesita vivir la realidad que le rodea con un mínimo de sentido, con una mínima lógica, con un orden. En resumen: necesitamos que nuestro mundo posea cierto grado de armonía.
 
No son pocos los que tiemblan cuando esa armonía es cuestionada, ya que se construye sobre idealizaciones más o menos elegantes que son fruto de anhelos, de necesidades o de principios ideológicos, filosóficos, éticos o estéticos.
 
Sin embargo, es siempre la realidad testaruda la que se encarga de demostrar que nuestras ideas preconcebidas no terminan de explicar lo que sucede a nuestro alrededor; que nuestra manera de dar un orden a nuestra vida, a nuestras relaciones o a nuestro mundo es, en ocasiones, un “fantasma” que hemos fabricado nosotros mismos, una criatura hecha a nuestra medida, a nuestra propia imagen y semejanza. Al final, suele ser la evidencia, con su extraordinaria simplicidad, la que nos despierta de nuestros sueños y nos abre a lo que verdaderamente es.
 
Tras dos semanas sin dejar publicaciones en este blog, vuelvo a retomar un relato del científico y divulgador norteamericano Carl Sagan, y lo haré en el punto en el que lo dejé la última vez (para leer la última publicación, haga click en este enlace). Terminábamos la última publicación hablando de una época en la que los cielos estaban habitados por ángeles, demonios y por la mano de Dios, que hacía girar las esferas planetarias. Sin embargo, la búsqueda de respuestas por parte de un hombre desencadenaría la revolución científica moderna.
 
Este que sigue, es el breve relato de la vida de aquel hombre, el relato no sólo de una revolución en la comprensión de nuestro sistema solar, sino en toda la manera de pensar la realidad.
 
 
«Johannes Kepler nació en Alemania en 1571 y fue enviado de niño a la escuela del seminario protestante de la ciudad provincial de Maulbronn para que siguiese la carrera eclesiástica. Era este seminario una especie de campo de entrenamiento donde adiestraban mentes jóvenes en el uso del armamento teológico contra la fortaleza del catolicismo romano. Kepler, tenaz, inteligente y ferozmente independiente soportó dos inhóspitos años en la desolación de Maulbronn, convirtiéndose en una persona solitaria e introvertida, cuyos pensamientos se centraban en su supuesta indignidad ante los ojos de Dios. Se arrepintió de miles de pecados no más perversos que los de otros y desesperaba de llegar a alcanzar la salvación.
 
Pero Dios se convirtió para él en algo más que una cólera divina deseosa de propiciación. El Dios de Kepler fue el poder creativo del Cosmos. La curiosidad del niño conquistó su propio temor. Quiso conocer la escatología del mundo; se atrevió a contemplar la mente de Dios. Estas visiones peligrosas, al principio tan insustanciales como un recuerdo, llegaron a ser la obsesión de toda una vida. Las apetencias cargadas de hibris de un niño seminarista iban a sacar a Europa del enclaustramiento propio del pensamiento medieval.
 
Las ciencias de la antigüedad clásica habían sido silenciadas hacía más de mil años, pero en la baja Edad Media algunos ecos débiles de esas voces, conservados por los estudiosos árabes, empezaron a insinuarse en los planes educativos europeos. En Maulbronn, Kepler sintió sus reverberaciones estudiando, a la vez que teología, griego y latín, música y matemáticas. Pensó que en la geometría de Euclides vislumbraba una imagen de la perfección y del esplendor cósmico. Más tarde escribió: “La Geometría existía antes de la Creación. Es co-eterna con la mente de Dios... La Geometría ofreció a Dios un modelo para la Creación... La Geometría es Dios mismo.”
 
En medio de los éxtasis matemáticos de Kepler, y a pesar de su vida aislada, las imperfecciones del mundo exterior deben de haber modelado también su carácter. La superstición era una panacea ampliamente accesible para la gente desvalida ante las miserias del hambre, de la peste y de los terribles conflictos doctrinales. Para muchos la única certidumbre eran las estrellas, y los antiguos conceptos astrológicos prosperaron en los patios y en las tabernas de una Europa acosada por el miedo. Kepler, cuya actitud hacia la astrología fue ambigua toda su vida, se preguntaba por la posible existencia de formas ocultas bajo el caos aparente de la vida diaria. Si el mundo lo había ingeniado Dios, ¿no valía la pena examinarlo cuidadosamente? ¿No era el conjunto de la creación una expresión de las armonías presentes en la mente de Dios? El libro de la Naturaleza había esperado más de un milenio para encontrar un lector.
 
En 1589, Kepler dejó Maulbronn para seguir los estudios de sacerdote en la gran Universidad de Tübingen, y este paso fue para él una liberación. Confrontado a las corrientes intelectuales más vitales de su tiempo, su genio fue inmediatamente reconocido por sus profesores, uno de los cuales introdujo al joven estudiante en los peligrosos misterios de la hipótesis de Copérnico.
 
Un universo heliocéntrico hizo vibrar la cuerda religiosa de Kepler, y se abrazó a ella con fervor. El Sol era una metáfora de Dios, alrededor de la cual giraba todo lo demás. Antes de ser ordenado se le hizo una atractiva oferta para un empleo secular que acabó aceptando, quizás porque sabía que sus actitudes para la carrera eclesiástica no eran excesivas. Le destinaron a Graz, en Austria, para enseñar matemáticas en la escuela secundaria, y poco después empezó a preparar almanaques astronómicos y meteorológicos y a confeccionar horóscopos. “Dios proporciona a cada animal sus medios de sustento -escribió-, y al astrónomo le ha proporcionado la astrología.”
 
Kepler fue un brillante pensador y un lúcido escritor, pero fue un desastre como profesor. Refunfuñaba. Se perdía en digresiones. A veces era totalmente incomprensible. Su primer año en Graz atrajo a un puñado escaso de alumnos; al año siguiente no había ninguno. Le distraía de aquel trabajo un incesante clamor interior de asociaciones y de especulaciones que rivalizaban por captar su atención. Y una tarde de verano, sumido en los intersticios de una de sus interminables clases, le visitó una revelación que iba a alterar radicalmente el futuro de la astronomía. Quizás dejó una frase a la mitad, y yo sospecho que sus alumnos, poco atentos, deseosos de acabar el día apenas se dieron cuenta de aquel momento histórico.
 
