EL BLOG SE PRESENTA...

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Al cumplir los cuarenta, mi creador comenzó a hacerse las típicas preguntas asociadas a aquella edad: «¿qué he hecho con mi vida hasta ahora?», «¿qué pienso hacer a partir de ahora con ella?». Esas cuestiones fueron el motor de un blog con un carácter más bien “autobiográfico”, una suerte de “registro de recuerdos” que pretendía anotar algunas de sus vivencias personales y su impacto en él. Sin embargo, aquellas primeras páginas se expresaban en función del autoconcepto y el estado de ánimo del autor. Si ambos eran bajos, el estilo de cada publicación traslucía ese sentir.
Con el tiempo, aquel proyecto acabó en vía muerta.
Dos años después, mi autor retomó aquel cuaderno de bitácora para reconstruirlo desde sus cimientos e intentar corregir sus defectos. ¡Y nací yo!
En mis inicios, fui un medio para satisfacer el deseo de compartir vivencias y reflexiones personales, así como textos y vídeos variados que gustaban a mi creador. Este navío quería traer a puerto todas aquellas mercancías que pudieran enriquecer a los que paseasen por sus páginas.
Con el paso del tiempo me he dado cuenta que soy todo eso y algo más. Si, sigo siendo el saco en el que se introducen todas aquellas vivencias, reflexiones, textos y videos que han enriquecido de una u otra manera a mi autor. Pero además, combinando palabras propias y prestadas, me estoy convirtiendo en el relato de un itinerario en el que mi creador describe su transformación. En mi se ha reunido todo aquello que ha formado parte (de alguna manera) de un proceso de ensanchamiento humano y espiritual, un proceso de evolución que aún continúa.

¡Bienvenidos!


domingo, 31 de julio de 2016

COMO LÁGRIMAS EN LA LLUVIA

En la última publicación de este blog (Los cinco recuerdos) hice referencia a nuestros más profundos miedos, esos temores asociados a la pérdida de lo que más queremos: de nuestros seres queridos, de la salud, de la juventud, de la propia vida. Pensar en la propia muerte, en la posibilidad de perder la salud, de perder lo que tenemos… da vértigo. Afirmar la necesidad de pensar en ello para no olvidarlo… suena a disparate. ¿Quién está tan “loco” como para hacerlo? Lo socialmente aceptado, lo “normal”, es mirar hacia delante con esperanza, proyectar el futuro, vivir “a tope”, vivir como si nunca fuera a ocurrirnos nada.
 
La sabiduría popular dice que en nuestra vida hay que hacer tres cosas: escribir un libro, plantar un árbol y tener un hijo. En el fondo de dicha afirmación late el deseo de dejar algo nuestro para la posteridad, dejar constancia de nuestra identidad, de nuestra biografía, algo que diga que hemos estado aquí, que hemos dejado huella. Es una forma de perdurar en el tiempo.
 
Y así, en medio de proyectos, experiencias, deseos, aspiraciones, ocupaciones y preocupaciones, vivimos un tanto anestesiados de ese dolor que seguirá estando ahí, de esa realidad que siempre estará presente.
 
Esta misma mañana he tenido la oportunidad de escuchar el siguiente fragmento del libro del Eclesiastés:
 
Hay quien trabaja con sabiduría, ciencia y acierto,
y tiene que dejarle su porción a uno que no ha trabajado.
También esto es vanidad y grave desgracia.
Entonces, ¿qué saca el hombre de todos los trabajos y preocupaciones que lo fatigan bajo el sol?
De día su tarea es sufrir y penar, de noche no descansa su mente.
También esto es vanidad.
 
