EL BLOG SE PRESENTA...

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Al cumplir los cuarenta, mi creador comenzó a hacerse las típicas preguntas asociadas a aquella edad: «¿qué he hecho con mi vida hasta ahora?», «¿qué pienso hacer a partir de ahora con ella?». Esas cuestiones fueron el motor de un blog con un carácter más bien “autobiográfico”, una suerte de “registro de recuerdos” que pretendía anotar algunas de sus vivencias personales y su impacto en él. Sin embargo, aquellas primeras páginas se expresaban en función del autoconcepto y el estado de ánimo del autor. Si ambos eran bajos, el estilo de cada publicación traslucía ese sentir.
Con el tiempo, aquel proyecto acabó en vía muerta.
Dos años después, mi autor retomó aquel cuaderno de bitácora para reconstruirlo desde sus cimientos e intentar corregir sus defectos. ¡Y nací yo!
En mis inicios, fui un medio para satisfacer el deseo de compartir vivencias y reflexiones personales, así como textos y vídeos variados que gustaban a mi creador. Este navío quería traer a puerto todas aquellas mercancías que pudieran enriquecer a los que paseasen por sus páginas.
Con el paso del tiempo me he dado cuenta que soy todo eso y algo más. Si, sigo siendo el saco en el que se introducen todas aquellas vivencias, reflexiones, textos y videos que han enriquecido de una u otra manera a mi autor. Pero además, combinando palabras propias y prestadas, me estoy convirtiendo en el relato de un itinerario en el que mi creador describe su transformación. En mi se ha reunido todo aquello que ha formado parte (de alguna manera) de un proceso de ensanchamiento humano y espiritual, un proceso de evolución que aún continúa.

¡Bienvenidos!


domingo, 3 de abril de 2016

UNA CRUZ PARA VIERNES SANTO (1ª PARTE)

 
Hace ahora una semana de la celebración de la última Semana Santa. Estas fechas traen a mi recuerdo los días vividos en un monasterio de la orden del Císter en el año 2010. De entre aquellos días, el más intenso fue el Viernes Santo. Hoy traigo a este blog la primera parte de mis anotaciones de aquella jornada en mi diario.
 
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2 de abril de 2010 (Viernes Santo).
 
Después del rezo de tercia, el maestro de novicios nos ha convocado para asignarnos trabajo para esta mañana. Cuando nos lo ha dicho, el novicio y yo nos hemos quedado un tanto extrañados (¿no se suponía que hoy era día de fiesta?). En fin, ¡obediencia es obediencia! Mi labor para hoy consistía en terminar de arrancar los chupones de los manzanos de la huerta para después quemarlos. Es una tarea que el miércoles dejé sin terminar y un trabajo relativamente duro en el campo (sobre todo cuando no se está acostumbrado a hacerlo). Mi mayor preocupación era que hoy tenía en el estómago tan sólo un trozo de pan y un tazón de café con leche del desayuno. El Viernes Santo la comunidad ayuna, ¡y lo hace en serio! Si me hubiese dado una lipotimia, los monjes tendrían que haber salido a recogerme con una pala.
 
Mientras me ponía el mono de trabajo, no hacía más que pensar en esta contrariedad. Lo que hoy me apetecía era meditar sobre el misterio de la cruz en cualquier rincón del monasterio, en la capilla, el escritorio o caminando por el bosque. ¿Por qué gastarme trabajando en la huerta? ¡Y además con el ayuno a cuestas! Pensaba en estas cosas, y sentía cómo iba invadiéndome el desasosiego y la rabia. Era un fastidio tener que trabajar en esta mañana, ¡y encima con la preocupación de sufrir un desmayo en la huerta!
 
De pronto me pregunté de dónde procedía toda esta ira. ¿Por qué mi queja? El día en que Jesús fue entregado a sus enemigos para ser crucificado, supongo que tampoco se le permitió hacer lo que más le apetecía. ¿No quería yo meditar este Viernes Santo sobre el misterio de la cruz? ¡Ea pues, a “meditar” sobre la cruz, pero viviendo y cargando con “esta cruz”!
 
¡Hágase!
 
