EL BLOG SE PRESENTA...

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Al cumplir los cuarenta, mi creador comenzó a hacerse las típicas preguntas asociadas a aquella edad: «¿qué he hecho con mi vida hasta ahora?», «¿qué pienso hacer a partir de ahora con ella?». Esas cuestiones fueron el motor de un blog con un carácter más bien “autobiográfico”, una suerte de “registro de recuerdos” que pretendía anotar algunas de sus vivencias personales y su impacto en él. Sin embargo, aquellas primeras páginas se expresaban en función del autoconcepto y el estado de ánimo del autor. Si ambos eran bajos, el estilo de cada publicación traslucía ese sentir.
Con el tiempo, aquel proyecto acabó en vía muerta.
Dos años después, mi autor retomó aquel cuaderno de bitácora para reconstruirlo desde sus cimientos e intentar corregir sus defectos. ¡Y nací yo!
En mis inicios, fui un medio para satisfacer el deseo de compartir vivencias y reflexiones personales, así como textos y vídeos variados que gustaban a mi creador. Este navío quería traer a puerto todas aquellas mercancías que pudieran enriquecer a los que paseasen por sus páginas.
Con el paso del tiempo me he dado cuenta que soy todo eso y algo más. Si, sigo siendo el saco en el que se introducen todas aquellas vivencias, reflexiones, textos y videos que han enriquecido de una u otra manera a mi autor. Pero además, combinando palabras propias y prestadas, me estoy convirtiendo en el relato de un itinerario en el que mi creador describe su transformación. En mi se ha reunido todo aquello que ha formado parte (de alguna manera) de un proceso de ensanchamiento humano y espiritual, un proceso de evolución que aún continúa.

¡Bienvenidos!


domingo, 9 de octubre de 2016

LO QUE GUARDÉ, PERDÍ

Hace dos semanas colgué un cuento al que no le quise añadir ni moraleja ni explicación (La muerte de un idiota). Ya he dicho en otro lugar de este blog que lo que menos me gusta es darle una interpretación “oficial” a estas historias, ya que cada una deja su particular huella en cada persona.
 
Por supuesto, hoy no pretendo romper mi propia norma y dejar una enseñanza de aquel cuento. Sin embargo, esa historia me ha traído el recuerdo de los días anteriores a la finalización del Camino de Santiago que hice hace seis años. Ese recuerdo sí que me dejó una pequeña lección y ahora me gustaría compartirla.
 
* * *
 
Yendo por el Camino Primitivo (el que transcurre por el interior de Asturias y pasa por Lugo) me tocó aguantar varias jornadas de nubes y lluvias más o menos intensas, según el día. Tuve que atravesar algunas veces por lo que los paisanos llamaban “caminos con charcos” (una cosa que, en mi pueblo, que es más de secano, se conoce como “pantanos llenos de lodo”). Tras nueve días de precipitaciones, deseaba con todas mis ansias abandonar de una vez por todas el capote para la lluvia y los pantalones impermeables. Las botas siempre terminaban cada etapa completamente mojadas y los pies ya se habían acostumbrado a una constante humedad sin que hubiesen sufrido (milagrosamente) ni una sola ampolla.
 
 
Aquel noveno día de aguaceros tocaba subir hasta el Puerto del Palo desde Pola de Allande. El ascenso comenzaba con un impresionante sendero hasta un lugar llamado La Reigada, rodeado todo el tiempo por bosques autóctonos en las laderas de la montaña. Semejante espectáculo fue lo mejor de aquella jornada y, aunque pueda resultar paradójico, el bosque me parecía aún más bello cuando lo caminaba bajo la lluvia. Aquella fue una experiencia dura, pero hermosísima.
 
Conforme subía al puerto, la lluvia cesó. Sin embargo, la niebla se iba cerrando cada vez más entorno a mí. Los bellos paisajes de bosques dejaron de verse y cualquier panorámica desde el alto se hizo imposible. Era toda una fortuna si la vista llegaba hasta cien metros. A mi alrededor podía ver algo de ganado suelto y se escuchaban los cencerros de los animales que la vista no lograba alcanzar. Aparte de algún que otro tintineo aislado de las reses pastando en medio de la bruma, sólo podía escuchar el viento y mi respiración. En aquel paraje, en medio de la niebla, la humedad y el frío, sólo se escuchaba el esfuerzo.
 
Superado el puerto, el resto del camino era bajada hasta un pueblito llamado Berducedo, cerca del límite entre Asturias y Galicia. Fue allí, después de todo aquel tiempo caminando bajo la lluvia y sin que despuntase ni un miserable rayo de sol entre las nubes, donde comencé a ver de nuevo el azul del cielo.
 