En la época de Kepler sólo se conocían seis planetas: Mercurio, Venus, la Tierra, Marte, Júpiter y Saturno. Kepler se preguntaba por qué eran sólo seis. ¿Por qué no eran veinte o cien? ¿Por qué sus órbitas presentaban el espaciamiento que Copérnico había deducido? Nunca hasta entonces se había preguntado nadie cuestiones de este tipo. Se conocía la existencia de cinco sólidos regulares o "platónicos", cuyos lados eran polígonos regulares, tal como los conocían los antiguos matemáticos griegos posteriores a Pitágoras. Kepler pensó que los dos números estaban conectados, que la razón de que hubiera sólo seis planetas era porque había sólo cinco sólidos regulares, y que esos sólidos, inscritos o anidados uno dentro de otro, determinarían las distancias del sol a los planetas. Creyó haber reconocido en esas formas perfectas las estructuras invisibles que sostenían las esferas de los seis planetas. Llamó a su revelación El Misterio Cósmico. La conexión entre los sólidos de Pitágoras y la disposición de los planetas sólo permitía una explicación: la Mano de Dios, el Geómetra.
 
Kepler estaba asombrado de que él, que se creía inmerso en el pecado, hubiera sido elegido por orden divina para realizar ese descubrimiento. Presentó una propuesta para que el duque de Württemberg le diera una ayuda a la investigación, ofreciéndose para supervisar la construcción de sus sólidos anidados en un modelo tridimensional que permitiera vislumbrar a otros la grandeza de la sagrada geometría. Añadió que podía fabricarse de plata y de piedras preciosas y que serviría también de cáliz ducal. La propuesta fue rechazada con el amable consejo de que antes construyera un ejemplar menos caro, de papel, a lo cual puso en seguida manos a la obra: "El placer intenso que he experimentado con este descubrimiento no puede expresarse con palabras... No prescindí de ningún cálculo por difícil que fuera. Dediqué días y noches a los trabajos matemáticos hasta comprobar que mi hipótesis coincidía con las órbitas de Copérnico o hasta que mi alegría se desvaneciera en el aire." Pero a pesar de todos sus esfuerzos, los sólidos y las órbitas planetarias no encajaban bien. Sin embargo, la elegancia y la grandiosidad de la teoría le persuadieron de que las observaciones debían de ser erróneas, conclusión a la que han llegado muchos otros teóricos en la historia de la ciencia cuando las observaciones se han mostrado recalcitrantes. Había entonces un solo hombre en el mundo que tenía acceso a observaciones más exactas de las posiciones planetarias aparentes, un noble danés que se había exiliado y había aceptado el empleo de matemático imperial de la corte del sacro emperador romano, Rodolfo II. Ese hombre era Tycho Brahe. Casualmente y por sugerencia de Rodolfo, acababa de invitar a Kepler, cuya fama matemática estaba creciendo, a que se reuniera con él en Praga.»
 
Carl Sagan, Cosmos, Editorial Planeta, Barcelona 1980, pp. 53-58.
 

domingo, 31 de marzo de 2019

MULETAS

Los cuentos hablan por sí mismos, por lo que hoy no hace falta que me ande con demasiados preludios. Las últimas publicaciones de este blog quizás puedan dar una pista (o quizás no). Bueno, que cada lector saque sus propias conclusiones.
 
 
El rey cayó del caballo y se rompió las piernas de tal modo que no pudo volver a usarlas. Aprendió entonces a andar con muletas, pero no soportaba su invalidez. Pronto le resultó insoportable ver cómo la gente de la corte andaba a su alrededor y se le agrió el humor, sin que él hiciera nada para remediarlo. «Puesto que yo no puedo ser como los demás —se dijo una mañana de verano—, haré que los demás sean como yo». Y mandó publicar en sus ciudades y pueblos la orden definitiva de que todos llevaran muletas, bajo pena de muerte. De un día para otro, el reino entero se pobló de humanos inválidos.
 
Al principio, algunos provocadores salieron a la luz del día sin muletas, y fue difícil alcanzarlos en su carrera, pero, tarde o temprano, todos fueron detenidos y ejecutados para servir de escarmiento, y nadie se atrevió a repetir la provocación. Para no comprometer la seguridad de sus hijos, las madres comenzaron a enseñar a los niños a andar con muletas desde el principio. Había que hacerlo, y así se hizo.
 
El rey vivió hasta muy viejo, y nacieron varias generaciones que no habían visto nunca a nadie que circulara libremente sobre sus dos piernas. Los ancianos desaparecieron sin decir nada de sus largos paseos y sin atreverse a suscitar, en el espíritu de sus hijos y de sus nietos, el peligroso deseo de un caminar independiente.
 
A la muerte del rey, algunos viejos intentaron librarse de sus muletas, pero era demasiado tarde, pues sus cuerpos gastados las necesitaban. La mayoría de los supervivientes ya no podían mantenerse derechos, y permanecían postrados en una silla o tumbados en el lecho. Aquellas tentativas aisladas fueron consideradas como los dulces delirios de viejos seniles. Ya podían contar que, en otro tiempo, la gente andaba con libertad, que se les miraba por encima del hombro, con la alegre indulgencia que se otorga a los que chochean.
 
— ¡Sí, claro, abuelo, vamos, eso fue, sin duda, cuando el pico de las gallinas tenía dientes!
 
Y, con una sonrisa en los ojos, intercambiaban un guiño, mientras sacudían la cabeza al oír la voz del viejo, antes de marcharse a reír a otra parte.
 
Allá lejos, en la montaña, vivía un robusto viejo solitario que, en cuanto murió el rey, arrojó sin titubeos las muletas al fuego. De hecho, hacía años que no había utilizado las muletas en su casa o cuando se hallaba solo en la naturaleza. Las usaba en el pueblo para evitar complicaciones pero, como no tenía mujer ni hijos, no se privaba del placer de una bonita y buena marcha. ¡No ponía en peligro a nadie más que a él, y eso, muy en secreto! Al día siguiente por la mañana salió, valeroso, a la plaza del pueblo y se dirigió a los pasmados vecinos:
 
— ¡Escuchadme! Tenemos que volver a encontrar nuestra libertad de movimientos, la vida puede recuperar su curso natural, ahora que el rey inválido ha muerto. ¡Pidamos que se derogue la ley que obliga a los seres humanos a andar con muletas!
 
Todos le miraban, y los más jóvenes se animaron inmediatamente. La plaza se convirtió en un hervidero de niños, adolescentes y otros deportistas que intentaban avanzar sin muletas. Hubo risas, caídas, arañazos, magulladuras, pero también algunos miembros rotos, debido a que los músculos de las piernas y de la espalda no habían aprendido a soportar el peso del cuerpo. El jefe de la policía intervino:
 
— ¡Alto, alto! ¡Es demasiado peligroso! Tú, viejo, vete a vender tus talentos en las ferias. Está claro que los humanos no están hechos para andar sin muletas. ¡Mira la de heridas, chichones y fracturas que ha provocado tu locura! ¡Déjanos en paz! ¡Desaparece y, si quieres vivir tranquilo, no trates más de descarriar a esta hermosa juventud!
 
