EL BLOG SE PRESENTA...

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Al cumplir los cuarenta, mi creador comenzó a hacerse las típicas preguntas asociadas a aquella edad: «¿qué he hecho con mi vida hasta ahora?», «¿qué pienso hacer a partir de ahora con ella?». Esas cuestiones fueron el motor de un blog con un carácter más bien “autobiográfico”, una suerte de “registro de recuerdos” que pretendía anotar algunas de sus vivencias personales y su impacto en él. Sin embargo, aquellas primeras páginas se expresaban en función del autoconcepto y el estado de ánimo del autor. Si ambos eran bajos, el estilo de cada publicación traslucía ese sentir.
Con el tiempo, aquel proyecto acabó en vía muerta.
Dos años después, mi autor retomó aquel cuaderno de bitácora para reconstruirlo desde sus cimientos e intentar corregir sus defectos. ¡Y nací yo!
En mis inicios, fui un medio para satisfacer el deseo de compartir vivencias y reflexiones personales, así como textos y vídeos variados que gustaban a mi creador. Este navío quería traer a puerto todas aquellas mercancías que pudieran enriquecer a los que paseasen por sus páginas.
Con el paso del tiempo me he dado cuenta que soy todo eso y algo más. Si, sigo siendo el saco en el que se introducen todas aquellas vivencias, reflexiones, textos y videos que han enriquecido de una u otra manera a mi autor. Pero además, combinando palabras propias y prestadas, me estoy convirtiendo en el relato de un itinerario en el que mi creador describe su transformación. En mi se ha reunido todo aquello que ha formado parte (de alguna manera) de un proceso de ensanchamiento humano y espiritual, un proceso de evolución que aún continúa.

¡Bienvenidos!


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miércoles, 27 de marzo de 2019

SUPOSICIONES

Lo más habitual en nuestra forma de entender lo que nos rodea y a los que nos rodean es que comencemos lanzando hipótesis. Al decir esto no me cuesta nada emplear la primera persona del plural, porque yo también soy demasiado propenso a conjeturar, imaginar y dar demasiadas cosas por supuesto.
 
Es más rápido, más cómodo, más sencillo suponer que comprobar. Además, estamos predispuestos a buscar explicaciones que tengan algún tipo de correspondencia lógica con lo que ya conocemos (por ejemplo: si hay nubes, hay agua). Luego, conforme vamos obteniendo más datos, pulimos y mejoramos nuestra percepción de la realidad, dándonos cuenta de lo equivocados que podíamos estar en un principio.
 
Sin embargo, esta forma de explicar y dar un sentido a lo que nos rodea puede distorsionar la realidad. ¿Quién no ha imaginado alguna vez que la mirada de alguien que teníamos delante estaba cargada de malas intenciones? ¿Quién no ha pensado alguna vez que los demás podrían estar riéndose de uno mismo o que uno mismo estaba aburriendo a los demás con su conversación? ¿Quién no ha sido capaz de profetizar un suceso (“seguro que me va a suceder…”) al menos un par de veces al día? ¡Y no nos detenemos en estas pequeñeces! Prejuzgamos individuos, grupos, razas y hasta naciones. E incluso somos capaces de hablar de Dios, de lo que piensa de nosotros o de aquellos que no actúan según sus designios.
 
No es malo suponer, es una forma rápida de comprender y dar sentido a lo que nos rodea. Lo malo está en no querer apearse de las suposiciones sin contrastarlas o, al menos, no tener la suficiente humildad para reconocer que ciertas realidades escapan a nuestra comprensión.
 
El relato que sigue a continuación, una historia que narraba el célebre científico y divulgador Carl Sagan, habla de cómo hasta la ciencia (el paradigma del conocimiento basado en los datos objetivos) puede dejarse llevar por la imaginación. Sagan describe muy acertadamente (y con cierto tono de humor) nuestra manera de comprender la realidad que nos rodea y la facilidad con la que podemos llegar a equivocarnos.
 
 
«Venus tiene casi la misma masa, el mismo tamaño y la misma densidad que la Tierra. Al ser el planeta más próximo a nosotros, durante siglos se le ha considerado como hermano de la Tierra. ¿Cómo es en realidad nuestro planeta hermano? ¿Puede que al estar algo más cerca del Sol sea un planeta suave, veraniego, un poco más cálido que la Tierra? ¿Posee cráteres de impacto, o los eliminó todos la erosión? ¿Hay volcanes? ¿Montañas? ¿Océanos? ¿Vida?
 
La primera persona que contempló Venus a través del telescopio fue Galileo en 1609. Vio un disco absolutamente uniforme. Galileo observó que presentaba, como la Luna, fases sucesivas, desde un fino creciente hasta un disco completo, y por la misma razón que ella: a veces vemos principalmente el lado nocturno de Venus y otras el lado diurno; digamos también que este descubrimiento reforzó la idea de que la Tierra gira alrededor del Sol y no al revés. A medida que los telescopios ópticos aumentaban de tamaño y que mejoró su resolución (la capacidad para distinguir detalles finos), fueron sistemáticamente orientados hacia Venus. Pero no lo hicieron mejor que Galileo. Era evidente que Venus estaba cubierto por una densa capa de nubes que impiden la visión. Cuando contemplamos el planeta en el cielo matutino o vespertino, estamos viendo la luz del Sol reflejada en las nubes de Venus. Pero después de su descubrimiento y durante siglos, la composición de esas nubes fue totalmente desconocida. La ausencia de algo visible en Venus llevó a algunos científicos a la curiosa conclusión de que su superficie era un pantano, como la de la Tierra en el período carbonífero. El argumento -suponiendo que se merezca este calificativo- era más o menos el siguiente:
 
-No puedo ver nada en Venus.
-¿Por qué?
-Porque Venus está totalmente cubierto de nubes.
-¿De qué están formadas las nubes?
-De agua, por supuesto.
-Entonces, ¿por qué son las nubes de Venus más espesas que las de la Tierra?
-Porque allí hay más agua.
-Pues si hay más agua en las nubes también habrá más agua en la superficie. ¿Qué tipo de superficies son muy húmedas?
-Los pantanos.
 
