EL BLOG SE PRESENTA...

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Al cumplir los cuarenta, mi creador comenzó a hacerse las típicas preguntas asociadas a aquella edad: «¿qué he hecho con mi vida hasta ahora?», «¿qué pienso hacer a partir de ahora con ella?». Esas cuestiones fueron el motor de un blog con un carácter más bien “autobiográfico”, una suerte de “registro de recuerdos” que pretendía anotar algunas de sus vivencias personales y su impacto en él. Sin embargo, aquellas primeras páginas se expresaban en función del autoconcepto y el estado de ánimo del autor. Si ambos eran bajos, el estilo de cada publicación traslucía ese sentir.
Con el tiempo, aquel proyecto acabó en vía muerta.
Dos años después, mi autor retomó aquel cuaderno de bitácora para reconstruirlo desde sus cimientos e intentar corregir sus defectos. ¡Y nací yo!
En mis inicios, fui un medio para satisfacer el deseo de compartir vivencias y reflexiones personales, así como textos y vídeos variados que gustaban a mi creador. Este navío quería traer a puerto todas aquellas mercancías que pudieran enriquecer a los que paseasen por sus páginas.
Con el paso del tiempo me he dado cuenta que soy todo eso y algo más. Si, sigo siendo el saco en el que se introducen todas aquellas vivencias, reflexiones, textos y videos que han enriquecido de una u otra manera a mi autor. Pero además, combinando palabras propias y prestadas, me estoy convirtiendo en el relato de un itinerario en el que mi creador describe su transformación. En mi se ha reunido todo aquello que ha formado parte (de alguna manera) de un proceso de ensanchamiento humano y espiritual, un proceso de evolución que aún continúa.

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sábado, 21 de septiembre de 2019

UN CUERPO DE HUESOS ROTOS

El cristianismo, la tradición religiosa en la que he crecido, siempre ha predicado un mensaje que llama a la fraternidad, a la armonía y a la unión de sus fieles. Las formas de apelar a dicha unidad en el Nuevo Testamento es bastante amplia: ser un solo cuerpo, tener un mismo sentir, evitar las divisiones en el seno de la comunidad eclesial... Sin embargo, lo más palpable a lo largo de la historia ha sido la desunión, el disenso, la diferencia en la interpretación o en la vivencia del mensaje evangélico, llegando incluso al extremo del enfrentamiento, no sólo dialéctico, sino bélico. También entre los santos y los religiosos se han dado desacuerdos. Los primeros testimonios escritos de este hecho figuran ya en el libro de los Hechos de los apóstoles y en las cartas paulinas (uno de los mejores ejemplos lo hallamos en la carta a los Gálatas).
 
Con demasiada frecuencia confundimos “unidad” con “uniformidad” (todos tenemos que pensar igual, todos tenemos que sentir igual). Sin embargo, alcanzar esa unidad de todos los seres humanos supone una cierta dosis de sufrimiento, ya que tendremos que enfrentarnos con lo distinto, lo que no nos gusta, con el pensamiento diferente, las creencias opuestas. El miedo a ese sufrimiento es lo que generará, en algunos casos, rechazo y odio. Ese odio forjará los fanatismos o la creencia irracional de verse superior y en posesión de la “única verdad”. Pero ese odio también lo es contra nosotros mismos, contra nuestra propia limitación, contra nuestra propia imperfección. Este odio no se supera con la simple voluntad de amar a los demás, sino únicamente por medio de la fe en un Dios que es capaz de amar a cada uno de nosotros tal y como somos.
 
Hoy subo de nuevo a este navío una mercadería perteneciente al monje cisterciense norteamericano Thomas Merton. Con su característica agudeza, Merton aborda esta cuestión de la desunión. El habla de una “desmembración” que tendría su origen no en la búsqueda de la verdad, sino en la pura y simple visceralidad humana (una visceralidad que, en la última publicación de este blog, se encarnó en el pope Grigoris, aquel personaje de la novela de Nikos Kazantzakis Cristo de nuevo crucificado).
 