El anciano se encogió de hombros y se volvió a pie a su casa.
 
Cuando llegó la noche, escuchó que llamaban discretamente a la puerta. El ruido era tan leve que lo atribuyó a una rama agitada por el viento y no abrió. Entonces oyó una llamada clara:
 
— ¿Quién eres? ¿Qué quieres? —preguntó.
— Ábrenos, abuelo, por favor —susurró una voz.
 
Abrió. Diez pares de ojos brillantes le miraban, ardientes. Un muchacho se adelantó y murmuro:
 
— Queremos aprender a andar como tú. ¿Nos aceptarías como discípulos?
— ¿Discípulos?
— Ese es nuestro deseo, maestro.
— Hijos, yo no soy un maestro, no soy más que un humano en buena forma para andar, en el sentido más simple de la palabra.
— Maestro, por favor —porfiaron todos juntos.
 
Al anciano le entró la risa, pero luego, al contemplarlos, se conmovió. Comprendió que el asunto era grave, incluso esencial, y que los chicos eran valerosos, ardientes, henchidos de vida. Traían las oportunidades del porvenir. Abrió de par en par la puerta para acogerlos. Acudieron durante meses, sin decir nada a nadie, solos o de dos en dos, para ser discretos. Cuando fueron lo bastante hábiles, marcharon a pie, juntos, al pueblo.
 
— ¡Atended! —dijeron—. ¡Miradnos! ¡Es fácil y divertido! ¡Haced como nosotros!
 
Una ola de pánico invadió los corazones miedosos. Fruncieron el ceño, les señalaron con el dedo, se asustaron mucho. La policía llegó a caballo para hacer que cesara el escándalo. Detuvieron al viejo, lo llevaron a juicio, lo condenaron según el edicto real y lo ejecutaron por haber pervertido a diez inocentes.
 

Sus discípulos, revolucionados por el trato infligido a su maestro, defendieron a viva voz en las plazas que ellos andaban y se encontraban bien así, y mostraron a todo el que quería verles lo cómodo que era tener las manos libres y las piernas ágiles. Juzgaron que sus demostraciones eran falaces, les detuvieron y les llevaron a la cárcel. Sin embargo, consideraron que habían sido arrastrados al error y les concedieron circunstancias atenuantes, así que no se les condenó más que a penas leves. Algunos obstinados no quisieron renunciar a su pretensión de que había que andar sin muletas, y la comunidad, inquieta, trastornada en sus costumbres por la rareza, les rechazó prudentemente fuera del pueblo, aconsejándoles que hicieran carrera en las ferias. Respecto a quienes se quedaron e insistieron demasiado, no hubo otro remedio en ocasiones que aplicar estrictamente la ley, pero en general se les consideró más bien con conmiseración y se les trató como a los locos del pueblo, que se mantienen a distancia de los niños y de las buenas familias.
 
Todavía hoy se cuchichea en las veladas vespertinas, con palabras encubiertas, que, a pesar de todo, existen, aquí y allá por el mundo, pequeños grupos que no parecen estar locos y que pretenden andar solos, sin muletas. No se puede probar. A los niños les enseñan que ésos son cuentos.
 
 
 
 

miércoles, 27 de marzo de 2019

SUPOSICIONES

Lo más habitual en nuestra forma de entender lo que nos rodea y a los que nos rodean es que comencemos lanzando hipótesis. Al decir esto no me cuesta nada emplear la primera persona del plural, porque yo también soy demasiado propenso a conjeturar, imaginar y dar demasiadas cosas por supuesto.
 
Es más rápido, más cómodo, más sencillo suponer que comprobar. Además, estamos predispuestos a buscar explicaciones que tengan algún tipo de correspondencia lógica con lo que ya conocemos (por ejemplo: si hay nubes, hay agua). Luego, conforme vamos obteniendo más datos, pulimos y mejoramos nuestra percepción de la realidad, dándonos cuenta de lo equivocados que podíamos estar en un principio.
 
Sin embargo, esta forma de explicar y dar un sentido a lo que nos rodea puede distorsionar la realidad. ¿Quién no ha imaginado alguna vez que la mirada de alguien que teníamos delante estaba cargada de malas intenciones? ¿Quién no ha pensado alguna vez que los demás podrían estar riéndose de uno mismo o que uno mismo estaba aburriendo a los demás con su conversación? ¿Quién no ha sido capaz de profetizar un suceso (“seguro que me va a suceder…”) al menos un par de veces al día? ¡Y no nos detenemos en estas pequeñeces! Prejuzgamos individuos, grupos, razas y hasta naciones. E incluso somos capaces de hablar de Dios, de lo que piensa de nosotros o de aquellos que no actúan según sus designios.
 
No es malo suponer, es una forma rápida de comprender y dar sentido a lo que nos rodea. Lo malo está en no querer apearse de las suposiciones sin contrastarlas o, al menos, no tener la suficiente humildad para reconocer que ciertas realidades escapan a nuestra comprensión.
 
El relato que sigue a continuación, una historia que narraba el célebre científico y divulgador Carl Sagan, habla de cómo hasta la ciencia (el paradigma del conocimiento basado en los datos objetivos) puede dejarse llevar por la imaginación. Sagan describe muy acertadamente (y con cierto tono de humor) nuestra manera de comprender la realidad que nos rodea y la facilidad con la que podemos llegar a equivocarnos.
 
 
«Venus tiene casi la misma masa, el mismo tamaño y la misma densidad que la Tierra. Al ser el planeta más próximo a nosotros, durante siglos se le ha considerado como hermano de la Tierra. ¿Cómo es en realidad nuestro planeta hermano? ¿Puede que al estar algo más cerca del Sol sea un planeta suave, veraniego, un poco más cálido que la Tierra? ¿Posee cráteres de impacto, o los eliminó todos la erosión? ¿Hay volcanes? ¿Montañas? ¿Océanos? ¿Vida?
 