Y si hay pantanos, ¿no puede haber también en Venus cicadáceas y libélulas y hasta dinosaurios? Observación: No podía verse absolutamente nada en Venus. Conclusión: El planeta tenía que estar cubierto de vida. Las nubes uniformes de Venus reflejaban nuestras propias predisposiciones. Nosotros estamos vivos y nos excita la posibilidad de que haya vida en otros lugares. Pero sólo un cuidadoso acopio y valoración de datos puede decirnos qué mundo determinado está habitado. En el caso de Venus nuestras predisposiciones no quedan complacidas.
 
La primera pista real sobre la naturaleza de Venus se obtuvo trabajando con un prisma de vidrio o con una superficie plana, llamada red de difracción, en la que se ha grabado un conjunto de líneas finas, regularmente espaciadas. Cuando un haz intenso de luz blanca y corriente pasa a través de una hendidura estrecha y después atraviesa un prisma o una red, se esparce formando un arco iris de colores, llamado espectro. El espectro se extiende desde las frecuencias altas de la luz visible hasta las bajas: violeta, azul, verde, amarillo, anaranjado y rojo. Como estos colores pueden verse, se les llamó el espectro de la luz visible. Pero hay mucha más luz que la del pequeño segmento del espectro que alcanzamos a ver. En las frecuencias más altas, debajo del violeta, existe una parte del espectro llamada ultravioleta: es un tipo de luz perfectamente real, portadora de muerte para los microbios. Para nosotros es invisible, pero la detectan con facilidad los abejorros y las células fotoeléctricas. En el mundo hay muchas más cosas de las que vemos. Debajo del ultravioleta está la parte de rayos X del espectro, y debajo de los rayos X están los rayos gamma. En las frecuencias más bajas, al otro lado del rojo, está la parte infrarroja del espectro. Se descubrió al colocar un termómetro sensible en una zona situada más allá del rojo, en la cual de acuerdo con nuestra vista hay oscuridad: la temperatura del termómetro aumentó. Caía luz sobre el termómetro, aunque esta luz fuera invisible para nuestros ojos. Las serpientes de cascabel y los semiconductores contaminados detectan perfectamente la radiación infrarroja. Debajo del infrarrojo está la vasta región espectral de las ondas de radio. Todos estos tipos, desde los rayos gamma hasta las ondas de radio, son igualmente respetables. Todos son útiles en astronomía. Pero a causa de las limitaciones de nuestros ojos tenemos un prejuicio en favor, una propensión hacia esa franja fina de arco iris que llamamos el espectro de luz visible.
 
En 1844, el filósofo Auguste Comte estaba buscando un ejemplo de un tipo de conocimiento que siempre estaría oculto. Escogió la composición de las estrellas y de los planetas lejanos. Pensó que nunca los podríamos visitar físicamente, y que al no tener en la mano muestra alguna de ellos, nos veríamos privados para siempre de conocer su composición. Pero a los tres años solamente de la muerte de Comte, se descubrió que un espectro puede ser utilizado para determinar la composición química de los objetos distantes. Diferentes moléculas o elementos químicos absorben diferentes frecuencias o colores de luz, a veces en la zona visible y a veces en algún otro lugar del espectro. En el espectro de una atmósfera planetaria, una línea oscura aislada representa una imagen de la hendidura en la que falta luz: la absorción de luz solar durante su breve paso a través del aire de otro mundo. Cada tipo de línea está compuesta por una clase particular de moléculas o átomos. Cada sustancia tiene su firma espectral característica. Los gases en Venus pueden ser identificados desde la Tierra, a 60 millones de kilómetros de distancia. Podemos adivinar la composición del Sol (en el cual se descubrió por primera vez el helio, nombrado a partir de Helios, el dios griego del Sol); la composición de estrellas magnéticas A ricas en europio; de galaxias lejanas analizadas a partir de la luz que envían colectivamente los cien mil millones de estrellas integrantes. La astronomía espectroscópica es una técnica casi mágica. A mí aún me asombra. Auguste Comte escogió un ejempló especialmente inoportuno».
 
(Si el lector no ha sido capaz de comprender lo leído hasta este punto, puede encontrar una explicación "sencilla" es los siguientes enlaces: Espectroscopía para astronomía; Espectroscopía - Cómo detectar elementos químicos en el universo).
 
«Si Venus estuviera totalmente empapado resultaría fácil ver las líneas de vapor de agua en su espectro. Pero las primeras observaciones espectroscópicas, intentadas en el observatorio de Monte Wilson hacia 1920, no descubrieron ni un indicio, ni un rastro de vapor de agua sobre las nubes de Venus, sugiriendo la presencia de una superficie árida, como un desierto, coronada por nubes en movimiento de polvo fino de silicato. Estudios posteriores revelaron la existencia de enormes cantidades de dióxido de carbono en la atmósfera, con lo que algunos científicos supusieron que toda el agua del planeta se había combinado con hidrocarbonos para formar dióxido de carbono, y que por tanto la superficie de Venus era un inmenso campo petrolífero, un mar de petróleo que abarcaba todo el planeta. Otros llegaron a la conclusión de que la ausencia de vapor de agua sobre las nubes se debía a que las nubes estaban muy frías y toda el agua se había condensado en forma de gotitas, que no presentan la misma estructura de línea espectral que el vapor de agua. Sugirieron que el planeta estaba totalmente cubierto de agua, a excepción quizás de alguna que otra isla incrustada de caliza, como los acantilados de Dover. Pero a causa de las grandes cantidades de dióxido de carbono presentes en la atmósfera, el mar no podía ser de agua normal; la química física exigía que el agua fuese carbónica. Venus, proponían ellos, tenía un vasto océano de seltz.
 