Eclesiastés 2, 21-23
 
Me viene ahora a la memoria la escena final de la película Blade Runner, de Ridley Scott. En ella, Rick Deckard (personaje interpretado por Harrison Ford) y Roy Batty (el “replicante” interpretado por Rutger Hauer) se enfrentan en un desesperado combate a vida o muerte. Cuando Deckard intenta escapar saltando desde un tejado a otro edificio y logra sujetarse de una viga. Roy Batty, sin embargo, salta con facilidad y se queda mirando fijamente a su enemigo, que se encuentra peligrosamente suspendido en el vacío. En el límite de su aguante, Deckart termina soltándose de la viga, pero Batty lo sujeta por la muñeca, salvándole la vida. El replicante, que se está deteriorando muy rápidamente ya que sus cuatro años de vida se acaban, se sienta y relata con elocuencia los grandes momentos de su vida. La escena no tiene desperdicio.
 
 
Las palabras de Batty son demoledoras: nuestros recuerdos del pasado, nuestros proyectos futuros, nuestras vivencias, nuestra biografía… sólo son lágrimas en la lluvia. Todo se irá con nosotros y terminará desapareciendo con nuestro último aliento, diluyéndose en la nada.
 
¡Porque hasta nosotros terminaremos diluyéndonos en la memoria colectiva! Para entender esto, sólo es necesario hacerse unas simples preguntas: ¿quién inventó la rueda?, ¿alguien recuerda su nombre?, ¿quiénes diseñaron y erigieron las pirámides o las grandes catedrales?, ¿dónde figuran sus nombres? Si se desconocen los nombres e historias de aquellos que dejaron tan grades legados, ¿quién se acordará del “legado” que cada uno de nosotros pueda dejar?
 
¡Y todavía puedo ponerme un poco más “pesimista”!
 
Imaginemos que la Humanidad pereciera como consecuencia de un cataclismo planetario. ¿Quién quedaría para recordar los grandes logros del género humano?, ¿quién para recordar los nombres de los grandes protagonistas de la Historia?
 
Aunque lo parezca, ni intento aniquilar la esperanza, ni pretendo caer en un fatalismo que conduzca a la inacción, ni quiero negar el legítimo derecho de la Humanidad al progreso. Tan sólo pretendo preguntarme en qué depositamos nuestra esperanza. ¿No será para analgesiar esa realidad de la que estamos hablando?
 
Personalmente, cada día estoy más convencido de que mirando cara a cara nuestros temores, siendo plenamente conscientes de nuestro destino, de nuestra radical vulnerabilidad, podemos vivir más plenamente el presente y amar lo que cada instante contiene.
 
Recuerdo ahora otra película, “El puente de San Luis Rey”, una historia ambientada en el Perú del siglo XVIII. En ella, las vidas de cinco de sus personajes se entrelazan en un trágico accidente en el que todos fallecen. En el monólogo final de esta cinta, la madre abadesa, interpretada por Geraldine Chaplin, dice estas palabras:
 
 
Ahora, casi nadie recuerda a Esteban y a Pepita, a no ser yo… la hermana Camila, la Perichole, recuerda a Tío Pío y a su hijo… y esta mujer a su madre… Pero pronto moriremos, y con nosotras se irá el recuerdo de aquellos cinco. También a nosotras nos amarán un tiempo y nos olvidarán… pero ese amor habrá bastado. Todos los impulsos del amor regresan al amor que los creó. El amor no necesita de recuerdo. Hay una tierra de los vivos y una tierra de los muertos, el puente entre ellas es el amor. Sólo él sobrevive y tiene sentido.
 
Pues sí, el tiempo diluirá todo recuerdo, pero lo único que quedará será el amor que hayamos tenido.
 

domingo, 24 de julio de 2016

LOS CINCO RECUERDOS

No sé si ya lo he dicho en otra parte, pero mi profesión es la Enfermería. En la actualidad soy enfermero en una unidad de Cuidados Paliativos domiciliarios. Mi trabajo consiste en atender a pacientes con enfermedad avanzada y sin posibilidad de curación, o si alguien lo prefiere por ser más claro: trabajo con enfermos en fase terminal. Todos los días veo personas que tienen “sus días contados”, trato con sus familias y acompaño, en la medida de mis capacidades, el sufrimiento que produce la pérdida o la anticipación de la pérdida de un ser querido.
 