La primera persona que contempló Venus a través del telescopio fue Galileo en 1609. Vio un disco absolutamente uniforme. Galileo observó que presentaba, como la Luna, fases sucesivas, desde un fino creciente hasta un disco completo, y por la misma razón que ella: a veces vemos principalmente el lado nocturno de Venus y otras el lado diurno; digamos también que este descubrimiento reforzó la idea de que la Tierra gira alrededor del Sol y no al revés. A medida que los telescopios ópticos aumentaban de tamaño y que mejoró su resolución (la capacidad para distinguir detalles finos), fueron sistemáticamente orientados hacia Venus. Pero no lo hicieron mejor que Galileo. Era evidente que Venus estaba cubierto por una densa capa de nubes que impiden la visión. Cuando contemplamos el planeta en el cielo matutino o vespertino, estamos viendo la luz del Sol reflejada en las nubes de Venus. Pero después de su descubrimiento y durante siglos, la composición de esas nubes fue totalmente desconocida. La ausencia de algo visible en Venus llevó a algunos científicos a la curiosa conclusión de que su superficie era un pantano, como la de la Tierra en el período carbonífero. El argumento -suponiendo que se merezca este calificativo- era más o menos el siguiente:
 
-No puedo ver nada en Venus.
-¿Por qué?
-Porque Venus está totalmente cubierto de nubes.
-¿De qué están formadas las nubes?
-De agua, por supuesto.
-Entonces, ¿por qué son las nubes de Venus más espesas que las de la Tierra?
-Porque allí hay más agua.
-Pues si hay más agua en las nubes también habrá más agua en la superficie. ¿Qué tipo de superficies son muy húmedas?
-Los pantanos.
 
Y si hay pantanos, ¿no puede haber también en Venus cicadáceas y libélulas y hasta dinosaurios? Observación: No podía verse absolutamente nada en Venus. Conclusión: El planeta tenía que estar cubierto de vida. Las nubes uniformes de Venus reflejaban nuestras propias predisposiciones. Nosotros estamos vivos y nos excita la posibilidad de que haya vida en otros lugares. Pero sólo un cuidadoso acopio y valoración de datos puede decirnos qué mundo determinado está habitado. En el caso de Venus nuestras predisposiciones no quedan complacidas.
 
La primera pista real sobre la naturaleza de Venus se obtuvo trabajando con un prisma de vidrio o con una superficie plana, llamada red de difracción, en la que se ha grabado un conjunto de líneas finas, regularmente espaciadas. Cuando un haz intenso de luz blanca y corriente pasa a través de una hendidura estrecha y después atraviesa un prisma o una red, se esparce formando un arco iris de colores, llamado espectro. El espectro se extiende desde las frecuencias altas de la luz visible hasta las bajas: violeta, azul, verde, amarillo, anaranjado y rojo. Como estos colores pueden verse, se les llamó el espectro de la luz visible. Pero hay mucha más luz que la del pequeño segmento del espectro que alcanzamos a ver. En las frecuencias más altas, debajo del violeta, existe una parte del espectro llamada ultravioleta: es un tipo de luz perfectamente real, portadora de muerte para los microbios. Para nosotros es invisible, pero la detectan con facilidad los abejorros y las células fotoeléctricas. En el mundo hay muchas más cosas de las que vemos. Debajo del ultravioleta está la parte de rayos X del espectro, y debajo de los rayos X están los rayos gamma. En las frecuencias más bajas, al otro lado del rojo, está la parte infrarroja del espectro. Se descubrió al colocar un termómetro sensible en una zona situada más allá del rojo, en la cual de acuerdo con nuestra vista hay oscuridad: la temperatura del termómetro aumentó. Caía luz sobre el termómetro, aunque esta luz fuera invisible para nuestros ojos. Las serpientes de cascabel y los semiconductores contaminados detectan perfectamente la radiación infrarroja. Debajo del infrarrojo está la vasta región espectral de las ondas de radio. Todos estos tipos, desde los rayos gamma hasta las ondas de radio, son igualmente respetables. Todos son útiles en astronomía. Pero a causa de las limitaciones de nuestros ojos tenemos un prejuicio en favor, una propensión hacia esa franja fina de arco iris que llamamos el espectro de luz visible.
 
En 1844, el filósofo Auguste Comte estaba buscando un ejemplo de un tipo de conocimiento que siempre estaría oculto. Escogió la composición de las estrellas y de los planetas lejanos. Pensó que nunca los podríamos visitar físicamente, y que al no tener en la mano muestra alguna de ellos, nos veríamos privados para siempre de conocer su composición. Pero a los tres años solamente de la muerte de Comte, se descubrió que un espectro puede ser utilizado para determinar la composición química de los objetos distantes. Diferentes moléculas o elementos químicos absorben diferentes frecuencias o colores de luz, a veces en la zona visible y a veces en algún otro lugar del espectro. En el espectro de una atmósfera planetaria, una línea oscura aislada representa una imagen de la hendidura en la que falta luz: la absorción de luz solar durante su breve paso a través del aire de otro mundo. Cada tipo de línea está compuesta por una clase particular de moléculas o átomos. Cada sustancia tiene su firma espectral característica. Los gases en Venus pueden ser identificados desde la Tierra, a 60 millones de kilómetros de distancia. Podemos adivinar la composición del Sol (en el cual se descubrió por primera vez el helio, nombrado a partir de Helios, el dios griego del Sol); la composición de estrellas magnéticas A ricas en europio; de galaxias lejanas analizadas a partir de la luz que envían colectivamente los cien mil millones de estrellas integrantes. La astronomía espectroscópica es una técnica casi mágica. A mí aún me asombra. Auguste Comte escogió un ejempló especialmente inoportuno».
 
(Si el lector no ha sido capaz de comprender lo leído hasta este punto, puede encontrar una explicación "sencilla" es los siguientes enlaces: Espectroscopía para astronomía; Espectroscopía - Cómo detectar elementos químicos en el universo).
 
«Si Venus estuviera totalmente empapado resultaría fácil ver las líneas de vapor de agua en su espectro. Pero las primeras observaciones espectroscópicas, intentadas en el observatorio de Monte Wilson hacia 1920, no descubrieron ni un indicio, ni un rastro de vapor de agua sobre las nubes de Venus, sugiriendo la presencia de una superficie árida, como un desierto, coronada por nubes en movimiento de polvo fino de silicato. Estudios posteriores revelaron la existencia de enormes cantidades de dióxido de carbono en la atmósfera, con lo que algunos científicos supusieron que toda el agua del planeta se había combinado con hidrocarbonos para formar dióxido de carbono, y que por tanto la superficie de Venus era un inmenso campo petrolífero, un mar de petróleo que abarcaba todo el planeta. Otros llegaron a la conclusión de que la ausencia de vapor de agua sobre las nubes se debía a que las nubes estaban muy frías y toda el agua se había condensado en forma de gotitas, que no presentan la misma estructura de línea espectral que el vapor de agua. Sugirieron que el planeta estaba totalmente cubierto de agua, a excepción quizás de alguna que otra isla incrustada de caliza, como los acantilados de Dover. Pero a causa de las grandes cantidades de dióxido de carbono presentes en la atmósfera, el mar no podía ser de agua normal; la química física exigía que el agua fuese carbónica. Venus, proponían ellos, tenía un vasto océano de seltz.
 
