EL BLOG SE PRESENTA...

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Al cumplir los cuarenta, mi creador comenzó a hacerse las típicas preguntas asociadas a aquella edad: «¿qué he hecho con mi vida hasta ahora?», «¿qué pienso hacer a partir de ahora con ella?». Esas cuestiones fueron el motor de un blog con un carácter más bien “autobiográfico”, una suerte de “registro de recuerdos” que pretendía anotar algunas de sus vivencias personales y su impacto en él. Sin embargo, aquellas primeras páginas se expresaban en función del autoconcepto y el estado de ánimo del autor. Si ambos eran bajos, el estilo de cada publicación traslucía ese sentir.
Con el tiempo, aquel proyecto acabó en vía muerta.
Dos años después, mi autor retomó aquel cuaderno de bitácora para reconstruirlo desde sus cimientos e intentar corregir sus defectos. ¡Y nací yo!
En mis inicios, fui un medio para satisfacer el deseo de compartir vivencias y reflexiones personales, así como textos y vídeos variados que gustaban a mi creador. Este navío quería traer a puerto todas aquellas mercancías que pudieran enriquecer a los que paseasen por sus páginas.
Con el paso del tiempo me he dado cuenta que soy todo eso y algo más. Si, sigo siendo el saco en el que se introducen todas aquellas vivencias, reflexiones, textos y videos que han enriquecido de una u otra manera a mi autor. Pero además, combinando palabras propias y prestadas, me estoy convirtiendo en el relato de un itinerario en el que mi creador describe su transformación. En mi se ha reunido todo aquello que ha formado parte (de alguna manera) de un proceso de ensanchamiento humano y espiritual, un proceso de evolución que aún continúa.

¡Bienvenidos!


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sábado, 9 de marzo de 2019

LA LLAVE DE LA FELICIDAD

Hace mucho tiempo que no he subido ningún cuento a este navío y como llevo varias publicaciones hablando de eso del conocimiento de uno mismo y de mirar al interior, hoy me gustaría dejar aquí esta pequeña historia procedente del lejano oriente.
 
«En el comienzo, Dios se sentía solo, muy solo. Y para poder superar esta soledad creó unos seres sobrenaturales para que le hicieran compañía; pero estos seres encontraron la llave de la felicidad y se fundieron con Dios, que volvió a quedarse solo.
 
Entonces pensó que había llegado el momento de crear al ser humano, pero temió que este pudiera encontrar también la llave de la felicidad. Si lo hacía, el hombre encontraría el sendero hacia Él y se fundiría con Él, quedándose de nuevo solo.
 
Toda la noche la pasó Dios pensando y preguntándose dónde podría ocultar la llave de la felicidad para que el hombre no pudiera encontrarla. Primero pensó esconderla en el fondo de los océanos; luego en una gruta o en la más alta de las cordilleras; después pensó en ocultarla en otro planeta. Pero ninguno de estos lugares le complacía. Sabía que el ser humano terminaría descendiendo al océano más profundo y que antes o después escalaría las cumbres más altas y bajaría a las cuevas más recónditas, encontrando la llave. Ni siquiera estaría segura en un lejano planeta, ya que el hombre llegaría allí tarde o temprano.
 
Al alba todavía seguía preguntándose dónde ocultarla. Y cuando el sol comenzaba a despuntar, se le ocurrió el lugar perfecto, un sitio en que el hombre nunca buscaría la llave de la felicidad: dentro del hombre mismo.
 
Así fue como Dios creó al ser humano y en su interior colocó la llave de la felicidad».
 
Fuente: Ramiro Calle. Los mejores cuentos espirituales de oriente. RBA, Barcelona 2003, pp. 20-21.
 

domingo, 3 de marzo de 2019

CON UNOS NUEVOS OJOS

Muchos vivimos nuestras vidas como una constante búsqueda: de una posición, de una estabilidad, de una identidad, de respuestas, de certezas, de sentido. Esta búsqueda la realizamos casi siempre fuera de nosotros mismos: a través de normas y mandamientos que dirijan nuestras acciones, de modelos a seguir, de maestros que nos muestren el camino adecuado, que nos digan qué es lo bueno y lo malo (“¿qué he de hacer para alcanzar la vida eterna?”).
 
Hace casi un año publiqué una reflexión que hablaba de esto mismo: de la necesidad de indicadores que nos orienten en nuestras vidas (si quieres leerla, haz clic en este enlace). Este es el problema: en la vida no hay flechas que nos indiquen cuál es el mejor camino a seguir. Y un hecho así se hace más evidente cuando hacemos referencia al funcionamiento de nuestra propia mente.
 
No hablo del funcionamiento físico o químico de nuestro cerebro, de cómo percibimos los seres humanos la realidad que nos circunda o de cómo responde nuestro cerebro a los estímulos. Incluso los libros de neurología sólo podrá darnos unas indicaciones genéricas basadas en datos estadísticos. Hablo de cómo funciona la mente propia, la mía o la suya. Eso es algo para lo que no existen ni maestros, ni libros, ni autoridades.
 
Lo viejo es poner etiquetas. Es lo más fácil, lo que ahorra más trabajo, lo que todo el mundo hace. Con las etiquetas puedo admitir lo que se considera “lo normal” y despreciar “lo anormal”. Con las etiquetas clasifico, organizo, valoro, apruebo y censuro. Te etiqueto a ti, etiqueto a los otros y también me etiqueto a mí mismo.
 
Sin embargo, darme cuenta de lo que hago, de lo que pienso, de cuáles son mis respuestas a los acontecimientos de mi vida, evitando valorar si es bueno o es malo, si se ajusta a un determinado modelo ético o de pensamiento, si se acomoda a las expectativas ajenas o las propias, es la única forma de abrirse a la novedad.
 
El texto que hoy traigo es de un viejo conocido de este navío: J. Krishnamurti. Habla de esta nueva forma de aprender, sin manuales, sin indicaciones. Una forma de aprender que debe vaciarnos de lo que creemos saber. Una forma de aprender que no es fácil, pero que nos abre indudablemente a la fortaleza de lo que es.
 
 
«Me pregunto qué buscamos la mayoría y cuando encontramos lo que buscamos, ¿es plenamente satisfactorio o siempre permanece una sombra de frustración? ¿Es posible aprender todo, de nuestras tristezas y alegrías, de tal manera que nuestras mentes se renueven y sean capaces de aprender infinitamente más?
 
Casi todos escuchamos para que nos digan lo que debemos hacer para ajustarnos a un nuevo modelo, o simplemente escuchamos para acumular más información. Si estamos aquí con esa actitud, entonces la acción de escuchar tendrá muy poco valor en relación a lo que intentamos hacer en estas charlas. Mucho me temo que a la mayoría sólo nos preocupa eso, queremos que nos informen, escuchamos para que nos guíen, y es evidente que una mente que sólo quiere que le guíen no puede aprender.
 
Creo que existe una forma de aprender que no está relacionada con el deseo que nos guíen. Al estar confundidos, la mayoría queremos encontrar a alguien que nos ayude a no estarlo y, en consecuencia, estamos simplemente aprendiendo o adquiriendo conocimientos para ajustarnos a un determinado modelo. Me parece que todas esas formas de aprender siempre conducen no sólo a más confusión, sino también a un deterioro de la mente. Creo que hay una manera diferente de aprender, un aprender que consiste en investigar dentro de uno mismo, un aprender en el que no hay profesor y alumno, discípulo y gurú. Cuando uno empieza a investigar el funcionamiento de su propia mente, cuando observa su propio pensar, sus actividades y sentimientos cotidianos, en ese momento nadie le enseña porque no hay nadie que pueda enseñarle Uno no puede basar su investigación en una autoridad, suposición o conocimiento previo; si lo hace, estará meramente ajustándose a un patrón conocido y, por tanto dejará de aprender de sí mismo.
 
Creo que es muy importante aprender de sí mismo, porque sólo entonces la mente puede eliminar lo viejo y, a menos que la mente se vacíe de lo viejo no puede surgir una fuerza interna nueva. Esta fuerza nueva y creativa es imprescindible si el individuo quiere crear un mundo diferente, una relación diferente, una estructura moral distinta; y únicamente eliminando de la mente todo lo viejo puede surgir esa nueva fuerza interna, llámenla como más les guste, la fuerza de la realidad o la gracia de Dios, ese sentimiento de algo completamente nuevo, no premeditado, algo que el pensamiento nunca ha pensado, que no ha sido elaborado por la mente. Sin esa fuerza creativa extraordinaria de la realidad, hagan lo que hagan para eliminar la confusión y generar orden en la estructura social, sólo conducirá a más desdicha. Creo que es bastante obvio, si uno observa los acontecimientos políticos y sociales que están sucediendo en el mundo.
 
De manera que es importante, me parece a mí, que la mente se vacíe de todo conocimiento porque el conocimiento siempre viene del pasado, y mientras la mente cargue con el residuo del pasado, con las experiencias personales y colectivas, no es posible aprender.
 
Existe un aprender que empieza con el conocimiento propio, un aprender que llega con darse cuenta de las actividades cotidianas, de lo que uno hace, piensa, de cuál es su relación con otro, de cómo responde su mente a cada incidente y reto de la vida cotidiana. Sin darse cuenta de sus respuestas a cada reto de la vida no puede haber conocimiento propio. Sólo puede conocerse tal como es en relación con algo, en relación con la gente, con las ideas y con las cosas. Si da por sentado cualquier cosa de sí mismo, si presupone, por ejemplo, que uno es el Atman, o el yo superior, y comienza a partir ahí, lo cual sin duda es una conclusión, su mente será incapaz de aprender.
 
