EL BLOG SE PRESENTA...

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Al cumplir los cuarenta, mi creador comenzó a hacerse las típicas preguntas asociadas a aquella edad: «¿qué he hecho con mi vida hasta ahora?», «¿qué pienso hacer a partir de ahora con ella?». Esas cuestiones fueron el motor de un blog con un carácter más bien “autobiográfico”, una suerte de “registro de recuerdos” que pretendía anotar algunas de sus vivencias personales y su impacto en él. Sin embargo, aquellas primeras páginas se expresaban en función del autoconcepto y el estado de ánimo del autor. Si ambos eran bajos, el estilo de cada publicación traslucía ese sentir.
Con el tiempo, aquel proyecto acabó en vía muerta.
Dos años después, mi autor retomó aquel cuaderno de bitácora para reconstruirlo desde sus cimientos e intentar corregir sus defectos. ¡Y nací yo!
En mis inicios, fui un medio para satisfacer el deseo de compartir vivencias y reflexiones personales, así como textos y vídeos variados que gustaban a mi creador. Este navío quería traer a puerto todas aquellas mercancías que pudieran enriquecer a los que paseasen por sus páginas.
Con el paso del tiempo me he dado cuenta que soy todo eso y algo más. Si, sigo siendo el saco en el que se introducen todas aquellas vivencias, reflexiones, textos y videos que han enriquecido de una u otra manera a mi autor. Pero además, combinando palabras propias y prestadas, me estoy convirtiendo en el relato de un itinerario en el que mi creador describe su transformación. En mi se ha reunido todo aquello que ha formado parte (de alguna manera) de un proceso de ensanchamiento humano y espiritual, un proceso de evolución que aún continúa.

¡Bienvenidos!


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sábado, 8 de diciembre de 2018

EL LUGAR MÁS DESPOBLADO DEL PLANETA.

¿Sabe usted cuál es el lugar más despoblado del planeta? Esta es la pregunta que me hicieron hace unos días en una conferencia. La respuesta es muy sencilla: AQUÍ Y AHORA.
 
Si, señoras y señores, el lugar más despoblado del planeta es el instante presente, el aquí y el ahora. Y es cierto. Pasamos todo el tiempo proyectando y planificando lo que vamos a hacer, qué deseamos para mañana o dentro de un año o qué cosas tememos que nos ocurran en el futuro. De igual manera, añoramos lo que ya no tenemos, lo que hemos vivido, no perdonamos las ofensas pasadas o nos sentimos culpables por lo que hicimos o por lo que dejamos de hacer. Al final, pasamos todo el tiempo en el pasado (que ya se ha ido) o en el futuro (que todavía no ha llegado), mientras que el instante presente, el único momento que realmente existe, se deja sin vivir.
 
Ahora acude a mi memoria un mantra que Thich Nhat Hanh recita en su libro “Miedo, vivir en el presente para superar nuestros temores” (editorial Kairós). Dice así:
 
Ya he llegado, estoy en casa
aquí y ahora.
 
Mientras me quedo recitándolo, voy a dejarles con la lectura de una conocida historia zen que traduce bastante bien lo que he dicho arriba.
 
En cierta ocasión le preguntaron a un hombre experimentado en meditación por qué podía mantenerse siempre tan concentrado a pesar de sus muchas ocupaciones.
Respondió: “Cuando estoy de pie, estoy de pie. Cuando ando, ando. Cuando estoy sentado, estoy sentado. Cuando como, como”.
Quienes le habían preguntado tomaron de nuevo la palabra y le respondieron: “Eso hacemos también nosotros, pero ¿qué haces tú además?”.
Él les replicó: “No. Cuando vosotros estáis sentados, ya estáis de pie. Cuando estáis de pie, ya estáis corriendo. Cuando corréis, ya estáis en la meta”.
 
 

lunes, 12 de febrero de 2018

SIMPLEMENTE SER

De la correspondencia que mantuvieron Henry Thoreau y Harrison Blake entre 1848 y 1861, únicamente se han conservado las cartas del primero. De Blake nos ha llegado tan sólo la primera, la que iniciaba aquel diálogo que duró más de una década. La carta finaliza con estas palabras:
 
Lo venero porque se abstiene de la acción, y abre su alma con el objetivo de poder ser. En mitad de un mundo de actores bulliciosos y superficiales, es noble hacerse a un lado y decir: «Simplemente quiero ser». Si pudiese plantarme enseguida sobre la verdad, reduciendo al mínimo mis necesidades, me vería inmediatamente más cerca de la naturaleza, más cerca de mis compañeros... y la vida sería infinitamente más rica. Pero ¡heme aquí!, temblando en la orilla...
 
 
“Simplemente querer ser”. El único inconveniente que yo le veo a esto es que, en primer lugar, se necesita dar respuesta a una pregunta: ¿ser qué?... o mejor, ¿ser quién? Muchos recordaremos aquella pregunta que de pequeños nos hacían: “y tú de mayor, ¿qué quieres ser?”, una cuestión que hablaba de la profesión, de lo que queríamos hacer. ¿Cuántos respondimos: “quiero ser yo mismo”?
 
Necesitaríamos más de una vida para responder con rotundidad a esa cuestión tan esencial como evitada: ¿QUIÉN SOY YO? Sólo se necesita hacer un sencillo ejercicio para demostrar esto. Hágase esta pregunta: ¿quién soy yo? La primera respuesta será sencilla: Yo soy… (diga su nombre). Continuemos. Vuélvase a repetir: ¿quién soy yo? Soy… (diga su profesión o los estudios que ha realizado). Vuélvase a repetir: ¿quién soy yo? Puede que ahora tenga que pensar más. Puede que describa su estado civil, si tiene o no familia. Cada vez que dé una respuesta, siga preguntándose “¿quién soy yo?”. Cada vez costará más dar una contestación: hago esto o aquello, me he dedicado a tal o cual cosa. Llegará un momento en el que comenzará a profundizar: puede que hable de lo que siente, lo que piensa, lo que cree, lo que le hace moverse en una determinada dirección. Puede que hable de sus miedos, de sus esperanzas, de sus frustraciones.
 