El primer indicio sobre la verdadera situación del planeta no provino de los estudios espectroscópicos en la parte visible del espectro o en la del infrarrojo cercano, sino más bien de la región de (las ondas de) radio. Un radiotelescopio funciona más como un fotómetro que como una cámara fotográfica. Se apunta hacia una región bastante extensa del cielo y registra la cantidad de energía, en una frecuencia de radio dada, que llega a la Tierra. Estamos acostumbrados a las señales de radio que transmiten ciertas variedades de vida inteligente, a saber, las que operan las estaciones de radio y televisión. Pero hay otras muchas razones para que los objetos naturales emitan ondas de radio. Una de ellas es que estén calientes. Cuando en 1956 se enfocó hacia Venus un radiotelescopio primitivo, se descubrió que el planeta emitía ondas de radio como si estuviera a una temperatura muy alta. Pero la demostración real de que la superficie de Venus es impresionantemente caliente se obtuvo cuando la nave espacial soviética de la serie Venera penetró por primera vez en las nubes oscurecedoras y aterrizó sobre la misteriosa e inaccesible superficie del planeta más próximo. Resultó que Venus está terriblemente caliente. No hay pantanos, ni campos petrolíferos, ni océanos de seltz. Con datos insuficientes es fácil equivocarse».
 
Carl Sagan, Cosmos, Editorial Planeta, Barcelona 1980, pp. 91-94.
 

domingo, 17 de marzo de 2019

DOGMAS

Dentro de mí conviven dos maneras de pensar: una es la de un creyente, la otra es la de alguien escéptico. Hoy voy a dejar suelto al escéptico.
 
Hay una pregunta que no deja de darme la lata: ¿cómo es posible que creamos ciegamente en cosas de las que tenemos poca o ninguna información? ¿Cómo, a partir de un puñado de suposiciones, somos capaces de construir edificios conceptuales y formas de entender la realidad que pueden llegar a ser inamovibles? ¿Qué extraño poder tiene sobre nosotros una creencia para que nos lleve a rechazar a otras personas por el hecho de no entender la realidad de la misma manera en que la entendemos nosotros? ¿Cómo puede hacernos negar incluso lo evidente?
 
Un "dogma" es un punto esencial en un sistema de pensamiento (una religión, una filosofía o una doctrina política) que se considera cierto y que no puede ponerse en duda. En mi opinión, eso que algunos llaman “dogmatismo” no es una actitud patrimonio de credos o de doctrinas religiosas. Es algo que forma parte de la naturaleza misma del pensamiento humano. Para poner un ejemplo de esto que digo, me gustaría subir hoy a este navío dos textos que hablan de dogmatismo y de negación de la evidencia. Curiosamente ninguno de los dos habla de religiones.
 
El primero pertenece al célebre libro de Stephen Hawking, “Brevísima historia del tiempo” y en él se nos cuenta cómo hasta los grandes científicos pueden dejarse llevar por su concepción de la realidad a la hora aceptar lo que se revela como evidente.
 
«El descubrimiento de que el universo se está expandiendo fue una de las grandes revoluciones intelectuales del siglo XX. Visto retrospectivamente, sorprende que nadie lo hubiera pensado antes. Newton, y otros, deberían haber advertido que un universo estático sería inestable ya que, si en alguna época el universo hubiera sido estático, la atracción gravitatoria mutua de todas las estrellas y galaxias no hubiera tardado en empezarlo a contraer. Incluso si el universo se estuviera expandiendo lentamente, la fuerza de la gravedad haría que finalmente dejara de expandirse y, también en este caso, se empezara a contraer. Sin embargo, si el universo se estuviera expandiendo con un ritmo superior a un cierto valor crítico, la gravedad nunca sería lo suficientemente intensa para detenerlo y el universo se seguiría expandiendo indefinidamente. En cierto modo, es lo que ocurre cuando lanzamos un cohete desde la superficie de la tierra. Si su velocidad es baja, la gravedad acabará por detenerlo y volverá a caer. En cambio, si tiene una velocidad superior a cierto valor crítico (de unos once kilómetros por segundo), la gravedad no será lo suficientemente intensa para hacerlo volver, y seguirá alejándose de la tierra para siempre.
 
Este comportamiento del universo hubiera podido ser predicho a partir de la teoría newtoniana de la gravedad en cualquier momento del siglo XIX, del XVIII o, incluso, a finales del XVII. Sin embargo, la creencia en un universo estático era tan firme que persistió hasta bien entrado el siglo XX. Incluso Einstein, cuando formuló la teoría general de la relatividad en 1915, estaba tan convencido de que el universo era estático que modificó su teoría para hacerlo posible, introduciendo en sus ecuaciones un factor espúreo denominado constante cosmológica. Esta constante tiene el efecto de una fuerza “antigravitatoria” que, a diferencia de las otras fuerzas, no procedería de ninguna fuente en particular, sino que estaría imbuida en la misma fábrica del espacio-tiempo y, como consecuencia de ella, el espacio-tiempo tendría una tendencia innata a expandirse. Ajustando el valor de la constante cosmológica, Einstein podía variar la intensidad de esta tendencia y vio que era posible ajustarla de manera que anulara exactamente la atracción de toda la materia del universo, de modo que éste fuera estático. Posteriormente desautorizó la constante cosmológica y la calificó como “el mayor error que había cometido”. (…) En la actualidad tenemos motivos para pensar que, al fin y al cabo, tal vez acertó al introducirla. Pero lo que debió de molestar a Einstein fue haber permitido que su creencia en un universo estático se impusiera a lo que su teoría parecía predecir: que el universo está en expansión».
 
Stephen Hawking y Leonard Mlodinow, Brevísima historia del tiempo, Crítica, Barcelona 2005, pp. 78-79.
 
 
La segunda historia la narraba el célebre científico y divulgador norteamericano Carl Sagan, en su conocida serie de televisión “Cosmos”. En ella podremos comprobar cómo las actitudes dogmáticas no pertenecen únicamente a sacerdotes o a fanáticos.
 
«Un libro popular, Mundos en colisión, publicado en 1950 por un psiquiatra llamado Immanuel Velikovsky, afirma que ha habido grandes colisiones recientes desde Saturno hasta Venus. Según el autor, un objeto de masa planetaria, que él llama cometa, se habría formado de alguna manera en el sistema de Júpiter. Hace unos 3500 años se precipitó hacia el sistema solar interior y tuvo repetidos encuentros con la Tierra y Marte, consecuencias accidentales de los cuales fueron la división del Mar Rojo que permitió a Moisés y a los israelitas escapar del Faraón, y el cese de la rotación de la Tierra por orden de Josué. También produjo, según Velikovsky, vulcanismos y diluvios importantes. Velikovsky imagina que el cometa, después de un complicado juego de billar interplanetario, quedó instalado en una órbita estable, casi circular, convirtiéndose en el planeta Venus, planeta que, según él, no había existido antes.
 