El primer indicio sobre la verdadera situación del planeta no provino de los estudios espectroscópicos en la parte visible del espectro o en la del infrarrojo cercano, sino más bien de la región de (las ondas de) radio. Un radiotelescopio funciona más como un fotómetro que como una cámara fotográfica. Se apunta hacia una región bastante extensa del cielo y registra la cantidad de energía, en una frecuencia de radio dada, que llega a la Tierra. Estamos acostumbrados a las señales de radio que transmiten ciertas variedades de vida inteligente, a saber, las que operan las estaciones de radio y televisión. Pero hay otras muchas razones para que los objetos naturales emitan ondas de radio. Una de ellas es que estén calientes. Cuando en 1956 se enfocó hacia Venus un radiotelescopio primitivo, se descubrió que el planeta emitía ondas de radio como si estuviera a una temperatura muy alta. Pero la demostración real de que la superficie de Venus es impresionantemente caliente se obtuvo cuando la nave espacial soviética de la serie Venera penetró por primera vez en las nubes oscurecedoras y aterrizó sobre la misteriosa e inaccesible superficie del planeta más próximo. Resultó que Venus está terriblemente caliente. No hay pantanos, ni campos petrolíferos, ni océanos de seltz. Con datos insuficientes es fácil equivocarse».
 
Carl Sagan, Cosmos, Editorial Planeta, Barcelona 1980, pp. 91-94.
 

sábado, 9 de febrero de 2019

DECEPCIÓN

Hace algún tiempo le escuché a alguien decir que lo que más le cuesta al hombre de nuestro “mundo moderno y desarrollado” es hacer silencio, entrar en su propio desierto, enfrentarse con lo que es. Esa es una experiencia que, para algunos, puede llegar a ser aterradora.
 
En el trabajo que he realizado en los últimos años en cuidados paliativos, o en la formación que he recibido en counselling, he aprendido a hacer eso que algunos llaman “entrar en el pozo”. Cuando se acompaña a alguien que sufre y se quiere comprender su universo de miedos y esperanzas, tiene que hacerse un proceso semejante: descender al pozo ajeno, ponerse los zapatos del otro durante un tramo del camino para comprender dónde le aprietan. Eso es a lo que se suele llamar “empatía”.
 
Sin embargo, es en ese instante en el que desciendes al pozo donde se encuentra la persona a la que acompañas cuando descubres que tú también tienes tu propio pozo, que posees tus propios miedos y esperanzas. Puede que sean parecidos a los que la otra persona te está transmitiendo, o quizá sean exactamente los mismos.
 
Yo me he encontrado con mi particular “pozo” cuando me he sentado frente a algunos enfermos que no tienen familia y a los que les queda poco tiempo de vida. Hablo de esas personas que, por circunstancias vitales, han perdido todos esos vínculos por fallecimientos, por enfrentamientos o por la simple distancia y, cuando llega el momento de enfrentarse con una enfermedad que no va a curar y que les va a llevar a la muerte, se encuentran en la más absoluta soledad.
 
Esas personas, como si me encontrase frente a un espejo, me devuelven el reflejo de un temor: mi forma de ser, mi carácter poco social, mi predilección por la soledad, la pérdida de relaciones con algunos de mis familiares o amigos. Yo también me enfrento a la posibilidad de un futuro en soledad y a una muerte también en soledad.
 
¿Debe ser esto un motivo de sufrimiento para mí? Hoy en día no tengo la respuesta. Sólo sé que entrar en el propio pozo supone una decisión llena de mucho coraje y que no todos son capaces de adentrase en él.
 
En la última publicación de este blog, Pablo d’Ors afirmaba que sentarse con el propio “yo soy” alimenta la compasión (que no tiene nada que ver con el “compadecimiento”). Esa compasión es la que te hace mirar de cara tu humanidad, tu fragilidad o tus desengaños para atreverse a amarlos. En el fragmento que sigue a estas líneas, Pablo d’Ors concluye que sentarse frente al propio “yo soy” supone también vivir, necesariamente, un proceso de decepción en el que descubrimos que la vida no se ajusta (ni se ha ajustado nunca, ni lo hará) a nuestras ideas, esperanzas y apetencias. Sólo la vía de la decepción y del ridículo nos permite despertar y liberarnos del pesado disfraz que nos hemos fabricado, de la idea que hemos construido de nosotros mismos, de lo que nuestra vida debe ser y a la que se han terminado ajustando todas nuestras expectativas.
 
 
“Todo el mundo parece sediento de alguna cosa, y casi todos van corriendo de aquí para allá buscando encontrarla y saciarse con ella. En la meditación se reconoce que yo soy sed, no solamente que tengo sed; y se procura acabar con esas locas carreras o, al menos, ralentizar el paso. El agua está en la sed. Es preciso entrar en el propio pozo. Esta profundización nada tiene que ver con la técnica psicoanalítica del recuerdo, ni con la llamada composición de lugar, un método tan querido por la tradición ignaciana. ¿Qué entonces?
 
Entrar en el propio pozo supone vivir un largo proceso de decepción, y ello porque todo sin excepción, una vez conseguido, nos decepciona de un modo u otro. Nos decepciona la obra de arte que creamos, por intenso que haya podido ser el proceso de creación o hermoso el resultado final. Nos decepciona la mujer o el hombre con quien nos casamos, porque al final no resultó ser como creímos. Nos decepciona la casa que hemos construido, las vacaciones que proyectamos, el hijo que tuvimos y que no se ajusta a lo que esperábamos de él. Nos decepciona, en fin, la comunidad en la que vivimos, el Dios en quien creemos, que no atiende a nuestros reclamos, y hasta nosotros mismos, que tan prometedores éramos en nuestra juventud y que, bien mirado, tan poco hemos logrado llevar a término. Todo esto, y tantas otras cosas más, nos decepciona porque no se ajusta a la idea que nos habíamos hecho. El problema radica, por tanto, en esa idea que nos habíamos hecho. Lo que decepciona, en consecuencia, son las ideas. El descubrimiento de la desilusión es nuestro principal maestro. Todo lo que me desilusiona es mi amigo.
 