Entiendo por “visceralidad humana” las iras, odios, miedos y rencores, el interés personal, o la necesidad de reconocimiento o de aplausos. Gran parte de la historia de la humanidad se ha hecho desde ese principio, casi siempre inconscientemente. También el desarrollo de los dogmas y la elaboración del depósito doctrinal de las religiones (incluida la cristiana) han sido fruto del conflicto y el enfrentamiento. Podríamos hacernos (legítimamente) la siguiente pregunta: ¿hay algún conflicto en el que no se vea enredado lo más “visceral” del ser humano? ¿Cuántas veces la búsqueda de la verdad no habrá sido viciada por las iras o los intereses humanos? ¿Cuántas veces se habrá servido al dios del odio pensando que se servía al Dios de la verdad?
 
Quedan ahí las preguntas y, a continuación, las palabras de Merton. Dejémosle hablar.
 
 
En todo el mundo, a través de toda la historia, incluso entre los religiosos y los santos, Cristo sufre la desmembración.
 
Su Cuerpo físico fue crucificado por Pilato y los fariseos; Su Cuerpo místico es arrastrado y descuartizado por los demonios, de edad en edad, en la agonía de esa desunión que se alimenta y vegeta en nuestras almas, inclinadas al egoísmo y al pecado.
 
En toda la faz de la tierra la avaricia y la codicia de los hombres engendran incesantes divisiones entre ellos, y las heridas que arrancan a los seres humanos de la unión mutua se extienden y desencadenan guerras terribles. Asesinatos, matanzas, revoluciones, odios, carnicería y tortura de los cuerpos y las almas de los hombres, la destrucción de ciudades por el fuego, el hambre de millones de personas, la aniquilación de pueblos enteros y, finalmente, la inhumanidad cósmica de la guerra atómica: Cristo es masacrado en Sus miembros, que son arrancados uno a uno; Dios es asesinado en los hombres.
 
 
La historia del mundo, con la destrucción material de ciudades, naciones y pueblos, expresa la división interior que tiraniza las almas de todos los hombres, incluso las de los santos.
 
Incluso los inocentes, incluso aquellos en quienes Cristo vive por la caridad, incluso los que desean con todo su corazón amarse mutuamente, permanecen divididos y separados. Aunque ya son uno en Él, su unión permanece oculta para ellos, porque todavía no posee más que la sustancia secreta de sus almas.
 
Pero sus mentes, sus juicios y sus deseos, sus facultades y caracteres humanos, sus apetitos e ideales están todos ellos aprisionados en la escoria de ese inevitable egoísmo que el amor puro aún no ha podido refinar.
 
Mientras permanezcamos en la tierra, el amor que nos une nos hará sufrir por el mismo contacto entre nosotros, porque este amor es la unión de un Cuerpo de huesos rotos. Ni siquiera los santos pueden vivir con los santos en esta tierra sin cierta angustia, sin cierto sufrimiento por las diferencias que hay entre ellos.
 
Hay dos cosas que los hombres pueden hacer para afrontar el dolor de la desunión con otros hombres: pueden amar o pueden odiar.
 
(…) El odio es el signo y la expresión de la soledad, de la indignidad, de la insuficiencia. Y nos odiamos a nosotros mismos en la medida en que estamos solos y nos sentimos indignos. Algunos de nosotros somos conscientes de este odio a nosotros mismos, y por causa de él nos reprochamos y castigamos innecesariamente. El castigo no puede curar el sentimiento de que somos indignos. No podemos hacer nada por remediarlo mientras sintamos que estamos aislados, que somos insuficientes y desvalidos y que estamos solos. Otros que son menos conscientes de este odio a sí mismos lo comprenden de otra forma, proyectándolo en otros. Hay un odio orgulloso y autosuficiente, fuerte y cruel, que goza con el placer de odiar, pues se dirige exteriormente contra la indignidad de otro. Pero este odio fuerte y autosuficiente no entiende que, como todo odio, destruye y consume al yo que odia, y no el objeto odiado. El odio, en cualquier forma, destruye al sujeto que lo experimenta y, aun cuando triunfe físicamente, triunfa en su propia ruina espiritual.
 
El odio fuerte, el odio que goza odiando, es fuerte porque no cree que es indigno y está solo. Siente el apoyo de un Dios que le justifica, de un ídolo de guerra, de un espíritu vengador y destructor. La raza humana fue liberada una vez de tales dioses sedientos de sangre, con gran esfuerzo y terrible sufrimiento, por la muerte de un Dios que se entregó a Sí mismo a la cruz y sufrió la crueldad patológica de Sus criaturas por la piedad que sentía hacia ellas. Venciendo a la muerte, les abrió los ojos a la realidad de un amor que no hace preguntas acerca del mérito, un amor que vence sobre el odio y destruye la muerte. Pero los hombres han llegado a rechazar esta divina revelación del perdón y, por consiguiente, están volviendo a los antiguos dioses de la guerra, los dioses que insaciablemente beben la sangre y comen la carne de los hombres. Es más fácil servir a los dioses del odio porque viven del culto del fanatismo colectivo. Para servir a los dioses del odio sólo hace falta estar cegado por la pasión colectiva. Para servir al Dios del Amor es preciso ser libre, hay que afrontar la terrible responsabilidad de la decisión de amar a pesar de toda indignidad, en uno mismo o en el prójimo.
 