 
Estas ideas son muy probablemente equivocadas, como ya he discutido con una cierta extensión en otro lugar. Los astrónomos no se oponen a la idea de grandes colisiones, sino a la de grandes colisiones recientes. En cualquier modelo del sistema solar es imposible mostrar el tamaño de los planetas a la misma escala que sus órbitas, porque los planetas serían entonces tan pequeños que apenas se verían. Si los planetas aparecieran realmente a escala, como granos de polvo, comprenderíamos fácilmente que la posibilidad de colisión de un determinado cometa con la Tierra en unos pocos miles de años es extraordinariamente baja. Además, Venus es un planeta rocoso, metálico, pobre en hidrógeno. No hay fuentes de energía para poder expulsar de Júpiter cometas o planetas. Si uno de ellos pasara por la Tierra no podría "detener" la rotación de la Tierra, y mucho menos ponerla de nuevo en marcha al cabo de veinticuatro horas. Ninguna prueba geológica apoya la idea de una frecuencia inusual de vulcanismo o de diluvios hace 3500 años. En Mesopotamia hay inscripciones referidas a Venus de fecha anterior a la época en que Velikovsky dice que Venus pasó de cometa a planeta. Es muy improbable que un objeto con una órbita tan elíptica pudiera pasar con rapidez a la órbita actual de Venus, que es un círculo casi perfecto. Etcétera.
 
Muchas hipótesis propuestas tanto por científicos como por no científicos resultan al final erróneas. Para ser aceptadas, todas las ideas nuevas deben superar normas rigurosas de evidencia. Lo peor del caso Velikovsky no es que su hipótesis fuera errónea, o estuviese en contradicción con los hechos firmemente establecidos, sino que ciertas personas que se llamaban a sí mismas científicos intentaron suprimir el trabajo de Velikovsky. La ciencia es una creación del libre examen, y a él está consagrada: toda hipótesis, por extraña que sea, merece ser considerada en lo que tiene de meritorio. La eliminación de ideas incómodas puede ser normal en religión y en política, pero no es el camino hacia el conocimiento; no tiene cabida en la empresa científica. No sabemos por adelantado quién dará con nuevos conceptos fundamentales».
 
Carl Sagan, Cosmos, Editorial Planeta, Barcelona 1980, pp. 90-91.
 
 

sábado, 9 de febrero de 2019

DECEPCIÓN

Hace algún tiempo le escuché a alguien decir que lo que más le cuesta al hombre de nuestro “mundo moderno y desarrollado” es hacer silencio, entrar en su propio desierto, enfrentarse con lo que es. Esa es una experiencia que, para algunos, puede llegar a ser aterradora.
 
En el trabajo que he realizado en los últimos años en cuidados paliativos, o en la formación que he recibido en counselling, he aprendido a hacer eso que algunos llaman “entrar en el pozo”. Cuando se acompaña a alguien que sufre y se quiere comprender su universo de miedos y esperanzas, tiene que hacerse un proceso semejante: descender al pozo ajeno, ponerse los zapatos del otro durante un tramo del camino para comprender dónde le aprietan. Eso es a lo que se suele llamar “empatía”.
 
Sin embargo, es en ese instante en el que desciendes al pozo donde se encuentra la persona a la que acompañas cuando descubres que tú también tienes tu propio pozo, que posees tus propios miedos y esperanzas. Puede que sean parecidos a los que la otra persona te está transmitiendo, o quizá sean exactamente los mismos.
 
Yo me he encontrado con mi particular “pozo” cuando me he sentado frente a algunos enfermos que no tienen familia y a los que les queda poco tiempo de vida. Hablo de esas personas que, por circunstancias vitales, han perdido todos esos vínculos por fallecimientos, por enfrentamientos o por la simple distancia y, cuando llega el momento de enfrentarse con una enfermedad que no va a curar y que les va a llevar a la muerte, se encuentran en la más absoluta soledad.
 
Esas personas, como si me encontrase frente a un espejo, me devuelven el reflejo de un temor: mi forma de ser, mi carácter poco social, mi predilección por la soledad, la pérdida de relaciones con algunos de mis familiares o amigos. Yo también me enfrento a la posibilidad de un futuro en soledad y a una muerte también en soledad.
 
¿Debe ser esto un motivo de sufrimiento para mí? Hoy en día no tengo la respuesta. Sólo sé que entrar en el propio pozo supone una decisión llena de mucho coraje y que no todos son capaces de adentrase en él.
 
En la última publicación de este blog, Pablo d’Ors afirmaba que sentarse con el propio “yo soy” alimenta la compasión (que no tiene nada que ver con el “compadecimiento”). Esa compasión es la que te hace mirar de cara tu humanidad, tu fragilidad o tus desengaños para atreverse a amarlos. En el fragmento que sigue a estas líneas, Pablo d’Ors concluye que sentarse frente al propio “yo soy” supone también vivir, necesariamente, un proceso de decepción en el que descubrimos que la vida no se ajusta (ni se ha ajustado nunca, ni lo hará) a nuestras ideas, esperanzas y apetencias. Sólo la vía de la decepción y del ridículo nos permite despertar y liberarnos del pesado disfraz que nos hemos fabricado, de la idea que hemos construido de nosotros mismos, de lo que nuestra vida debe ser y a la que se han terminado ajustando todas nuestras expectativas.
 
 
“Todo el mundo parece sediento de alguna cosa, y casi todos van corriendo de aquí para allá buscando encontrarla y saciarse con ella. En la meditación se reconoce que yo soy sed, no solamente que tengo sed; y se procura acabar con esas locas carreras o, al menos, ralentizar el paso. El agua está en la sed. Es preciso entrar en el propio pozo. Esta profundización nada tiene que ver con la técnica psicoanalítica del recuerdo, ni con la llamada composición de lugar, un método tan querido por la tradición ignaciana. ¿Qué entonces?
 
