EL BLOG SE PRESENTA...

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Al cumplir los cuarenta, mi creador comenzó a hacerse las típicas preguntas asociadas a aquella edad: «¿qué he hecho con mi vida hasta ahora?», «¿qué pienso hacer a partir de ahora con ella?». Esas cuestiones fueron el motor de un blog con un carácter más bien “autobiográfico”, una suerte de “registro de recuerdos” que pretendía anotar algunas de sus vivencias personales y su impacto en él. Sin embargo, aquellas primeras páginas se expresaban en función del autoconcepto y el estado de ánimo del autor. Si ambos eran bajos, el estilo de cada publicación traslucía ese sentir.
Con el tiempo, aquel proyecto acabó en vía muerta.
Dos años después, mi autor retomó aquel cuaderno de bitácora para reconstruirlo desde sus cimientos e intentar corregir sus defectos. ¡Y nací yo!
En mis inicios, fui un medio para satisfacer el deseo de compartir vivencias y reflexiones personales, así como textos y vídeos variados que gustaban a mi creador. Este navío quería traer a puerto todas aquellas mercancías que pudieran enriquecer a los que paseasen por sus páginas.
Con el paso del tiempo me he dado cuenta que soy todo eso y algo más. Si, sigo siendo el saco en el que se introducen todas aquellas vivencias, reflexiones, textos y videos que han enriquecido de una u otra manera a mi autor. Pero además, combinando palabras propias y prestadas, me estoy convirtiendo en el relato de un itinerario en el que mi creador describe su transformación. En mi se ha reunido todo aquello que ha formado parte (de alguna manera) de un proceso de ensanchamiento humano y espiritual, un proceso de evolución que aún continúa.

¡Bienvenidos!


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domingo, 31 de marzo de 2019

MULETAS

Los cuentos hablan por sí mismos, por lo que hoy no hace falta que me ande con demasiados preludios. Las últimas publicaciones de este blog quizás puedan dar una pista (o quizás no). Bueno, que cada lector saque sus propias conclusiones.
 
 
El rey cayó del caballo y se rompió las piernas de tal modo que no pudo volver a usarlas. Aprendió entonces a andar con muletas, pero no soportaba su invalidez. Pronto le resultó insoportable ver cómo la gente de la corte andaba a su alrededor y se le agrió el humor, sin que él hiciera nada para remediarlo. «Puesto que yo no puedo ser como los demás —se dijo una mañana de verano—, haré que los demás sean como yo». Y mandó publicar en sus ciudades y pueblos la orden definitiva de que todos llevaran muletas, bajo pena de muerte. De un día para otro, el reino entero se pobló de humanos inválidos.
 
Al principio, algunos provocadores salieron a la luz del día sin muletas, y fue difícil alcanzarlos en su carrera, pero, tarde o temprano, todos fueron detenidos y ejecutados para servir de escarmiento, y nadie se atrevió a repetir la provocación. Para no comprometer la seguridad de sus hijos, las madres comenzaron a enseñar a los niños a andar con muletas desde el principio. Había que hacerlo, y así se hizo.
 
El rey vivió hasta muy viejo, y nacieron varias generaciones que no habían visto nunca a nadie que circulara libremente sobre sus dos piernas. Los ancianos desaparecieron sin decir nada de sus largos paseos y sin atreverse a suscitar, en el espíritu de sus hijos y de sus nietos, el peligroso deseo de un caminar independiente.
 
A la muerte del rey, algunos viejos intentaron librarse de sus muletas, pero era demasiado tarde, pues sus cuerpos gastados las necesitaban. La mayoría de los supervivientes ya no podían mantenerse derechos, y permanecían postrados en una silla o tumbados en el lecho. Aquellas tentativas aisladas fueron consideradas como los dulces delirios de viejos seniles. Ya podían contar que, en otro tiempo, la gente andaba con libertad, que se les miraba por encima del hombro, con la alegre indulgencia que se otorga a los que chochean.
 
— ¡Sí, claro, abuelo, vamos, eso fue, sin duda, cuando el pico de las gallinas tenía dientes!
 
Y, con una sonrisa en los ojos, intercambiaban un guiño, mientras sacudían la cabeza al oír la voz del viejo, antes de marcharse a reír a otra parte.
 
Allá lejos, en la montaña, vivía un robusto viejo solitario que, en cuanto murió el rey, arrojó sin titubeos las muletas al fuego. De hecho, hacía años que no había utilizado las muletas en su casa o cuando se hallaba solo en la naturaleza. Las usaba en el pueblo para evitar complicaciones pero, como no tenía mujer ni hijos, no se privaba del placer de una bonita y buena marcha. ¡No ponía en peligro a nadie más que a él, y eso, muy en secreto! Al día siguiente por la mañana salió, valeroso, a la plaza del pueblo y se dirigió a los pasmados vecinos:
 
— ¡Escuchadme! Tenemos que volver a encontrar nuestra libertad de movimientos, la vida puede recuperar su curso natural, ahora que el rey inválido ha muerto. ¡Pidamos que se derogue la ley que obliga a los seres humanos a andar con muletas!
 
Todos le miraban, y los más jóvenes se animaron inmediatamente. La plaza se convirtió en un hervidero de niños, adolescentes y otros deportistas que intentaban avanzar sin muletas. Hubo risas, caídas, arañazos, magulladuras, pero también algunos miembros rotos, debido a que los músculos de las piernas y de la espalda no habían aprendido a soportar el peso del cuerpo. El jefe de la policía intervino:
 
— ¡Alto, alto! ¡Es demasiado peligroso! Tú, viejo, vete a vender tus talentos en las ferias. Está claro que los humanos no están hechos para andar sin muletas. ¡Mira la de heridas, chichones y fracturas que ha provocado tu locura! ¡Déjanos en paz! ¡Desaparece y, si quieres vivir tranquilo, no trates más de descarriar a esta hermosa juventud!
 
El anciano se encogió de hombros y se volvió a pie a su casa.
 
Cuando llegó la noche, escuchó que llamaban discretamente a la puerta. El ruido era tan leve que lo atribuyó a una rama agitada por el viento y no abrió. Entonces oyó una llamada clara:
 
— ¿Quién eres? ¿Qué quieres? —preguntó.
— Ábrenos, abuelo, por favor —susurró una voz.
 
Abrió. Diez pares de ojos brillantes le miraban, ardientes. Un muchacho se adelantó y murmuro:
 
— Queremos aprender a andar como tú. ¿Nos aceptarías como discípulos?
— ¿Discípulos?
— Ese es nuestro deseo, maestro.
— Hijos, yo no soy un maestro, no soy más que un humano en buena forma para andar, en el sentido más simple de la palabra.
— Maestro, por favor —porfiaron todos juntos.
 
Al anciano le entró la risa, pero luego, al contemplarlos, se conmovió. Comprendió que el asunto era grave, incluso esencial, y que los chicos eran valerosos, ardientes, henchidos de vida. Traían las oportunidades del porvenir. Abrió de par en par la puerta para acogerlos. Acudieron durante meses, sin decir nada a nadie, solos o de dos en dos, para ser discretos. Cuando fueron lo bastante hábiles, marcharon a pie, juntos, al pueblo.
 
— ¡Atended! —dijeron—. ¡Miradnos! ¡Es fácil y divertido! ¡Haced como nosotros!
 
Una ola de pánico invadió los corazones miedosos. Fruncieron el ceño, les señalaron con el dedo, se asustaron mucho. La policía llegó a caballo para hacer que cesara el escándalo. Detuvieron al viejo, lo llevaron a juicio, lo condenaron según el edicto real y lo ejecutaron por haber pervertido a diez inocentes.
 