En la raíz de todo odio se encuentra el envenenador y torturador sentimiento de indignidad. La persona que es capaz de odiar con fuerza y con la conciencia tranquila es aquella que se ha cegado complacientemente a toda la indignidad que hay en ella y es capaz de ver serenamente todos sus errores en otra persona. Pero quien es consciente de su propia indignidad y de la indignidad de su hermano es tentado por una clase de odio más sutil y más atormentadora: el general, punzante y nauseabundo odio de todo y de todos, porque todo está manchado de indignidad, todo es impuro, todo está viciado por el pecado. Este odio débil es en realidad un amor débil. Quien no puede amar se siente indigno y, al mismo tiempo, siente que de alguna manera nadie es digno. Quizá no puede sentir amor porque piensa que es indigno de ser amado, y por esta causa piensa también que nadie es digno de ello.
 
El comienzo de la lucha contra el odio, la respuesta cristiana fundamental al odio, no es el mandamiento del amor, sino aquello que necesariamente debe precederlo a fin de que el mandamiento resulte soportable y comprensible. Es un mandamiento previo: creer. La raíz del amor cristiano no es la voluntad de amar, sino la fe en que uno es amado, la fe en que uno es amado por Dios, la fe en que uno es amado por Dios aunque sea indigno o, más bien, sin que se tenga en cuenta su valor.
 
En la verdadera visión cristiana del amor de Dios, la idea del mérito pierde su significado. La revelación de la misericordia de Dios hace que el problema del mérito resulte casi ridículo: el descubrimiento de que el mérito no tiene especial importancia (dado que nadie podría nunca, por sí mismo, ser estrictamente digno de ser amado con semejante amor) es una verdadera liberación del espíritu. Pero la persona es cautiva del odio hasta que lo comprende, hasta que la divina misericordia realiza esta liberación.
 
El amor humanista no es suficiente. Mientras creamos que no odiamos a nadie, que somos misericordiosos, que somos amables por naturaleza, nos engañamos; nuestro odio arde bajo las grises cenizas del optimismo complaciente. Estamos aparentemente en paz con todos, porque pensamos que somos dignos (…)
 
El odio trata de curar la desunión aniquilando a los que no están unidos con nosotros. Busca la paz por medio de la eliminación de todos, excepto de nosotros mismos.
 
Pero el amor, al aceptar el dolor de la reunión, empieza a sanar todas las heridas.
 
 
Thomas Merton, Nuevas semillas de contemplación. Sal Terrae, Santander 2003, pp.88-93.
 
 

lunes, 25 de febrero de 2019

EGO

La semana pasada embarqué en este navío un fragmento de santa Teresa de Jesús (si quieres leerlo, haz click en este enlace). Aquel texto hablaba de conocimiento propio, de reconocimiento de nuestro “humus”. La santa tenía la certeza de que Dios habita en lo más íntimo de nuestro ser y es allí donde es posible una experiencia honda de encuentro con El. Teresa aconsejaba repetidamente comenzar en el camino de oración conociendo ese lugar de encuentro, o sea, conocer y considerar lo que somos.
 
El problema de observarse demasiado el propio ombligo es acabar dando vueltas entorno al ego (a mí me gusta llamarlo “ego-centripetismo”). Alguien como Pablo d’Ors propone un método (basado en su experiencia de meditación) para salir de ese egocentrismo.
 
«Para bien o para mal, desde mi más temprana adolescencia he sido alguien muy interesado en profundizar en mi propia identidad. Por eso he sido un ávido lector. Por eso cursé Filosofía y Teología en mi juventud. El peligro de una inclinación de este género es, por supuesto, el egocentrismo; pero gracias al sentarse, respirar y nada más, comencé a percatarme de que esta tendencia podía erradicarse no ya por la vía de la lucha y la renuncia, como se me había enseñado en la tradición cristiana, a la que pertenezco, sino por la del ridículo y la extenuación. Porque todo egocentrismo, también el mío, llevado a su extremo más radical, muestra su ridiculez e inviabilidad» (Pablo d'Ors, Biografía del silencio. Siruela, Madrid 2017, p. 12).
 