Entrar en el propio pozo supone vivir un largo proceso de decepción, y ello porque todo sin excepción, una vez conseguido, nos decepciona de un modo u otro. Nos decepciona la obra de arte que creamos, por intenso que haya podido ser el proceso de creación o hermoso el resultado final. Nos decepciona la mujer o el hombre con quien nos casamos, porque al final no resultó ser como creímos. Nos decepciona la casa que hemos construido, las vacaciones que proyectamos, el hijo que tuvimos y que no se ajusta a lo que esperábamos de él. Nos decepciona, en fin, la comunidad en la que vivimos, el Dios en quien creemos, que no atiende a nuestros reclamos, y hasta nosotros mismos, que tan prometedores éramos en nuestra juventud y que, bien mirado, tan poco hemos logrado llevar a término. Todo esto, y tantas otras cosas más, nos decepciona porque no se ajusta a la idea que nos habíamos hecho. El problema radica, por tanto, en esa idea que nos habíamos hecho. Lo que decepciona, en consecuencia, son las ideas. El descubrimiento de la desilusión es nuestro principal maestro. Todo lo que me desilusiona es mi amigo.
 
Cuando dejas de esperar que tu pareja se ajuste al patrón o idea que te has hecho de ella, dejas de sufrir por su causa. Cuando dejas de esperar que la obra que estás realizando se ajuste al patrón o idea que te has hecho de ella, dejas de sufrir por este motivo. La vida se nos va en el esfuerzo por ajustarla a nuestras ideas y apetencias. Y esto sucede incluso después de una prolongada práctica de meditación.
 
No hay que dar falsas esperanzas a nadie; es un flaco favor. Hay que entrar en la raíz de la desilusión, que no es otra que la perniciosa fabricación de una ilusión. La mejor ayuda que podemos prestarle a alguien es acompañarle en el proceso de desilusión que todo el mundo sufre de una manera u otra y casi constantemente. Ayudar a alguien es hacerle ver que sus esfuerzos están seguramente desencaminados. Decirle: "Sufres porque te das de bruces contra un muro. Pero te das contra un muro porque no es por ahí por donde debes pasar". No deberíamos chocar contra la mayoría de los muros contra los que de hecho chocamos. Esos muros no deberían estar ahí, no deberíamos haberlos construido.
 
Siempre estamos buscando soluciones. Nunca aprendemos que no hay solución. Nuestras soluciones son solo parches, y así vamos por la vida: de parche en parche. Pero si no hay solución, en buena lógica es que tampoco hay problema. O que el problema y la solución son la misma y única cosa. Por eso, lo mejor que se puede hacer cuando se tiene un problema es vivirlo.
 
Nos batimos en duelos que no son los nuestros. Naufragamos en mares por los que nunca deberíamos haber navegado. Vivimos vidas que no son las nuestras, y por eso morimos desconcertados. Lo triste no es morir sino hacerlo sin haber vivido. Quien verdaderamente ha vivido, siempre está dispuesto a morir; sabe que ha cumplido su misión.
 
(…) No se trata fundamentalmente de ser más feliz o mejor (…), sino de ser quien eres. Estás bien con lo que eres, eso es lo que se debe comprender. Ver que estás bien como estás, eso es despertar”.
 
Pablo d'Ors, Biografía del silencio. Siruela, Madrid 2017. p.71-75.
 

sábado, 8 de diciembre de 2018

EL LUGAR MÁS DESPOBLADO DEL PLANETA.

¿Sabe usted cuál es el lugar más despoblado del planeta? Esta es la pregunta que me hicieron hace unos días en una conferencia. La respuesta es muy sencilla: AQUÍ Y AHORA.
 
Si, señoras y señores, el lugar más despoblado del planeta es el instante presente, el aquí y el ahora. Y es cierto. Pasamos todo el tiempo proyectando y planificando lo que vamos a hacer, qué deseamos para mañana o dentro de un año o qué cosas tememos que nos ocurran en el futuro. De igual manera, añoramos lo que ya no tenemos, lo que hemos vivido, no perdonamos las ofensas pasadas o nos sentimos culpables por lo que hicimos o por lo que dejamos de hacer. Al final, pasamos todo el tiempo en el pasado (que ya se ha ido) o en el futuro (que todavía no ha llegado), mientras que el instante presente, el único momento que realmente existe, se deja sin vivir.
 
Ahora acude a mi memoria un mantra que Thich Nhat Hanh recita en su libro “Miedo, vivir en el presente para superar nuestros temores” (editorial Kairós). Dice así:
 
Ya he llegado, estoy en casa
aquí y ahora.
 
Mientras me quedo recitándolo, voy a dejarles con la lectura de una conocida historia zen que traduce bastante bien lo que he dicho arriba.
 
En cierta ocasión le preguntaron a un hombre experimentado en meditación por qué podía mantenerse siempre tan concentrado a pesar de sus muchas ocupaciones.
Respondió: “Cuando estoy de pie, estoy de pie. Cuando ando, ando. Cuando estoy sentado, estoy sentado. Cuando como, como”.
Quienes le habían preguntado tomaron de nuevo la palabra y le respondieron: “Eso hacemos también nosotros, pero ¿qué haces tú además?”.
Él les replicó: “No. Cuando vosotros estáis sentados, ya estáis de pie. Cuando estáis de pie, ya estáis corriendo. Cuando corréis, ya estáis en la meta”.
 
 

sábado, 24 de noviembre de 2018

CONSIDERACIÓN

Al hilo de las últimas publicaciones de este blog, me viene a la mente un inconveniente (el más lógico, por supuesto). En la actividad frenética en la que me veo envuelto una y otra vez, un día detrás de otro, es complicado ser capaz de detenerme a escuchar “lo que soy”. ¿Cuántas veces me permito descansar de preocupaciones? Siempre me obligo a ser fuerte, a rendir más y mejor, a ser más eficiente. Y cuando tengo un poco de tiempo libre, siempre acabo enredado por otras “prioridades”: las tareas domésticas, las obligaciones familiares, mi formación con cursos de actualización, mis espacios para el ocio, para el deporte o para el sueño reparador de fuerzas. Parezco un niño con una agenda repleta de actividades extraescolares. ¿Dónde dejo espacio a las necesidades de mi interior?
 
En la tradición cristiana hay textos que debieran considerarse “preceptivos”, en especial por lo saludables de pueden resultar. Nunca comprenderé como en la tradición religiosa en la que he crecido no se haya tenido en cuenta algo tan elemental: saber detenerse y contemplar el interior, ese lugar donde brotan las ilusiones y esperanzas, los odios, las culpas, los miedos..., quizá porque era más importante ser voceros de Dios para construir su Reino, para juzgar a los impíos o para erradicar el error desde el anatema.
 
A mi memoria acuden ahora fragmentos del Evangelio en los que se presenta a un Jesús que se retiraba a lugares sin gentes ni ruidos para poder orar: “Pero él se apartaba a lugares desiertos, y oraba…” (Lc 5, 16; Mc 6, 46); también frases de un Jesús que hablaba de la intimidad: “… porque el Reino de Dios está dentro de vosotros” (según algunas traducciones de Lc 17, 21). Tengo en el recuerdo la imagen de una iglesia de Madrid en cuyo frontis, justo encima de la entrada al templo, figura esas palabras de Mt 11, 28-30: “Venid a mi todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré…”.
 