Cuando dejas de esperar que tu pareja se ajuste al patrón o idea que te has hecho de ella, dejas de sufrir por su causa. Cuando dejas de esperar que la obra que estás realizando se ajuste al patrón o idea que te has hecho de ella, dejas de sufrir por este motivo. La vida se nos va en el esfuerzo por ajustarla a nuestras ideas y apetencias. Y esto sucede incluso después de una prolongada práctica de meditación.
 
No hay que dar falsas esperanzas a nadie; es un flaco favor. Hay que entrar en la raíz de la desilusión, que no es otra que la perniciosa fabricación de una ilusión. La mejor ayuda que podemos prestarle a alguien es acompañarle en el proceso de desilusión que todo el mundo sufre de una manera u otra y casi constantemente. Ayudar a alguien es hacerle ver que sus esfuerzos están seguramente desencaminados. Decirle: "Sufres porque te das de bruces contra un muro. Pero te das contra un muro porque no es por ahí por donde debes pasar". No deberíamos chocar contra la mayoría de los muros contra los que de hecho chocamos. Esos muros no deberían estar ahí, no deberíamos haberlos construido.
 
Siempre estamos buscando soluciones. Nunca aprendemos que no hay solución. Nuestras soluciones son solo parches, y así vamos por la vida: de parche en parche. Pero si no hay solución, en buena lógica es que tampoco hay problema. O que el problema y la solución son la misma y única cosa. Por eso, lo mejor que se puede hacer cuando se tiene un problema es vivirlo.
 
Nos batimos en duelos que no son los nuestros. Naufragamos en mares por los que nunca deberíamos haber navegado. Vivimos vidas que no son las nuestras, y por eso morimos desconcertados. Lo triste no es morir sino hacerlo sin haber vivido. Quien verdaderamente ha vivido, siempre está dispuesto a morir; sabe que ha cumplido su misión.
 
(…) No se trata fundamentalmente de ser más feliz o mejor (…), sino de ser quien eres. Estás bien con lo que eres, eso es lo que se debe comprender. Ver que estás bien como estás, eso es despertar”.
 
Pablo d'Ors, Biografía del silencio. Siruela, Madrid 2017. p.71-75.
 

domingo, 13 de enero de 2019

INSACIABLES

Todo niño quiere ser hombre, todo hombre quiere ser rey, todo rey quiere ser Dios. Sólo Dios quiso ser niño (Leonardo Boff).
 
Estas palabras de Leonardo Boff, que evocan la reciente Navidad, me parecen extraordinarias para comenzar hoy. Todo ser humano aspira siempre a convertirse en algo que todavía no es, algo más fuerte, algo más rápido, algo que puede llegar más alto. Sin embargo, no conviene confundir “superación” con “superioridad”. Hablar de la legítima y sana aspiración de desarrollar el potencial que todo ser humano pueda tener no es lo mismo que el afán de doblegar la realidad (o a los demás) a los propios deseos. Lo segundo se podría resumir con el verbo “poseer”. Lo primero, con “desplegar” o “disfrutar”.
 
Las líneas que siguen a continuación hablan de atreverse profundizar en lo que somos, de ahondar en la realidad que negamos, de explorar en búsqueda del tesoro que se encuentra enterrado en nuestro propio jardín y no en lejanas tierras.
 
 
Resulta curioso constatar cómo aquello que debería ser lo más elemental es para muchos de nosotros, de hecho, tan costoso. Lo que urge aprender es que no somos dioses, que no podemos -ni debemos- someter la vida a nuestros caprichos; que no es el mundo quien debe ajustarse a nuestros deseos, sino nuestros deseos a las posibilidades que ofrece el mundo (…).
 
A los seres humanos nos caracteriza un desmedido afán por poseer cosas, ideas, personas... ¡Somos insaciables! Cuanto menos somos, más queremos tener. (…) Es en la nada donde el ser brilla en todo su esplendor. Por eso, conviene dejar de una vez por todas de desear cosas y de acumularlas; conviene comenzar a abrir los regalos que la vida nos hace para, acto seguido, simplemente disfrutarlos. (…) Porque todo, cualquier cosa, está ahí para nuestro crecimiento y regocijo. Tanto más deseemos y acumulemos, tanto más nos alejamos de la fuente de la dicha. ¡Párate! ¡Mira!, (…) y si secundo estos imperativos y, efectivamente, me paro y miro, ¡ah!, entonces surge el milagro.
 

Casi nunca nos damos cuenta de que el problema que nos preocupa no suele ser nuestro problema real. Tras el problema aparente está siempre el problema auténtico, palpitante, intacto. Las soluciones que damos a los problemas aparentes son siempre completamente inútiles, puesto que son también aparentes. Es así como vamos de falsos problemas en falsos problemas, y de falsas soluciones en falsas soluciones. Destruimos la punta del iceberg y creemos que nos hemos liberado del iceberg entero. ¿Quieres conocer tu iceberg?, esa es la pregunta más interesante. No es difícil: basta dejar de revolverse entre las olas y ponerse a bucear. Basta tomar aire y tener la cabeza bajo el agua. Una vez ahí, basta abrir los ojos y mirar.
 
Por grande que sea nuestro iceberg, cualquier iceberg, es solo agua. Basta una fuente de calor lo suficientemente potente para que se vaya deshaciendo. El hielo siempre se deshace al calor. Tardará mucho tiempo si el iceberg es voluminoso, pero se deshará si mantenemos activa y cercana esa fuente de calor. Lo único que hace falta es cierta curiosidad por conocer el propio iceberg. Cuanto más se observa uno a sí mismo, más se desmorona lo que creemos ser y menos sabemos quiénes somos. Hay que mantenerse en esa ignorancia, soportarla, hacerse amigo de ella, aceptar que estamos perdidos y que hemos estado vagando sin rumbo. Posiblemente hemos perdido el tiempo, la vida incluso, pero esas pérdidas nos han conducido hasta donde ahora estamos (…): has sido un vagabundo, pero puedes convertirte en un peregrino. ¿Quieres?
 