Pues eso es lo que soy: mi historia, lo que pienso de mí, mis temores y frustraciones, mis expectativas y aspiraciones, mis relaciones pasadas y presentes.
 
En su respuesta a Blake, Thoreau habla la coherencia entre pensamiento y acción; habla de aventurarse en el cambio, de vivir como hombres nuevos; habla de apearse de los viejos esquemas mentales, los de siempre, de intentar no “revivir patéticamente lo viejo”, admitiéndolo y soportándolo; habla de la simplicidad como principio de sabiduría vital; habla de explorar la profundidad de nuestras propias raíces, de no negarse a ver lo real; habla de vivir el presente, de sí mismo, de lo que cree, vive y ama.
 
Así escribe Thoreau:
 
Creo firmemente en 1a correspondencia entre la vida exterior y la vida interior; así como tengo la certeza de que aunque algunos hombres consigan vivir una vida virtuosa, el resto seguirá sin advertirlo. La diferencia y la distancia son una misma cosa. Vivir una vida auténtica es como viajar a un país lejano y encontrarnos progresivamente rodeados por nuevos escenarios y hombres; y cuando me hallo rodeado por los más ancianos, me doy cuenta de que de ninguna forma estoy viviendo una vida nueva o mejor. El exterior es sólo la representación de lo que hay dentro. Los hábitos no esconden al hombre, sino que lo muestran; ellos son sus auténticos ropajes. No me incumben las curiosas razones que puedan aducir para atenerse a ellos. Las circunstancias no son rígidas e inflexibles; sí lo son, sin embargo, nuestros hábitos.
 
A veces tenemos la tendencia a hablar con ligereza, como si una vida divina fuera a injertarse o a aparecer en nuestro presente como una oportuna fundación. Esto podría tener sentido si pudiéramos reconstruir nuestra antigua vida, excluyendo de ella todo el calor de nuestros afectos, dejándolos marchitar, como el mirlo construye su morada sobre el nido del cuclillo, y allí incuba sus huevos, que son los únicos que eclosionan. Pero lo cierto es que nosotros -y aquí se halla la línea de demarcación- incubamos ambos huevos. Y ya que el cuclillo lo aventaja en un día, su cría, al nacer, expulsa a las crías del mirlo. No hay otra solución: destruir el huevo del cuclillo o construir un nido nuevo.
 
El cambio es el cambio. Ninguna vida nueva ocupa viejos cuerpos decadentes. La vida nace, crece y florece. Los hombres intentan revivir patéticamente lo viejo, y por eso lo aceptan y soportan. ¿Por qué aguantar en el hospicio pudiendo ir al cielo? Es como embalsamarse, nada más. Dejad de lado vuestros ungüentos y sudarios, y entrad en el cuerpo de un recién nacido. Podéis ver en las catacumbas de Egipto el resultado de aquel experimento. Conocemos su final.
 
Creo firmemente en la simplicidad. Es asombroso y triste ver cómo incluso los hombres más sabios pasan sus días ocupados en asuntos triviales que creen que han de atender, en detrimento de otros asuntos más importantes que creen su deber omitir. Cuando un matemático desea hallar la solución de un problema difícil, empieza por deshacerse de todas las dificultades de la ecuación, reduciéndola a sus términos más sencillos. Hagamos lo propio y simplifiquemos el problema de la existencia, y diferenciemos entre lo necesario y lo real. Sondeemos la tierra para ver hacia dónde se extienden nuestras principales raíces. Me basaré siempre en los hechos. ¿Por qué negarse a ver? ¿Por qué no utilizar nuestros propios ojos? ¿O es que los hombres lo ignoran todo? Conozco a muchos a los que es difícil engañar cuando se trata de asuntos comunes, muy desconfiados de los cantos de sirena, que disponen responsablemente de su dinero y saben cómo gastarlo, que disfrutan fama de prudentes y cautelosos, y que, no obstante, aceptan vivir gran parte de su existencia tras un mostrador, como cajeros de un banco, y brillan y se oxidan y finalmente desaparecen. Si saben algo, ¿por qué diablos lo hacen? ¿Saben qué es el pan? ¿Y para qué sirve? ¿Saben qué es la vida? Si supieran algo, cuán rápido dejarían de frecuentar para siempre los lugares donde ahora se los conoce tan bien.
 
Esta vida, nuestra respetable vida diaria, sobre la cual se halla tan bien plantado el hombre de buen sentido..., y sobre la que descansan nuestras instituciones, es en realidad la más pura ilusión, que se desvanecerá como el edificio sin cimientos de una visión. Sin embargo, un minúsculo resplandor de realidad que a veces ilumina la oscuridad de los días de todos los hombres nos revela algo más consistente y perdurable que el diamante, la piedra angular del mundo.
(…)
Mi vida real es un hecho sobre el que no tengo razones para congratularme conmigo mismo, pero tengo respeto por mi fe y mis aspiraciones. De ellas le hablo ahora. La posición de cada uno es demasiado simple para ser descrita. No he prestado ningún juramento. No tengo un esquema para entender la sociedad, la Naturaleza o Dios. Soy, simplemente lo que soy, o comienzo a serlo. Vivo en el presente. El pasado es sólo un recuerdo para mí, y el futuro una anticipación. Amo la vida, amo el cambio más que sus modalidades. En la historia no está escrita cómo el malo se hizo mejor. Creo en algo, y no hay más. Sé que soy. Sé que existe otro, más sabio que yo, que se interesa por mí, de quién soy su criatura y, de alguna manera, su igual. Sé que el reto merece la pena, que las cosas van bien. No he recibido ninguna mala noticia.


Sólo alguien que ha viajado al interior de sí mismo, que ha sido capaz de buscarse, de conocer bien de qué está hecho, alguien que “ha roído sus propios huesos una y otra vez” puede permitirse el privilegio de concluir su carta con estos consejos:
 
Si busca persuadir a alguien de que hace mal, actúe bien. Que no le importe si no lo convence. Los hombres creen en lo que ven. Consigamos que vean.
 