Evidentemente, este trabajo no es inocuo para mí ni me deja impasible. Cada día pienso más en la muerte… o, mejor dicho, en el hecho de mi propia muerte. No son pocas las ocasiones en que considero la posibilidad de sufrir alguna enfermedad incapacitante y que me haga dependiente. Quizá alguno piense que el simple hecho de considerar esto sea una forma de masoquismo, un deseo de sufrir por algo que aún no se ha dado. Preferimos pasearnos por esta vida creyéndonos invulnerables, como si pretendiésemos ignorar una realidad que termina demostrándose demasiado tozuda. Esa realidad es tan simple como arrolladora: somos pura fragilidad.
 
Hace unos días, leyendo al maestro zen y activista por la paz Thith Nhat Hanh, encontré lo siguiente:
 
El miedo a la muerte es uno de nuestros principales temores. Pero cuando, en lugar de tratar de ocultarlo o huir de él, miramos directamente las semillas de ese miedo, empezamos a transformarlo. Una de las formas más poderosas de hacer esto es a través de la práctica de los cinco recuerdos… Los cinco recuerdos son los siguientes:
1. Está en mi naturaleza envejecer. Soy de la naturaleza del envejecimiento. No puedo escapar del envejecimiento.
2. Está en mi naturaleza enfermar. Soy de la naturaleza de la enfermedad. No puedo escapar de la enfermedad.
3. Está en mi naturaleza morir. Soy de la naturaleza de la muerte. No puedo escapar de la muerte.
4. Está en la naturaleza de todo lo que quiero y todo lo que amo cambiar. Y no puedo evitar verme separado de ello.
5. He heredado los resultados de los actos de mi cuerpo, de mi habla y de mi mente. Mis acciones son mi continuación. (Este quinto recuerdo entronca con el concepto de karma: lo que hacemos, lo que decimos y lo que pensamos prosigue y tiene sus consecuencias más allá del propio acto. El fruto de nuestras acciones siempre nos seguirá. Por ejemplo: si alguien fuma tres cajetillas de tabaco al día, el fruto de esa acción será un elevado riesgo de padecer una afección pulmonar crónica).
 
Fuente: Thith Nhat Hanh, Miedo. Vivir en el presente para superar nuestros temores. Kairós, Barcelona 2013, pp. 35ss.
 
 
Tras leer algo así, confieso que una de las cosas que cada día me gusta más del budismo zen es su pragmatismo y su sentido de la realidad. En nuestra vida nos encontraremos con pérdidas y cambios, con el envejecimiento, la enfermedad y, antes o después, con la muerte. Los cinco recuerdos son una sarta de perogrulladas, pero ¿alguna vez nos detenemos a considerarlos? Ante esta realidad solemos optar por una de estas dos vías: o bien huimos de ella negandola y ocultándola bajo mil distracciones, o bien la aceptamos, la acogemos y la abrazamos. Desde mi punto de vista la opción más sana es la segunda. ¡Ojalá practicásemos a diario los cinco recuerdos!
 
¿Ganas de amargarse uno la vida? ¡Nada más lejos de mi intención! ¿Cuántas veces no se ha disfrutado de la juventud o de la salud pensando que esta va a durar para siempre? ¿Cuántas habrán sido las lamentaciones por no haber aprovechado la oportunidad de decirle a alguien un simple “te quiero”, de demostrarle cariño, porque llega un día en que lo perdemos y ya es demasiado tarde? ¿Cuántas veces no habremos oído eso de que nunca se le da el debido valor a las cosas hasta que las hemos perdido? Visto desde este punto de vista, ¿digo alguna barbaridad si afirmo que nunca practicamos lo suficiente los cinco recuerdos?
 
Y si después de haber dicho todo esto, alguien continúa creyendo que estoy loco, que peco de fatalismo o de negativismo, yo le respondería que aún se le puede dar una vuelta de tuerca más.
 