Cuando la mente carga con el peso de una conclusión, de una fórmula, deja de investigar. Es muy importante investigar, no sólo como hacen ciertos especialistas en el campo científico o psicológico, sino investigar dentro de uno mismo para conocer la totalidad del propio ser, ver cómo opera la mente, tanto en el nivel consciente como en el inconsciente, en las actividades de la propia vida diaria, cómo uno actúa, cuáles son las respuestas cuando va al trabajo, cuando viaja en autobús, cuando habla con sus hijos, con su esposa o esposo, etc. A menos que la mente se dé cuenta de la totalidad de sí misma, no de cómo debería ser, sino de cómo realmente es, a menos que se dé cuenta de sus conclusiones, sus suposiciones, sus ideales, su conformismo, no hay ninguna posibilidad de que surja esta nueva y creativa fuerza de la realidad.
 
Tal vez conozca las capas superficiales de su mente, pero conocer los motivos, los estímulos y los miedos inconscientes, los residuos ocultos de la tradición, de la herencia racial, darse cuenta de todo eso y prestarle verdadera atención, es un trabajo duro, exige muchísima energía. La mayoría no estamos dispuestos a prestar verdadera atención a estas cosas, no tenemos la paciencia necesaria para profundizar en nosotros mismos paso a paso, milímetro a milímetro, a fin de empezar a conocer todas las sutilezas los complicados movimientos de la mente. Sin embargo, sólo la mente que se comprende a sí misma en su totalidad y, por consiguiente, una mente incapaz de engañarse, únicamente esa mente puede liberarse de su pasado e ir más allá de sus limitados movimientos en el campo del tiempo. No es muy difícil, pero requiere trabajar muy duro».
 
Charla pública en Bombay, 20 de febrero de 1957.
J. Krishnamurti, Darse cuenta. La puerta de la inteligencia. Gaia Ediciones, Madrid 2010, pp. 53-56.
 

lunes, 25 de febrero de 2019

EGO

La semana pasada embarqué en este navío un fragmento de santa Teresa de Jesús (si quieres leerlo, haz click en este enlace). Aquel texto hablaba de conocimiento propio, de reconocimiento de nuestro “humus”. La santa tenía la certeza de que Dios habita en lo más íntimo de nuestro ser y es allí donde es posible una experiencia honda de encuentro con El. Teresa aconsejaba repetidamente comenzar en el camino de oración conociendo ese lugar de encuentro, o sea, conocer y considerar lo que somos.
 
El problema de observarse demasiado el propio ombligo es acabar dando vueltas entorno al ego (a mí me gusta llamarlo “ego-centripetismo”). Alguien como Pablo d’Ors propone un método (basado en su experiencia de meditación) para salir de ese egocentrismo.
 
«Para bien o para mal, desde mi más temprana adolescencia he sido alguien muy interesado en profundizar en mi propia identidad. Por eso he sido un ávido lector. Por eso cursé Filosofía y Teología en mi juventud. El peligro de una inclinación de este género es, por supuesto, el egocentrismo; pero gracias al sentarse, respirar y nada más, comencé a percatarme de que esta tendencia podía erradicarse no ya por la vía de la lucha y la renuncia, como se me había enseñado en la tradición cristiana, a la que pertenezco, sino por la del ridículo y la extenuación. Porque todo egocentrismo, también el mío, llevado a su extremo más radical, muestra su ridiculez e inviabilidad» (Pablo d'Ors, Biografía del silencio. Siruela, Madrid 2017, p. 12).
 
Según esto, no es cuestión de luchar contra el ego, o de renunciar a uno mismo, sino de reírse de nuestra inclinación a ver al yo como centro del universo.
 
La semana pasada, Santa Teresa hablaba de considerarse a uno mismo considerando también la grandeza del Dios que viene a habitarnos. De forma análoga, alguien que no sea creyente y que, con actitud contemplativa, observe un espacio natural, un cielo estrellado o la fuerza de los elementos, puede comprender lo pequeño, lo inmensamente pequeño que es ese microcosmos al que llamamos “yo y mi circunstancia”.
 
Esta semana he tenido la ocasión de leer un texto del monje cisterciense Thomas Merton (un texto atravesado en ocasiones de gran ironía). El monje estadounidense afirmaba que la vocación de todo ser humano no es otra sino ser lo que somos. Él llegó a afirmar: “para mí, ser santo significa ser yo mismo”.
 
Sin embargo, conocer y alcanzar nuestra propia identidad nunca será posible desde la separación de Dios o desde el aislamiento de los otros seres humanos. Crear y creer en un yo diferente al resto del común de los mortales no solo sería una mentira, sino incluso peligroso.
 
Pero quizá sea mejor dejar hablar a Merton.
 
«Para llegar a ser yo mismo tengo que dejar de ser lo que siempre pensé que quería ser; para encontrarme a mí mismo tengo que salir de mí, y para vivir tengo que morir.
 
Esto se debe a que he nacido en el egoísmo, y por eso mis naturales esfuerzos por hacerme más real y más yo mismo me hacen menos real y menos yo mimo, porque giran en torno a una mentira.
 
Quienes no conocen nada de Dios, y cuyas vidas están centradas en sí mismos, se imaginan que sólo pueden encontrarse a sí mismos afirmando sus deseos, ambiciones y apetitos en una lucha con el resto del mundo. Tratan de hacerse reales imponiéndose a otras personas, apropiándose de una parte de la limitada cantidad de bienes creados y acentuando así la diferencia entre ellos y otras personas que tienen menos que ellos o nada en absoluto.
 
Sólo pueden concebir una manera de hacerse reales: separarse de los otros y construir una barrera de contraste y distinción entre ellos y los demás. No saben que la realidad no debe ser buscada en la división, sino en la unidad, ya que somos “miembros unos de otros”.
 
Quien vive en la división no es una persona, sino tan sólo un “individuo”.
 


Tengo lo que vosotros no tenéis. Soy lo que vosotros no sois. He conseguido lo que vosotros no habéis podido conseguir y me he apropiado de lo que vosotros no tendréis jamás. Por eso vosotros sufrís y yo soy feliz, vosotros sois despreciados y yo soy elogiado, vosotros morís y yo vivo; vosotros sois nada y yo soy algo, y soy tanto más porque vosotros no sois nada. De esta manera paso mi vida admirando la distancia entre vosotros y yo; a veces esto me ayuda incluso a olvidar a las personas que tienen lo que yo no tengo, han tomado lo que yo no tomé, debido a mi lentitud, se han apropiado de lo que estaba fuera de mi alcance, son elogiadas como yo no puedo serlo y viven de mi muerte…
 
Quien vive en la división vive en la muerte. No puede encontrarse a sí mismo, Porque está perdido; ha dejado de ser una realidad. La persona que cree ser es un mal sueño. Y cuando muera, descubrirá que había dejado de existir hacía mucho, porque Dios, que es la realidad infinita y en cuya mirada está el ser de todo cuanto existe, le dirá: “No te conozco”.
 
Y ahora reflexiono sobre la enfermedad del orgullo espiritual. Pienso en la peculiar irrealidad que penetra en el corazón de los santos y devora su santidad antes de que esté madura. Hay algo de este gusano en el corazón de todos los religiosos. Tan pronto como realizan algo que saben que es bueno a los ojos de Dios, tienden a apropiarse de esa realidad y hacerla suya. Tiende a destruir sus virtudes reivindicándolas para sí y revistiendo la íntima ilusión de sí mismos con valores que pertenecen a Dios. ¿Quién puede escapar al secreto deseo de respirar una atmósfera diferente de la del resto de los seres humanos? ¿Quién puede hacer obras buenas sin buscar en ellas alguna agradable distinción del común de los pecadores de este mundo?
 
Esta enfermedad es aún más peligrosa cuando consigue aparecer como humildad. Cuando un orgulloso se cree humilde, es un caso perdido.
 
Supongamos que un hombre ha hecho muchas cosas que a su naturaleza le resultaba difícil aceptar. Ha superado pruebas difíciles, ha trabajado mucho y, por la gracia de Dios, ha llegado a poseer un hábito de fortaleza y abnegación gracias al cual, finalmente, el trabajo y los sufrimientos se hacen llevaderos. Es razonable pensar que su conciencia esté en paz. Pero, antes de que pueda percatarse de ello, la limpia paz de una voluntad unida a Dios se convierte en la complacencia de una voluntad que ama su propia excelencia.
 
El placer que siente en su corazón cuando realiza cosas difíciles y consigue hacerlas bien, le dice secretamente: “Soy un santo”. Al mismo tiempo, parece que otros reconocen que es diferente de ellos. Lo admiran o, quizá, lo evitan -¡el dulce homenaje de los pecadores! El placer se convierte en un fuego devorador. El calor de ese fuego es muy semejante al amor de Dios, porque es alimentado por las mismas virtudes que mantienen la llama de la caridad. Arde en el fuego de la admiración de sí mismo, paro piensa: “Es el fuego del amor de Dios”.
 
Piensa que su orgullo es el Espíritu Santo.
 
El dulce calor del placer se convierte en el criterio de todas sus obras. El gusto que encuentras en los actos que lo hacen admirable a sus propios ojos le lleva a ayunar, a orar, a ocultarse en la soledad, a escribir muchos libros, a construir iglesias y hospitales o a fundar mil organizaciones. Y cuando consigue lo que quiere, piensa que su sentimiento de satisfacción es la unción del Espíritu Santo. Y la secreta voz del placer canta en su corazón: Non sum sicut caeteri homines (“No soy como los demás hombres”: Lc 18, 9-14).
 
Una vez que comienza a avanzar por este camino, no hay límites para el mal que, llevado de la satisfacción de sí mismo, Puede hacer en nombre de Dios y de Su amor y para tolerar el consejo de otra persona –o las órdenes de un superior. Cuando alguien se opone a sus deseos, junta humildemente las manos y parece aceptarlo por el momento, pero en su corazón dice: “Soy perseguido por hombres mundanos, incapaces de comprender a quien está guiado por el Espíritu de Dios. Con los santos siempre ha sido así”.
 