Siga con su vida, persista en ella, gire a su alrededor, como hace un perro alrededor del coche de su amo. Haga lo que ame. Conozca bien de qué está hecho, roa sus propios huesos, entiérrelos y desentiérrelos para roerlos de nuevo. No sea demasiado moral. Sería como hacer trampas con uno mismo. Sitúese por encima de los principios morales. No sea simplemente bueno, sea bueno por algo. Todas las fábulas tienen su moraleja, pero a los inocentes lo que les gusta es escuchar la historia.
 
No permita que nada se interponga entre usted y la luz. Respete a los hombres sólo como hermanos. Cuando emprenda viaje a la Ciudad Celestial, no porte carta de recomendación alguna. Cuando llame, pida ver a Dios, y nunca a los sirvientes. En aquello que más le importe, no piense que dispone de compañeros de viaje. Dese cuenta de que está solo en el mundo.
 
 
Nada más puedo decir.
 
Fuente: Henry David Thoreau, Cartas a un buscador de sí mismo. Errata naturae, Madrid 2013, pp. 14-19.
 

miércoles, 24 de enero de 2018

RESPETAR LA APARIENCIA O LA REALIDAD

El autoengaño es una práctica muy frecuente entre los seres humanos. Creer que todo está bien cuando realmente no lo está o que un ser amado pueda llegar a cambiar algún día, pretender llegar hasta donde no podemos llegar, no reconocer las propias emociones ni ser honestos con nosotros mismos, entre otras muchas, pueden ser formas de mentirnos. Lo único que pretende esto del autoengaño es evitarnos el esfuerzo de vivir o pensar distinto y permite resistir tanto al cambio como a la simple realidad.
 
De esto trata, más o menos, el texto que quiero traer a este espacio. Es una de las cartas que Henry Thoreau dirigió a su amigo Harrison Blake en abril del año 1850. Dice así…
 
 
¿Cuándo comenzaron los hombres a respetar las apariencias y no la realidad? ¿Por qué deberían aparecer las apariencias? ¿Sabemos bien, entonces, qué es la realidad? No hay nadie que no se engañe cada hora en el respeto que concede a las falsas apariencias. Qué maravilloso sería tratar a las personas y las cosas según lo que son en realidad, ¡aunque sólo fuera durante una hora! Nos asombramos de que el pecador no confiese sus pecados. Cuando nos sentimos fatigados en un viaje, soltamos nuestra carga y descansamos junto al camino. De la misma forma, cuando nos cansa el fardo de la vida, ¿por qué no abandonamos esta carga de falsedades que hemos aceptado portar voluntariamente y nos reponemos, como nunca hizo mortal alguno? Dejemos que se impongan las más bellas leyes. No nos cansemos resistiéndonos a ellas. Cuando queremos descansar nuestros cuerpos, dejamos de mantenerlos: descansamos en el regazo de la Tierra. Del mismo modo, cuando queremos que descansen nuestros espíritus, debemos recostarnos en el Gran Espíritu. Dejemos que las cosas marchen a su ritmo; dejemos que crezcan hasta donde puedan; que remonten o caigan. Conseguir dejar aunque sólo sea una cosa a su aire en una mañana de invierno, así se trate de una pobre manzana congelada-descongelada, que pende de un árbol, ¡qué glorioso logro! Es algo que ilumina este universo oscuro. ¡Qué infinita riqueza hemos descubierto! Dios gobierna cuando nosotros asumimos una visión respetuosa y abierta, es decir, cuando se nos presenta una visión respetuosa y abierta.
 
 
Dejemos tranquilo a Dios, si es necesario. Creo que si lo amara más, debería mantenerlo -o mejor, debería mantenerme yo- a una distancia más apropiada. No es cuando me acerco a Él, sino cuando me doy la vuelta y lo dejo solo, cuando descubro que Dios es. Digo Dios. Aunque no estoy seguro de que sea ése el nombre. Ya sabrá a quién me refiero.
 
Si por un instante conseguimos apartar nuestro insignificante yo, no desear ningún mal, no temer ningún mal, comportándonos sólo como el cristal que refleja un rayo, ¡qué no seremos capaces de reflejar! ¡Qué gran universo aparecerá cristalizado y radiante a nuestro alrededor!
 
(…)
 
¿Optará por vivir o por ser embalsamado? ¿Elegirá vivir, aunque sea a horcajadas de un rayo de sol, o yacerá tranquilo en las catacumbas durante miles de años? En este último caso, lo peor que puede ocurrir es que se parta el cuello. ¿Partiría su corazón, su alma, para salvar el cuello? Los cuellos y los tallos están hechos para romperse. Los hombres hacen mucho ruido sobre la locura que supone exigirle demasiado a la vida (¿o a la eternidad?), e intentar vivir según tales expectativas. Mucho ruido y pocas nueces. Ningún daño provino nunca de ahí. No temo exagerar el valor y el significado de la vida, sino más bien no estar a la altura de la ocasión que la vida representa. Sentiría tener que recordar que yo estuve allí, pero que no advertí nada reseñable; como un príncipe disfrazado de rana; o que ha vivido la época dorada como un jornalero; que incluso visitó el Olimpo, pero se quedó dormido después de cenar y no pudo escuchar las conversaciones de los dioses. Viví en Judea hace mil ochocientos años, ¡pero nunca supe que había alguien como Cristo entre mis contemporáneos!
 
Henry David Thoreau, Cartas a un buscador de sí mismo.
Errata naturae, Madrid 2013, pp. 33-35.
 
 


domingo, 12 de marzo de 2017

LA ESENCIA DE LA SABIDURÍA

El viejo rey había muerto demasiado pronto. Su joven hijo era aún inmaduro, y subió al trono preocupado por estar tan poco formado para la carga que le incumbía. Tenía la penosa impresión de que la corona le resbalaba de la cabeza, porque era demasiado ancha y demasiado pesada. Se atrevió a decirlo, y los consejeros se tranquilizaron, al pensar: «Su conciencia de no saber, de no estar preparado, le predispone a ser un buen rey, capaz de aceptar un consejo, de escuchar sugerencias sin precipitarse a decidir, de reconocer un error y de estar dispuesto a corregirlo. Alegrémonos por el reino». Él, preocupado por instruirse, hizo acudir a todos los hombres cultos del reino: eruditos, monjes y sabios reconocidos, tomó a algunos como consejeros y pidió a los otros que fueran por todo el mundo para buscar y traer toda la ciencia conocida en su época, a fin de extraer de ella el conocimiento, la sabiduría incluso.
 