Pero este es un tema del que prefiero hablar otro día…

domingo, 17 de julio de 2016

HOMBRE SOLTERO BUSCA

La semana pasada una amiga dejó un comentario en este blog. Dado que la publicación terminaba hablando de cubrir la necesidad de afecto y ternura, debió de pensar que yo andaba enamoriscado. Siento mucho tener que decepcionarla, pero aún no me hallo en tal estado. Ahora me encuentro más bien en uno de esos momentos “místico-comprensivos” en los que estoy más interesado en la búsqueda y el encuentro de mí mismo que en el de una pareja. Sin embargo, esto no siempre ha sido así (¡gracias a Dios!).
 
Reconozco que nunca he sido una persona muy activa en esto de la búsqueda de pareja. Siempre fui demasiado tímido para hablar de mis sentimientos. Por ese hecho, hace unos años me registré en una página de contactos de esas que te aseguran que son capaces de encontrarte a la pareja de tu vida en menos tiempo de lo que tardas en decir “estoy soltero y busco plan”.
 
En efecto, yo confieso ante Dios Todopoderoso y ante vosotros hermanos que he pecado de pensamiento, palabra, obra y ejecución. ¡Yo también he sido usuario de una de esas web para solteros exigentes! En esta web, como en todas de corte semejante, se suele insistir en que la presentación es muy importante si se quiere impresionar a las usuarias. Por este motivo decidí trabajarme muy bien la introducción y colgué el siguiente anuncio:
 
 
Lo más difícil es describirse a uno mismo, por lo que prefiero que sean los demás quienes lo descubran… No, creo que esta es una presentación que ya está demasiado vista. Empezaré de nuevo...
 
 
¿Por dónde puedo comenzar una descripción de mí mismo? No sé. Los encargados de esta web aconsejan que sea sincero y que no olvide expresarme con sentido del humor. Bien, voy a intentarlo.
 
Mido 1,82 m (aproximadamente) y tengo la piel muy blanca (como los champiñones) ya que no me da mucho el sol (como a los champiñones). Tengo barba (con bastantes canas ya, por cierto) y cuando paso cinco meses sin arreglarla, mi aspecto recuerda al de Johnny Castaway o al de fray Leopoldo de Alpandeire. Bueno, con lo del pelo facial tengo que hacer una matización: cuando cambian las condiciones meteorológicas y aprieta “la caló”, la barba desaparece, y si no fuera por las canas que ya me toca peinar, parecería que rejuvenezco hasta los 30 años. Respecto a los demás pelos corporales, debo informar que sufro déficit capilar frontal con migración de pelambrera hacia lugares menos deseables. Si hay cita, prometo recortarme los pelos de la nariz y depilarme los de las orejas.
 
Soy un hombre a una nariz pegado, ya que mi probóscide tiene un formato Cyrano de Bergerac. A pesar de ello, sufro atrofia olfativa y una constante sensación de obstrucción nasal. Si hay cita, no uses un gran perfume: seguro que seré incapaz de apreciarlo. Si te preguntas si padezco halitosis, mal olor de axilas, o si mis zapatos huelen peor que un cadáver en descomposición, ¡genial!, ya tenemos algo en común: ¡yo también me lo pregunto!
 
Si lo que te atrae de un hombre es su sonrisa, bórrame de tus favoritos. De pequeño no me quise poner corrector dental y tengo los dientes que parecen haber salido de la montaña rusa.
 
Como de todo y no soy nada deportista. El único ejercicio físico que hago lo efectúo todas las mañanas: incorporarme de la cama (¡uf, es durísimo!). A pesar de todo, creo que tengo un peso ideal, aunque no quiero ser demasiado idealista.
 
Soy un tipo callado y encerrado en sus propios pensamientos, al que le encanta la soledad (que a veces suele convertirse en aislamiento). Me cautivan los juegos de estrategia para PC, y paso las horas muertas disfrutando de la construcción de ciudades e imperios mientras los defiendo de los ataques de inicuas hordas bárbaras.
 