Según esto, no es cuestión de luchar contra el ego, o de renunciar a uno mismo, sino de reírse de nuestra inclinación a ver al yo como centro del universo.
 
La semana pasada, Santa Teresa hablaba de considerarse a uno mismo considerando también la grandeza del Dios que viene a habitarnos. De forma análoga, alguien que no sea creyente y que, con actitud contemplativa, observe un espacio natural, un cielo estrellado o la fuerza de los elementos, puede comprender lo pequeño, lo inmensamente pequeño que es ese microcosmos al que llamamos “yo y mi circunstancia”.
 
Esta semana he tenido la ocasión de leer un texto del monje cisterciense Thomas Merton (un texto atravesado en ocasiones de gran ironía). El monje estadounidense afirmaba que la vocación de todo ser humano no es otra sino ser lo que somos. Él llegó a afirmar: “para mí, ser santo significa ser yo mismo”.
 
Sin embargo, conocer y alcanzar nuestra propia identidad nunca será posible desde la separación de Dios o desde el aislamiento de los otros seres humanos. Crear y creer en un yo diferente al resto del común de los mortales no solo sería una mentira, sino incluso peligroso.
 
Pero quizá sea mejor dejar hablar a Merton.
 
«Para llegar a ser yo mismo tengo que dejar de ser lo que siempre pensé que quería ser; para encontrarme a mí mismo tengo que salir de mí, y para vivir tengo que morir.
 
Esto se debe a que he nacido en el egoísmo, y por eso mis naturales esfuerzos por hacerme más real y más yo mismo me hacen menos real y menos yo mimo, porque giran en torno a una mentira.
 
Quienes no conocen nada de Dios, y cuyas vidas están centradas en sí mismos, se imaginan que sólo pueden encontrarse a sí mismos afirmando sus deseos, ambiciones y apetitos en una lucha con el resto del mundo. Tratan de hacerse reales imponiéndose a otras personas, apropiándose de una parte de la limitada cantidad de bienes creados y acentuando así la diferencia entre ellos y otras personas que tienen menos que ellos o nada en absoluto.
 
Sólo pueden concebir una manera de hacerse reales: separarse de los otros y construir una barrera de contraste y distinción entre ellos y los demás. No saben que la realidad no debe ser buscada en la división, sino en la unidad, ya que somos “miembros unos de otros”.
 
Quien vive en la división no es una persona, sino tan sólo un “individuo”.
 


Tengo lo que vosotros no tenéis. Soy lo que vosotros no sois. He conseguido lo que vosotros no habéis podido conseguir y me he apropiado de lo que vosotros no tendréis jamás. Por eso vosotros sufrís y yo soy feliz, vosotros sois despreciados y yo soy elogiado, vosotros morís y yo vivo; vosotros sois nada y yo soy algo, y soy tanto más porque vosotros no sois nada. De esta manera paso mi vida admirando la distancia entre vosotros y yo; a veces esto me ayuda incluso a olvidar a las personas que tienen lo que yo no tengo, han tomado lo que yo no tomé, debido a mi lentitud, se han apropiado de lo que estaba fuera de mi alcance, son elogiadas como yo no puedo serlo y viven de mi muerte…
 
Quien vive en la división vive en la muerte. No puede encontrarse a sí mismo, Porque está perdido; ha dejado de ser una realidad. La persona que cree ser es un mal sueño. Y cuando muera, descubrirá que había dejado de existir hacía mucho, porque Dios, que es la realidad infinita y en cuya mirada está el ser de todo cuanto existe, le dirá: “No te conozco”.
 
Y ahora reflexiono sobre la enfermedad del orgullo espiritual. Pienso en la peculiar irrealidad que penetra en el corazón de los santos y devora su santidad antes de que esté madura. Hay algo de este gusano en el corazón de todos los religiosos. Tan pronto como realizan algo que saben que es bueno a los ojos de Dios, tienden a apropiarse de esa realidad y hacerla suya. Tiende a destruir sus virtudes reivindicándolas para sí y revistiendo la íntima ilusión de sí mismos con valores que pertenecen a Dios. ¿Quién puede escapar al secreto deseo de respirar una atmósfera diferente de la del resto de los seres humanos? ¿Quién puede hacer obras buenas sin buscar en ellas alguna agradable distinción del común de los pecadores de este mundo?
 