Unos partieron tan lejos como la tierra podía llevarlos, otros tomaron las rutas marítimas hasta los confines del horizonte. Dieciséis años después, regresaron cargados de rollos, de libros, de sellos y de símbolos. El palacio, con lo grande que era, no podía contener una abundancia de ciencia tan prodigiosa. ¡El que había vuelto de China había traído, él solo, a lomos de innumerables dromedarios, los veintitrés mil volúmenes de la enciclopedia Cang-Xi, además de las obras de Lao Tsé, Confucio, Mencio y muchos otros, tanto famosos como desconocidos!
 
El rey recorrió a caballo la ciudad del saber, que había tenido que hacer construir para recibir semejante abundancia. Se quedó satisfecho con sus mensajeros, pero comprendió que una sola vida no bastaba para leerlo y comprenderlo todo. Pidió, pues, a los letrados que leyeran los libros en su lugar, sacaran de ellos el meollo fundamental y redactaran, para cada ciencia, una obra accesible.
 
Pasaron ocho años hasta que los letrados pudieron llevar al rey una biblioteca constituida sólo por los resúmenes de toda la ciencia humana. El rey recorrió a pie la inmensa biblioteca así formada. Ya no era muy joven, veía que la vejez se acercaba a marchas forzadas, y comprendió que no tendría tiempo en esta vida de leer y asimilar todo aquello. Por eso pidió a los letrados que habían estudiado los textos, que escribieran un artículo por cada ciencia, yendo directamente a lo esencial.

 
Pasaron ocho años hasta que todos los artículos estuvieron preparados, pues bastantes eruditos de los que habían partido al fin del mundo a recopilar toda aquella ciencia habían muerto ya, y los letrados jóvenes que retomaban la tarea en marcha tenían primero que releerlo todo, antes de escribir un articulo.
 
Por fin, un libro de varios volúmenes fue enviado al viejo rey, enfermo en su lecho, y él pidió que cada uno resumiera su artículo en una frase.
 
Resumir una ciencia en pocas palabras no es cosa fácil, y se necesitaron ocho años más hasta que se formó un libro que contenía una frase sobre cada una de las ciencias y las sabidurías estudiadas.
 
Al viejo consejero que le llevó el libro, el rey, que se moría, le murmuró:
 
— Dime una sola frase que resuma todo este saber, toda esta sabiduría. ¡Una sola frase antes de mi muerte!
 
— Señor —dijo el consejero—, toda la sabiduría del mundo se contiene en tres palabras: «Vivir el momento».

lunes, 26 de diciembre de 2016

EXPERIMENTO NAVIDEÑO

Esta semana me han enviado este video navideño. Seguro que muchos ya han tenido la oportunidad de verlo porque circula en YouTube. A pesar de ello, no me he podido resistir a colgarlo hoy en este blog.
 
Alguien me ha dicho hace pocos días, haciendo referencia a este vídeo, lo siguiente: no desaproveches la oportunidad de descorchar el mejor vino que tengas. ¡HAZLO AHORA! No lo dejes para otra ocasión, no lo dejes para un momento especial en el futuro. Hazlo ya… y hazlo con aquellos con los que más quieres.
 
 

domingo, 9 de octubre de 2016

LO QUE GUARDÉ, PERDÍ

Hace dos semanas colgué un cuento al que no le quise añadir ni moraleja ni explicación (La muerte de un idiota). Ya he dicho en otro lugar de este blog que lo que menos me gusta es darle una interpretación “oficial” a estas historias, ya que cada una deja su particular huella en cada persona.
 
Por supuesto, hoy no pretendo romper mi propia norma y dejar una enseñanza de aquel cuento. Sin embargo, esa historia me ha traído el recuerdo de los días anteriores a la finalización del Camino de Santiago que hice hace seis años. Ese recuerdo sí que me dejó una pequeña lección y ahora me gustaría compartirla.
 
* * *
 
Yendo por el Camino Primitivo (el que transcurre por el interior de Asturias y pasa por Lugo) me tocó aguantar varias jornadas de nubes y lluvias más o menos intensas, según el día. Tuve que atravesar algunas veces por lo que los paisanos llamaban “caminos con charcos” (una cosa que, en mi pueblo, que es más de secano, se conoce como “pantanos llenos de lodo”). Tras nueve días de precipitaciones, deseaba con todas mis ansias abandonar de una vez por todas el capote para la lluvia y los pantalones impermeables. Las botas siempre terminaban cada etapa completamente mojadas y los pies ya se habían acostumbrado a una constante humedad sin que hubiesen sufrido (milagrosamente) ni una sola ampolla.
 
 
Aquel noveno día de aguaceros tocaba subir hasta el Puerto del Palo desde Pola de Allande. El ascenso comenzaba con un impresionante sendero hasta un lugar llamado La Reigada, rodeado todo el tiempo por bosques autóctonos en las laderas de la montaña. Semejante espectáculo fue lo mejor de aquella jornada y, aunque pueda resultar paradójico, el bosque me parecía aún más bello cuando lo caminaba bajo la lluvia. Aquella fue una experiencia dura, pero hermosísima.
 
Conforme subía al puerto, la lluvia cesó. Sin embargo, la niebla se iba cerrando cada vez más entorno a mí. Los bellos paisajes de bosques dejaron de verse y cualquier panorámica desde el alto se hizo imposible. Era toda una fortuna si la vista llegaba hasta cien metros. A mi alrededor podía ver algo de ganado suelto y se escuchaban los cencerros de los animales que la vista no lograba alcanzar. Aparte de algún que otro tintineo aislado de las reses pastando en medio de la bruma, sólo podía escuchar el viento y mi respiración. En aquel paraje, en medio de la niebla, la humedad y el frío, sólo se escuchaba el esfuerzo.
 