Y, habiéndose hecho un mártir, es diez veces más testarudo que antes.
 
Cuando tal persona se cree que es un profeta o un mensajero de Dios, o que tiene la misión de reformar el mundo, las consecuencias son terribles… Es capaz de destruir la religión y hacer que el nombre de Dios resulte odioso para los hombres.
 
De alguna manera, tengo que buscar mi identidad no sólo en Dios, sino también en los otros.
 
Jamás podré encontrarme a mí mismo si me aíslo del resto de la humanidad como si perteneciera a una especie diferente».
 
Thomas Merton, Nuevas semillas de contemplación. Sal Terrae, Santander 2003, pp.67-70.
 

domingo, 3 de febrero de 2019

LA ÚNICA PREGUNTA NECESARIA

Las últimas semanas vengo leyendo libros que hablan de meditación y de contemplación. Casi todo lo que leo, da vueltas a una misma idea: hay un yo auténtico que se encuentra en lo más oculto de nosotros mismos. Hoy me gustaría comenzar con unas palabras de Pablo d’Ors. En su práctica de meditación llegó al descubrimiento de ese “yo auténtico”, un yo que se encuentra en todos y cada uno de nosotros, pero que siempre suele estar enmascarado por humo y por construcciones ilusorias que nosotros mismos hemos fabricado.
 
La forma que tuvo de llegar a este convencimiento fue planteándose la única pregunta necesaria: ¿quién soy yo? Dejaré hablar a d’Ors:
 
Al intentar responder, me percaté de que cualquier atributo que pusiera a ese “yo soy”, cualquiera, pasaba a ser, bien mirado, escandalosamente falso. Porque yo podía decir, por ejemplo, “soy Pablo d'Ors”; pero lo cierto es que también sería quien soy si sustituyera mi nombre por otro. De igual modo, podía decir “soy escritor”; pero, entonces, ¿significaría eso que yo no sería quien de hecho soy si no escribiera? O, “soy cristiano”, en cuyo caso, ¿dejaría de ser yo mismo si renegase de mi fe? Cualquier atributo que se ponga al yo, aun el más sublime, resulta radicalmente insuficiente. La mejor definición de mí a la que hasta ahora he llegado es “yo soy”. Simplemente. Hacer meditación es recrearse y holgar en este “yo soy”.
 
Esta holganza o recreación, si procede por los cauces oportunos, produce el mejor de los propósitos posibles: aliviar el sufrimiento del mundo. Uno se sienta a meditar con sus miserias para, gracias a un proceso de expiación interna, llegar a ese “yo soy”. Y uno se sienta con el “yo soy” para alimentar la compasión. Pero no es sencillo llegar a este punto, puesto que nunca terminamos de purgar.
 
Pablo d'Ors, Biografía del silencio. Siruela, Madrid 2017, p.70-71.
 
Yo no poseo una experiencia de meditación como la de Pablo d’Ors, y en mis “prospecciones” he llegado al siguiente punto: soy lo que se me ha enseñado a ser, lo correcto, lo “normal”; soy lo que los demás esperan de mí, soy lo que resulta más atractivo o aprobable a los ojos de la gente; soy lo que quiero aparentar, la imagen que he diseñado para venderme mejor; soy fruto de una Historia (con mayúscula), heredero de las esperanzas y los miedos de mis ancestros (los más cercanos y los más lejanos); soy el producto de mi propia historia, esa historia con minúscula, la de cada día, esa en la que crezco o menguo; soy lo que pienso y lo que siento; soy abundancia y necesidad, miseria y tesoro, multitud y soledad, coherencia y contradicción. Soy yo y también todo lo contrario.
 
Si me recreo en todo esto, según Pablo d’Ors, el efecto que producirá es el alivio del sufrimiento, porque lo que nos suele hace sufrir son nuestras resistencias a la realidad. Y es nuestra propia realidad a la que más nos solemos resistir. Quizá ese es el motivo por el cual una mirada compasiva, una mirada capaz de contemplar con cierta ironía y humor lo que somos, es la única capaz de arrancarnos las máscaras. Recuerdo una pequeña historia que ilustra muy bien esto último:
 
Un discípulo preguntó a Hejasi: “Quiero saber que es lo más divertido de los seres humanos”.
Hejasi contestó: “Piensan siempre al contrario: tienen prisa por crecer, y después suspiran por la infancia perdida. Pierden la salud para tener dinero y después pierden el dinero para tener salud. Piensan tan ansiosamente en el futuro que descuidan el presente, y así, no viven ni el presente ni el futuro. Viven como si no fueran a morir nunca y mueren como si no hubiesen vivido”.
 
Al hilo de todo esto, acude ahora a mi memoria uno de los textos bíblicos más hermosos que he tenido la oportunidad de leer y “rumiar”: se trata del salmo 138. En esta oración, el salmista se dirige a un Dios del que es imposible esconderse, que nos conoce mucho mejor y con más hondura de lo que nosotros mismos podemos llegar a conocernos. Dice así:
 
Señor, tú me sondeas y me conoces;
me conoces cuando me siento o me levanto,
de lejos penetras mis pensamientos;
distingues mi camino y mi descanso,
todas mis sendas te son familiares.
No ha llegado la palabra a mi lengua,
y ya, Señor, te la sabes toda.
Me estrechas detrás y delante,
me cubres con tu palma.
Tanto saber me sobrepasa,
es sublime, y no lo abarco.
 
¿Adónde iré lejos de tu aliento,
adónde escaparé de tu mirada?
Si escalo el cielo, allí estás tú;
si me acuesto en el abismo, allí te encuentro;
si vuelo hasta el margen de la aurora,
si emigro hasta el confín del mar,
allí me alcanzará tu izquierda,
me agarrará tu derecha.
Si digo: «Que al menos la tiniebla me encubra,
que la luz se haga noche en torno a mí»,
ni la tiniebla es oscura para ti,
la noche es clara como el día.
 
Tú has creado mis entrañas,
me has tejido en el seno materno.
(…) Conocías hasta el fondo de mi alma,
no desconocías mis huesos.
Cuando, en lo oculto, me iba formando,
y entretejiendo en lo profundo de la tierra,
tus ojos veían mis acciones,
se escribían todas en tu libro;
calculados estaban mis días
antes que llegase el primero.
¡Qué incomparables encuentro tus designios,
Dios mío, qué inmenso es su conjunto! (…)
 
 
¿No sería extraordinario llegar a conocerme con la hondura con la que me conoce el Dios del salmista? Esta es una idea que resulta fascinante, pero al mismo tiempo, parece extraordinariamente difícil. Puedo continuar preguntándome: ¿quién soy?, ¿qué más puedo esperar encontrarme?, ¿soy algo más, algo que aún no puedo vislumbrar, algo que se encuentra en lo más íntimo y lo más oculto de mí mismo? Yo aún no soy capaz de contestar a esta cuestión, por lo que me gustaría dejar la respuesta al monje cisterciense norteamericano Thomas Merton. Donde Pablo d’Ors habla de meditación, Merton habla de contemplación, pero el efecto es semejante: el despertar del yo real que, simplemente, es.
 
Existe una oposición irreductible entre el yo profundo y trascendente que despierta sólo en la contemplación y el yo superficial y exterior que identificamos por lo general con la primera persona del singular. Debemos recordar que este “yo” superficial no es nuestro yo real. Es nuestra “individualidad” y nuestro “yo empírico”, pero no es realmente la persona escondida y misteriosa en la que subsistimos a los ojos de Dios. El “yo” que actúa en el mundo, piensa sobre sí, observa sus propias reacciones y habla de sí no es el verdadero “yo” (…) Es, en la mejor de las hipótesis, la vestidura, la máscara, el disfraz de ese “sí mismo” misterioso y desconocido que la mayor parte de nosotros no descubrimos hasta que morimos. Nuestro yo exterior y superficial (…) está condenado a desaparecer tan completamente como el humo de una chimenea. Es totalmente frágil y evanescente. La contemplación es precisamente la conciencia de que este “yo” es en realidad “no yo”, y el despertar del “yo” desconocido que está fuera del alcance de la observación y la reflexión y que es incapaz de hablar acerca de sí. Ni siquiera puede decir “yo” con la seguridad y la impertinencia del otro, ya que su verdadera naturaleza consiste en estar oculto y ser anónimo y no identificado en la sociedad, donde las personas hablan de sí mismas y unas de otras. En semejante mundo, el verdadero “yo” permanece invisible e incapaz de expresarse, porque tiene mucho que decir y, al mismo tiempo, ni una sola palabra sobre sí mismo.
 
Nada podría ser más ajeno a la contemplación que el Cogito ergo sum (“Pienso, luego existo”) de Descartes. Esta es la declaración de un ser alienado, exiliado de su propia profundidad espiritual, obligado a buscar algún consuelo en una prueba de su propia existencia (!) basada en la observación de que “piensa”. Si su pensamiento es necesario como un medio a través del cual llega al concepto de su existencia, entonces, de hecho, tan sólo se está alejando aún más de su verdadero. Se está reduciendo a un concepto. Está haciendo que le resulte imposible experimentar directamente el misterio de su propio ser.
 
La contemplación, (…) es la comprensión experiencial de la realidad como subjetiva, no tanto “mía” (que significaría “perteneciente al yo exterior”) cuanto “yo mismo” en el misterio de la existencia. La contemplación no llega a la realidad después de un proceso de deducción, sino por un despertar intuitivo en el que nuestra realidad libre y personal se hace plenamente consciente de su profundidad existencial (…).
 
Para el contemplativo no hay cogito (“pienso”) ni ergo (“luego”), sino únicamente SUM (“existo”). No en el sentido de una afirmación vana de nuestra individualidad como fundamentalmente real, sino en la humilde compresión de nuestro ser misterioso como personas en quienes Dios vive con infinita dulzura y poder inalienable.
 