¿Y de salir? Bueeeno… a ese tipo de eventos me apunto de cuando en cuando, pero con el tipo de vida (vegetativa) que llevo, sólo tengo medio tema de conversación. Si hay cita, me pido escuchar. Y a la hora de pagar, algunos dicen de mí que me estiro menos que el portero de un futbolín. Pero eso no es del todo exacto. Lo que sucede es que yo no soy de esos hombres que nunca consienten que una mujer invite.
 
¿Y el bailoteo…? Una vez intenté aprender. Aún tengo pendiente el juicio por lesiones.
 
¿Hay alguien que tenga aún curiosidad por saber más? ¿Por dónde puedo continuar? Por ejemplo… por mis pies: tengo unas durezas en los talones que parecen centollos. Gracias a ellos conseguí el tercer premio en el certamen de claque de Sauquillo de Boñices (provincia de Soria). Bueno, lo del premio no es cierto, pero lo de los callos, por desgracia, sí (snif). A la piedra pómez la tengo consumida y la pobrecita se me echa a temblar cada vez que me acerco a ella. Y no me meto en la ducha con una lijadora de paredes por el elevado riesgo de electrocución, que si no…
 
En el resto de mis funciones soy tirando a “normalito”: ventoseo con mucha frecuencia y, a pesar de mi atrofia olfatoria, puedo asegurar que el aroma no es ni rosas, ni pino, ni lavanda. Afortunadamente para la audiencia, este tipo de actos los perpetro cuando estoy solito (se disfrutan muchísimo más). Bien, creo que será mejor no seguir la descripción por aquí, ya que me estoy poniendo demasiado escatológico.
 
Emocionalmente, soy más plano que una campeona olímpica de natación, soy un perezoso en las relaciones sociales, y hasta mi padre me decía que yo era más raro que un perro verde. Vivo con mi “señá” madre, que ya es bastante mayor, y tengo muy asumido que a este paso o termino vistiendo santos o acabo como Norman Bates.
 
¿Y en la cama? Duermo como un tronco, doy más vueltas que una peonza, y me despierto con la boca como la suela de un zapato ya que respiro por ella (otra vez por culpa de mi problema obstructivo nasal). Ya no puedo asegurar que ronque, porque si lo hago, siempre ocurre cuando estoy dormido. Ah, se me olvidaba otro detalle: en el lecho, no sé si por la posición… o por el relajamiento… sigo ventoseando (¿qué hombre no hace ruido en la cama?). Si alguna vez pasamos la noche juntos, permíteme un consejo: procura que yo no te dé la espalda.
 
Semejante dechado (o quizá sea mejor hablar de “deshecho”) de “virtudes” me hace dudar que las clientas de este servicio se fijen en mí, ya que cuando leo los anuncios que algunas cuelgan por aquí, parece que le estén escribiendo una carta a los Reyes Magos pidiéndoles un Geyperman. Cuando describen a su hombre ideal sólo les falta añadir: “...y que no sea alérgico a la kriptonita” (¡si es que leer cosas así le quitan a uno todas las ganas, leñe!).
 
A pesar de todo, aquí estoy yo.
 
No se admitirán reclamaciones (que nadie diga que no avisé).
 

domingo, 10 de julio de 2016

UN SANO EJERCICIO

La semana pasada traje a este blog la historia de una enferma a la que he tenido la oportunidad de acompañar en una unidad de cuidados paliativos de un conocido hospital madrileño (El silencio más valioso). La enferma era soltera y su única familia era una cuñada que se acercaba siempre que se lo permiten sus obligaciones.
 
Esta tarde me gustaría hablar de mí mismo, de mi historia y de mi intimidad, porque aquella situación me hizo considerar los efectos de mi propia soltería.
 
Hace unos cuantos años tuve un sueño que aún no he podido olvidar. En él me sucedía algo que, en el caso de una persona con mis antecedentes personales, podría considerarse como algo “increíble”: ¡me iba a casar! ¡Sí, un solterón indomable, terco e irreductible como yo, pasando por la vicaría! La boda era con una chica con la que salí hace mucho (pero que mucho tiempo). Lo más “divertido”, era que la pobre criatura iba embarazada… y, ¿de quién?... ¡del canalla que ahora escribe estas líneas! En efecto, la novia había sido víctima no sólo de la seducción de este truhán, sino también de su torpeza en la planificación del delito.
 