Pablo d'Ors, Biografía del silencio. Siruela, Madrid 2017. p.53-56.
 
Si quieres leer una historia sobre tesoros enterrados en tu propio hogar, haz click aquí.

sábado, 8 de diciembre de 2018

EL LUGAR MÁS DESPOBLADO DEL PLANETA.

¿Sabe usted cuál es el lugar más despoblado del planeta? Esta es la pregunta que me hicieron hace unos días en una conferencia. La respuesta es muy sencilla: AQUÍ Y AHORA.
 
Si, señoras y señores, el lugar más despoblado del planeta es el instante presente, el aquí y el ahora. Y es cierto. Pasamos todo el tiempo proyectando y planificando lo que vamos a hacer, qué deseamos para mañana o dentro de un año o qué cosas tememos que nos ocurran en el futuro. De igual manera, añoramos lo que ya no tenemos, lo que hemos vivido, no perdonamos las ofensas pasadas o nos sentimos culpables por lo que hicimos o por lo que dejamos de hacer. Al final, pasamos todo el tiempo en el pasado (que ya se ha ido) o en el futuro (que todavía no ha llegado), mientras que el instante presente, el único momento que realmente existe, se deja sin vivir.
 
Ahora acude a mi memoria un mantra que Thich Nhat Hanh recita en su libro “Miedo, vivir en el presente para superar nuestros temores” (editorial Kairós). Dice así:
 
Ya he llegado, estoy en casa
aquí y ahora.
 
Mientras me quedo recitándolo, voy a dejarles con la lectura de una conocida historia zen que traduce bastante bien lo que he dicho arriba.
 
En cierta ocasión le preguntaron a un hombre experimentado en meditación por qué podía mantenerse siempre tan concentrado a pesar de sus muchas ocupaciones.
Respondió: “Cuando estoy de pie, estoy de pie. Cuando ando, ando. Cuando estoy sentado, estoy sentado. Cuando como, como”.
Quienes le habían preguntado tomaron de nuevo la palabra y le respondieron: “Eso hacemos también nosotros, pero ¿qué haces tú además?”.
Él les replicó: “No. Cuando vosotros estáis sentados, ya estáis de pie. Cuando estáis de pie, ya estáis corriendo. Cuando corréis, ya estáis en la meta”.
 
 

domingo, 7 de octubre de 2018

NUEVOS PROBLEMAS, VIEJOS MODELOS

Krishnamurti es una de las mentes que más han transformado mi forma de ver y de acercarme a realidades ajenas a la mía. Con todo, este cambio aún se sigue construyendo: cada día sigo aprendiendo algo nuevo de mí mismo a la hora de situarme ante dichas realidades o redescubro, disfrazadas con mil argumentaciones, mis resistencias a ver lo diferente con una mirada más abierta.
 
No hay opinión humana, ni forma de ver o juzgar la realidad que pueda catalogarse de absoluta. Si existe una VERDAD, casi seguro que no es la mía, pero es igualmente seguro que tampoco lo es la de los otros. La manera de pensar y de comprender lo que me rodea nunca es aséptica y está condicionada por mi historia: ese montón de recuerdos y experiencias vitales, el conjunto de valores, principios, creencias y conocimientos acumulados. Cuando contemplo la realidad lo hago siempre a través de unos lentes que pueden distorsionarla.
 
Mucha gente que conozco diría que mis afirmaciones conducen a un intolerable relativismo. Nos aterra la incertidumbre, necesitamos seguridades, un suelo firme sobre el que asentarnos. El ser humano sufre “horror vacui”. Sin embargo, para mi desgracia, no puedo dejar de ver las cosas así: todo lo que veo desde mi atalaya de observación, con mis lentes, es siempre relativo.
 
Pero hoy no he venido a hablar de esto…
 
Somos muchos los que estamos firmemente convencidos de que, para encontrar solución a nuestros conflictos y desdichas, debemos buscar fuera de nosotros mismos algún tipo de “sabiduría” que dé la respuesta. Es por ello que, al buscar, necesitemos ser orientados por los especialistas, los que más pueden saber sobre la materia. Escuchamos las palabras de una ciencia o una filosofía, seguimos a un gurú, una iglesia o una doctrina, leemos estos libros o aquellos. Buscamos a alguien que nos dé la respuesta adecuada, que nos aporte pistas, que nos oriente en el camino correcto, ese camino que nos permita alcanzar lo bueno, lo adecuado, lo cierto.
 
Krishnamurti repetía una y otra vez que la clave no está en descubrir la verdad, sino en entender nuestra mente, la forma de pensar la realidad (mediatizada por recuerdos y condicionamientos). Ese entendimiento de nuestra mente es a lo que K. denominaba “inteligencia”: el mecanismo por el cual nos damos cuenta de “lo que es”, sin la aplicación de juicios, sin dejar que intervengan nuestra memoria y nuestros condicionamientos culturales o intelectuales y descubriendo cómo estos actúan. Sólo así podemos permitir que el problema revele su auténtico contenido. Las líneas que siguen a continuación, pertenecientes a una de sus conferencias, resumen bastante bien esta idea.
 
 
¿Se puede cultivar esa inteligencia mediante alguna clase de especialización? Porque eso es lo que está realmente sucediendo, ¿verdad? Mientras me escuchan, seguramente están pensando que soy un especialista; espero que no. El sacerdote, el médico, el ingeniero, el industrial, el hombre de negocios, el profesor..., todos tienen una mentalidad basada en la especialización, y nosotros creemos que para alcanzar la forma más elevada de inteligencia, a saber la verdad, Dios, algo que no puede describirse, para lograrlo tenemos que ser especialistas. Con ese fin estudiamos, buscamos a ciegas, tratamos de averiguar, y con esa mentalidad de especialista o con la dependencia de un especialista, nos estudiamos a nosotros mismos para desarrollar una capacidad que nos ayude a solucionar nuestros conflictos y desdichas.
 