Thomas Merton, Nuevas semillas de contemplación, Sal terrae, Santander 2003, p. 29-31.
 

domingo, 13 de enero de 2019

INSACIABLES

Todo niño quiere ser hombre, todo hombre quiere ser rey, todo rey quiere ser Dios. Sólo Dios quiso ser niño (Leonardo Boff).
 
Estas palabras de Leonardo Boff, que evocan la reciente Navidad, me parecen extraordinarias para comenzar hoy. Todo ser humano aspira siempre a convertirse en algo que todavía no es, algo más fuerte, algo más rápido, algo que puede llegar más alto. Sin embargo, no conviene confundir “superación” con “superioridad”. Hablar de la legítima y sana aspiración de desarrollar el potencial que todo ser humano pueda tener no es lo mismo que el afán de doblegar la realidad (o a los demás) a los propios deseos. Lo segundo se podría resumir con el verbo “poseer”. Lo primero, con “desplegar” o “disfrutar”.
 
Las líneas que siguen a continuación hablan de atreverse profundizar en lo que somos, de ahondar en la realidad que negamos, de explorar en búsqueda del tesoro que se encuentra enterrado en nuestro propio jardín y no en lejanas tierras.
 
 
Resulta curioso constatar cómo aquello que debería ser lo más elemental es para muchos de nosotros, de hecho, tan costoso. Lo que urge aprender es que no somos dioses, que no podemos -ni debemos- someter la vida a nuestros caprichos; que no es el mundo quien debe ajustarse a nuestros deseos, sino nuestros deseos a las posibilidades que ofrece el mundo (…).
 
A los seres humanos nos caracteriza un desmedido afán por poseer cosas, ideas, personas... ¡Somos insaciables! Cuanto menos somos, más queremos tener. (…) Es en la nada donde el ser brilla en todo su esplendor. Por eso, conviene dejar de una vez por todas de desear cosas y de acumularlas; conviene comenzar a abrir los regalos que la vida nos hace para, acto seguido, simplemente disfrutarlos. (…) Porque todo, cualquier cosa, está ahí para nuestro crecimiento y regocijo. Tanto más deseemos y acumulemos, tanto más nos alejamos de la fuente de la dicha. ¡Párate! ¡Mira!, (…) y si secundo estos imperativos y, efectivamente, me paro y miro, ¡ah!, entonces surge el milagro.
 

Casi nunca nos damos cuenta de que el problema que nos preocupa no suele ser nuestro problema real. Tras el problema aparente está siempre el problema auténtico, palpitante, intacto. Las soluciones que damos a los problemas aparentes son siempre completamente inútiles, puesto que son también aparentes. Es así como vamos de falsos problemas en falsos problemas, y de falsas soluciones en falsas soluciones. Destruimos la punta del iceberg y creemos que nos hemos liberado del iceberg entero. ¿Quieres conocer tu iceberg?, esa es la pregunta más interesante. No es difícil: basta dejar de revolverse entre las olas y ponerse a bucear. Basta tomar aire y tener la cabeza bajo el agua. Una vez ahí, basta abrir los ojos y mirar.
 
Por grande que sea nuestro iceberg, cualquier iceberg, es solo agua. Basta una fuente de calor lo suficientemente potente para que se vaya deshaciendo. El hielo siempre se deshace al calor. Tardará mucho tiempo si el iceberg es voluminoso, pero se deshará si mantenemos activa y cercana esa fuente de calor. Lo único que hace falta es cierta curiosidad por conocer el propio iceberg. Cuanto más se observa uno a sí mismo, más se desmorona lo que creemos ser y menos sabemos quiénes somos. Hay que mantenerse en esa ignorancia, soportarla, hacerse amigo de ella, aceptar que estamos perdidos y que hemos estado vagando sin rumbo. Posiblemente hemos perdido el tiempo, la vida incluso, pero esas pérdidas nos han conducido hasta donde ahora estamos (…): has sido un vagabundo, pero puedes convertirte en un peregrino. ¿Quieres?
 
Pablo d'Ors, Biografía del silencio. Siruela, Madrid 2017. p.53-56.
 
Si quieres leer una historia sobre tesoros enterrados en tu propio hogar, haz click aquí.

sábado, 22 de diciembre de 2018

LODO

Después de la publicación de la entrada “SILENCIO” del pasado 16 de diciembre, rebuscando entre mis archivos he encontrado este testimonio de Pablo d’Ors, que se encuentra en su libro “Biografía del silencio”, en el que habla de sus primeras incursiones en el mundo de la meditación, en las que no hizo “grandes descubrimientos”, ni tuvo profundas experiencias místicas. Sólo encontró lodo.
 
Pero incluso el lodo se asienta transcurrido el tiempo, permitiendo descubrir la claridad del agua.
 
En estas líneas que hoy transcribo no puedo dejar de sentirme plenamente reflejado y me trasmiten la esperanza que necesito para seguir manteniéndome en este sendero.
 
Durante el primer año, estuve muy inquieto cuando me sentaba a meditar: me dolían las dorsales, el pecho, las piernas... A decir verdad, me dolía casi todo. Pronto me di cuenta, sin embargo, de que prácticamente no había un instante en que no me doliera alguna parte del cuerpo; era solo que cuando me sentaba a meditar me hacía consciente de ese dolor. Tomé entonces el hábito de formularme algunas preguntas tales como: ¿qué me duele?, ¿cómo me duele? Y, mientras me preguntaba esto e intentaba responderme, lo cierto era que el dolor desaparecía o, sencillamente, cambiaba de lugar. No tardé en extraer de esto una conclusión: la pura observación es transformadora; como diría Simone Weil -a quien empecé a leer en aquella época-, no hay arma más eficaz que la atención.
 
 
La inquietud mental, que fue lo que percibí justo después de las molestias físicas, no fue para mí una batalla menor o un obstáculo más soportable. Al contrario: un aburrimiento infinito me acechaba en muchas de mis sentadas, como empecé entonces a llamarlas. Me atormentaba quedar atrapado en alguna idea obsesiva, que no acertaba a erradicar; o en algún recuerdo desagradable, que persistía en presentarse precisamente durante la meditación. Yo respiraba armónicamente, pero mi mente era bombardeada con algún deseo incumplido, con la culpa ante alguno de mis múltiples fallos o con mis recurrentes miedos, que solían presentarse cada vez con nuevos disfraces. De todo esto huía yo con bastante torpeza: acortando los períodos de meditación, por ejemplo, o rascándome compulsivamente el cuello o la nariz -donde con frecuencia se concentraba un irritante picor-; también imaginando escenas que podrían haber sucedido -pues soy muy fantasioso-, componiendo frases para textos futuros -dado que soy escritor-, elaborando listas de tareas pendientes; recordando episodios de la jornada; ensoñando el día de mañana... ¿Debo continuar? Comprobé que quedarse en silencio con uno mismo es mucho más difícil de lo que, antes de intentarlo, había sospechado. No tardé en extraer de aquí una nueva conclusión: para mí resultaba casi insoportable estar conmigo mismo, motivo por el que escapaba permanentemente de mí. Este dictamen me llevó a la certeza de que, por amplios y rigurosos que hubieran sido los análisis que yo había hecho de mi conciencia durante mi década de formación universitaria, esa conciencia mía seguía siendo, después de todo, un territorio poco frecuentado.
 
La sensación era la de quien revuelve en el lodo. Tenía que pasar algún tiempo hasta que el barro se fuera posando y el agua empezase a estar más clara. Pero soy voluntarioso, como ya he dicho y, con el paso de los meses, supe que cuando el agua se aclara, empieza a poblarse de plantas y peces. Supe también, con más tiempo y determinación aún, que esa flora y fauna interiores se enriquecen cuanto más se observan. Y ahora, cuando escribo este testimonio, estoy maravillado de cómo podía haber tanto fango donde ahora descubro una vida tan variada y exuberante.
 
Fuente: Pablo d'Ors, Biografía del silencio. Siruela, Madrid 2017, p. 13-15.
 
 

domingo, 16 de diciembre de 2018

SILENCIO

Hace poco tiempo que estoy iniciándome en eso de “hacer silencio” por medio de la meditación. Durante mucho tiempo he creído (como sospecho que lo han hecho muchos otros igual que yo) que eso de la hacer silencio consistía en dejar la mente vacía, sin pensamiento alguno. ¡Nada más lejos de la realidad!
 
En el brevísimo espacio de tiempo que llevo explorando eso de la meditación, he aprendido una lección bastante valiosa: el silencio es aquel estado en el cual soy capaz de oír aquellos sonidos (externos, pero también internos) que, en un ambiente más ruidoso, he sido incapaz de percibir antes. Un amigo mío, que es invidente, tiene una imagen del silencio muy sugerente. Cuando entra en un ambiente silencioso sus oídos captan un molesto pitido, eso que los expertos conocen como “acufenos”. Me parece (insisto) una imagen muy interesante, ya que los acufenos (que están siempre presentes) se perciben con mayor fuerza cuanto menos ruido ambiental tenemos entorno nuestro. Lo que sucede es algo muy simple: el ruido ambiente oculta aquellos ruidos interiores.
 
De una forma análoga, el silencio interior no sería simplemente un estado, sino más bien un medio para poder escuchar mejor aquello que no solemos escuchar habitualmente. Así, cuanta más calidad tenga nuestro silencio interior, mayor será la capacidad para distinguir lo que bulle en mí interior (e incluso lo que bulle en el interior de los otros).
 