Sus discípulos, revolucionados por el trato infligido a su maestro, defendieron a viva voz en las plazas que ellos andaban y se encontraban bien así, y mostraron a todo el que quería verles lo cómodo que era tener las manos libres y las piernas ágiles. Juzgaron que sus demostraciones eran falaces, les detuvieron y les llevaron a la cárcel. Sin embargo, consideraron que habían sido arrastrados al error y les concedieron circunstancias atenuantes, así que no se les condenó más que a penas leves. Algunos obstinados no quisieron renunciar a su pretensión de que había que andar sin muletas, y la comunidad, inquieta, trastornada en sus costumbres por la rareza, les rechazó prudentemente fuera del pueblo, aconsejándoles que hicieran carrera en las ferias. Respecto a quienes se quedaron e insistieron demasiado, no hubo otro remedio en ocasiones que aplicar estrictamente la ley, pero en general se les consideró más bien con conmiseración y se les trató como a los locos del pueblo, que se mantienen a distancia de los niños y de las buenas familias.
 
Todavía hoy se cuchichea en las veladas vespertinas, con palabras encubiertas, que, a pesar de todo, existen, aquí y allá por el mundo, pequeños grupos que no parecen estar locos y que pretenden andar solos, sin muletas. No se puede probar. A los niños les enseñan que ésos son cuentos.
 
 
 
 

sábado, 9 de marzo de 2019

LA LLAVE DE LA FELICIDAD

Hace mucho tiempo que no he subido ningún cuento a este navío y como llevo varias publicaciones hablando de eso del conocimiento de uno mismo y de mirar al interior, hoy me gustaría dejar aquí esta pequeña historia procedente del lejano oriente.
 
«En el comienzo, Dios se sentía solo, muy solo. Y para poder superar esta soledad creó unos seres sobrenaturales para que le hicieran compañía; pero estos seres encontraron la llave de la felicidad y se fundieron con Dios, que volvió a quedarse solo.
 
Entonces pensó que había llegado el momento de crear al ser humano, pero temió que este pudiera encontrar también la llave de la felicidad. Si lo hacía, el hombre encontraría el sendero hacia Él y se fundiría con Él, quedándose de nuevo solo.
 
Toda la noche la pasó Dios pensando y preguntándose dónde podría ocultar la llave de la felicidad para que el hombre no pudiera encontrarla. Primero pensó esconderla en el fondo de los océanos; luego en una gruta o en la más alta de las cordilleras; después pensó en ocultarla en otro planeta. Pero ninguno de estos lugares le complacía. Sabía que el ser humano terminaría descendiendo al océano más profundo y que antes o después escalaría las cumbres más altas y bajaría a las cuevas más recónditas, encontrando la llave. Ni siquiera estaría segura en un lejano planeta, ya que el hombre llegaría allí tarde o temprano.
 
Al alba todavía seguía preguntándose dónde ocultarla. Y cuando el sol comenzaba a despuntar, se le ocurrió el lugar perfecto, un sitio en que el hombre nunca buscaría la llave de la felicidad: dentro del hombre mismo.
 
Así fue como Dios creó al ser humano y en su interior colocó la llave de la felicidad».
 
Fuente: Ramiro Calle. Los mejores cuentos espirituales de oriente. RBA, Barcelona 2003, pp. 20-21.
 

domingo, 16 de diciembre de 2018

SILENCIO

Hace poco tiempo que estoy iniciándome en eso de “hacer silencio” por medio de la meditación. Durante mucho tiempo he creído (como sospecho que lo han hecho muchos otros igual que yo) que eso de la hacer silencio consistía en dejar la mente vacía, sin pensamiento alguno. ¡Nada más lejos de la realidad!
 
En el brevísimo espacio de tiempo que llevo explorando eso de la meditación, he aprendido una lección bastante valiosa: el silencio es aquel estado en el cual soy capaz de oír aquellos sonidos (externos, pero también internos) que, en un ambiente más ruidoso, he sido incapaz de percibir antes. Un amigo mío, que es invidente, tiene una imagen del silencio muy sugerente. Cuando entra en un ambiente silencioso sus oídos captan un molesto pitido, eso que los expertos conocen como “acufenos”. Me parece (insisto) una imagen muy interesante, ya que los acufenos (que están siempre presentes) se perciben con mayor fuerza cuanto menos ruido ambiental tenemos entorno nuestro. Lo que sucede es algo muy simple: el ruido ambiente oculta aquellos ruidos interiores.
 
De una forma análoga, el silencio interior no sería simplemente un estado, sino más bien un medio para poder escuchar mejor aquello que no solemos escuchar habitualmente. Así, cuanta más calidad tenga nuestro silencio interior, mayor será la capacidad para distinguir lo que bulle en mí interior (e incluso lo que bulle en el interior de los otros).
 
 
Una historia cuenta:
 
Un discípulo, antes de ser reconocido como tal por su maestro, fue enviado a la montaña para aprender a escuchar la naturaleza. Al cabo de un de un tiempo, volvió para dar cuenta al maestro de lo que había percibido.
- He oído el piar de los pájaros, el aullido del perro, el ruido del trueno…
- No, le dijo el maestro, vuelve otra vez a la montaña. Aún no estás preparado. Por segunda vez dio cuenta al maestro de lo que había percibido.
- He oído el rumor de las hojas al ser mecidas por el viento, el cantar del agua en el río, el lamento de una cría sola en el nido…
- No, le dijo de nuevo el maestro, aún no. Vuelve de nuevo a la naturaleza y escúchala. Por fin, un día…
- He oído el bullir de la vida que irradiaba del sol, el quejido de las hojas al ser holladas, el latido de la savia que ascendía por el tallo, el temblor de los pétalos al abrirse acariciados por la luz…
- Ahora sí. Ven, porque has escuchado lo que no se oye.
 
Hace poco, releyendo el libro “Sadhana”, del jesuita Anthony de Mello, encontré estas palabras con las que comienza el primer capítulo:
 
«El silencio es la gran revelación», dijo Lao-tse. Estamos acostumbrados a considerar la Escritura como la revelación de Dios. Y así es. Con todo, quisiera que, en este momento, descubrierais la revelación que aporta el silencio. Para recibir la revelación de la Escritura tenéis que aproximaros a ella; para captar la revelación del Silencio, debéis primero lograr silencio. Y ésta no es tarea sencilla.
 
Tony de Mello proponía un sencillo ejercicio: busque una postura cómoda, cierre los ojos y guarde silencio durante diez minutos, intentando que dicho silencio sea el silencio más total, tanto de corazón como de mente. Este silencio, una vez conseguido, nos abrirá a la revelación que trae consigo. Al llegar al final de esos diez minutos, si nos detenemos a reflexionar sobre lo que hemos hecho y experimentado en este tiempo, unos descubriremos que somos incapaces de acallar ni tan siquiera un instante el incesante flujo de pensamientos y emociones en nuestra mente. Otros sentirán pánico de ese silencio porque no les gusta enfrentarse a lo que se encuentran.
 
Tras hacer este ejercicio, mi experiencia personal podría catalogarse como “desalentadora”. Soy de los que son incapaces de contener totalmente su mente. No dejan de irrumpirme pensamientos, planes para el día de hoy, cosas que no debo olvidar hacer mañana, imágenes de mi pasado o cualquier tipo de estúpida preocupación (interesante palabra, “pre-ocupación”, que hace referencia a esa extraña capacidad mental de ocuparse de los problemas antes de que estos puedan presentarse en nuestras vidas).
 
Por esa razón, he terminado aceptando que el “silencio” es otra cosa y, visto de esa manera, es más revelador. El jesuita da una palabra de aliento:
 
…no existe motivo para desanimarse. Incluso esos pensamientos alocados pueden ser una revelación. ¿No es una revelación sobre ti mismo el hecho de que tu mente divague? Pero no basta con saberlo. Debes detenerte y experimentar ese vagabundeo. El tipo de dispersión en que tu mente se sumerge, ¿no es acaso revelador?
En este proceso hay algo que puede animarte: el hecho de que hayas podido ser consciente de tu dispersión mental, tu agitación interior o tu incapacidad de lograr silencio, demuestra que tienes dentro de ti al menos un pequeño grado de silencio, el grado de silencio suficiente para caer en la cuenta de todo esto.
 
Pues sí, Tony de Mello tenía razón. En efecto, todo lo que acude a mi mente cuando intento hacer silencio ¡resulta una gran revelación! Y no se trata de la revelación de algo sensacional, no es ninguna luz sobrenatural, ni tampoco se siente una inspiración divina. Se trata de la simple observación de lo que acaece.
 