Superado el puerto, el resto del camino era bajada hasta un pueblito llamado Berducedo, cerca del límite entre Asturias y Galicia. Fue allí, después de todo aquel tiempo caminando bajo la lluvia y sin que despuntase ni un miserable rayo de sol entre las nubes, donde comencé a ver de nuevo el azul del cielo.
 
Al día siguiente, en la subida desde Berducedo hasta Buspol pude disfrutar de mi primer amanecer soleado y sin nubes de tormenta. Las vistas que desde allí se tenían del embalse de Salime eran magníficas. Luego, la bajada hasta la presa, marchando por una senda forestal rodeada de pinos, fue algo verdaderamente extraordinario: aquel era un camino para disfrutar.
 
Recuerdo que, haciendo esa bajada, meditaba sobre las razones para hacer el Camino. Sé que hice grandes reflexiones de las que ahora ni me acuerdo. Pensaba en las motivaciones de la peregrinación, en el simbolismo del Camino, en el sentido de la vida y en todas esas chorradas. Sin embargo, en aquel mismo instante me di cuenta de que había dedicado más de la mitad del Camino a teorizar sobre el propio Camino, pero, ¿me había encontrado con lo que me rodeaba mientras tanto? Los recuerdos más vívidos e intensos que guardo del Camino son los de aquellos últimos días de peregrinación, pero ¿y de lo anterior? ¿Cuántas cosas me perdí durante los primeros kilómetros de mi itinerario mientras caminaba distraído en mis meditaciones?
 
Como decía el cuento del otro día: el regalo más importante que nos da esta vida es la oportunidad.
 
Un par de días más tarde, ya en la provincia de Lugo, entre A Fonsagrada y O Cádavo pasaba por un pueblo llamado Paradavella. Casi sin darme cuenta, saliendo de la senda que transitaba entre la arboleda, me fui a dar de bruces con un pequeño bar. Allí decidí hacer un alto y tomar un pequeño refrigerio. La muchacha que me estuvo atendiendo me dio un rato de conversación. Comenzamos a hablar sobre los peregrinos. Ella se sorprendía de aquellos que pasaban a toda velocidad frente al bar, sin apenas detenerse a ver lo que había por allí. No se quejaba de que no se detuviesen en su negocio a hacer algo de gasto; lo que le resultaba inexplicable era que tanta gente pudiera tener tanta prisa por llegar al final de la etapa. Yo también compartía su sorpresa y me hacía de cruces por “esa clase” de peregrinos.
 
Sin embargo, hoy dudo de que me distinguiera mucho de ellos.
 
Da igual que vayas corriendo intentando alcanzar un objetivo o que no dejes de darle vueltas a la cabeza sobre el sentido que lo que te puede estar ocurriendo, al final puedes perder lo más importante: vivir la propia experiencia con una mínima actitud contemplativa.
 
Durante aquellos días de peregrinación no había dejado de reflexionar sobre el significado de las flechas amarillas, sobre el sentido que le podía dar a mi propia sombra proyectada frente a mí cuando el sol se elevaba a mi espalda mientras caminaba, o sobre el simbolismo de otros mil accidentes del Camino. En el fondo, tengo la impresión de que todo esto no era sino el fruto de una humana necesidad de sentir que todo encaja. No obstante, a veces dudo de que no haya sido todo ello una lamentable pérdida de tiempo y una tarea que distraía mi atención de lo verdaderamente importante.
 
Recuerdo ahora otra anécdota de esos días. Fue entre A Lastra y el alto de Fontaneira. En medio de mis pensamientos, se me ocurrió levantar la vista. En ese preciso instante, delante de mí, saliendo de entre los árboles que rodeaban el camino, se me cruzó una corza como una exhalación. ¡Me hubiese perdido aquel instante si hubiese permanecido con la mirada clavada en el suelo, enredado en mis solitarias cavilaciones!
 
Cuando me quedaban menos de ciento cincuenta kilómetros para llegar a mi meta en Santiago, cuando ya había caminado mucho más de seiscientos kilómetros, descubrí que el Camino (el que yo estaba haciendo) no estaba para pensar y hacerse preguntas, sino para vaciar la mente de pensamientos e interrogantes. Mientras hacía mil consideraciones, perdía la oportunidad de darme cuenta de lo verdaderamente importante: lo que acontecía a mi alrededor.
 
 
¡Qué fácil resulta distraerse y perder el tiempo intentando elaborar hipótesis personales! ¡Qué sencillo no darse cuenta de lo que la vida te pone delante a cada instante, no aceptar lo que es, no disfrutar lo presente!
 
¡A veces siento que sólo he oído el ruido que hace mi voz, no el sonido de lo que me ha rodeado!
 
¡Ahora comprendo lo fácilmente que he dejado alejarse la oportunidad!
 
* * *
 
Acude ahora a mi memoria un último recuerdo “peregrino”. En Asturias, cuando hice el Camino, pasé a unos siete kilómetros de Llanes por un pueblecito llamado Barru. A la entrada había una pequeña capilla en cuyo interior pude leer la siguiente inscripción, que aquí dejo para dejar al lector pensando un buen rato:
 
Yo tuve lo que gasté
pero tengo lo que di
sufro por lo que negué
y lo que guardé perdí.

domingo, 21 de agosto de 2016

CAMINAR HACIA LA PROPIA SOMBRA

En el mes de mayo de 2010, algunos días después de haber terminado mi estancia en el monasterio, decidí hacer el Camino de Santiago (quien quiera releer aquella vivencia monástica desde el comienzo puede hacerlo en: La entrada en el desierto). Uno de los motivos para aquella peregrinación fue poder dedicar algún tiempo a reflexionar sobre la experiencia vivida con los monjes.
 