 
Una historia cuenta:
 
Un discípulo, antes de ser reconocido como tal por su maestro, fue enviado a la montaña para aprender a escuchar la naturaleza. Al cabo de un de un tiempo, volvió para dar cuenta al maestro de lo que había percibido.
- He oído el piar de los pájaros, el aullido del perro, el ruido del trueno…
- No, le dijo el maestro, vuelve otra vez a la montaña. Aún no estás preparado. Por segunda vez dio cuenta al maestro de lo que había percibido.
- He oído el rumor de las hojas al ser mecidas por el viento, el cantar del agua en el río, el lamento de una cría sola en el nido…
- No, le dijo de nuevo el maestro, aún no. Vuelve de nuevo a la naturaleza y escúchala. Por fin, un día…
- He oído el bullir de la vida que irradiaba del sol, el quejido de las hojas al ser holladas, el latido de la savia que ascendía por el tallo, el temblor de los pétalos al abrirse acariciados por la luz…
- Ahora sí. Ven, porque has escuchado lo que no se oye.
 
Hace poco, releyendo el libro “Sadhana”, del jesuita Anthony de Mello, encontré estas palabras con las que comienza el primer capítulo:
 
«El silencio es la gran revelación», dijo Lao-tse. Estamos acostumbrados a considerar la Escritura como la revelación de Dios. Y así es. Con todo, quisiera que, en este momento, descubrierais la revelación que aporta el silencio. Para recibir la revelación de la Escritura tenéis que aproximaros a ella; para captar la revelación del Silencio, debéis primero lograr silencio. Y ésta no es tarea sencilla.
 
Tony de Mello proponía un sencillo ejercicio: busque una postura cómoda, cierre los ojos y guarde silencio durante diez minutos, intentando que dicho silencio sea el silencio más total, tanto de corazón como de mente. Este silencio, una vez conseguido, nos abrirá a la revelación que trae consigo. Al llegar al final de esos diez minutos, si nos detenemos a reflexionar sobre lo que hemos hecho y experimentado en este tiempo, unos descubriremos que somos incapaces de acallar ni tan siquiera un instante el incesante flujo de pensamientos y emociones en nuestra mente. Otros sentirán pánico de ese silencio porque no les gusta enfrentarse a lo que se encuentran.
 
Tras hacer este ejercicio, mi experiencia personal podría catalogarse como “desalentadora”. Soy de los que son incapaces de contener totalmente su mente. No dejan de irrumpirme pensamientos, planes para el día de hoy, cosas que no debo olvidar hacer mañana, imágenes de mi pasado o cualquier tipo de estúpida preocupación (interesante palabra, “pre-ocupación”, que hace referencia a esa extraña capacidad mental de ocuparse de los problemas antes de que estos puedan presentarse en nuestras vidas).
 
Por esa razón, he terminado aceptando que el “silencio” es otra cosa y, visto de esa manera, es más revelador. El jesuita da una palabra de aliento:
 
…no existe motivo para desanimarse. Incluso esos pensamientos alocados pueden ser una revelación. ¿No es una revelación sobre ti mismo el hecho de que tu mente divague? Pero no basta con saberlo. Debes detenerte y experimentar ese vagabundeo. El tipo de dispersión en que tu mente se sumerge, ¿no es acaso revelador?
En este proceso hay algo que puede animarte: el hecho de que hayas podido ser consciente de tu dispersión mental, tu agitación interior o tu incapacidad de lograr silencio, demuestra que tienes dentro de ti al menos un pequeño grado de silencio, el grado de silencio suficiente para caer en la cuenta de todo esto.
 
Pues sí, Tony de Mello tenía razón. En efecto, todo lo que acude a mi mente cuando intento hacer silencio ¡resulta una gran revelación! Y no se trata de la revelación de algo sensacional, no es ninguna luz sobrenatural, ni tampoco se siente una inspiración divina. Se trata de la simple observación de lo que acaece.
 
Fuentes: José Carlos Bermejo, Regálame la salud de un cuento. Sal Terrae, Santander, 2004. También: Antonio de Mello, Sadhana, un camino de oración. Sal Terrae, Santander, 1990.
 

sábado, 24 de noviembre de 2018

CONSIDERACIÓN

Al hilo de las últimas publicaciones de este blog, me viene a la mente un inconveniente (el más lógico, por supuesto). En la actividad frenética en la que me veo envuelto una y otra vez, un día detrás de otro, es complicado ser capaz de detenerme a escuchar “lo que soy”. ¿Cuántas veces me permito descansar de preocupaciones? Siempre me obligo a ser fuerte, a rendir más y mejor, a ser más eficiente. Y cuando tengo un poco de tiempo libre, siempre acabo enredado por otras “prioridades”: las tareas domésticas, las obligaciones familiares, mi formación con cursos de actualización, mis espacios para el ocio, para el deporte o para el sueño reparador de fuerzas. Parezco un niño con una agenda repleta de actividades extraescolares. ¿Dónde dejo espacio a las necesidades de mi interior?
 
En la tradición cristiana hay textos que debieran considerarse “preceptivos”, en especial por lo saludables de pueden resultar. Nunca comprenderé como en la tradición religiosa en la que he crecido no se haya tenido en cuenta algo tan elemental: saber detenerse y contemplar el interior, ese lugar donde brotan las ilusiones y esperanzas, los odios, las culpas, los miedos..., quizá porque era más importante ser voceros de Dios para construir su Reino, para juzgar a los impíos o para erradicar el error desde el anatema.
 
A mi memoria acuden ahora fragmentos del Evangelio en los que se presenta a un Jesús que se retiraba a lugares sin gentes ni ruidos para poder orar: “Pero él se apartaba a lugares desiertos, y oraba…” (Lc 5, 16; Mc 6, 46); también frases de un Jesús que hablaba de la intimidad: “… porque el Reino de Dios está dentro de vosotros” (según algunas traducciones de Lc 17, 21). Tengo en el recuerdo la imagen de una iglesia de Madrid en cuyo frontis, justo encima de la entrada al templo, figura esas palabras de Mt 11, 28-30: “Venid a mi todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré…”.
 
Si alguien conoce la Biblia mejor que yo, podrá citar más textos que hablen de esta conducta tan saludable, pero tan poco practicada por muchos de los creyentes que conozco: detenerse, sosegarse, mirar adentro, tolerarse y aprender a perdonarse… para ser capaces de cambiar la mirada.
 
Hoy me gustaría traer a este barco una de esas ricas (y saludables) mercaderías que habla precisamente del “mandamiento” de la tregua, el reposo y la vacación: ese momento para respirar en profundidad y escuchar los propios adentros. Se trata de un fragmento del primer capítulo del tratado de las Consideraciones de san Bernardo de Claraval. Este padre de la orden cisterciense escribió estas líneas al entonces Papa Eugenio III, antiguo monje del monasterio de Claraval y discípulo del propio Bernardo.
 
En un lenguaje que brota de la confianza que un maestro puede tener con su pupilo o el de un padre con su hijo, San Bernardo mezcla en este tratado dirigido al pontífice romano afecto y firmeza (a veces dureza). Sin embargo, hoy quiero subir a este navío un fragmento perteneciente al primer capítulo de este tratado: una invitación a la consideración de uno mismo.
 
 
¿Por dónde comenzaría yo? Me decido a hacerlo por tus ocupaciones, pues son ellas las que más me mueven a condolerme contigo. Digo condolerme, en el caso de que a ti también te duelan. Si no es así, te diría que me apenan; pues no puede hablarse de condolencia cuando el otro no siente el mismo dolor. Por tanto, si te duelen me conduelo; y si no, siento aún mayor pena, porque un miembro insensibilizado difícilmente podrá recuperarse; no hay enfermedad tan peligrosa como la de no sentirse enfermo. Pero a mí ni se me ocurre pensar eso de ti.
 
Sé con qué gusto saboreabas hasta hace muy poco las delicias de tu dulce soledad. No puedes prescindir tan pronto de ellas. Es imposible que ya no lamentes su pérdida tan reciente. Una herida aún fresca duele muchísimo. Y no es posible que se haya encallecido la tuya tan pronto, ni te creo capaz de haberte insensibilizado en tan poco tiempo…
 
No te fíes demasiado del disgusto que ahora sientes. Nada hay tan arraigado en el ánimo que no pierda su fuerza con la negligencia y el paso del tiempo. La callosidad termina encubriendo una herida vieja ya olvidada; por eso se hace más difícil de curar cuanto menos duele… ¿Hay algo que no consiga cambiar la fuerza de la costumbre? La rutina nos relaja. Nada resiste la repetición asidua. Cuántos, debido a la inercia del hábito, han conseguido encontrar agradable lo que antes aborrecían por resultarles amargo.
 
En una palabra: es lo que siempre me temí de ti y lo temo ahora: que por haber diferido el remedio, al no poder soportar más el dolor, llegues desesperado, a abandonarte al peligro de forma irremediable. Tengo miedo, te lo confieso, de que en medio de tus ocupaciones, que son tantas, por no poder esperar que lleguen nunca a su fin, acabes por endurecerte tú mismo y lentamente pierdas la sensibilidad de un dolor tan justificado y saludable.
 
Sustráete de las ocupaciones al menos algún tiempo. Cualquier cosa menos permitirles que te arrastren y te lleven a donde tú no quieras. ¿Quieres saber a dónde? A la dureza del corazón. Si no te has estremecido ya, es que tu corazón ha llegado a ella. Corazón duro es simplemente aquel que no se espanta de sí mismo, porque ni lo advierte. No me hagas más preguntas. Ningún corazón duro llegó jamás a salvarse, a no ser que Dios, en su misericordia, lo convierta en un corazón de carne. ¿Cuándo es duro el corazón? Cuando no se rompe por la compunción, ni se ablanda con la compasión ni se conmueve en la oración… Es de corazón duro el hombre que del pasado sólo recuerda las injurias que le hicieron… En una palabra: es de corazón duro el que ni teme a Dios ni respeta al hombre.
 
Hasta este extremo pueden llevarte esas malditas ocupaciones si, tal como empezaste, siguen absorbiéndote por entero sin reservarte nada para ti mismo. Pierdes el tiempo; te diría que te agotas en un trabajo insensato con unas ocupaciones que no son sino tormento del espíritu, enervamiento del alma y pérdida de la gracia. El fruto de tantos afanes, ¿no se reducirá a puras telas de araña?...
 