Si alguien conoce la Biblia mejor que yo, podrá citar más textos que hablen de esta conducta tan saludable, pero tan poco practicada por muchos de los creyentes que conozco: detenerse, sosegarse, mirar adentro, tolerarse y aprender a perdonarse… para ser capaces de cambiar la mirada.
 
Hoy me gustaría traer a este barco una de esas ricas (y saludables) mercaderías que habla precisamente del “mandamiento” de la tregua, el reposo y la vacación: ese momento para respirar en profundidad y escuchar los propios adentros. Se trata de un fragmento del primer capítulo del tratado de las Consideraciones de san Bernardo de Claraval. Este padre de la orden cisterciense escribió estas líneas al entonces Papa Eugenio III, antiguo monje del monasterio de Claraval y discípulo del propio Bernardo.
 
En un lenguaje que brota de la confianza que un maestro puede tener con su pupilo o el de un padre con su hijo, San Bernardo mezcla en este tratado dirigido al pontífice romano afecto y firmeza (a veces dureza). Sin embargo, hoy quiero subir a este navío un fragmento perteneciente al primer capítulo de este tratado: una invitación a la consideración de uno mismo.
 
 
¿Por dónde comenzaría yo? Me decido a hacerlo por tus ocupaciones, pues son ellas las que más me mueven a condolerme contigo. Digo condolerme, en el caso de que a ti también te duelan. Si no es así, te diría que me apenan; pues no puede hablarse de condolencia cuando el otro no siente el mismo dolor. Por tanto, si te duelen me conduelo; y si no, siento aún mayor pena, porque un miembro insensibilizado difícilmente podrá recuperarse; no hay enfermedad tan peligrosa como la de no sentirse enfermo. Pero a mí ni se me ocurre pensar eso de ti.
 
Sé con qué gusto saboreabas hasta hace muy poco las delicias de tu dulce soledad. No puedes prescindir tan pronto de ellas. Es imposible que ya no lamentes su pérdida tan reciente. Una herida aún fresca duele muchísimo. Y no es posible que se haya encallecido la tuya tan pronto, ni te creo capaz de haberte insensibilizado en tan poco tiempo…
 
No te fíes demasiado del disgusto que ahora sientes. Nada hay tan arraigado en el ánimo que no pierda su fuerza con la negligencia y el paso del tiempo. La callosidad termina encubriendo una herida vieja ya olvidada; por eso se hace más difícil de curar cuanto menos duele… ¿Hay algo que no consiga cambiar la fuerza de la costumbre? La rutina nos relaja. Nada resiste la repetición asidua. Cuántos, debido a la inercia del hábito, han conseguido encontrar agradable lo que antes aborrecían por resultarles amargo.
 
En una palabra: es lo que siempre me temí de ti y lo temo ahora: que por haber diferido el remedio, al no poder soportar más el dolor, llegues desesperado, a abandonarte al peligro de forma irremediable. Tengo miedo, te lo confieso, de que en medio de tus ocupaciones, que son tantas, por no poder esperar que lleguen nunca a su fin, acabes por endurecerte tú mismo y lentamente pierdas la sensibilidad de un dolor tan justificado y saludable.
 
Sustráete de las ocupaciones al menos algún tiempo. Cualquier cosa menos permitirles que te arrastren y te lleven a donde tú no quieras. ¿Quieres saber a dónde? A la dureza del corazón. Si no te has estremecido ya, es que tu corazón ha llegado a ella. Corazón duro es simplemente aquel que no se espanta de sí mismo, porque ni lo advierte. No me hagas más preguntas. Ningún corazón duro llegó jamás a salvarse, a no ser que Dios, en su misericordia, lo convierta en un corazón de carne. ¿Cuándo es duro el corazón? Cuando no se rompe por la compunción, ni se ablanda con la compasión ni se conmueve en la oración… Es de corazón duro el hombre que del pasado sólo recuerda las injurias que le hicieron… En una palabra: es de corazón duro el que ni teme a Dios ni respeta al hombre.
 
Hasta este extremo pueden llevarte esas malditas ocupaciones si, tal como empezaste, siguen absorbiéndote por entero sin reservarte nada para ti mismo. Pierdes el tiempo; te diría que te agotas en un trabajo insensato con unas ocupaciones que no son sino tormento del espíritu, enervamiento del alma y pérdida de la gracia. El fruto de tantos afanes, ¿no se reducirá a puras telas de araña?...
 
¿Qué puedo hacer?, me dices. Abstenerte de esas ocupaciones. Acaso me responderás: Imposible; más fácil me resultaría renunciar a la Sede Apostólica. Precisamente eso sería lo más acertado si yo te exhortara a romper con ellas y no a interrumpirlas.
 
Escucha mi reprensión y mis consejos. Si toda tu vida y todo tu saber lo dedicas a las actividades y no reservas nada para la meditación ¿podría felicitarte? Creo que no podrá hacerlo nadie que haya escuchado lo que dice Salomón: “el que modera su actividad se hará sabio”. Porque incluso las mismas ocupaciones saldrán ganando si van acompañadas de un tiempo dedicado a la meditación. Si tienes ilusión de ser todo para todos, imitando al que se hizo Todo para todos, alabo tu bondad, a condición de que sea plena. Pero ¿cómo puede ser plena esa bondad si te excluyes a ti mismo de ella? Tú también eres un ser humano. Luego para que sea total y plena tu bondad, su seno, que abarca a todos los hombres, debe acogerte también a ti. Ya que todos te poseen, sé tú mismo uno de los que disponen de ti.
 
¿Por qué has de ser el único en no beneficiarte de tu propio oficio? ¿Cuándo, por fin, vas a darte audiencia a ti mismo entre tantos a quienes acoges? Te debes a sabios y a necios, ¿y te rechazas sólo a ti mismo? El temerario y el sabio, el esclavo y el libre, el rico y el pobre, el hombre y la mujer, el anciano y el joven, el clérigo y el laico, el justo y el impío, todos disponen de ti por igual, todos beben en tu corazón como en una fuente pública, ¿y te quedas tú solo con sed? Si es maldito el que dilapida su herencia ¿qué será del que se queda sin él mismo?
 
En definitiva, el que es cruel consigo mismo, ¿para quién es bueno? No te digo que siempre, ni te digo que a menudo, pero alguna vez, al menos, vuélvete hacia ti mismo. Aunque sea como a los demás, o siquiera después de los demás, sírvete a ti mismo.