Fuentes: José Carlos Bermejo, Regálame la salud de un cuento. Sal Terrae, Santander, 2004. También: Antonio de Mello, Sadhana, un camino de oración. Sal Terrae, Santander, 1990.
 

sábado, 8 de diciembre de 2018

EL LUGAR MÁS DESPOBLADO DEL PLANETA.

¿Sabe usted cuál es el lugar más despoblado del planeta? Esta es la pregunta que me hicieron hace unos días en una conferencia. La respuesta es muy sencilla: AQUÍ Y AHORA.
 
Si, señoras y señores, el lugar más despoblado del planeta es el instante presente, el aquí y el ahora. Y es cierto. Pasamos todo el tiempo proyectando y planificando lo que vamos a hacer, qué deseamos para mañana o dentro de un año o qué cosas tememos que nos ocurran en el futuro. De igual manera, añoramos lo que ya no tenemos, lo que hemos vivido, no perdonamos las ofensas pasadas o nos sentimos culpables por lo que hicimos o por lo que dejamos de hacer. Al final, pasamos todo el tiempo en el pasado (que ya se ha ido) o en el futuro (que todavía no ha llegado), mientras que el instante presente, el único momento que realmente existe, se deja sin vivir.
 
Ahora acude a mi memoria un mantra que Thich Nhat Hanh recita en su libro “Miedo, vivir en el presente para superar nuestros temores” (editorial Kairós). Dice así:
 
Ya he llegado, estoy en casa
aquí y ahora.
 
Mientras me quedo recitándolo, voy a dejarles con la lectura de una conocida historia zen que traduce bastante bien lo que he dicho arriba.
 
En cierta ocasión le preguntaron a un hombre experimentado en meditación por qué podía mantenerse siempre tan concentrado a pesar de sus muchas ocupaciones.
Respondió: “Cuando estoy de pie, estoy de pie. Cuando ando, ando. Cuando estoy sentado, estoy sentado. Cuando como, como”.
Quienes le habían preguntado tomaron de nuevo la palabra y le respondieron: “Eso hacemos también nosotros, pero ¿qué haces tú además?”.
Él les replicó: “No. Cuando vosotros estáis sentados, ya estáis de pie. Cuando estáis de pie, ya estáis corriendo. Cuando corréis, ya estáis en la meta”.
 
 

domingo, 1 de abril de 2018

TODO ES PARA BIEN (2ª PARTE)

Continúa desde Todo es para bien.
 
En el patio del palacio los altivos dromedarios rumiaban lentamente, mientras los camelleros, vestidos de blanco y tocados con turbantes púrpuras, se esforzaban por enganchar los pompones rojos y negros alrededor de los bozales y por fijar las sillas. Al extremo de los poderosos cuellos, semejantes a serpientes, los vibrantes belfos y las minúsculas orejas se meneaban a merced de los ruidos. Nadie se fiaba de los ojos medio cerrados de las bestias. ¡Todos se mantenían a distancia de esas mandíbulas prontas para morder!
 
Cuando las sillas estuvieron preparadas con varias capas, sabiamente dispuestas, de alfombras y mantas, los príncipes, los dignatarios y el rey salieron de las galerías desde las que observaban los preparativos, treparon a su sitio y se acomodaron confortablemente. Luego, chasqueando la lengua y tirando de las riendas, incitaron a los animales a levantarse. Los dromedarios bascularon hacia delante bajo el empuje de las grupas y de las largas patas de atrás, y se arrodillaron un momento. ¿Acaso rezaban a los dioses para que bendijeran el día? Después se desdoblaron, estirando las patas de adelante y dirigiendo la frente hacia el cielo, con un movimiento enérgico de cuello. Algunos, enfadados por haber sido molestados, gritaron exhibiendo sus dientes amarillos. La caravana se puso en marcha a cámara lenta, como se sale de un sueño, y después se marchó a su danzante ritmo de crucero.
 
El primero y el último de los cazadores se informaban, a golpe de trompa, acerca de la dirección tomada, la velocidad adoptada, el estado del terreno y la homogeneidad del grupo. Localizaron a los jabalíes y todos los cazadores se llevaron al punto sus trompas a la boca para volverles locos y abatirles en campo abierto, apartados de los frágiles campos de algodón.
 
El rey hizo un movimiento en falso al tomar su trompa, se le escaparon las riendas y su dromedario partió a grandes zancadas, atropellando a los algodoneros y estableciendo pronto una gran distancia entre la caravana y él. Pratapsingh, al ver al rey en dificultades, fustigó a su montura para alcanzarle, y a duras penas logró llegar junto a él, empujó a su dromedario contra el del rey, agarró las riendas que colgaban del cuello y, finalmente, detuvo a los dos animales. Estos estaban nerviosos y recelosos. Cuando los dos caballeros saltaron a tierra, sus monturas huyeron, corriendo una junto a otra. A lo lejos, tras ellos, oyeron sonar a las trompas que les llamaban, pero no podían contestar, porque las suyas se habían caído en el transcurso de la escapada. Gritaron, pero sus voces se perdieron.
 
— Señor —dijo Pratapsingh—, busquemos refugio bajo ese árbol y descansemos un poco. Seguro que las tropas os están buscando y pronto nos encontrarán.
— Deberíamos ayudarles, señalar dónde estamos.
— Podríamos hacer fuego.
 
Recogieron ramitas, limpiaron el suelo a su alrededor para evitar quedar atrapados en una jungla en llamas y delimitaron un lugar con un círculo de piedras. Mientras Pratapsingh intentaba hacer nacer una llama a base de frotar dos bastones, uno sobre otro, el rey, que tenía hambre, cogió un fruto del árbol, sacó su espada y lo cortó. Con las prisas, se cortó la punta del dedo.
 
— ¡Maldita sea! —rugió, sacudiendo la sangre que le teñía de rojo la mano—, mírame, perdido y herido. Con franqueza, Pratapsingh, ¿te atreverás a decirme que todo es para bien?
— Ciertamente, Señor.
— ¿Cómo te atreves? Estoy harto de tu ridícula filosofía, ¡márchate de aquí antes de que mi espada te corte tu estúpida lengua o tu cabeza! Salvaste mi vida deteniendo al dromedario y yo te concedo la tuya. ¡Vete!
— Sí, Señor, me voy según tu deseo. Todo es para bien —dijo Pratapsingh, alejándose sin tardar.
 
El rey se quedó solo, incapaz de hacer fuego y hambriento. Desgarró una tira de su túnica y se hizo un vendaje. La herida le produjo fiebre y se durmió al pie del árbol. Le despertaron unos hombres negros y de pelo rizado, de la tribu de los bhils. Iban armados con arcos y flechas y extrañas marcas adorna¬ban sus cuerpos. Agarraron al rey por la cintura, intercambia¬ron gritos de satisfacción y le condujeron maniatado hasta su aldea de chozas de barro. Allí le ataron al poste sacrificial, junto al altar de piedra.
 
Era el último día de las fiestas dedicadas a Kali, la terrible diosa. Cada año le sacrificaban una víctima digna de ella y el rey les pareció una víctima perfecta. Bailaron todos, regocija-dos, mientras su sacerdote recitaba letanías. De pronto lanzó un grito extraño y la multitud se detuvo en silencio.
 
El soberano, ansioso, aprovechó para parlamentar:
 
— Dejadme partir. Soy un rey, y obtendréis grandes recompensas si me liberáis.
 
Aunque nadie daba muestras de entender su lengua, repitió sus promesas:
 
— Os daré las mejores vacas de mi reino y podréis hacer un gran sacrificio. ¡Dejadme partir!
 
El sacerdote, salido del trance, parecía embelesado:
 
— ¡Qué suerte! Nunca hubiéramos soñado poder ofrecer a la diosa un sacrificio de tal calidad. ¡Bendito eres, rey, Kali te va a acoger en su seno!
 