Por tanto, si somos realmente conscientes, nuestro problema consiste en ver si otra persona puede resolver los conflictos, las desdichas y los sufrimientos de nuestra vida cotidiana, y si no puede, ¿cómo los solucionaremos? Sin duda, comprender un problema requiere cierta inteligencia, y esa inteligencia no se obtiene ni surge de la especialización, sólo aparece cuando nos damos cuenta pasivamente de todo el proceso de nuestra conciencia, lo cual significa darnos cuenta de nosotros mismos sin elección, sin elegir lo que está bien o mal.
 
 
Si uno se da cuenta pasivamente, verá que en esa pasividad que no es holgazanería, ni tampoco estar dormido, sino estar muy atento, el problema tiene un significado muy diferente, lo cual quiere decir que no existe ninguna identificación con el problema y, por tanto, tampoco ningún juicio; eso permite que el problema pueda empezar a revelar su contenido. Si uno es capaz de hacer eso todo el tiempo, siempre, entonces es posible resolver cada problema desde la raíz, no superficialmente. Esa es precisamente nuestra dificultad, porque la mayoría somos incapaces de estar pasivamente atentos, de permitir que el problema nos cuente su historia sin que tratemos de interpretarla; no sabemos mirar un problema imparcialmente, si prefieren utilizar esa palabra. Por desgracia, no somos capaces de hacerlo porque queremos conseguir algo del problema, queremos una respuesta, buscamos un resultado; o si no, intentamos traducirlo de acuerdo con nuestro placer o dolor; o bien, tenemos una respuesta previa para afrontar el problema. En consecuencia, abordamos el problema, que siempre es nuevo, con un modelo viejo; aunque el reto siempre es nuevo, nuestra respuesta siempre es vieja; de modo que nuestra dificultad consiste en afrontar el reto de forma adecuada, es decir, plenamente.
 
Los problemas siempre surgen en la relación; no existe otro problema. Y para afrontar estos problemas de relación con sus constantes y cambiantes exigencias, para hacerles frente de forma correcta y adecuada, uno debe darse cuenta pasivamente, pero esta pasividad no es el resultado de una conclusión, de la voluntad o la disciplina. Darse cuenta de que interferimos es el principio; sin duda, el principio es darse cuenta de que queremos una respuesta concreta a un problema determinado, es conocernos a nosotros mismos en relación con el problema y ver cómo lo afrontamos. Entonces, a medida que empezamos a conocernos a nosotros mismos en relación con el problema: cómo respondemos, cuáles son nuestros diferentes prejuicios, exigencias y deseos al abordar el problema, ese darse cuenta revelará nuestros pensamientos, nuestra propia naturaleza interna, y de ahí surge la libertad.
 
Así, pues, la vida es un asunto de relación, y para comprender esa relación, que no es estática, es necesario un darse cuenta flexible, un darse cuenta pasivo y atento, no una actividad agresiva. Y, como ya he dicho, este pasivo darse cuenta no se consigue mediante ninguna forma de disciplina ni de práctica. Consiste sólo en darse cuenta momento a momento de nuestro pensar y sentir, no tan sólo cuando estamos despiertos, sino que a medida que vamos profundizando veremos que empezamos a soñar que empiezan a surgir toda clase de símbolos que traducimos como sueños; de modo que hemos abierto la puerta a lo oculto que se convierte en lo conocido. Pero para encontrar lo desconocido debemos ir más allá de esa puerta, y, sin duda, esa es nuestra dificultad. La verdad no es algo que la mente pueda conocer porque la mente es un producto de lo conocido, del pasado; por eso la mente debe comprenderse a sí misma, comprender su propio funcionamiento, su realidad, porque únicamente entonces es posible que lo desconocido se manifieste.
 
Charla pública en Ojai, 30 de julio de 1949.
Fuente: J. Krishnamurti, Darse cuenta. La puerta de la inteligencia.
Gaia Ediciones, Madrid 2010, pp. 177-179.

lunes, 12 de febrero de 2018

SIMPLEMENTE SER

De la correspondencia que mantuvieron Henry Thoreau y Harrison Blake entre 1848 y 1861, únicamente se han conservado las cartas del primero. De Blake nos ha llegado tan sólo la primera, la que iniciaba aquel diálogo que duró más de una década. La carta finaliza con estas palabras:
 
Lo venero porque se abstiene de la acción, y abre su alma con el objetivo de poder ser. En mitad de un mundo de actores bulliciosos y superficiales, es noble hacerse a un lado y decir: «Simplemente quiero ser». Si pudiese plantarme enseguida sobre la verdad, reduciendo al mínimo mis necesidades, me vería inmediatamente más cerca de la naturaleza, más cerca de mis compañeros... y la vida sería infinitamente más rica. Pero ¡heme aquí!, temblando en la orilla...
 
 
“Simplemente querer ser”. El único inconveniente que yo le veo a esto es que, en primer lugar, se necesita dar respuesta a una pregunta: ¿ser qué?... o mejor, ¿ser quién? Muchos recordaremos aquella pregunta que de pequeños nos hacían: “y tú de mayor, ¿qué quieres ser?”, una cuestión que hablaba de la profesión, de lo que queríamos hacer. ¿Cuántos respondimos: “quiero ser yo mismo”?
 
Necesitaríamos más de una vida para responder con rotundidad a esa cuestión tan esencial como evitada: ¿QUIÉN SOY YO? Sólo se necesita hacer un sencillo ejercicio para demostrar esto. Hágase esta pregunta: ¿quién soy yo? La primera respuesta será sencilla: Yo soy… (diga su nombre). Continuemos. Vuélvase a repetir: ¿quién soy yo? Soy… (diga su profesión o los estudios que ha realizado). Vuélvase a repetir: ¿quién soy yo? Puede que ahora tenga que pensar más. Puede que describa su estado civil, si tiene o no familia. Cada vez que dé una respuesta, siga preguntándose “¿quién soy yo?”. Cada vez costará más dar una contestación: hago esto o aquello, me he dedicado a tal o cual cosa. Llegará un momento en el que comenzará a profundizar: puede que hable de lo que siente, lo que piensa, lo que cree, lo que le hace moverse en una determinada dirección. Puede que hable de sus miedos, de sus esperanzas, de sus frustraciones.
 