Cuando ya estaba preparado para salir de mi habitación e ir a trabajar, llamaron a la puerta. Era el maestro de novicios que, bastante inquieto y apesadumbrado, venía a pedirme disculpas. Todo ha sido un error suyo: para hoy no habría trabajo ninguno. Sin embargo, este error ha sido motivo de gracia para mí.
 
Zumbaban en mi cabeza las palabras que había estado refunfuñando para mis adentros tan sólo unos minutos antes: «me apetece, no me apetece, me apetece, no me apetece…». ¿Cuántas veces habré empleado estas mágicas palabras para justificar mi inacción o para huir del compromiso simplemente porque “me apetecía” o porque “no me apetecía”?
 
En ese instante, he sentido como si una luz se hubiera hecho en mi mente: el camino andado hasta hoy en el monasterio se ha mostrado como una senda en la que se han iluminado espacios oscuros dentro de mí. De pronto, han acudido a mi memoria diferentes acontecimientos sucedidos durante el mes y medio que llevo aquí viviendo.
 
Primero fueron aquellas dos camisetas desteñidas que revelaron todas aquellas cosas a las que, en el fondo, me gusta estar atado: los hábitos adquiridos desde hace tanto tiempo, las creencias, las personas, los objetos, los libros, los ahorros, o todo lo que constituye un “tesoro” del que me cuesta desprenderme.
 
¿Y aquella tarde de domingo que tuvimos exposición del santísimo? Entonces pude reconocer mi deseo de ser centro de las miradas de admiración de todo el mundo, y de que me aclamen diciendo: «¡maestro, maestro!».
 
Por si no bastara con eso, ayer jueves llegó al monasterio un joven que viene a hacer una experiencia de unos pocos días en la comunidad. Observándole, algo ardía en mi interior. «¡Mírale! –me decía a mí mismo–, pero si canta alguno de los salmos sin mirar al libro… ¡Será para demostrar que se los sabe de memoria!... ¡Yo sí que me los sé de memoria, que para algo llevo tantos años viniendo a monasterios!... Pero, ¿quién se creerá este?... Seguro que yo sé más que él… y soy más especial que él a los ojos de… ¿de quién?... ¡de los monjes, por supuesto!». En estos razonamientos me he quedado enredado desde ayer. Y ahora me doy cuenta de que siempre he procurado mostrarme bueno a los ojos de otros para alcanzar el premio más deseado: ser especial ante su mirada, ser acariciado por todos.
 
Yo que ya había creído que no iban a aparecer más lugares oscuros en mi interior y ahora sale este otro nuevo: los celos, la envidia, la profunda tristeza que en mí provoca que pueda haber otro mejor que yo. Quizá por ese motivo he aprendido a ocultarme. ¿Parece contradictorio? Si anhelo las miradas, ¿porque las evito? La razón puede que sea muy simple: inflarme por el orgullo de ser admirado puede producir, antes o después, un gran sufrimiento cuando descubra que hay gente que puede ser igual o mejor que yo. Semejante “humillación” puede ser demasiado dolorosa. Ese fue posiblemente el motivo real de la tristeza de ayer durante la celebración de la penitencia.
 
Ya van tres “mecanismos” reconocidos, ¿quedaba algo más por iluminar? Por supuesto, esta mañana ha tocado reconocer esas “palabras mágicas” (me apetece o no me apetece) con las que siempre me justifico.
 
He anotado estas cosas en una hoja de papel de la siguiente manera:
 
Apegos
 
Miradas                                         Celos
 
Apetencias
 
Es curiosa la figura que tengo ahora delante de mis ojos: las cuatro palabras configuran una especie de cruz. ¿Es esto lo que soy? ¿Es este “el hombre”? La experiencia pascual supone pasar por la cruz para llegar a la vida plena, y dicha experiencia es un proceso liberador. ¿Es esto lo que he de “crucificar”? ¿Es de esto de lo que debo ser liberado?
 
Ahora estoy recordando una cosa. Hace algunos años me explicaron el Eneagrama. El “pecado” específico de alguien como yo es la avaricia. Durante mucho tiempo no he entendido muy bien el significado de esto. ¡Ahora creo que lo comprendo! Avaro es todo aquel que acapara dinero, pero también miradas, prestigio, conocimientos. Avaro es igualmente el mezquino, aquel que no quiere abrir su mano para dar de lo que tiene, para que otros tomen de lo que posee.
 
 
 

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