El aterrorizado rey no tenía ninguna gana de ser la oblación ritual a Kali, y daba alaridos mientras le caían encima piedras rojas y ocres. De pronto, el sacerdote vio el vendaje, levantó la mano derecha y paró en seco las celebraciones:
 
—¡Alto! —dijo—. Este hombre es indigno de la diosa: su cuerpo es imperfecto.
 
Retiró el vendaje, vio que faltaba un trozo de dedo y se apresuró a soltar al rey, para purificar, después, el altar mancillado por la insultante ofrenda.
 
Mientras se alejaba, tembloroso, el rey se acordó de las palabras de Pratapsingh y no le costó admitir la evidencia de que, en efecto, su herida había sido «para bien». ¡Le había salvado de la muerte! Se arrepintió de haber tratado mal tantas veces a su tío y consejero. Y, cuando pedía perdón en su cora¬zón, el séquito real apareció entre las chozas del poblado. Pratapsingh había hecho fuego, los cazadores le habían encontrado y el rastro dejado por los bhils al arrastrar al rey que se resistía, les había conducido fácilmente hasta allí.
 
— ¿Estás bien, señor? —preguntó Pratapsingh.
— A fe mía —le contestó el rey—, que me han juzgado digno de alimentar a la propia Kali, lo que no es poco honor.
— ¿Cuáles son tus órdenes?
— Vamos a ofrecer unas buenas vacas a estos hombres. Tienen una ceremonia entre manos y mi presencia y luego la vuestra la han perturbado. Seamos agradecidos, ya que «todo fue para bien».
 
Pratapsingh, algo sorprendido, se inclinó hacia el rey:
 
— ¿Ya no estás enfadado, señor?
— No. Tú tenías razón, este dedo cortado me ha salvado la vida. Te traté muy mal. Perdóname, amigo.
— Señor, estoy tan contento de que me despidieras... De otro modo, esos hombres nos hubieran encontrado juntos, yo no hubiera podido advertir a los cazadores y, a estas horas, estaría muerto, puesto que no tengo ninguna herida en el cuerpo. ¡Todo fue, pues, para bien, tanto para ti como para mí!
 
 

lunes, 26 de marzo de 2018

TODO ES PARA BIEN

En esta vida ni todo es blanco ni todo es negro, y no tenemos tanta capacidad de ver el futuro como para saber si lo malo se terminará transformando en algo positivo para nosotros. Para ilustrar esta idea traigo este relato del que ya no recuerdo su procedencia.
 
 
El rey que reinaba en aquella época tenía como consejero a su tío Pratapsingh. El soberano se había felicitado siempre por la perspicacia del viejo y le respetaba por ello. Sin embargo, el sabio tenía la irritante costumbre de considerar siempre los obstáculos como bienvenidos. Pasara lo que pasara, de la alegría a las desgracias, decía: «Todo es para bien», y su inconsecuente optimismo contrariaba mucho a su amo y pariente próximo.
 
— ¿Cómo te atreves a pretender que todo es para bien —le dijo un día, exasperado—, cuando el año ha sido duro, la sequía ha vaciado los graneros y amenaza hambruna?
— Señor, todo lo que Dios hace está bien hecho. Nosotros ignoramos qué utilidad tienen nuestras desgracias, pero, gracias a Dios, deben tenerla, a la fuerza.
— ¿Incluso la epidemia que devastó nuestras ciudades y pueblos el año pasado?
— Señor, si todos esos muertos de ayer vivieran aún, ¿cómo ibas a alimentarlos con la escasa cosecha del año?
 
El rey seguía dubitativo. Al ver que sacudía la cabeza, el consejero le contó lo siguiente:
 
Un día, un joven capturó un caballo salvaje y le construyó un cercado delante de la granja de su padre, que no dijo nada. Acudieron todos los vecinos, admiraron al animal y juntaron las manos, mientras repetían:
 
— ¡Qué suerte tienes!
— ¿Quién sabe? —decía el padre.
 
El hijo quiso montar al soberbio semental, intentó ponerle una silla sobre el lomo y, al no conseguirlo, se arriesgó a montar a pelo. El animal dio una coz y el hombre cayó y se rompió la pierna derecha.
 
— Es un error intentar encerrar a un semental rebosante de vida que amenaza con romper la cerca, tu choza y hasta tu cabeza de una coz —dijeron los vecinos al padre—. ¡Mira a tu hijo lisiado! ¿Podrá volver a andar sin cojear? ¡Qué desgracia!
 
El padre respondió: — ¿Quién sabe?
 
Los aldeanos se indignaron ante lo que tomaron por indiferencia hacia el hijo.
 
Ocurrió, sin embargo, que el reino vecino declaró la guerra al suyo y los sargentos de reclutamiento recorrieron pueblos y aldeas para enrolar de oficio a los jóvenes válidos. El hijo cojo se quedó junto a su padre y los vecinos, cuyos hijos habían tenido que partir, decían al padre:
 
— ¿Qué suerte que tu hijo se haya roto la pierna, así se ha quedado contigo y no arriesga sus veinte años por una disputa de reyes!
 
El padre seguía contestando: — ¿Quién sabe?
 
El caballo no soportó estar separado de los suyos mucho tiempo, rompió el cercado y se escapó. Los hijos de los aldeanos regresaron todos de la guerra cargados de dinero contante y sonante, de gloria y de botín. Entonces, los felices aldeanos dijeron al hombre cuyo hijo no había sido reclutado:
 
— Decididamente, no tienes suerte: ya no tienes caballo, tu hijo cojea y no ha recibido soldada ni botín con los que enriquecer a su familia.
 
El hombre sacudió la cabeza y murmuró: — ¿Quién sabe?
 
Por la mañana, el semental volvió, seguido por cincuenta caballos tan espléndidos todos como él, que se quedaron allí quietos, puesto que habían escogido a sus amos, y ya no hubo que cerrar la puerta tras ellos.
 
— ¿Habéis visto qué maravilla? —dijeron los vecinos, atónitos y envidiosos.
 
El hombre siguió contestando: — ¿Quién sabe?
 
Pratapsingh interrumpió ahí su historia. El rey torció el gesto, cazó una mosca imaginaria delante de su nariz y prefirió cambiar de conversación.
 
— Tenemos que organizar una partida de caza de jabalí antes de la recogida del algodón. Hay que proteger a los cosechadores y evitar que sean heridos por algún jabalí viejo, celoso de su tranquilidad.
— Sí, señor, me ocuparé de ello ahora mismo.
 
 
CONTINUARÁ…

domingo, 28 de enero de 2018

LO EVIDENTE

Cierta mañana, Nasrudin envolvió un huevo en un pañuelo, se fue al centro de la plaza de su ciudad y llamó a los que pasaban por allí:
 
- “¡Hoy tendremos un importante concurso!”, dijo. “¡Quien descubra lo que está envuelto en este pañuelo recibirá de regalo el huevo que está dentro!”.
 
Las personas se miraron, intrigadas. Nasrudin insistió:
 
- “Lo que está en este pañuelo tiene un centro que es amarillo como una yema, rodeado de un líquido del color de la clara, que a su vez está contenido dentro de una cáscara que se rompe fácilmente. Es un símbolo de fertilidad y nos recuerda a los pájaros que vuelan hacia sus nidos. Entonces, ¿quién puede decirme lo que está escondido?”.
 
Todos los habitantes pensaban que Nasrudin tenía en sus manos un huevo, pero la respuesta era tan obvia que nadie quiso pasar vergüenza delante de los otros. ¿Y si no fuese un huevo, sino algo muy importante, producto de la fértil imaginación mística de los sufís? Un centro amarillo podía significar algo del sol, el líquido a su alrededor tal vez fuese algún preparado de alquimia. No, no, aquel loco estaba queriendo que alguien hiciera el ridículo.
 
Nasrudin preguntó dos veces más y nadie se arriesgó a decir algo impropio. Entonces, abrió el pañuelo y mostró a todos el huevo.
 
- “Todos vosotros sabíais la respuesta”, afirmó, “y nadie osó traducirla en palabras”.
 