Al día siguiente, en la subida desde Berducedo hasta Buspol pude disfrutar de mi primer amanecer soleado y sin nubes de tormenta. Las vistas que desde allí se tenían del embalse de Salime eran magníficas. Luego, la bajada hasta la presa, marchando por una senda forestal rodeada de pinos, fue algo verdaderamente extraordinario: aquel era un camino para disfrutar.
 
Recuerdo que, haciendo esa bajada, meditaba sobre las razones para hacer el Camino. Sé que hice grandes reflexiones de las que ahora ni me acuerdo. Pensaba en las motivaciones de la peregrinación, en el simbolismo del Camino, en el sentido de la vida y en todas esas chorradas. Sin embargo, en aquel mismo instante me di cuenta de que había dedicado más de la mitad del Camino a teorizar sobre el propio Camino, pero, ¿me había encontrado con lo que me rodeaba mientras tanto? Los recuerdos más vívidos e intensos que guardo del Camino son los de aquellos últimos días de peregrinación, pero ¿y de lo anterior? ¿Cuántas cosas me perdí durante los primeros kilómetros de mi itinerario mientras caminaba distraído en mis meditaciones?
 
Como decía el cuento del otro día: el regalo más importante que nos da esta vida es la oportunidad.
 
Un par de días más tarde, ya en la provincia de Lugo, entre A Fonsagrada y O Cádavo pasaba por un pueblo llamado Paradavella. Casi sin darme cuenta, saliendo de la senda que transitaba entre la arboleda, me fui a dar de bruces con un pequeño bar. Allí decidí hacer un alto y tomar un pequeño refrigerio. La muchacha que me estuvo atendiendo me dio un rato de conversación. Comenzamos a hablar sobre los peregrinos. Ella se sorprendía de aquellos que pasaban a toda velocidad frente al bar, sin apenas detenerse a ver lo que había por allí. No se quejaba de que no se detuviesen en su negocio a hacer algo de gasto; lo que le resultaba inexplicable era que tanta gente pudiera tener tanta prisa por llegar al final de la etapa. Yo también compartía su sorpresa y me hacía de cruces por “esa clase” de peregrinos.
 
Sin embargo, hoy dudo de que me distinguiera mucho de ellos.
 
Da igual que vayas corriendo intentando alcanzar un objetivo o que no dejes de darle vueltas a la cabeza sobre el sentido que lo que te puede estar ocurriendo, al final puedes perder lo más importante: vivir la propia experiencia con una mínima actitud contemplativa.
 
Durante aquellos días de peregrinación no había dejado de reflexionar sobre el significado de las flechas amarillas, sobre el sentido que le podía dar a mi propia sombra proyectada frente a mí cuando el sol se elevaba a mi espalda mientras caminaba, o sobre el simbolismo de otros mil accidentes del Camino. En el fondo, tengo la impresión de que todo esto no era sino el fruto de una humana necesidad de sentir que todo encaja. No obstante, a veces dudo de que no haya sido todo ello una lamentable pérdida de tiempo y una tarea que distraía mi atención de lo verdaderamente importante.
 
Recuerdo ahora otra anécdota de esos días. Fue entre A Lastra y el alto de Fontaneira. En medio de mis pensamientos, se me ocurrió levantar la vista. En ese preciso instante, delante de mí, saliendo de entre los árboles que rodeaban el camino, se me cruzó una corza como una exhalación. ¡Me hubiese perdido aquel instante si hubiese permanecido con la mirada clavada en el suelo, enredado en mis solitarias cavilaciones!
 
Cuando me quedaban menos de ciento cincuenta kilómetros para llegar a mi meta en Santiago, cuando ya había caminado mucho más de seiscientos kilómetros, descubrí que el Camino (el que yo estaba haciendo) no estaba para pensar y hacerse preguntas, sino para vaciar la mente de pensamientos e interrogantes. Mientras hacía mil consideraciones, perdía la oportunidad de darme cuenta de lo verdaderamente importante: lo que acontecía a mi alrededor.
 
 
¡Qué fácil resulta distraerse y perder el tiempo intentando elaborar hipótesis personales! ¡Qué sencillo no darse cuenta de lo que la vida te pone delante a cada instante, no aceptar lo que es, no disfrutar lo presente!
 
¡A veces siento que sólo he oído el ruido que hace mi voz, no el sonido de lo que me ha rodeado!
 
¡Ahora comprendo lo fácilmente que he dejado alejarse la oportunidad!
 
* * *
 
Acude ahora a mi memoria un último recuerdo “peregrino”. En Asturias, cuando hice el Camino, pasé a unos siete kilómetros de Llanes por un pueblecito llamado Barru. A la entrada había una pequeña capilla en cuyo interior pude leer la siguiente inscripción, que aquí dejo para dejar al lector pensando un buen rato:
 
Yo tuve lo que gasté
pero tengo lo que di
sufro por lo que negué
y lo que guardé perdí.

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