No obstante, la historia tenía un final feliz y, como en cualquier desenlace venturoso que se precie, el amor tenía que triunfar. El “sinvergüenza” (o sea, yo) claudicaba a las exigencias que la mancillada honra de la dama reclamaba (póngase aquí música de cuento de hadas o de final feliz, lo que más apetezca).
 
Bueno, vayamos al intríngulis de mi relato. ¿Alguien puede imaginarse lo que pensaba el pícaro novio mientras tanto? Pues, lo siguiente: «Uf, vaya faena. Con lo que me gustaba a mí disfrutar de mi libertad… ¿Y ahora a comprometerme?... ¡Y de por vida!... ¡Y criando un hijo!... Bueno, si no hay más remedio… pero, ¡menudo fastidio!».
 
Hay un salmo que dice, más o menos, lo siguiente: «hasta en sueños me instruyes». ¡Y es que hasta los sueños nos gritan cómo somos!
 
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Llegados a este punto y antes de continuar, creo que debo contarles un episodio de mi vida.

Yo pasé algunos años en el Seminario… Si, ese lugar donde estudian y se forman los futuros sacerdotes católicos. Seguro que les resultará curioso, pero cuando decidí abandonarlo lo hice precisamente porque el celibato me parecía una carga demasiado pesada. Los años han pasado (¡más de 20 años!), y, sin embargo, yo he continuado sin pareja. Algunos de mis antiguos compañeros, ya a punto de ordenarse como curas, me lo echaban en cara cuando me veían: «pero, ¿aún no tienes novia?... ¿y para eso has dejado el Seminario?».
 
Muchas han sido las personas que me han hecho una pregunta parecida: «Y tú lo de tener una pareja y casarte, ¿nunca te lo has planteado?» Ante semejante cuestión, con un gesto de cierta desgana, siempre he terminado respondiendo: «¿Yo?... pues la verdad es que… ¿qué quieres que te diga?... pues… como que no ha entrado en mis planes…».
 
Algunos años después de abandonar el Seminario, cuando yo estudiaba Enfermería, aun rodeado de más de cien mujeres, nunca salí con ninguna de mis compañeras. Este dato no creo que tenga mucho misterio. Soy lo suficientemente indeciso como para que tantas mujeres, y en tanta variedad, dejen completamente bloqueada mi capacidad de elección.
 
Da igual qué circunstancias se hayan dado a lo largo de tu vida, el verdadero problema es que, con el paso de los años, terminas un día descubriéndote solo.
 
 
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Conocí una vez a un sacerdote que tenía una clasificación muy original de la soltería. El definía cuatro grupos: solteros, solterones, solteritos y célibes. El soltero era aquel que, por su juventud o por circunstancias personales lógicas, no había encontrado aún una pareja. El solterón era aquella persona que, por comodidad o temor, nunca la había buscado. El solterito era aquel que hallaba pareja un día en un lugar y al día siguiente en otro, evitando siempre el compromiso. Finalmente, el célibe era aquel que habría renunciado libremente a una pareja para consagrarse a una labor, a un ideal, o a un dios.
 
¿En cuál de estas cuatro categorías podría estar yo incluido? Lo de célibe lo descartaría, al menos por el momento. No creo que me haya consagrado aún a ninguna labor o ideal como para catalogar mi soltería como celibato. Lo de soltero ya no parece ir conmigo. Ni soy tan joven, ni mis “circunstancias personales” podrían considerarse “lógicas”. ¿Solterito entonces? Bueno, confieso que más de una vez he soñado con ser un Casanova (reconozcámoslo, las hormonas son las hormonas), pero eso de ir de flor en flor nunca me pareció del todo serio. Si no me he incluido nunca en esta categoría es por mi mala conciencia. ¿Solterón? Creo que, por eliminación, sería la única opción.
 
