La semana pasada traje a este blog la historia de una enferma a la que he tenido la oportunidad de acompañar en una unidad de cuidados paliativos de un conocido hospital madrileño (El silencio más valioso). La enferma era soltera y su única familia era una cuñada que se acercaba siempre que se lo permiten sus obligaciones.
Esta tarde me gustaría hablar de mí mismo, de mi historia y de mi intimidad, porque aquella situación me hizo considerar los efectos de mi propia soltería.
Hace unos cuantos años tuve un sueño que aún no he podido olvidar. En él me sucedía algo que, en el caso de una persona con mis antecedentes personales, podría considerarse como algo “increíble”: ¡me iba a casar! ¡Sí, un solterón indomable, terco e irreductible como yo, pasando por la vicaría! La boda era con una chica con la que salí hace mucho (pero que mucho tiempo). Lo más “divertido”, era que la pobre criatura iba embarazada… y, ¿de quién?... ¡del canalla que ahora escribe estas líneas! En efecto, la novia había sido víctima no sólo de la seducción de este truhán, sino también de su torpeza en la planificación del delito.
No obstante, la historia tenía un final feliz y, como en cualquier desenlace venturoso que se precie, el amor tenía que triunfar. El “sinvergüenza” (o sea, yo) claudicaba a las exigencias que la mancillada honra de la dama reclamaba (póngase aquí música de cuento de hadas o de final feliz, lo que más apetezca).
Bueno, vayamos al intríngulis de mi relato. ¿Alguien puede imaginarse lo que pensaba el pícaro novio mientras tanto? Pues, lo siguiente: «Uf, vaya faena. Con lo que me gustaba a mí disfrutar de mi libertad… ¿Y ahora a comprometerme?... ¡Y de por vida!... ¡Y criando un hijo!... Bueno, si no hay más remedio… pero, ¡menudo fastidio!».
Hay un salmo que dice, más o menos, lo siguiente: «hasta en sueños me instruyes». ¡Y es que hasta los sueños nos gritan cómo somos!
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Llegados a este punto y antes de continuar, creo que debo contarles un episodio de mi vida.
Yo pasé algunos años en el Seminario… Si, ese lugar donde estudian y se forman los futuros sacerdotes católicos. Seguro que les resultará curioso, pero cuando decidí abandonarlo lo hice precisamente porque el celibato me parecía una carga demasiado pesada. Los años han pasado (¡más de 20 años!), y, sin embargo, yo he continuado sin pareja. Algunos de mis antiguos compañeros, ya a punto de ordenarse como curas, me lo echaban en cara cuando me veían: «pero, ¿aún no tienes novia?... ¿y para eso has dejado el Seminario?».
Yo pasé algunos años en el Seminario… Si, ese lugar donde estudian y se forman los futuros sacerdotes católicos. Seguro que les resultará curioso, pero cuando decidí abandonarlo lo hice precisamente porque el celibato me parecía una carga demasiado pesada. Los años han pasado (¡más de 20 años!), y, sin embargo, yo he continuado sin pareja. Algunos de mis antiguos compañeros, ya a punto de ordenarse como curas, me lo echaban en cara cuando me veían: «pero, ¿aún no tienes novia?... ¿y para eso has dejado el Seminario?».
Muchas han sido las personas que me han hecho una pregunta parecida: «Y tú lo de tener una pareja y casarte, ¿nunca te lo has planteado?» Ante semejante cuestión, con un gesto de cierta desgana, siempre he terminado respondiendo: «¿Yo?... pues la verdad es que… ¿qué quieres que te diga?... pues… como que no ha entrado en mis planes…».
Algunos años después de abandonar el Seminario, cuando yo estudiaba Enfermería, aun rodeado de más de cien mujeres, nunca salí con ninguna de mis compañeras. Este dato no creo que tenga mucho misterio. Soy lo suficientemente indeciso como para que tantas mujeres, y en tanta variedad, dejen completamente bloqueada mi capacidad de elección.
Da igual qué circunstancias se hayan dado a lo largo de tu vida, el verdadero problema es que, con el paso de los años, terminas un día descubriéndote solo.
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Conocí una vez a un sacerdote que tenía una clasificación muy original de la soltería. El definía cuatro grupos: solteros, solterones, solteritos y célibes. El soltero era aquel que, por su juventud o por circunstancias personales lógicas, no había encontrado aún una pareja. El solterón era aquella persona que, por comodidad o temor, nunca la había buscado. El solterito era aquel que hallaba pareja un día en un lugar y al día siguiente en otro, evitando siempre el compromiso. Finalmente, el célibe era aquel que habría renunciado libremente a una pareja para consagrarse a una labor, a un ideal, o a un dios.
¿En cuál de estas cuatro categorías podría estar yo incluido? Lo de célibe lo descartaría, al menos por el momento. No creo que me haya consagrado aún a ninguna labor o ideal como para catalogar mi soltería como celibato. Lo de soltero ya no parece ir conmigo. Ni soy tan joven, ni mis “circunstancias personales” podrían considerarse “lógicas”. ¿Solterito entonces? Bueno, confieso que más de una vez he soñado con ser un Casanova (reconozcámoslo, las hormonas son las hormonas), pero eso de ir de flor en flor nunca me pareció del todo serio. Si no me he incluido nunca en esta categoría es por mi mala conciencia. ¿Solterón? Creo que, por eliminación, sería la única opción.
¿Quizá la razón de mi “solteronía” se encuentre en que he idealizado tanto la vida de pareja que me he sentido incapaz de afrontarla? ¿Quizá he vivido tantos años soltero que no puedo verme de otra manera? ¿Quizá vea la vida de pareja como algo aparatoso para mí y que va a complicarme demasiado la existencia?... Podría dedicar horas y horas a buscar mil y una razones que justifiquen mi decisión de vivir de una determinada manera mis relaciones con el otro sexo. Sin embargo, la historia de aquella enferma ha desenterrado un profundo temor: el de la soledad. No hablo de ese miedo a terminar mis días solo en un hospital, hablo del miedo a terminarlos sin haber buscado el abrazo, la ternura, hablo del miedo a negarme el afecto de otra persona buscando mil justificaciones.
Lo que más me interesa en esta tarde es hacer un sano ejercicio, el ejercicio de reconocer una necesidad insuficientemente cubierta: la necesidad de afecto, la necesidad de un abrazo, de ternura y de calor.
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