Por desgracia, durante aquellos días de peregrinación lo que menos hice fue meditar aquella experiencia. La razón de ello se volvió más que evidente tras un par de días de marcha: si le das demasiado a la cabeza cuando andas, corres el riesgo de no ver alguna de las flechas que señalen un desvío y extraviarte o, peor aún, perderte alguna de las maravillas que el camino te ofrece a cada paso. Luego, en los albergues, tampoco se suele disfrutar de muchos espacios para la intimidad y la reflexión. Fue ya en Madrid, cuando regresé de la peregrinación, cuando pude revisar aquellas anotaciones hechas en el monasterio.
 
El propio Camino daba material suficiente para la reflexión.
 
Hacer meditaciones en el Camino y sobre el Camino da para mucho… ¡hasta para escribir un libro! En efecto, el Camino es una invitación a la alegoría, a las comparaciones, al paralelismo con la vida y al símbolo. Y releyendo hoy toda aquella experiencia tan sólo se me ocurre decir una cosa: ¡qué terriblemente fácil resulta caer en el “onanismo mental”! (bueno, así me gusta llamarlo a mí).
 
Yendo hacia Santiago de Compostela por el Camino Primitivo, yo había planificado inicialmente hacer la ruta oficial desde Lugo, que sale de esta ciudad, pasa por San Román da Retorta y termina en Melide, lugar donde se une al Camino Francés.
 
Unos días antes, un peregrino belga me animó a cambiar mis planes y seguir por una ruta alternativa, que pasa por Friol y converge en el Camino del Norte unos kilómetros antes de llegar a Sobrado dos Monxes. Esta ruta estaba peor señalizada y las posibilidades de perderte eran muchas, pero se trataba de una senda apenas conocida y sin apenas peregrinos. Me resultó difícil no negarme a esta invitación ya que me permitía disfrutar de la tranquilidad de un camino poco frecuentado antes de unirme en Arzúa a esa riada humana que es el Camino Francés.
 
Aquella era la cuarta vez que pasaba por el monasterio de Sobrado dos Monxes. La primera lo hice con una “macro-peregrinación” organizada por la Delegación Diocesana de Juventud de Madrid. Las dos veces siguientes lo hice albergándome en su hospedería, y desde mi última visita a este monasterio habían transcurrido poco más de dos años. Ahora llegaba allí como fruto de una decisión de última hora, ya que nunca había considerado la posibilidad de pasar por este monasterio.
 
Pues bien, en Sobrado me reencontré con un cura que procedía de Madrid y al que ya conocía de sus tiempos de Seminario. Unos años después de ordenarse como sacerdote entró en aquel monasterio y terminó haciéndose monje.
 
Antes de continuar con mi camino pude cruzar unas palabras con él.
 
Recuerdo que me dijo un par de cosas. La primera tenía que ver con su propia experiencia como peregrino, ya que unos años atrás él también tuvo la oportunidad de hacer el Camino. Se trataba de una imagen que se le había quedado muy grabada. Cuando alguien va haciendo el Camino de Santiago, andando por el Camino Francés, por el de la Costa o por el Camino Primitivo, se encuentra con un fenómeno tan evidente que a veces pasa inadvertido, pero que tiene poco desperdicio cuando se medita con atención: el sol siempre sale a espaldas del peregrino y su propia sombra queda por delante mientras va caminando. Esta es una señal que confirma que el camino que se anda es el acertado. Aunque no tengas flechas que te lo indiquen, el camino que haces será el correcto mientras tengas tu propia sombra por delante de ti. Luego, al despedirse, me dijo una frase que quedó grabada en mi memoria: «Ahora tu continúa con tu camino, que yo me quedaré aquí, haciendo el mío».
 
Como ya he dicho, caer en la “masturbatio mentis” es muy sencillo, pero, bien mirado… tiene mucha miga: ¡un camino que se hace dentro de los muros de un monasterio y, luego, caminar hacia la propia sombra!
 
Cuando uno se detiene a meditar un poco sobre el Camino de Santiago no es muy difícil verlo como una metáfora de la vida misma. En el fondo, todos somos peregrinos. Andamos por diferentes senderos y en diferentes sentidos. Unos pueden acercarse a la meta y otros pueden alejarse (conscientemente o no) de ella. Unos prefieren caminar sin buscar indicaciones, simplemente dejándose llevar por su instinto, mientras que otros buscan alguna flecha que les indique el camino correcto, y no encontrarla puede generarles incertidumbre y miedo de haber errado.
 
Cada quien puede sacar de todo esto la moraleja que mejor le parezca. Yo siempre he estado demasiado obsesionado por encontrar el camino, por hallar mi camino, por hacer mi camino. Sin embargo, hoy tengo la sensación de que el camino más importante a seguir es aquel que me lleva a mí mismo: esa sombra es el camino que he de seguir.
 
¡Aunque igual esta es también otra “pajilla mental”!
 

domingo, 7 de agosto de 2016

VIVIR EL INSTANTE

Llevo dos semanas escribiendo publicaciones que podrían ser catalogadas por algunos como “desesperanzadoras” o “fatalistas”. Confieso que no es un tema agradable de tratar, pero creo que es necesario hacerlo.
 
En la primera publicación hablaba de cómo en nuestras vidas nos encontraremos con pérdidas y cambios, con el envejecimiento, la enfermedad y, antes o después, con la muerte. ¿Alguna vez nos detenemos a considerar esta realidad? Y si lo hacemos, ¿cuánto tiempo tardamos en buscarnos una distracción para no tener que detenernos mucho en estos oscuros pensamientos?
 
Sin embargo, nada hay más sano que pensar, al menos un breve instante cada día, en esta realidad.
 
La segunda publicación era aún más dura. Lo que hemos vivido, nuestros recuerdos del pasado, nuestra biografía y nuestros proyectos futuros tan sólo son lágrimas en la lluvia. Todo terminará desapareciendo con nuestro último aliento, diluyéndose en la nada. ¿Para qué afanarnos por dejar un “legado” si probablemente nadie recordará que hemos sido nosotros quienes lo dejamos?
 
Sin embargo, nada hay más sano que pensar, al menos un breve instante cada día, en esta realidad.
 
¿Y dónde está lo “saludable” de este ejercicio?
 