¿Quizá la razón de mi “solteronía” se encuentre en que he idealizado tanto la vida de pareja que me he sentido incapaz de afrontarla? ¿Quizá he vivido tantos años soltero que no puedo verme de otra manera? ¿Quizá vea la vida de pareja como algo aparatoso para mí y que va a complicarme demasiado la existencia?... Podría dedicar horas y horas a buscar mil y una razones que justifiquen mi decisión de vivir de una determinada manera mis relaciones con el otro sexo. Sin embargo, la historia de aquella enferma ha desenterrado un profundo temor: el de la soledad. No hablo de ese miedo a terminar mis días solo en un hospital, hablo del miedo a terminarlos sin haber buscado el abrazo, la ternura, hablo del miedo a negarme el afecto de otra persona buscando mil justificaciones.
 
Lo que más me interesa en esta tarde es hacer un sano ejercicio, el ejercicio de reconocer una necesidad insuficientemente cubierta: la necesidad de afecto, la necesidad de un abrazo, de ternura y de calor.
 

domingo, 3 de julio de 2016

EL SILENCIO MÁS VALIOSO

En una pasada publicación de este blog (Cuarenta veces que naciera), ya tuve la ocasión de contar que soy voluntario en un centro hospitalario de Madrid. Dicha institución cuenta con una unidad de cuidados paliativos… y no creo que deba explicar qué tipo de enfermos son los que ocupan este tipo de servicios hospitalarios.
 
Desde hace un mes, paso cada miércoles por la habitación de una paciente que apenas recibe visitas ya que es soltera y su único familiar cercano es una cuñada que se acerca siempre que puede y se lo permiten sus obligaciones. Sin embargo, estas visitas no siempre son suficientes y esta paciente agradece sobremanera la presencia de los voluntarios del servicio de paliativos que se acercan por su habitación a conversar un rato con ella.
 
El pasado miércoles me acerqué a verla. En los últimos días esta mujer había empeorado. Se encontraba en cama y parecía estar dormida. Se percibía en su aspecto que la enfermedad estaba progresando, ya que presentaba una ictericia muy llamativa. Al tocarla el brazo, abrió los ojos y me sonrió. Su mirada también se veía afectada por la ictericia, que teñía el blanco de sus ojos de un color amarillento. Se la veía sin muchas fuerzas y darse la vuelta en la cama parecía resultarle algo muy difícil.
 
“¿Quieres que me quede un rato contigo?”, le pregunté. “Si…”, fue su breve respuesta. Me senté al lado de su cama y tomé su mano entre las mías. Y así me quedé un buen rato. Ella sólo sonreía y musitaba de vez en cuando: “Gracias…”. Finalmente terminó cerrando sus ojos mientras mantenía dibujada su sonrisa en la boca.
 
 
En una situación como esta no dejaba de recordar aquello que suele decirse: ¡qué incómodo puede ser mantener un silencio así durante mucho tiempo! Sin embargo, nunca me he sentido más cómodo que en esta ocasión. No necesitaba dar palabras de ánimo a esa persona, no necesitaba darle conversación. Sostener su mano entre las mías era suficiente. Parecerá muy poco, pero era muchísimo para aquella paciente. No necesitábamos más… ni ella ni yo. Aquel silencio y aquel gesto de ternura, su mano entre las mías, lo eran todo y aquella mujer no parecía necesitar nada más.
 
Durante aquellos minutos repitió su agradecimiento en un par de ocasiones más.
 
Esa experiencia me da que pensar. ¿Resulta tan complicado acompañar a un enfermo grave manteniendo el silencio y la sola presencia? ¿La soledad se llena con conversaciones? ¿Es inútil el silencio? Puedo asegurar que ese rato que permanecí con esta enferma no me sentí en absoluto inútil.
 
Es cierto… un gesto, una actitud, valen más que mil palabras de consuelo.