Pues eso es lo que soy: mi historia, lo que pienso de mí, mis temores y frustraciones, mis expectativas y aspiraciones, mis relaciones pasadas y presentes.
 
En su respuesta a Blake, Thoreau habla la coherencia entre pensamiento y acción; habla de aventurarse en el cambio, de vivir como hombres nuevos; habla de apearse de los viejos esquemas mentales, los de siempre, de intentar no “revivir patéticamente lo viejo”, admitiéndolo y soportándolo; habla de la simplicidad como principio de sabiduría vital; habla de explorar la profundidad de nuestras propias raíces, de no negarse a ver lo real; habla de vivir el presente, de sí mismo, de lo que cree, vive y ama.
 
Así escribe Thoreau:
 
Creo firmemente en 1a correspondencia entre la vida exterior y la vida interior; así como tengo la certeza de que aunque algunos hombres consigan vivir una vida virtuosa, el resto seguirá sin advertirlo. La diferencia y la distancia son una misma cosa. Vivir una vida auténtica es como viajar a un país lejano y encontrarnos progresivamente rodeados por nuevos escenarios y hombres; y cuando me hallo rodeado por los más ancianos, me doy cuenta de que de ninguna forma estoy viviendo una vida nueva o mejor. El exterior es sólo la representación de lo que hay dentro. Los hábitos no esconden al hombre, sino que lo muestran; ellos son sus auténticos ropajes. No me incumben las curiosas razones que puedan aducir para atenerse a ellos. Las circunstancias no son rígidas e inflexibles; sí lo son, sin embargo, nuestros hábitos.
 
A veces tenemos la tendencia a hablar con ligereza, como si una vida divina fuera a injertarse o a aparecer en nuestro presente como una oportuna fundación. Esto podría tener sentido si pudiéramos reconstruir nuestra antigua vida, excluyendo de ella todo el calor de nuestros afectos, dejándolos marchitar, como el mirlo construye su morada sobre el nido del cuclillo, y allí incuba sus huevos, que son los únicos que eclosionan. Pero lo cierto es que nosotros -y aquí se halla la línea de demarcación- incubamos ambos huevos. Y ya que el cuclillo lo aventaja en un día, su cría, al nacer, expulsa a las crías del mirlo. No hay otra solución: destruir el huevo del cuclillo o construir un nido nuevo.
 
El cambio es el cambio. Ninguna vida nueva ocupa viejos cuerpos decadentes. La vida nace, crece y florece. Los hombres intentan revivir patéticamente lo viejo, y por eso lo aceptan y soportan. ¿Por qué aguantar en el hospicio pudiendo ir al cielo? Es como embalsamarse, nada más. Dejad de lado vuestros ungüentos y sudarios, y entrad en el cuerpo de un recién nacido. Podéis ver en las catacumbas de Egipto el resultado de aquel experimento. Conocemos su final.
 
Creo firmemente en la simplicidad. Es asombroso y triste ver cómo incluso los hombres más sabios pasan sus días ocupados en asuntos triviales que creen que han de atender, en detrimento de otros asuntos más importantes que creen su deber omitir. Cuando un matemático desea hallar la solución de un problema difícil, empieza por deshacerse de todas las dificultades de la ecuación, reduciéndola a sus términos más sencillos. Hagamos lo propio y simplifiquemos el problema de la existencia, y diferenciemos entre lo necesario y lo real. Sondeemos la tierra para ver hacia dónde se extienden nuestras principales raíces. Me basaré siempre en los hechos. ¿Por qué negarse a ver? ¿Por qué no utilizar nuestros propios ojos? ¿O es que los hombres lo ignoran todo? Conozco a muchos a los que es difícil engañar cuando se trata de asuntos comunes, muy desconfiados de los cantos de sirena, que disponen responsablemente de su dinero y saben cómo gastarlo, que disfrutan fama de prudentes y cautelosos, y que, no obstante, aceptan vivir gran parte de su existencia tras un mostrador, como cajeros de un banco, y brillan y se oxidan y finalmente desaparecen. Si saben algo, ¿por qué diablos lo hacen? ¿Saben qué es el pan? ¿Y para qué sirve? ¿Saben qué es la vida? Si supieran algo, cuán rápido dejarían de frecuentar para siempre los lugares donde ahora se los conoce tan bien.
 
Esta vida, nuestra respetable vida diaria, sobre la cual se halla tan bien plantado el hombre de buen sentido..., y sobre la que descansan nuestras instituciones, es en realidad la más pura ilusión, que se desvanecerá como el edificio sin cimientos de una visión. Sin embargo, un minúsculo resplandor de realidad que a veces ilumina la oscuridad de los días de todos los hombres nos revela algo más consistente y perdurable que el diamante, la piedra angular del mundo.
(…)
Mi vida real es un hecho sobre el que no tengo razones para congratularme conmigo mismo, pero tengo respeto por mi fe y mis aspiraciones. De ellas le hablo ahora. La posición de cada uno es demasiado simple para ser descrita. No he prestado ningún juramento. No tengo un esquema para entender la sociedad, la Naturaleza o Dios. Soy, simplemente lo que soy, o comienzo a serlo. Vivo en el presente. El pasado es sólo un recuerdo para mí, y el futuro una anticipación. Amo la vida, amo el cambio más que sus modalidades. En la historia no está escrita cómo el malo se hizo mejor. Creo en algo, y no hay más. Sé que soy. Sé que existe otro, más sabio que yo, que se interesa por mí, de quién soy su criatura y, de alguna manera, su igual. Sé que el reto merece la pena, que las cosas van bien. No he recibido ninguna mala noticia.