 

domingo, 7 de enero de 2018

UN BUEN NEGOCIO

Tras varios meses sin haber dado señales de vida, creo que ya es tiempo de reanudar la actividad de este pequeño pero querido espacio tras estos días tan festivos. Con este nuevo año no sólo iniciamos etapa nueva, sino también una nueva imagen, algo más acorde con el título de este blog.
 
Todo este tiempo lo he invertido en escribir, apuntar y reclutar algunos materiales merecedores de ser compartidos en esta plaza: de mis escasas lecturas en los últimos meses, de viejos materiales que aún guardo en mis archivos o de las publicaciones compartidas por amigos en Facebook.
 
Hoy, para comenzar, quiero traer aquí la siguiente historieta de mi muy estimado Mulá Nasrudín.
 
 
Nasrudín no estaba contento con su burro, por lo que pensó que lo lógico era venderlo y comprar otro. Por este motivo, fue al mercado, buscó al rematador y le entregó el burro para que lo subastase.
 
Cuando el animal fue presentado en la venta, el mulá se encontraba entre el público. “El próximo lote (gritó el rematador) es este soberbio, inigualable y maravilloso burro. ¿Quién comienza ofreciendo 5 piezas de oro?”
 
“¿Sólo 5 piezas por un burro?”, se sorprendió Nasrudín. Así que inició la puja. Mientras el precio subía más y más y el rematador cantaba elogios del burro en cada oferta, Nasrudín se sentía más ansioso por adquirirlo. La puja se circunscribió finalmente a un duelo entre el Mulá y un granjero. Nasrudín terminó comprando en 40 piezas de oro.
 
Le pagó al rematador su comisión de un tercio, se llevó su parte del dinero como vendedor y tomó posesión del burro como comprador. El valor del jumento era quizá de 20 piezas de oro. Por consiguiente, Nasrudín perdió dinero, sin embargo había comprado un animal cuyos méritos había ignorado hasta que fueron tan brillantemente enunciados por el rematador del pueblo.
 
“Nunca me pierdo un buen negocio”, se dijo Nasrudín mientras regresaba a casa con su adquisición.
 
 

domingo, 12 de marzo de 2017

LA ESENCIA DE LA SABIDURÍA

El viejo rey había muerto demasiado pronto. Su joven hijo era aún inmaduro, y subió al trono preocupado por estar tan poco formado para la carga que le incumbía. Tenía la penosa impresión de que la corona le resbalaba de la cabeza, porque era demasiado ancha y demasiado pesada. Se atrevió a decirlo, y los consejeros se tranquilizaron, al pensar: «Su conciencia de no saber, de no estar preparado, le predispone a ser un buen rey, capaz de aceptar un consejo, de escuchar sugerencias sin precipitarse a decidir, de reconocer un error y de estar dispuesto a corregirlo. Alegrémonos por el reino». Él, preocupado por instruirse, hizo acudir a todos los hombres cultos del reino: eruditos, monjes y sabios reconocidos, tomó a algunos como consejeros y pidió a los otros que fueran por todo el mundo para buscar y traer toda la ciencia conocida en su época, a fin de extraer de ella el conocimiento, la sabiduría incluso.
 
Unos partieron tan lejos como la tierra podía llevarlos, otros tomaron las rutas marítimas hasta los confines del horizonte. Dieciséis años después, regresaron cargados de rollos, de libros, de sellos y de símbolos. El palacio, con lo grande que era, no podía contener una abundancia de ciencia tan prodigiosa. ¡El que había vuelto de China había traído, él solo, a lomos de innumerables dromedarios, los veintitrés mil volúmenes de la enciclopedia Cang-Xi, además de las obras de Lao Tsé, Confucio, Mencio y muchos otros, tanto famosos como desconocidos!
 
El rey recorrió a caballo la ciudad del saber, que había tenido que hacer construir para recibir semejante abundancia. Se quedó satisfecho con sus mensajeros, pero comprendió que una sola vida no bastaba para leerlo y comprenderlo todo. Pidió, pues, a los letrados que leyeran los libros en su lugar, sacaran de ellos el meollo fundamental y redactaran, para cada ciencia, una obra accesible.
 
Pasaron ocho años hasta que los letrados pudieron llevar al rey una biblioteca constituida sólo por los resúmenes de toda la ciencia humana. El rey recorrió a pie la inmensa biblioteca así formada. Ya no era muy joven, veía que la vejez se acercaba a marchas forzadas, y comprendió que no tendría tiempo en esta vida de leer y asimilar todo aquello. Por eso pidió a los letrados que habían estudiado los textos, que escribieran un artículo por cada ciencia, yendo directamente a lo esencial.

 
Pasaron ocho años hasta que todos los artículos estuvieron preparados, pues bastantes eruditos de los que habían partido al fin del mundo a recopilar toda aquella ciencia habían muerto ya, y los letrados jóvenes que retomaban la tarea en marcha tenían primero que releerlo todo, antes de escribir un articulo.
 
Por fin, un libro de varios volúmenes fue enviado al viejo rey, enfermo en su lecho, y él pidió que cada uno resumiera su artículo en una frase.
 
Resumir una ciencia en pocas palabras no es cosa fácil, y se necesitaron ocho años más hasta que se formó un libro que contenía una frase sobre cada una de las ciencias y las sabidurías estudiadas.
 
Al viejo consejero que le llevó el libro, el rey, que se moría, le murmuró:
 
— Dime una sola frase que resuma todo este saber, toda esta sabiduría. ¡Una sola frase antes de mi muerte!
 
— Señor —dijo el consejero—, toda la sabiduría del mundo se contiene en tres palabras: «Vivir el momento».

domingo, 26 de febrero de 2017

CUANDO TODO VA MAL

Un hereje está huyendo de la enardecida multitud que lo quiere lapidar.
 
En su alocada carrera no es consciente del precipicio que tiene enfrente y cae en él. Por suerte, consigue agarrarse a un arbusto que hay justo en el borde del abismo. Y así, queda suspendido sobre el vacío, colgado de la frágil rama.
 
Al mirar hacia abajo ve dos enormes tigres, que saltando y babeando, esperan impacientes que caiga para comérselo.
 
Luego mira hacia arriba y descubre que dos ratas están royendo el tallo del cual permanece colgado, y un poco más lejos distingue a la furiosa multitud, que viene corriendo hacia él para ajusticiarlo.
 
Entonces se da cuenta de que a su derecha hay una mata de fresas cargada de frutos. Extiende un brazo, toma dos fresas, se las lleva a la boca y saboreándolas con gran placer; exclama extasiado:
 
— ¡Deliciosas!

domingo, 19 de febrero de 2017

CINCO SEMANAS

Hace ya más de un mes que no publico nada en este espacio… y ya lo echaba de menos. Después de haber dedicado estas últimas cinco semanas a otros asuntos que requerían de mí mucha más atención, regreso con alguna de mis mercaderías. Tras tanto tiempo, esta tarde quiero traer en mi navío un relato que hace muchos años pude leer en un libro de cuentos africanos, y que seguro ayudará a pasar un rato agradable.
 
 
Había una vez un anciano centenario que tenía dos hijos. Los tres vivían en una vieja cabaña al fondo de una callejuela, entre los últimos muros de las afueras y el basurero. Eran desgraciados y estaban descontentos de la vida.
 
Una tarde los dos hermanos volvieron a su casucha sin ni siquiera un mendrugo, una lechuga o un palo de regaliz que morder. Se sentaron en el suelo y se quedaron cabizbajos, escuchando los ruidos de sus estómagos vacíos. Su padre se sentó a la mesa y, ante su cuenco lleno de crepúsculo, reflexionó largamente. Por fin dijo:
 
— Hijos, tengo mucha hambre.
 
Los dos muchachos gruñeron. Una mosca se puso a zumbar a su alrededor, exploró sus orejas y la punta de su nariz, y volvió a marcharse por el ventanuco. El viejo masculló:
 
—Detesto tener hambre. Y todavía detesto más, hijos míos, veros escuálidos y harapientos.
 
Los tres al unísono dieron un suspiro que le partiría el corazón a la luna. Un perro aulló a lo lejos.
 
— Vendedme, hijos —propuso finalmente el viejo.
 