Esta enfermedad es aún más peligrosa cuando consigue aparecer como humildad. Cuando un orgulloso se cree humilde, es un caso perdido.
 
Supongamos que un hombre ha hecho muchas cosas que a su naturaleza le resultaba difícil aceptar. Ha superado pruebas difíciles, ha trabajado mucho y, por la gracia de Dios, ha llegado a poseer un hábito de fortaleza y abnegación gracias al cual, finalmente, el trabajo y los sufrimientos se hacen llevaderos. Es razonable pensar que su conciencia esté en paz. Pero, antes de que pueda percatarse de ello, la limpia paz de una voluntad unida a Dios se convierte en la complacencia de una voluntad que ama su propia excelencia.
 
El placer que siente en su corazón cuando realiza cosas difíciles y consigue hacerlas bien, le dice secretamente: “Soy un santo”. Al mismo tiempo, parece que otros reconocen que es diferente de ellos. Lo admiran o, quizá, lo evitan -¡el dulce homenaje de los pecadores! El placer se convierte en un fuego devorador. El calor de ese fuego es muy semejante al amor de Dios, porque es alimentado por las mismas virtudes que mantienen la llama de la caridad. Arde en el fuego de la admiración de sí mismo, paro piensa: “Es el fuego del amor de Dios”.
 
Piensa que su orgullo es el Espíritu Santo.
 
El dulce calor del placer se convierte en el criterio de todas sus obras. El gusto que encuentras en los actos que lo hacen admirable a sus propios ojos le lleva a ayunar, a orar, a ocultarse en la soledad, a escribir muchos libros, a construir iglesias y hospitales o a fundar mil organizaciones. Y cuando consigue lo que quiere, piensa que su sentimiento de satisfacción es la unción del Espíritu Santo. Y la secreta voz del placer canta en su corazón: Non sum sicut caeteri homines (“No soy como los demás hombres”: Lc 18, 9-14).
 
Una vez que comienza a avanzar por este camino, no hay límites para el mal que, llevado de la satisfacción de sí mismo, Puede hacer en nombre de Dios y de Su amor y para tolerar el consejo de otra persona –o las órdenes de un superior. Cuando alguien se opone a sus deseos, junta humildemente las manos y parece aceptarlo por el momento, pero en su corazón dice: “Soy perseguido por hombres mundanos, incapaces de comprender a quien está guiado por el Espíritu de Dios. Con los santos siempre ha sido así”.
 
Y, habiéndose hecho un mártir, es diez veces más testarudo que antes.
 
Cuando tal persona se cree que es un profeta o un mensajero de Dios, o que tiene la misión de reformar el mundo, las consecuencias son terribles… Es capaz de destruir la religión y hacer que el nombre de Dios resulte odioso para los hombres.
 
De alguna manera, tengo que buscar mi identidad no sólo en Dios, sino también en los otros.
 
Jamás podré encontrarme a mí mismo si me aíslo del resto de la humanidad como si perteneciera a una especie diferente».
 
Thomas Merton, Nuevas semillas de contemplación. Sal Terrae, Santander 2003, pp.67-70.
 

domingo, 3 de febrero de 2019

LA ÚNICA PREGUNTA NECESARIA

Las últimas semanas vengo leyendo libros que hablan de meditación y de contemplación. Casi todo lo que leo, da vueltas a una misma idea: hay un yo auténtico que se encuentra en lo más oculto de nosotros mismos. Hoy me gustaría comenzar con unas palabras de Pablo d’Ors. En su práctica de meditación llegó al descubrimiento de ese “yo auténtico”, un yo que se encuentra en todos y cada uno de nosotros, pero que siempre suele estar enmascarado por humo y por construcciones ilusorias que nosotros mismos hemos fabricado.
 