Sólo alguien que ha viajado al interior de sí mismo, que ha sido capaz de buscarse, de conocer bien de qué está hecho, alguien que “ha roído sus propios huesos una y otra vez” puede permitirse el privilegio de concluir su carta con estos consejos:
 
Si busca persuadir a alguien de que hace mal, actúe bien. Que no le importe si no lo convence. Los hombres creen en lo que ven. Consigamos que vean.
 
Siga con su vida, persista en ella, gire a su alrededor, como hace un perro alrededor del coche de su amo. Haga lo que ame. Conozca bien de qué está hecho, roa sus propios huesos, entiérrelos y desentiérrelos para roerlos de nuevo. No sea demasiado moral. Sería como hacer trampas con uno mismo. Sitúese por encima de los principios morales. No sea simplemente bueno, sea bueno por algo. Todas las fábulas tienen su moraleja, pero a los inocentes lo que les gusta es escuchar la historia.
 
No permita que nada se interponga entre usted y la luz. Respete a los hombres sólo como hermanos. Cuando emprenda viaje a la Ciudad Celestial, no porte carta de recomendación alguna. Cuando llame, pida ver a Dios, y nunca a los sirvientes. En aquello que más le importe, no piense que dispone de compañeros de viaje. Dese cuenta de que está solo en el mundo.
 
 
Nada más puedo decir.
 
Fuente: Henry David Thoreau, Cartas a un buscador de sí mismo. Errata naturae, Madrid 2013, pp. 14-19.
 

miércoles, 24 de enero de 2018

RESPETAR LA APARIENCIA O LA REALIDAD

El autoengaño es una práctica muy frecuente entre los seres humanos. Creer que todo está bien cuando realmente no lo está o que un ser amado pueda llegar a cambiar algún día, pretender llegar hasta donde no podemos llegar, no reconocer las propias emociones ni ser honestos con nosotros mismos, entre otras muchas, pueden ser formas de mentirnos. Lo único que pretende esto del autoengaño es evitarnos el esfuerzo de vivir o pensar distinto y permite resistir tanto al cambio como a la simple realidad.
 
De esto trata, más o menos, el texto que quiero traer a este espacio. Es una de las cartas que Henry Thoreau dirigió a su amigo Harrison Blake en abril del año 1850. Dice así…
 
 
¿Cuándo comenzaron los hombres a respetar las apariencias y no la realidad? ¿Por qué deberían aparecer las apariencias? ¿Sabemos bien, entonces, qué es la realidad? No hay nadie que no se engañe cada hora en el respeto que concede a las falsas apariencias. Qué maravilloso sería tratar a las personas y las cosas según lo que son en realidad, ¡aunque sólo fuera durante una hora! Nos asombramos de que el pecador no confiese sus pecados. Cuando nos sentimos fatigados en un viaje, soltamos nuestra carga y descansamos junto al camino. De la misma forma, cuando nos cansa el fardo de la vida, ¿por qué no abandonamos esta carga de falsedades que hemos aceptado portar voluntariamente y nos reponemos, como nunca hizo mortal alguno? Dejemos que se impongan las más bellas leyes. No nos cansemos resistiéndonos a ellas. Cuando queremos descansar nuestros cuerpos, dejamos de mantenerlos: descansamos en el regazo de la Tierra. Del mismo modo, cuando queremos que descansen nuestros espíritus, debemos recostarnos en el Gran Espíritu. Dejemos que las cosas marchen a su ritmo; dejemos que crezcan hasta donde puedan; que remonten o caigan. Conseguir dejar aunque sólo sea una cosa a su aire en una mañana de invierno, así se trate de una pobre manzana congelada-descongelada, que pende de un árbol, ¡qué glorioso logro! Es algo que ilumina este universo oscuro. ¡Qué infinita riqueza hemos descubierto! Dios gobierna cuando nosotros asumimos una visión respetuosa y abierta, es decir, cuando se nos presenta una visión respetuosa y abierta.
 
 
Dejemos tranquilo a Dios, si es necesario. Creo que si lo amara más, debería mantenerlo -o mejor, debería mantenerme yo- a una distancia más apropiada. No es cuando me acerco a Él, sino cuando me doy la vuelta y lo dejo solo, cuando descubro que Dios es. Digo Dios. Aunque no estoy seguro de que sea ése el nombre. Ya sabrá a quién me refiero.
 
Si por un instante conseguimos apartar nuestro insignificante yo, no desear ningún mal, no temer ningún mal, comportándonos sólo como el cristal que refleja un rayo, ¡qué no seremos capaces de reflejar! ¡Qué gran universo aparecerá cristalizado y radiante a nuestro alrededor!
 
(…)
 
¿Optará por vivir o por ser embalsamado? ¿Elegirá vivir, aunque sea a horcajadas de un rayo de sol, o yacerá tranquilo en las catacumbas durante miles de años? En este último caso, lo peor que puede ocurrir es que se parta el cuello. ¿Partiría su corazón, su alma, para salvar el cuello? Los cuellos y los tallos están hechos para romperse. Los hombres hacen mucho ruido sobre la locura que supone exigirle demasiado a la vida (¿o a la eternidad?), e intentar vivir según tales expectativas. Mucho ruido y pocas nueces. Ningún daño provino nunca de ahí. No temo exagerar el valor y el significado de la vida, sino más bien no estar a la altura de la ocasión que la vida representa. Sentiría tener que recordar que yo estuve allí, pero que no advertí nada reseñable; como un príncipe disfrazado de rana; o que ha vivido la época dorada como un jornalero; que incluso visitó el Olimpo, pero se quedó dormido después de cenar y no pudo escuchar las conversaciones de los dioses. Viví en Judea hace mil ochocientos años, ¡pero nunca supe que había alguien como Cristo entre mis contemporáneos!
 
Henry David Thoreau, Cartas a un buscador de sí mismo.
Errata naturae, Madrid 2013, pp. 33-35.