En mi experiencia diaria con personas en la fase terminal de su enfermedad no dejo de pensar en lo siguiente: en cualquier momento también a mí puede llegarme el final y el problema no está en que eso pueda ocurrirme dentro de treinta años o mañana mismo, que mi final pueda ser de esta o de aquella manera, que poco importará que haya trabajado mucho por dejar un legado significativo para las generaciones futuras, que haya escrito más o menos libros, que haya tenido o no descendencia, que haya plantado todo un bosque de árboles… Lo verdaderamente importante, lo único necesario es saber a qué dedico este tiempo que ahora tengo entre mis manos, darme cuenta de cómo vivo mi tiempo presente y comprender que sólo el amor que yo dé y reciba será lo más valioso de mi existencia.
 
El Evangelio emplea una expresión muy sugerente: debemos permanecer en estado de vigilia, estar siempre alerta, siempre vigilantes, en todo momento expectantes. El maestro zen Thich Nhat Hanh nuevamente puede ayudarme a expresar mejor esta idea.
 
Tenemos que vivir profundamente cada momento que nos es dado vivir. Si eres capaz de vivir profundamente un solo momento de tu vida, puedes aprender a vivir del mismo modo el resto del tiempo. El poeta francés René Char dijo: «Si habitas un instante, descubrirás la eternidad». Convierte cada instante en una oportunidad de vivir profunda, felizmente y en paz. Cada instante es una oportunidad de hacer las paces con el mundo y de convertir la paz y la felicidad en algo que se halle al alcance de todos. El mundo necesita nuestra felicidad. La práctica de la vida despierta puede ser descrita, en ese sentido, como la práctica de la felicidad y del amor. Debemos cultivar, en nuestra vida, la capacidad de ser felices y de amar. La comprensión es el fundamento del amor, y la observación profunda, la base de la práctica.
 
Thich Nhat Hanh, Miedo. Vivir en el presente para acabar con nuestros temores.
Kairós, Barcelona 2013, p. 178.
 
El pasado ya no está aquí y el futuro aún no ha llegado. Lo único que verdaderamente existe es el momento presente y el amor con el que lo viva. Eso es lo único verdaderamente eterno.
 
 

domingo, 31 de julio de 2016

COMO LÁGRIMAS EN LA LLUVIA

En la última publicación de este blog (Los cinco recuerdos) hice referencia a nuestros más profundos miedos, esos temores asociados a la pérdida de lo que más queremos: de nuestros seres queridos, de la salud, de la juventud, de la propia vida. Pensar en la propia muerte, en la posibilidad de perder la salud, de perder lo que tenemos… da vértigo. Afirmar la necesidad de pensar en ello para no olvidarlo… suena a disparate. ¿Quién está tan “loco” como para hacerlo? Lo socialmente aceptado, lo “normal”, es mirar hacia delante con esperanza, proyectar el futuro, vivir “a tope”, vivir como si nunca fuera a ocurrirnos nada.
 
La sabiduría popular dice que en nuestra vida hay que hacer tres cosas: escribir un libro, plantar un árbol y tener un hijo. En el fondo de dicha afirmación late el deseo de dejar algo nuestro para la posteridad, dejar constancia de nuestra identidad, de nuestra biografía, algo que diga que hemos estado aquí, que hemos dejado huella. Es una forma de perdurar en el tiempo.
 
Y así, en medio de proyectos, experiencias, deseos, aspiraciones, ocupaciones y preocupaciones, vivimos un tanto anestesiados de ese dolor que seguirá estando ahí, de esa realidad que siempre estará presente.
 
Esta misma mañana he tenido la oportunidad de escuchar el siguiente fragmento del libro del Eclesiastés:
 
Hay quien trabaja con sabiduría, ciencia y acierto,
y tiene que dejarle su porción a uno que no ha trabajado.
También esto es vanidad y grave desgracia.
Entonces, ¿qué saca el hombre de todos los trabajos y preocupaciones que lo fatigan bajo el sol?
De día su tarea es sufrir y penar, de noche no descansa su mente.
También esto es vanidad.
 
Eclesiastés 2, 21-23
 
Me viene ahora a la memoria la escena final de la película Blade Runner, de Ridley Scott. En ella, Rick Deckard (personaje interpretado por Harrison Ford) y Roy Batty (el “replicante” interpretado por Rutger Hauer) se enfrentan en un desesperado combate a vida o muerte. Cuando Deckard intenta escapar saltando desde un tejado a otro edificio y logra sujetarse de una viga. Roy Batty, sin embargo, salta con facilidad y se queda mirando fijamente a su enemigo, que se encuentra peligrosamente suspendido en el vacío. En el límite de su aguante, Deckart termina soltándose de la viga, pero Batty lo sujeta por la muñeca, salvándole la vida. El replicante, que se está deteriorando muy rápidamente ya que sus cuatro años de vida se acaban, se sienta y relata con elocuencia los grandes momentos de su vida. La escena no tiene desperdicio.
 
 
Las palabras de Batty son demoledoras: nuestros recuerdos del pasado, nuestros proyectos futuros, nuestras vivencias, nuestra biografía… sólo son lágrimas en la lluvia. Todo se irá con nosotros y terminará desapareciendo con nuestro último aliento, diluyéndose en la nada.
 
¡Porque hasta nosotros terminaremos diluyéndonos en la memoria colectiva! Para entender esto, sólo es necesario hacerse unas simples preguntas: ¿quién inventó la rueda?, ¿alguien recuerda su nombre?, ¿quiénes diseñaron y erigieron las pirámides o las grandes catedrales?, ¿dónde figuran sus nombres? Si se desconocen los nombres e historias de aquellos que dejaron tan grades legados, ¿quién se acordará del “legado” que cada uno de nosotros pueda dejar?
 
¡Y todavía puedo ponerme un poco más “pesimista”!
 
Imaginemos que la Humanidad pereciera como consecuencia de un cataclismo planetario. ¿Quién quedaría para recordar los grandes logros del género humano?, ¿quién para recordar los nombres de los grandes protagonistas de la Historia?
 