La forma que tuvo de llegar a este convencimiento fue planteándose la única pregunta necesaria: ¿quién soy yo? Dejaré hablar a d’Ors:
 
Al intentar responder, me percaté de que cualquier atributo que pusiera a ese “yo soy”, cualquiera, pasaba a ser, bien mirado, escandalosamente falso. Porque yo podía decir, por ejemplo, “soy Pablo d'Ors”; pero lo cierto es que también sería quien soy si sustituyera mi nombre por otro. De igual modo, podía decir “soy escritor”; pero, entonces, ¿significaría eso que yo no sería quien de hecho soy si no escribiera? O, “soy cristiano”, en cuyo caso, ¿dejaría de ser yo mismo si renegase de mi fe? Cualquier atributo que se ponga al yo, aun el más sublime, resulta radicalmente insuficiente. La mejor definición de mí a la que hasta ahora he llegado es “yo soy”. Simplemente. Hacer meditación es recrearse y holgar en este “yo soy”.
 
Esta holganza o recreación, si procede por los cauces oportunos, produce el mejor de los propósitos posibles: aliviar el sufrimiento del mundo. Uno se sienta a meditar con sus miserias para, gracias a un proceso de expiación interna, llegar a ese “yo soy”. Y uno se sienta con el “yo soy” para alimentar la compasión. Pero no es sencillo llegar a este punto, puesto que nunca terminamos de purgar.
 
Pablo d'Ors, Biografía del silencio. Siruela, Madrid 2017, p.70-71.
 
Yo no poseo una experiencia de meditación como la de Pablo d’Ors, y en mis “prospecciones” he llegado al siguiente punto: soy lo que se me ha enseñado a ser, lo correcto, lo “normal”; soy lo que los demás esperan de mí, soy lo que resulta más atractivo o aprobable a los ojos de la gente; soy lo que quiero aparentar, la imagen que he diseñado para venderme mejor; soy fruto de una Historia (con mayúscula), heredero de las esperanzas y los miedos de mis ancestros (los más cercanos y los más lejanos); soy el producto de mi propia historia, esa historia con minúscula, la de cada día, esa en la que crezco o menguo; soy lo que pienso y lo que siento; soy abundancia y necesidad, miseria y tesoro, multitud y soledad, coherencia y contradicción. Soy yo y también todo lo contrario.
 
Si me recreo en todo esto, según Pablo d’Ors, el efecto que producirá es el alivio del sufrimiento, porque lo que nos suele hace sufrir son nuestras resistencias a la realidad. Y es nuestra propia realidad a la que más nos solemos resistir. Quizá ese es el motivo por el cual una mirada compasiva, una mirada capaz de contemplar con cierta ironía y humor lo que somos, es la única capaz de arrancarnos las máscaras. Recuerdo una pequeña historia que ilustra muy bien esto último:
 
Un discípulo preguntó a Hejasi: “Quiero saber que es lo más divertido de los seres humanos”.
Hejasi contestó: “Piensan siempre al contrario: tienen prisa por crecer, y después suspiran por la infancia perdida. Pierden la salud para tener dinero y después pierden el dinero para tener salud. Piensan tan ansiosamente en el futuro que descuidan el presente, y así, no viven ni el presente ni el futuro. Viven como si no fueran a morir nunca y mueren como si no hubiesen vivido”.
 
Al hilo de todo esto, acude ahora a mi memoria uno de los textos bíblicos más hermosos que he tenido la oportunidad de leer y “rumiar”: se trata del salmo 138. En esta oración, el salmista se dirige a un Dios del que es imposible esconderse, que nos conoce mucho mejor y con más hondura de lo que nosotros mismos podemos llegar a conocernos. Dice así:
 
Señor, tú me sondeas y me conoces;
me conoces cuando me siento o me levanto,
de lejos penetras mis pensamientos;
distingues mi camino y mi descanso,
todas mis sendas te son familiares.
No ha llegado la palabra a mi lengua,
y ya, Señor, te la sabes toda.
Me estrechas detrás y delante,
me cubres con tu palma.
Tanto saber me sobrepasa,
es sublime, y no lo abarco.
 
¿Adónde iré lejos de tu aliento,
adónde escaparé de tu mirada?
Si escalo el cielo, allí estás tú;
si me acuesto en el abismo, allí te encuentro;
si vuelo hasta el margen de la aurora,
si emigro hasta el confín del mar,
allí me alcanzará tu izquierda,
me agarrará tu derecha.
Si digo: «Que al menos la tiniebla me encubra,
que la luz se haga noche en torno a mí»,
ni la tiniebla es oscura para ti,
la noche es clara como el día.
 