¿Qué puedo hacer?, me dices. Abstenerte de esas ocupaciones. Acaso me responderás: Imposible; más fácil me resultaría renunciar a la Sede Apostólica. Precisamente eso sería lo más acertado si yo te exhortara a romper con ellas y no a interrumpirlas.
 
Escucha mi reprensión y mis consejos. Si toda tu vida y todo tu saber lo dedicas a las actividades y no reservas nada para la meditación ¿podría felicitarte? Creo que no podrá hacerlo nadie que haya escuchado lo que dice Salomón: “el que modera su actividad se hará sabio”. Porque incluso las mismas ocupaciones saldrán ganando si van acompañadas de un tiempo dedicado a la meditación. Si tienes ilusión de ser todo para todos, imitando al que se hizo Todo para todos, alabo tu bondad, a condición de que sea plena. Pero ¿cómo puede ser plena esa bondad si te excluyes a ti mismo de ella? Tú también eres un ser humano. Luego para que sea total y plena tu bondad, su seno, que abarca a todos los hombres, debe acogerte también a ti. Ya que todos te poseen, sé tú mismo uno de los que disponen de ti.
 
¿Por qué has de ser el único en no beneficiarte de tu propio oficio? ¿Cuándo, por fin, vas a darte audiencia a ti mismo entre tantos a quienes acoges? Te debes a sabios y a necios, ¿y te rechazas sólo a ti mismo? El temerario y el sabio, el esclavo y el libre, el rico y el pobre, el hombre y la mujer, el anciano y el joven, el clérigo y el laico, el justo y el impío, todos disponen de ti por igual, todos beben en tu corazón como en una fuente pública, ¿y te quedas tú solo con sed? Si es maldito el que dilapida su herencia ¿qué será del que se queda sin él mismo?
 
En definitiva, el que es cruel consigo mismo, ¿para quién es bueno? No te digo que siempre, ni te digo que a menudo, pero alguna vez, al menos, vuélvete hacia ti mismo. Aunque sea como a los demás, o siquiera después de los demás, sírvete a ti mismo.
 
 

lunes, 19 de noviembre de 2018

LO QUE ES

Hemos aprendido desde muy pequeños que los problemas deben de ser resueltos. Una pregunta conlleva necesariamente una respuesta. Se nos ha enseñado también que, para resolver cualquier problema, se debe efectuar un análisis de sus variables, destripando sus componentes, estudiándolo concienzudamente. En definitiva, todo problema tiene solución después de analizarlo y reflexionarlo largamente (creo que eso de “consultar con la almohada” tiene algo que ver con este asunto).
 
Sin embargo, en las últimas publicaciones que he subido a este blog, Krishnamurti nos viene sugiriendo que el simple uso de la reflexión, del análisis, del pensamiento, nunca nos llevará a una solución del problema en profundidad, ya que nuestro pensar es parcial, sesgado y siempre está condicionado por nuestro estado de ánimo, por nuestro entorno, por nuestras creencias o nuestros prejuicios. Hoy me gustaría continuar (y concluir) con la transcripción de una de sus charlas públicas, impartida en febrero de 1960 en Nueva Delhi.
 
K. plantea como primer paso la comprensión de nuestros propios procesos de pensamiento. Pero prefiero dejar hablar al pensador hindú:
 
Primero simplemente traten de ver el problema, no pregunten cuál es la respuesta, la solución. Estamos condicionados, es un hecho, y cualquier pensamiento que quiera comprender este condicionamiento será siempre parcial; por consiguiente, nunca habrá comprensión total, y tan sólo en la comprensión total del proceso completo del pensamiento hay libertad. El problema es que siempre funcionamos dentro del campo de la mente, que es el instrumento del pensamiento, ya sea de forma razonable o irrazonable, y, como hemos visto, el pensamiento siempre es parcial. Siento repetir tanto esta palabra, pero seguimos creyendo que el pensamiento resolverá todos nuestros problemas, y me pregunto si eso es así.
Para mí, la mente es algo global, incluye el intelecto, las emociones, la capacidad de observar, de distinguir, y es ese centro del pensamiento que dice: «Seré», «No seré», también es el deseo, la realización, es todo, no es el intelecto separado de las emociones. Utilizamos el pensamiento como medio para resolver nuestros problemas, pero el pensamiento no es el medio para resolver ninguno de nuestros problemas, porque el pensamiento es la respuesta de la memoria y la memoria es el resultado del conocimiento acumulado como experiencia (…).
 
Según esto, lo que pensamos es fruto de lo que hemos aprendido a lo largo de nuestra vida, es una acumulación de lo que nuestro entorno ha grabado en nuestras cabezas (a veces con fuego). Sin embargo, Krishnamurti apunta hacia un dato esencial: nos vivimos como seres en contradicción. Esta es una experiencia cotidiana. Por un lado deseamos hacer el bien (nos han dicho que eso es lo correcto), pero por otro actuamos con cierto grado de maldad. Deseamos ser capaces de amar apasionadamente (y a veces lo hacemos), pero al mismo tiempo podemos odiar con el mismo apasionamiento. Nos juzgamos continuamente al compararnos con un determinado modelo, un ideal que adquirimos de nuestra familia, de nuestro entorno social o de nuestra tradición cultural. Al final, nos transformamos en un problema para nosotros mismos y nuestro pensamiento, una forma de pensar (recordémoslo una vez más) sesgada, condicionada, que no nos ayuda a salir de esta contradicción.
 
Krishnamurti lo expresa con estas palabras:
 
Estoy dominado por la ambición, el ansia de poder, de posición, de prestigio, y también siento que debo saber lo que es el amor, de manera que estoy en un estado de contradicción. Un hombre que busca poder, posición y prestigio no conoce el amor aunque hable sobre ello, esas dos partes no se pueden integrar por mucho que uno lo desee; amor y poder no pueden ir de la mano. Así, pues, ¿qué puede hacer la mente? Como vemos, el pensamiento tan sólo genera más contradicción, más desdicha; por consiguiente, ¿puede la mente darse cuenta de este problema sin introducir el pensamiento? ¿Lo entienden o les suena a chino?
 
Es en este punto en el que K. plantea una clave que raramente nos gusta considerar: ¿y qué ocurre si el problema no tiene ninguna solución? Esto es así en muchas ocasiones, pero este punto es el extremo final, un punto en el cual sólo nos queda aceptar los hechos puros, sin necesidad de seguir analizándolos para hallar una salida. Así lo explica el pensador:
 
Si me permiten, señores, lo expondré de forma diferente. ¿Alguna vez les ha sucedido, estoy seguro de que sí, que de pronto perciben algo y en ese momento de percepción desaparecen todos los problemas? Justo en ese instante que se percibe el problema, el problema cesa por completo […] Cuando tiene un problema piensa en él, lucha y se preocupa, utiliza todos los recursos posibles dentro de los límites del pensamiento para solucionarlo, pero finalmente dice: «No puedo hacer nada más». No hay nadie que pueda ayudarle a solucionarlo, ningún gurú, ningún libro, está solo con el problema y no encuentra solución. Una vez que ha investigado el problema hasta donde ha sido capaz, lo suelta, su mente deja de preocuparse, de luchar, ya no dice: «Debo encontrar una respuesta»; por tanto, se queda en silencio, ¿no es así?, y en ese silencio surge la respuesta. ¿No les ha sucedido esto alguna vez?
No es algo fuera de lo común, les sucede a los grandes matemáticos, científicos, la gente lo experimenta ocasionalmente en su vida diaria, pero ¿cuál es su significado? La mente ha utilizado toda su capacidad de pensar, ha llegado al límite del pensamiento sin haber encontrado respuesta, por eso se queda en silencio. No se trata de cansancio o de fatiga, ni porque diga: «Permaneceré en silencio, así lograré la respuesta», sino porque después de haber intentado todo lo posible para encontrar una respuesta, la mente de forma espontánea se queda en silencio, hay un darse cuenta sin elección, sin ninguna exigencia, un darse cuenta en el cual no hay ansiedad, y entonces, en ese estado la mente percibe, y esa percepción es la única que puede resolver todos nuestros problemas.
 
La clave parece radicar en algo muy simple (quizá demasiado), pero (sin que sepamos por qué) nunca es considerado en primera instancia: simplemente observar. En eso consiste lo que K. denomina “darse cuenta sin elección, sin exigencia”: observar y observarse sin exigir ni exigirse un cambio. Reconocer “lo que es”, sin desear transformarlo desde el primer instante en otra cosa distinta.

Todo pensamiento es limitado porque pensar es la respuesta de la memoria: memoria como experiencia, como acumulación de conocimientos, lo cual es mecánico, y al ser mecánico el pensar no puede resolver nuestros problemas. Sin embargo, no significa que debamos dejar de pensar, sino que se requiere un factor totalmente nuevo. Hemos intentado diversos métodos y sistemas, diversos caminos [...] y todos han fallado; el hombre sigue sufriendo, sigue buscando a tientas, busca desde la tortura, desde la desesperación y, al parecer su sufrimiento no termina. De modo que debe aparecer un factor totalmente nuevo que no dependa de la mente, ¿entienden?
Miren, señores, la mayoría somos personas mezquinas, con mentes muy superficiales, y todo pensar que nace de una mente estrecha y superficial tan sólo puede generar mayor desdicha. Una mente superficial no puede profundizar en sí misma, siempre será superficial, mezquina y envidiosa. Lo único que puede hacer es darse cuenta de que es superficial, sin pretender hacer ningún esfuerzo para modificarlo. Cuando la mente ve que está condicionada, entonces deja de intentar cambiar ese condicionamiento […], y por tanto, permanece en ese estado de percepción, percibiendo 'lo que es'.
Pero, generalmente, ¿qué sucede? Como es envidiosa, la mente usa el pensamiento para librarse de la envidia y así es como crea su opuesto, la no-envidia; sin embargo, sigue siendo parte del pensamiento. Ahora bien, si la mente percibe el estado real de la envidia sin condenarla ni aceptarla, sin introducir el deseo de cambiar, entonces permanece en ese estado de percepción, y esa misma percepción genera un nuevo movimiento, un nuevo factor, una cualidad del ser completamente diferente.
 