Los hijos pensaron: «Se ha vuelto loco». El padre les dirigió una mirada penetrante y siguió tranquilamente con su idea.
 
— Llevadme al mercado, ponedme sobre una manta y colgadme al cuello un letrero en el que hayáis escrito con buena letra: «Se vende sabio a buen precio». Guardo en mi cabeza un tesoro de consejos, de sensatez y de respuestas que no han servido para nada. Mi comprador podrá consultarme sobre todo. Resolveré sus perplejidades. Además, a mi edad, mantenerme le costará poco. Me visto con nada, no como más que un gato viejo, duermo donde sea, de pie, sentado o acostado. Pensándolo bien, soy un buen negocio. Lo dicho. Vosotros me venderéis y con el dinero que ganéis podréis vivir cómodamente, si sabéis invertirlo como es debido. Ahora, buenas noches.
 
Y se durmió sentado.
 
 
A la mañana siguiente, como la voluntad de un padre era indiscutible, los dos hermanos llevaron al suyo al mercado. Un rico comerciante encontró atrayente la oferta y pagó por él mil dinares de oro. Tener en su casa a un sabio centenario bien valía ese precio, a su entender. Lo llevó a su palacete montado en un asno alquilado y lo instaló en una habitación vacía, al fondo de la casa. Quiso comprobar su talento en seguida.
 
— La paz contigo —le dijo—. Padre, necesito que me aconsejes. Prueba esta miel. Tengo intención de comprar varios miles de tarros de ella. ¿Es de buenas flores?
 
El hombre la olfateó, le dio un lametón, inspiró profundamente y contestó:
 
— Es agradable al paladar, señor, pero me temo que no sea saludable. Está hecha de un polen que huele a muerto.
 
— Pero si no has hecho más que probarla —se admiró el comerciante—. ¿Cómo puedes saber eso?
 
— Entérate de esto, señor: el saber es el esposo, el sabor es la esposa y su hija es la verdad.
 
— Tengo mis dudas —replicó el otro.
 
Fue a visitar al dueño de las abejas y le preguntó dónde estaban colocadas sus colmenas. El hombre le señaló un bosquecillo de olivos próximo al muro de un cementerio. El comerciante, maravillado, regresó a toda prisa y abrazó al abuelo.
 
—¡Oh sabio! —le dijo—, ¡oh, ornato principal de mi morada!
 
— Señor —le respondió el viejo—, Dios me guarde de ser lo que dices. No quiero ser un adorno. Quiero, si es posible, ser útil de vez en cuando. Sírvete de mí o déjame en paz.
 
— Anciano —dijo el comerciante—, tus palabras son tan apropiadas que se merecen una cena regia.
 
Y mandó que le sirvieran una comida a base de pan tierno y cordero asado. En los primeros días del verano, volvió a verle.
 
— ¡Qué puedo hacer por ti, señor? —le preguntó el sabio.
 
— Corre la cortina y mira afuera. ¿Qué ves?
 
— Un jardín, hermosos árboles...
 
— ¡Qué más ves?
 
— Una yegua, señor, de crines soberbias y finos miembros. De buena raza.
 
— Me gustaría comprarla.
 
— Sería un error, señor. Nació de una madre al borde de la edad crítica.
 
El comerciante protestó:
 
— ¡Eso es imposible, anciano!
 
Corrió a interrogar al vendedor del animal. El sabio había acertado otra vez. Cuando regresó, admirado, le dijo:
 
— ¡Gracias, abuelo! Tu ojo ve lo invisible. Te ofrezco un suplemento de pan y de cordero.
 
— ¿No tienes otra cosa, señor? —suspiró el viejo.
 
Al comienzo del otoño, una mañana hubo mucho jaleo en la casa. Sentado sobre su alfombra, el viejo sabio escuchó, cerró los ojos y sonrió. Su amo fue a verle, elegantemente ataviado, y le deseó con alegría los buenos días.
 
— Me caso —le dijo—. ¡Escucha los cantos! Padre sabio, quiero presentarte a la reina de este día, a mi adorada novia. Acércate, gacela mía. Francamente, abuelo, ¿qué te parece?
 
— Es hermosa, señor. Eso es evidente. No puedo decir más.
 
— No pareces muy convencido —contestó el otro con mirada de inquietud—. No olvides que debes decirme toda la verdad.
 
— Sí, debo decírtela, por desgracia. Por tanto, tengo que hablar. Allá voy: tu gacela es hija de una famosa prostituta.
 
— ¿Cómo te atreves a decir eso? ¡Su abuelo era un príncipe!
 
— Compruébalo.
 
El que estaba a punto de casarse salió a toda prisa y regresó descompuesto. Aquella noche el viejo cenó pan y cordero.
 
 
Una semana después fueron sus hijos a visitarle. Los mil dinares de oro de la venta del sabio habían cambiado sus vidas. Habían comprado una elegante tienda de comestibles.
 
— ¿Eres feliz, padre? ¿Tu amo es un buen hombre?
 
— Lo es, hijos míos. Me cuida y me honra. Cada vez que le doy un consejo juicioso, manda que me sirvan una cena de pan tierno y cordero asado. Le estoy agradecido por ello, ya que es el regalo más adecuado por su parte. ¿Qué mejor podría ofrecer el hijo de un cocinero y una panadera?
 
Mientras decía esto, el dueño de la casa pasaba por el pasillo y le oyó, se sonrojó, rugió, echó chispas por las orejas y por poco explota.
 
— ¡Maldición! —se dijo—. ¿Será posible que yo sea un hijo del pueblo bajo?
 
Fue corriendo a casa de su madre, que era hermana del sultán, y cuando estuvo ante ella, le preguntó:
 
— Madre, ¿quién soy?
 
— Hijo mío —le contestó ella—, tendré que confesártelo, ya que me lo preguntas. En mi juventud, no podía darle un hijo a tu padre. Estaba desesperada y él no podía dormir. Entonces te compramos por mil dinares de oro a una panadera que acababa de darte a luz. Su marido, si mal no recuerdo, era cocinero en la calle de los Asadores.
 
— ¿Me comprasteis, madre mía? ¿Por mil dinares de oro? ¡Es verdad!
 
Y se marchó con una carcajada. En cuanto volvió a su casa, fue a dar un abrazo a su sabio padre, pero no fue capaz de articular palabra debido a la risa que le entró.
 
— Por fin has aprendido la alegre humildad y sabes quién eres —le dijo el sabio—. Ya no tienes necesidad de mis servicios. Adiós, pues. Me voy a ayudar a mis hijos a la tienda. Me necesitan. Venden esa miel que huele a cementerio. ¡El trabajo no se acaba nunca!
 
Salió, se desperezó bajo el sol del jardín y, con el paso comedido de un lozano centenario, desapareció entre los árboles.
 
 

domingo, 15 de enero de 2017

LO BUENO DE NO HACERSE ENTENDER

No tengo la intención de aficionarme a la publicación de cuentos e historias de Nasrudín, pero estas últimas semanas no tengo mucho tiempo para pensar qué voy o qué no voy a publicar. Lo cierto es que las ocurrencias de este loco errante son ideales para reír... o para pensar. Hoy, esta historia me ha recordado una situación vivida hace pocos días.
 
En una reunión intenté expresar mi opinión sobre unos textos que estábamos leyendo. Una de dos, o bien no me expresé adecuadamente, o bien lo que dije se interpretó de mala forma, ya que mis palabras despertaron cierto escándalo en un par de personas. Aquella circunstancia me ha hecho reflexionar: puede que en ocasiones esté un tanto espeso a la hora de hacer comentarios personales, dado que la gente no parece comprenderme, pero cuando esas situaciones se dan, a veces prefiero que la gente no entienda nada de lo que he dicho, porque cuando veo sus gestos y cómo se remueven en sus asientos me hacen sospechar un cierto grado de intolerancia a mis palabras.
 
 
Bueno, me dejo de historias y paso al relato del mulá.
 