Aunque lo parezca, ni intento aniquilar la esperanza, ni pretendo caer en un fatalismo que conduzca a la inacción, ni quiero negar el legítimo derecho de la Humanidad al progreso. Tan sólo pretendo preguntarme en qué depositamos nuestra esperanza. ¿No será para analgesiar esa realidad de la que estamos hablando?
 
Personalmente, cada día estoy más convencido de que mirando cara a cara nuestros temores, siendo plenamente conscientes de nuestro destino, de nuestra radical vulnerabilidad, podemos vivir más plenamente el presente y amar lo que cada instante contiene.
 
Recuerdo ahora otra película, “El puente de San Luis Rey”, una historia ambientada en el Perú del siglo XVIII. En ella, las vidas de cinco de sus personajes se entrelazan en un trágico accidente en el que todos fallecen. En el monólogo final de esta cinta, la madre abadesa, interpretada por Geraldine Chaplin, dice estas palabras:
 
 
Ahora, casi nadie recuerda a Esteban y a Pepita, a no ser yo… la hermana Camila, la Perichole, recuerda a Tío Pío y a su hijo… y esta mujer a su madre… Pero pronto moriremos, y con nosotras se irá el recuerdo de aquellos cinco. También a nosotras nos amarán un tiempo y nos olvidarán… pero ese amor habrá bastado. Todos los impulsos del amor regresan al amor que los creó. El amor no necesita de recuerdo. Hay una tierra de los vivos y una tierra de los muertos, el puente entre ellas es el amor. Sólo él sobrevive y tiene sentido.
 
Pues sí, el tiempo diluirá todo recuerdo, pero lo único que quedará será el amor que hayamos tenido.
 

domingo, 24 de julio de 2016

LOS CINCO RECUERDOS

No sé si ya lo he dicho en otra parte, pero mi profesión es la Enfermería. En la actualidad soy enfermero en una unidad de Cuidados Paliativos domiciliarios. Mi trabajo consiste en atender a pacientes con enfermedad avanzada y sin posibilidad de curación, o si alguien lo prefiere por ser más claro: trabajo con enfermos en fase terminal. Todos los días veo personas que tienen “sus días contados”, trato con sus familias y acompaño, en la medida de mis capacidades, el sufrimiento que produce la pérdida o la anticipación de la pérdida de un ser querido.
 
Evidentemente, este trabajo no es inocuo para mí ni me deja impasible. Cada día pienso más en la muerte… o, mejor dicho, en el hecho de mi propia muerte. No son pocas las ocasiones en que considero la posibilidad de sufrir alguna enfermedad incapacitante y que me haga dependiente. Quizá alguno piense que el simple hecho de considerar esto sea una forma de masoquismo, un deseo de sufrir por algo que aún no se ha dado. Preferimos pasearnos por esta vida creyéndonos invulnerables, como si pretendiésemos ignorar una realidad que termina demostrándose demasiado tozuda. Esa realidad es tan simple como arrolladora: somos pura fragilidad.
 
Hace unos días, leyendo al maestro zen y activista por la paz Thith Nhat Hanh, encontré lo siguiente:
 
El miedo a la muerte es uno de nuestros principales temores. Pero cuando, en lugar de tratar de ocultarlo o huir de él, miramos directamente las semillas de ese miedo, empezamos a transformarlo. Una de las formas más poderosas de hacer esto es a través de la práctica de los cinco recuerdos… Los cinco recuerdos son los siguientes:
1. Está en mi naturaleza envejecer. Soy de la naturaleza del envejecimiento. No puedo escapar del envejecimiento.
2. Está en mi naturaleza enfermar. Soy de la naturaleza de la enfermedad. No puedo escapar de la enfermedad.
3. Está en mi naturaleza morir. Soy de la naturaleza de la muerte. No puedo escapar de la muerte.
4. Está en la naturaleza de todo lo que quiero y todo lo que amo cambiar. Y no puedo evitar verme separado de ello.
5. He heredado los resultados de los actos de mi cuerpo, de mi habla y de mi mente. Mis acciones son mi continuación. (Este quinto recuerdo entronca con el concepto de karma: lo que hacemos, lo que decimos y lo que pensamos prosigue y tiene sus consecuencias más allá del propio acto. El fruto de nuestras acciones siempre nos seguirá. Por ejemplo: si alguien fuma tres cajetillas de tabaco al día, el fruto de esa acción será un elevado riesgo de padecer una afección pulmonar crónica).
 
Fuente: Thith Nhat Hanh, Miedo. Vivir en el presente para superar nuestros temores. Kairós, Barcelona 2013, pp. 35ss.
 
 
Tras leer algo así, confieso que una de las cosas que cada día me gusta más del budismo zen es su pragmatismo y su sentido de la realidad. En nuestra vida nos encontraremos con pérdidas y cambios, con el envejecimiento, la enfermedad y, antes o después, con la muerte. Los cinco recuerdos son una sarta de perogrulladas, pero ¿alguna vez nos detenemos a considerarlos? Ante esta realidad solemos optar por una de estas dos vías: o bien huimos de ella negandola y ocultándola bajo mil distracciones, o bien la aceptamos, la acogemos y la abrazamos. Desde mi punto de vista la opción más sana es la segunda. ¡Ojalá practicásemos a diario los cinco recuerdos!
 
¿Ganas de amargarse uno la vida? ¡Nada más lejos de mi intención! ¿Cuántas veces no se ha disfrutado de la juventud o de la salud pensando que esta va a durar para siempre? ¿Cuántas habrán sido las lamentaciones por no haber aprovechado la oportunidad de decirle a alguien un simple “te quiero”, de demostrarle cariño, porque llega un día en que lo perdemos y ya es demasiado tarde? ¿Cuántas veces no habremos oído eso de que nunca se le da el debido valor a las cosas hasta que las hemos perdido? Visto desde este punto de vista, ¿digo alguna barbaridad si afirmo que nunca practicamos lo suficiente los cinco recuerdos?
 
Y si después de haber dicho todo esto, alguien continúa creyendo que estoy loco, que peco de fatalismo o de negativismo, yo le respondería que aún se le puede dar una vuelta de tuerca más.
 
Pero este es un tema del que prefiero hablar otro día…