Cuando el problema soy “yo mismo”, la solución no pasará por pensar de qué manera puedo cambiarme. No se trata de concebir las estrategias para adquirir un “estado ideal”, no se trata de alcanzar un “yo ideal”. De lo que se trata es de percibir “lo que es” en mí, de hacerme consciente de todo ello, de un pensamiento plagado de condicionamientos (ideas, creencias, juicios, conclusiones previas, etc.) para luego tomar también conciencia de “lo que es” fuera de mí. Sólo desde esa percepción puedo generar una dinámica distinta, dando pie a una creatividad que brota de la auténtica libertad.
 
K. concluye con estas magníficas palabras:
 
Como saben, señores, las palabras, las explicaciones, los símbolos... son una cosa, y 'ser' es algo enteramente distinto. Aquí no estamos interesados en palabras, nos interesa 'ser', ser lo que realmente somos, y no soñar que somos entidades espirituales, el 'Atman' y todas esas tonterías, que siguen estando dentro del campo del pensamiento y, por consiguiente, son parciales.
Lo importante es ser lo que uno es, un envidioso, percibirlo totalmente, pero sólo es posible percibirlo completamente cuando no interfiere ningún movimiento del pensamiento. La mente es el movimiento del pensar, pero también es ese estado en el cual puede percibir completamente sin ninguna interferencia del pensamiento. Únicamente ese estado de percepción puede generar un cambio radical en nuestra forma de pensar...
 
Charla pública en Nueva Delhi, 17 de febrero de 1960.
Fuente: J. Krishnamurti, Darse cuenta. La puerta de la inteligencia.
Gaia Ediciones, Madrid 2010, pp. 20-23.

sábado, 10 de noviembre de 2018

MECANISMOS

Hoy voy a comenzar con una clase de psicología barata (que me disculpen los expertos en la materia por el intrusismo).
 
A lo largo de nuestra vida, nos vamos encontrando con situaciones más o menos conflictivas, situaciones que a veces pueden suponer un problema y ante las cuales debemos dar una respuesta. La primera reacción ante dichos problemas suele ser emocional (algunos dirían “visceral”). Es la menos elaborada, la más primaria, aunque es también la más rápida. En algunos casos, este mecanismo tiende a ver los problemas como amenazas a la integridad física y genera una respuesta intensa, bien en forma de ataque, bien en forma de huida.
 
Este mecanismo es fisiológico y heredado de nuestros ancestros los reptiles y está ubicado en áreas de nuestro cerebro estrechamente relacionadas con la memoria. Por ejemplo, un sabor o un aroma que nos evoca un recuerdo del pasado genera en nosotros un impacto emocional; una mirada fulminante puede hacernos temblar porque nos recuerda la mirada de la madre o del padre cuando se enfadaban.
 
Los humanos empleamos este mecanismo no sólo cuando estamos ante una agresión a la integridad física, sino también a la autoimagen o a la cosmovisión, esa forma que el ser humano tiene de ver y entender el mundo que le rodea. Cuando tiembla nuestro universo de valores, creencias o principios, una primera reacción suele ser de rabia o miedo.
 
Hay un segundo mecanismo de respuesta constituido por las soluciones ensayadas o puestas en práctica y que nos han funcionado, más o menos, cuando nos hemos enfrentado al problema. Este conjunto de soluciones, si nos ha servido una vez, tenderemos a repetirlas en el futuro ante situaciones semejantes. Conozco a una psicóloga que suele decir: “las conductas del pasado predicen las futuras conductas”, o sea en situaciones semejantes, en situaciones potencialmente conflictivas, las conductas empleadas en el pasado tenderán a repetirse en el futuro.
 
Las soluciones practicadas exitosamente con anterioridad no sólo volverán a ponerse en práctica con mayor probabilidad en el futuro, sino que podrán ser transmitidas de generación en generación mediante la educación. ¿Cuántos de nosotros no hemos corregido alguna vez a nuestros hijos usando frases que escuchábamos a nuestros padres (incluso las que no nos gustaban)? Al final, analizamos y nos enfrentamos a nuestro entorno memorizando fórmulas y estrategias de resolución puestas en práctica por nosotros mismos o por otros.
 
Resumiendo: en el futuro, ante la aparición de un nuevo problema, emplearemos bien la reacción emocional, bien la información aprendida de nuestro entorno familiar o cultural, bien los conocimientos acumulados por medio del ensayo-error a lo largo de la vida o bien una combinación de todo o parte de lo anterior. El objetivo de todo esto es conseguir soluciones adecuadas con el máximo ahorro posible de energía cerebral. De esta manera, el pensamiento, la herramienta que empleamos para la resolución de los problemas, se termina alimentando en cierto modo de la memoria.
 
El resultado es que vivimos y nos enfrentamos al mundo desde el condicionamiento. Nuestro pensamiento está limitado por los prejuicios personales heredados de nuestros padres, por la cultura en la que crecemos, por los periódicos que leemos, por las presiones e influencias de la vida cotidiana e incluso por el simple instinto de supervivencia. Lo que creemos un pensamiento libre termina siendo un pensamiento controlado por un inconsciente fabricado de instintos y pautas sociales que acaba decidiendo por nosotros.
 
Indudablemente un neurobiólogo o un psicólogo explicarían infinitamente mejor todo esto, corrigiendo las barbaridades que haya podido decir. La experiencia cotidiana nos muestra que las cosas son (más o menos) como las acabo de describir. Este ha sido simplemente el intento de un aficionado para explicar algo demasiado complejo. Cuando alguien me dice una palabra malsonante, supongo que es un ataque personal, exploto y no consiento que nadie me falte al respeto (de pequeño me enseñaron que no debía permitir que nadie lo hiciera). Cuando se me acerca alguien de una determinada etnia, mis pensamientos se disparan imaginando que viene a robarme (como suelen hacer las gentes de esa raza, ¿no es así como me lo cuentan las redes sociales?). Si veo en la televisión un bote neumático cargado de inmigrantes subsaharianos, enseguida me rasgo las vestiduras y digo: “¡vienen a tomar lo que, por derecho, siempre ha sido nuestro!” (porque está claro que sólo yo y los míos tenemos derecho a ciertas cosas que nos pertenecen).
 
La conclusión no es muy esperanzadora: nuestro pensar y actuar nunca son absolutamente libres. Nuestra “libertad” es un rehén de los condicionamientos, de la memoria y del prejuicio.
 
En una charla pública impartida por Jiddu Krishamurti en Nueva Delhi en febrero de 1960, el pensador explicaba cómo aprendemos a enfrentarnos al mundo y a resolver los problemas desde un pensamiento siempre condicionado, sesgado y, en definitiva, parcial. Sin embargo, el propio K. nos sugiere una salida, una nueva forma de aprendizaje que vaya a la auténtica raíz de muchos de los problemas.
 
 
Todo pensamiento es parcial, nunca puede ser global. El pensamiento es una respuesta de la memoria y la memoria siempre es parcial, porque es resultado de la experiencia, el pensamiento es la reacción de una mente condicionada por la experiencia. Todo pensar, toda experiencia, todo conocimiento, son inevitablemente parciales, de ahí que el pensamiento no pueda resolver nuestros numerosos problemas. Uno puede razonar lógicamente y con cordura acerca de esos innumerables problemas, pero si observa su propia mente verá que el pensar está condicionado por las circunstancias, por la cultura en la que ha nacido, por los alimentos que come, por el clima, por los periódicos que lee, por las presiones e influencias de su vida cotidiana. Está condicionado como comunista, socialista, hindú, católico, o lo que sea; está condicionado a creer o a no creer y como la mente está condicionada por su creencia o no-creencia, su conocimiento, su experiencia, todo pensamiento es parcial, no existe un solo pensamiento libre.
 
Así que debemos comprender muy claramente que nuestro pensar es una respuesta de la memoria y la memoria es mecánica. El conocimiento siempre es incompleto y todo pensamiento nacido del conocimiento es limitado y parcial, nunca libre, por eso no existe un pensamiento libre. Sin embargo, es posible empezar a descubrir una libertad que no depende del proceso del pensamiento, y en la cual la mente simplemente se da cuenta de todos los conflictos e influencias que inciden en ella.
 
¿Qué entendemos por “aprender”? Cuando uno se limita a acumular conocimientos e información, ¿es eso aprender? Esa es tan sólo una forma de aprendizaje, ¿verdad? Si uno estudia ingeniería, matemáticas, etc., empieza a aprender, se informa acerca de esa materia, acumula conocimientos para poder utilizar esos conocimientos de forma práctica, pero ese aprender es acumulativo, aditivo. Ahora bien, cuando la mente se limita a acumular, a añadir, a adquirir, ¿está aprendiendo o aprender es por completo diferente? A mi entender, el proceso de añadir que llamamos “aprender” no es aprender en absoluto, sólo consiste en ejercitar la memoria que se vuelve mecánica. Una mente que funciona mecánicamente como una máquina no es capaz de aprender; la máquina nunca será capaz de aprender, salvo en el sentido de añadir. Estoy tratando de mostrarles que aprender es algo completamente diferente.
 