 
Un anciano sabio había llegado al pueblo proveniente de más allá de Ashsharq, un lejano territorio de Oriente. Sus exposiciones filosóficas eran tan abstrusas y, sin embargo, tan fascinantes que los parroquianos de la casa de té llegaron a pensar que quizá podría llegar a revelarles los misterios de la vida. Nasrudín lo escuchó durante un rato.
 
- Sabrá usted (le dijo) que he tenido experiencias parecidas a las que usted vivió durante sus viajes. Yo también he sido un maestro errante.
 
- Cuénteme algo de eso, si es imprescindible, dijo el anciano algo molesto por la interrupción.
 
- Oh, sí, debo hacerlo (dijo el Mulá), por ejemplo, en un viaje que hice por el Kurdistán era bienvenido por dondequiera que fuese. Me hospedaba en un monasterio tras otro, donde los derviches escuchaban atentamente mis palabras. Me daban alojamiento gratuitamente en las posadas y comidas en las casas de té. En todas partes la gente al verme quedaba impresionada.
 
El anciano monje comenzaba a impacientarse ante tanta propaganda personal:
 
- ¿Nadie se opuso en ningún momento a algo de lo que usted decía?, preguntó agresivamente.
 
- Oh, sí, dijo Nasrudín. Una vez en un pueblo fui golpeado, introducido al cepo y finalmente expulsado del lugar.
 
- ¿Cuál fue el motivo?
 
- Bueno, verá usted, ocurrió que en esa ciudad la gente comprendía turco, el idioma con el que yo impartía mis enseñanzas.
 
- ¿Y qué sucedía con aquella gente que lo recibía tan bien?
 
- Ah, ésos eran kurdos; tienen su propio idioma. Estaba a salvo mientras estuviera entre ellos.
 

domingo, 8 de enero de 2017

EL MIEDO.

Después de esta “pausa navideña”, regreso por este zoco a traer de nuevo mis humildes mercaderías. Hace mucho tiempo que no cuelgo en este blog un cuentecito de mi amigo Nasrudín. Ahora no recuerdo dónde encontré este relato, pero es de esas historias que tanto me gusta compartir para dar que pensar un poquito. Cuenta lo siguiente:
 
 
Nasrudín estaba caminando por un camino solitario una noche a la luz de la luna cuando escuchó un ronquido, en algún lugar, que parecía estar abajo suyo. De repente, le dio miedo y estaba a punto de salir corriendo cuando tropezó con un derviche acostado en una celda que se había excavado para él, en parte subterránea.
 
“¿Quién eres?”, preguntó el Mulá.
 
“Soy un derviche, y este es mi lugar de contemplación”.
 
“Vas a tener que dejarme compartirlo. Tu ronquido me asustó demasiado y no puedo seguir adelante esta noche”.
 
“Toma, entonces, la otra punta de esta manta y acuéstate aquí”, dijo el derviche sin entusiasmo. “Por favor, permanece en silencio, porque estoy manteniendo una vigilia. Es una parte de una complicada serie de ejercicios. Mañana tengo que cambiar la rutina y no puedo soportar la interrupción”.
 
Nasrudín se durmió por un rato. Luego se despertó y sintió su boca seca como un desierto.
 
“Tengo sed”, le dijo al derviche.
 
“Entonces, vuelve por el camino, donde hay un arroyo”.
 
“No, todavía tengo miedo”.
 
“Entonces, tendré que ir yo en tu lugar”, dijo el derviche. “Después de todo, proveer agua es una obligación sagrada en el Este”.
 
“No, no vayas. Voy a tener miedo si me quedo solo”.
 
“Toma este cuchillo, entonces, para defenderte”, dijo el derviche.
 

En ausencia del anacoreta, Nasrudín se asustó todavía más, ocasionándole una ansiedad que trató de contrarrestar imaginándose cómo atacaría cualquier demonio que lo amenazara. En ese momento volvió el derviche.
 
“¡Mantén tu distancia o te mato!”, dijo Nasrudín.
 
“Pero, ¡si soy el derviche!”.
 
“No me importa quién eres, podrías ser un demonio disfrazado”.
 
“¡Pero vine a traerte el agua! ¿No te acuerdas? ¡Tienes sed!”.
 
“¡No trates de congraciarte conmigo, demonio!”.
 
“¡Pero esa es mi celda, la que estás ocupando!”.
 
“Mala suerte para ti, ¿no es así? Vas a tener que encontrarte otra”.
 
“Supongo que sí”, dijo el derviche. “Pero, no sé qué pensar de todo esto”.
 
“Te puedo decir una cosa, dijo Nasrudín, y es que el miedo es tiene muchas direcciones”.
 
“Ciertamente. Parece ser más fuerte que la sed, o la salud, o la propiedad ajena”, dijo el derviche.
 
“¡Y no tienes que tenerlo tú mismo para sufrir por su causa!”, dijo Nasrudín.
 

domingo, 11 de diciembre de 2016

LOS DOS SOÑADORES

Ante los sueños sólo caben dos actitudes... Este hermoso cuento habla de eso mismo: de sueños... y de actitudes frente a ellos.

 
En la ciudad de Ispahan, en Persia, vivía hace tiempo un campesino muy pobre, que no tenía más que una humilde casita baja del color de la tierra dorada por el sol. Delante de la casa había un pedregal y, en su extremo, una fuente y una higuera. Eso era todo lo que poseía.
 
Este hombre, que trabajaba mucho para recoger poco, tenía costumbre de dormir la siesta a la sombra de la higuera cuando el reloj de sol medio borrado que estaba sobre la fachada indicaba el mediodía. Y sucedió que una tarde, mientras sesteaba con la nuca apoyada en el tronco del árbol, tuvo un hermoso sueño. Se vio caminando por una ciudad populosa, vasta y magnífica. A lo largo de la calle por la que marchaba despreocupado había tiendas rebosantes de frutos y especias, de cueros y telas multicolores. A lo lejos, minaretes, cúpulas y palacios de color dorado se recortaban en el cielo azul. Nuestro hombre, contemplando con arrobo aquellas riquezas y bellezas, y los rostros afables de la gente a su alrededor, llegó pronto, radiante por la felicidad de ese sueño bendito, a la orilla de un río atravesado por un puente de piedra. Se acercó al puente y se detuvo, maravillado, al pie del primer mojón. Allí, en un gran cofre abierto, halló un prodigioso tesoro de piezas de oro y piedras preciosas. Entonces oyó una voz que le dijo:
 
— Estás en la gran ciudad de El Cairo, en Egipto. Estos tesoros te están destinados, amigo.
 
Apenas escuchó estas palabras en su interior, se despertó bajo su higuera, en Ispahan.
 
Al momento pensó que Alá le amaba y deseaba enriquecerle. «En realidad —se dijo—, este sueño no puede ser más que el fruto de su indulgente bondad». Entonces preparó su petate, escondió la llave de la casucha entre dos piedras del muro y se marchó de inmediato a la tierra de Egipto, a buscar el tesoro prometido.
 
 
El viaje fue largo y peligroso, pero había sido agraciado por la naturaleza con unos andares firmes y una salud de hierro. Escapó de los bandoleros, de los animales salvajes y de las trampas del camino y, al cabo de tres duras semanas, llegó por fin a la gran ciudad de El Cairo. Encontró la ciudad exactamente como la había visto en su sueño: sus pies hollaron las mismas calles. Caminó entre la misma multitud despreocupada, a lo largo de las tiendas que desbordaban de todos los bienes del mundo. Se dejó guiar por los mismos minaretes, a lo lejos, bajo el cielo límpido. Llegó así a la orilla del mismo río al que atravesaba el mismo puente de piedra. A la entrada del puente estaba el mismo mojón. Corrió hacia él, con las manos extendidas ya hacia la suerte, pero casi inmediatamente se agarró la cabeza gimiendo. Allí no había más que un mendigo, que extendió la mano hacia él esperando un mendrugo de pan. Del tesoro, ni el menor rastro.
 