Una mente que aprende nunca dice: "Ya lo sé", porque el conocimiento siempre es parcial, mientras que el aprender es siempre completo. Aprender no consiste en empezar con cierta cantidad de conocimientos e ir añadiendo más conocimientos, eso no es realmente aprender sólo es un simple proceso mecánico. Para mí, aprender es muy diferente, consiste en aprender acerca de sí mismo de momento a momento, y ese “sí mismo” es extraordinariamente vital; ese aprender es vivo, está en movimiento, no tiene principio ni fin. Si digo: "Me conozco a mí mismo", he dejado de aprender y sólo se trata de conocimiento acumulado porque aprender nunca es acumulativo: es un movimiento de ir conociendo, el cual no tiene principio ni fin.
 
Charla pública en Nueva Delhi, 17 de febrero de 1960.
En: J. Krishnamurti, Darse cuenta. La puerta de la inteligencia.
Gaia Ediciones, Madrid 2010, pp. 18-19.
 

miércoles, 17 de octubre de 2018

EL CAMBIO FUNDAMENTAL

En la última publicación de este blog leíamos estas palabras de Jiddu Krishnamurti:
 
Comprender un problema requiere cierta inteligencia, y esa inteligencia […] sólo aparece cuando nos damos cuenta pasivamente de todo el proceso de nuestra conciencia, lo cual significa darnos cuenta de nosotros mismos sin elección, sin elegir lo que está bien o mal. Si uno se da cuenta pasivamente, verá que en esa pasividad que no es holgazanería, ni tampoco estar dormido, sino estar muy atento, el problema tiene un significado muy diferente, lo cual quiere decir que no existe ninguna identificación con el problema y, por tanto, tampoco ningún juicio; eso permite que el problema pueda empezar a revelar su contenido.
 
Darse cuenta pasivamente, sin juzgar el problema… esta es una idea clave dentro del pensamiento de K. Si yo quiero explicar este concepto tendré que echar mano de un recuerdo.
 
Hace un par de años, realizaba un pequeño servicio en las celebraciones dominicales de una comunidad parroquial en Madrid. Unos días atrás, habían finalizado las fiestas de Navidad. En una reunión de uno de los grupos en los que yo estaba integrado, realizábamos una pequeña dinámica que nos invitaba a reflexionar sobre las cosas que nos hubiese gustado pedir a los Reyes Magos (bueno, quien dice “a los Reyes” debería decir “a Dios”).
 
Yo preferí callar y escuchar. Las respuestas fueron de lo más variadas, pero todas seguían una misma línea: “yo les pediría que me hicieran más tolerante… menos protestón… más comprensivo con los demás… más solidario… más amable… menos exigente con los defectos ajenos… menos inflexible…”. Después de escuchar a todos, sólo se me ocurrió decir lo siguiente: “yo le pediría a los Reyes Magos que me permitan conocerme a mí mismo”. Entonces, el párroco me dijo con cierto tono de ironía: “¡pues sí que has ido a pedir tú lo más difícil!”.
 
Cada vez que recuerdo aquello, sonrío. ¡Yo pedía lo más difícil! ¿Y ellos? ¿Acaso no estaban pidiendo un milagro? ¿No pedían que se les hiciera distintos de cómo eran? No obstante de aquel comentario, el conocimiento propio me sigue pareciendo (ahora como entonces) el camino más simple, ya que sólo así se podrá comprender por qué somos intolerantes, protestones, insolidarios, intratables, exigentes, inflexibles…
 
De nada me vale que yo le pida a Dios, a los ejércitos celestiales o al universo entero que me cambien. Si alguien quiere un cambio, debería comenzar por las raíces, de lo contrario sólo se quedará en un sencillo lavado de cara o en una simple operación de maquillaje. Carl Rogers lo explicaba de una forma muy sencilla: La curiosa paradoja es que cuando me acepto tal cual soy, entonces, puedo cambiar. Sin este viaje hasta lo hondo, de nada valen propósitos de enmienda, reformas e incluso revoluciones. En la tradición cristiana existe un concepto para hablar de esto: la metanoia, cambiar de mentalidad, la conversión desde lo profundo. Sin embargo, uno no puede llegar a una meta tan ambiciosa si no parte de un punto de salida.
 
La lectura de Jiddu Krishnamurti, entre otros, ha terminado confirmando mi intuición en aquella reunión. En las líneas que siguen a continuación, K. habla del punto de arranque para conseguir un cambio radial: escuchar, descubrir, comprender y aceptar nuestros procesos de pensamiento sin juzgarlos ni condenarlos.
 
La mayoría debe tomar consciencia de la necesidad de un cambio fundamental. Tenemos que afrontar innumerables problemas y debemos abordarlos de una forma diferente, quizá totalmente distinta. Me parece que, a menos que comprendamos la naturaleza interna de ese cambio, la simple reforma o revolución externa tendrá muy poca importancia. Es evidente que no necesitamos un cambio superficial, ni adaptarse o conformarse momentáneamente con un nuevo modelo, sino más bien una transformación fundamental de la mente, un cambio total, no meramente parcial.
 
Para comprender este problema del cambio, lo primero es comprender el proceso del pensar y la complejidad del conocimiento. A menos que lo investiguemos muy profundamente, cualquier cambio tendrá muy poco sentido, y limitarse a cambiar lo superficial precisamente da continuidad a eso que intentamos cambiar. Todas las revoluciones tienen como base cambiar la relación del hombre con el hombre, crear una sociedad mejor, una forma de vida diferente; pero cuando lo intentamos a través de un proceso gradual del tiempo los mismos abusos que la revolución pretendía eliminar se repiten nuevamente en una forma parecida, y aunque sea a manos de otras personas, sigue la misma estructura de siempre. Empezamos por cambios externos, por crear una sociedad sin clases, pero finalmente descubrimos que con el tiempo, por la presión de las circunstancias, el grupo diferente se ha convertido en la nueva clase alta; esa revolución nunca es radical ni fundamental.
 
Por eso me parece que cuando afrontamos tal cantidad de problemas, las reformas o ajustes superficiales no tienen ningún sentido, y si queremos producir un cambio duradero y eficaz debemos investigar lo que significa el cambio. Es cierto que cambiamos superficialmente presionados por las circunstancias, la propaganda, la necesidad o debido al deseo de amoldarnos a cierto modelo determinado; creo que uno debe darse cuenta de esto. Un nuevo invento, una reforma política, una guerra, una revolución social, un sistema disciplinario..., eso cambia la mente del hombre, pero sólo en la superficie. El hombre que de verdad quiere descubrir lo que significa un cambio fundamental, indudablemente debe investigar todo el proceso del pensar, es decir, la naturaleza de la mente y del conocimiento.
 
Así, pues, me gustaría hablar juntos de qué es la mente, de la naturaleza del conocimiento y dé lo que significa saber, porque si no comprendemos todo esto creo que no hay ninguna posibilidad de afrontar nuestros innumerables problemas de forma nueva, con una nueva manera de mirar la vida.
 
La vida de la mayoría es bastante fea, miserable, desdichada y mezquina. Nuestra existencia es una serie de conflictos, contradicciones, una lucha rutinaria, dolor, alegría fugaz, satisfacción pasajera. Estamos presionados por tantas regulaciones, tantas directrices y modelos que nunca conseguimos un instante de libertad, un sentimiento de plenitud. Vivimos en constante frustración porque siempre buscamos realizarnos; nuestra mente nunca tiene tranquilidad, vivimos angustiados por las diferentes exigencias. De modo que para comprender todos estos problemas e ir más allá es realmente necesario que empecemos por comprender la naturaleza del conocimiento y el funcionamiento de la mente.
 
[…] ¿Qué significa comprender? ¿Cuál es el estado de una mente que comprende? Cuándo dicen ‘comprendo’, ¿qué significa? La comprensión no es un proceso intelectual, no es el resultado de argumentar, nada tiene que ver con aceptar, negar o condenar; todo lo contrario, aceptar, rechazar y condenar impiden comprender. De hecho, para comprender es necesario un estado de atención en el cual no intervenga comparación o condena alguna, no se trata de esperar a ver cómo se desarrolla el tema que se investiga para luego estar o no de acuerdo. Más bien, toda opinión, condena o comparación quedan en suspenso, inactivas; uno simplemente escucha para descubrir con una actitud de investigar, lo cual significa que no empieza desde una conclusión. Así, uno se encuentra en un estado de atención, está realmente escuchando.
 
[…] Me gustaría investigar el problema del conocimiento por muy difícil que sea, porque si podemos comprender esta cuestión del conocimiento, creo que entonces seremos capaces de ir más allá de la mente. Y si la trascendemos o vamos más allá de ella, puede que la mente se libere de cualquier limitación, es decir que esté libre de todo esfuerzo, el cual limita la conciencia. A menos que vayamos más allá del proceso mecánico de la mente, es evidente que la verdadera creatividad es imposible, y sin lugar a dudas, necesitamos una mente creativa capaz de resolver esta cantidad enorme de problemas. Para comprender lo que es el conocimiento e ir más allá de lo parcial, de lo limitado, para experimentar aquello que es creativo, se necesita no sólo un instante de percepción, sino un darse cuenta constante, un continuo estado de investigación en el cual no exista conclusión alguna; después de todo, eso es inteligencia.
 
[…] Si realmente toman consciencia de sí mismos, de sus actividades, de sus motivaciones, de sus pensamientos y deseos, verán que viven en un estado de contradicción interna: «quiero» y, al mismo tiempo, «no quiero», «debo hacer esto», «no debo hacer aquello», etc. La mente vive todo el tiempo en estado de contradicción, y cuanto más fuerte es la contradicción, mayor es la confusión que generamos al actuar. Es decir, cuando aparece un reto que debemos afrontar, que no podemos eludir o escapar debido a que la mente se encuentra en estado de contradicción, la tensión de tener que afrontar ese reto fuerza a actuar, y esa acción produce más contradicción, más desdicha.
 
Charla pública en Nueva Delhi, 17 de febrero de 1960.
Fuente: J. Krishnamurti, Darse cuenta. La puerta de la inteligencia.
Gaia Ediciones, Madrid 2010, pp. 13-17.