Entonces nuestro cazador de sueños, en el límite de sus fuerzas y de sus recursos, se desesperó. «Para qué voy a vivir a partir de ahora —se dijo—. Ya no puede ocurrirme nada deseable en este mundo». Con la cara empapada de lágrimas, pasó las piernas por encima del parapeto, decidido a arrojarse al río. El mendigo le agarró por la punta del pie, le echó sobre el em-pedrado del puente, le agarró por los hombros y le dijo:
 
— Pobre loco, ¿por qué tienes tanta prisa por morir?
 
El otro, sollozando, se lo contó todo: el sueño, su esperanza de encontrar un tesoro, su largo viaje. Entonces el mendigo se echó a reír a carcajadas, se golpeó la frente con la palma de la mano y le dijo, señalando a su alrededor como un bufón en plena actuación:
 
— He aquí al más perfecto idiota de la tierra. ¡Qué locura haber emprendido un viaje tan peligroso fiándose de un sueño! Yo me creía poca cosa pero, a tu lado, buen hombre, me siento sabio como un santo derviche. Yo, quien te habla, hace años que todas las noches sueño que me encuentro en una ciudad desconocida. Creo que su nombre es Ispahan. En ella hay una casita baja del color de la tierra dorada por el sol, con la fachada pobremente adornada con un reloj de sol medio borrado. Delante de la casa se ve un pedregal y, en su extremo, una fuente y una higuera. Todas las noches, en mi sueño, cavo un hoyo profundo al pie de la higuera y descubro un cofre lleno hasta los bordes de piezas de oro y de piedras preciosas. ¿Acaso he soñado nunca con correr hacia ese espejismo? No. Yo soy un hombre razonable. Me he quedado mendigando tranquilamente mi sustento sobre este puente tan transitado. Los sueños, sueños son. Donde Dios te ha puesto, allí debes permanecer. Vete, medita y en el futuro no seas tan ingenuo y te irá mejor.
 
El campesino reconoció en la descripción su casa y su higuera. Con la cara súbitamente radiante, abrazó al mendigo, que se quedó estupefacto por ese acceso de entusiasmo, y regresó a Ispahan, corriendo y saltando como movido por una alegría inagotable. Cuando llegó a su casa, no se tomó ni el tiempo de abrir la puerta, sino que agarró un pico y cavó un gran hoyo al pie de su higuera, hasta que descubrió un inmenso tesoro. Entonces, arrojándose rostro a tierra, exclamó:
 
— ¡Alá es grande y yo soy su hijo!
 
Fuente: Henri Gougaud, Cuentos africanos,
Ediciones Sígueme, Salamanca, 2003, pp. 143-145.

domingo, 4 de diciembre de 2016

LOS DOS LOBOS

Acabo de recibir este cuentecito y no me he podido resistir a dejarlo hoy en este blog.
 
Cuenta una historia que un anciano cherokee les estaba hablando a sus nietos sobre la vida. Les decía:
 
“En mi interior tiene lugar una batalla...es una pelea terrible entre dos lobos. Un lobo representa el miedo, el odio, la ira, la envidia, la avaricia, la arrogancia, el resentimiento, la culpa, la autocompasión, la inferioridad, la mentira y el ego. El otro lobo es la alegría, la paz, el amor, la bondad, la esperanza, la serenidad, la compasión, la generosidad, la amabilidad, la amistad, la humildad y la verdad”.
 
Miró a los niños y les dijo: “Esa misma lucha está teniendo lugar en vuestro interior y en el interior de cualquier persona que viva”.
 
Los niños se quedaron un rato pensativos, y al fin uno de los nietos preguntó a su abuelo: “¿Y cuál de los dos lobos ganará?”
 
Y el anciano respondió: “Ganará el lobo al que más alimentes”.
 

domingo, 6 de noviembre de 2016

EL CAMINO

Había una vez un príncipe llamado Tsao. Era un joven robusto, de gran belleza y de inteligencia brillante, y que, sin embargo, vivía en estado de perpetua desdicha y rabia. Se mezclaba en indignas peleas en los barrios bajos de la capital, bebía y llevaba una vida disoluta que le ocupaba cada una de las noches de su vida, sumiéndolo en la infelicidad.
 
Cierta noche, en el rincón de una mugrienta taberna, con la mente abrumada por el sufrimiento y después de haberse emborrachado a más no poder, rodeó por el talle a una criada adolescente que pasaba a su lado y quiso llevársela al jergón de un cuartucho. Ella se resistió. Hostigado por unos compañeros tan borrachos como él, que le desafiaban entre risas a que sometiera a la muchacha, la golpeó hasta dejarla inerte sobre una mesa. A continuación abandonó el lugar huyendo de la claridad gris del día que empezaba a despuntar.
 
Marchó con la mirada perdida, sin ver nada del mundo que se despertaba, y salió de la ciudad. Cuando las brumas del alcohol se disiparon en su mente, se halló en campo abierto, camino de las montañas del oeste. Entonces su existencia le resultó tan vergonzosa y desoladora que decidió abandonar para siempre los palacios perfumados que poblaban sus días y los bajos fondos que llenaban sus noches. Sólo la soledad le parecía deseable a partir de ese momento. Mientras caminaba hacia las montañas de inaccesibles cimas con la cara golpeada por el viento y los ojos ardiéndole de tanto enjugarse las lágrimas, deseó incluso encontrarse con algún animal salvaje que le atravesara el pecho con sus garras y pusiera así fin a su andar errante, mas ninguno vio.
 
A los tres días de agotadora huida, llegó al pie de los montes. Tras un breve descanso nocturno, inició la ascensión. Poco a poco dejó entre los arbustos sus vestidos bordados convertidos en harapos; a los soles y a las tempestades entregó la seducción de su rostro; y a la rudeza de las rocas, la potencia agresiva de su cuerpo. Se instaló en una cueva y durante tres años se alimentó de frutos, raíces y nueces silvestres sin esperar otra cosa que la muerte. Pero la muerte no llegó.
 
Entonces trepó más arriba, donde sólo escasas briznas de hierba surgían entre las rocas, y mientras subía hacia las alturas, donde no llegaban los senderos, su antigua vida de desenfreno se le antojó tan lejana que dudó haber sido él quien la había vivido. Las mujeres, el lujo y el vino ya no le importaban. Se dijo que tal vez se hubiera convertido en un espíritu del viento, y eso le hizo reír. Verdaderamente, cualquiera que pasara entre las rocas donde vivía le hubiera tomado por un loco viéndole vagar desnudo, sostenido por sus flacas piernas, con su terrosa cabellera que se le confundía con la barba. A veces, con los ojos relucientes como dos estrellas negras entre la maraña de su rostro, se quedaba largas horas inmóvil, contemplando la cima nevada de la montaña, donde no esperaba que llegara nadie.
 
Aquella cima le llenaba de una paz infinita. Durante quince años no supo por qué, hasta que un día llegó alguien desde las nieves perpetuas: un hombre casi transparente de lo pálido y delgado que estaba. Iba vestido con una túnica roja que ni viento polvoriento ni rama espinosa parecían haber rozado jamás. El hombre era uno de esos inmortales que vivían en otro tiempo en lo más alto de la montaña del oeste. Tsao no se extrañó de verle. El inmortal se sentó a algunos pasos de él, sobre una piedra. Tsao se acercó y se sentó enfrente, como para entablar una conversación, pero no se le ocurrió nada que tu-viera ganas de decir. A su alrededor no había más que el viento y la luz del cielo.
 
— ¿Te acuerdas de que fuiste un príncipe? —le preguntó su visitante, con voz clara y apacible—.
—¿Príncipe? —le contestó Tsao—.
— No sé lo que significa esa palabra.
— ¿Qué buscas en estas montañas?
— Nada —respondió Tsao—. Sigo mi camino.
— ¿Y dónde se encuentra tu camino? Tsao levantó la cabeza y señaló el cielo.
— ¿Y dónde se encuentra el cielo? —preguntó el hombre. Tsao posó la mano sobre su pecho y señaló así su corazón. Entonces el hombre sonrió.
— Bienvenido al hogar de los inmortales —dijo.
 
Y se marcharon juntos hacia la cima.
 
Fuente: Henri Gougaud. Cuentos del extremo oriente.
Sígueme. Salamanca, 2004, pp. 19-21.