Tú has creado mis entrañas,
me has tejido en el seno materno.
(…) Conocías hasta el fondo de mi alma,
no desconocías mis huesos.
Cuando, en lo oculto, me iba formando,
y entretejiendo en lo profundo de la tierra,
tus ojos veían mis acciones,
se escribían todas en tu libro;
calculados estaban mis días
antes que llegase el primero.
¡Qué incomparables encuentro tus designios,
Dios mío, qué inmenso es su conjunto! (…)
 
 
¿No sería extraordinario llegar a conocerme con la hondura con la que me conoce el Dios del salmista? Esta es una idea que resulta fascinante, pero al mismo tiempo, parece extraordinariamente difícil. Puedo continuar preguntándome: ¿quién soy?, ¿qué más puedo esperar encontrarme?, ¿soy algo más, algo que aún no puedo vislumbrar, algo que se encuentra en lo más íntimo y lo más oculto de mí mismo? Yo aún no soy capaz de contestar a esta cuestión, por lo que me gustaría dejar la respuesta al monje cisterciense norteamericano Thomas Merton. Donde Pablo d’Ors habla de meditación, Merton habla de contemplación, pero el efecto es semejante: el despertar del yo real que, simplemente, es.
 
Existe una oposición irreductible entre el yo profundo y trascendente que despierta sólo en la contemplación y el yo superficial y exterior que identificamos por lo general con la primera persona del singular. Debemos recordar que este “yo” superficial no es nuestro yo real. Es nuestra “individualidad” y nuestro “yo empírico”, pero no es realmente la persona escondida y misteriosa en la que subsistimos a los ojos de Dios. El “yo” que actúa en el mundo, piensa sobre sí, observa sus propias reacciones y habla de sí no es el verdadero “yo” (…) Es, en la mejor de las hipótesis, la vestidura, la máscara, el disfraz de ese “sí mismo” misterioso y desconocido que la mayor parte de nosotros no descubrimos hasta que morimos. Nuestro yo exterior y superficial (…) está condenado a desaparecer tan completamente como el humo de una chimenea. Es totalmente frágil y evanescente. La contemplación es precisamente la conciencia de que este “yo” es en realidad “no yo”, y el despertar del “yo” desconocido que está fuera del alcance de la observación y la reflexión y que es incapaz de hablar acerca de sí. Ni siquiera puede decir “yo” con la seguridad y la impertinencia del otro, ya que su verdadera naturaleza consiste en estar oculto y ser anónimo y no identificado en la sociedad, donde las personas hablan de sí mismas y unas de otras. En semejante mundo, el verdadero “yo” permanece invisible e incapaz de expresarse, porque tiene mucho que decir y, al mismo tiempo, ni una sola palabra sobre sí mismo.
 
Nada podría ser más ajeno a la contemplación que el Cogito ergo sum (“Pienso, luego existo”) de Descartes. Esta es la declaración de un ser alienado, exiliado de su propia profundidad espiritual, obligado a buscar algún consuelo en una prueba de su propia existencia (!) basada en la observación de que “piensa”. Si su pensamiento es necesario como un medio a través del cual llega al concepto de su existencia, entonces, de hecho, tan sólo se está alejando aún más de su verdadero. Se está reduciendo a un concepto. Está haciendo que le resulte imposible experimentar directamente el misterio de su propio ser.
 
La contemplación, (…) es la comprensión experiencial de la realidad como subjetiva, no tanto “mía” (que significaría “perteneciente al yo exterior”) cuanto “yo mismo” en el misterio de la existencia. La contemplación no llega a la realidad después de un proceso de deducción, sino por un despertar intuitivo en el que nuestra realidad libre y personal se hace plenamente consciente de su profundidad existencial (…).
 
Para el contemplativo no hay cogito (“pienso”) ni ergo (“luego”), sino únicamente SUM (“existo”). No en el sentido de una afirmación vana de nuestra individualidad como fundamentalmente real, sino en la humilde compresión de nuestro ser misterioso como personas en quienes Dios vive con infinita dulzura y poder inalienable.
 
Thomas Merton, Nuevas semillas de contemplación, Sal terrae, Santander 2003, p. 29-31.
 

domingo, 4 de enero de 2015

LA ÚNICA COSA NECESARIA

Hace unas semanas compartí un texto de Merton (Hacer lo que soy). Hoy vuelvo al ataque y traigo estos fragmentos del autor norteamericano, que son continuación de aquello.
 
Estas líneas que siguen a continuación sólo despiertan en mí una pregunta: ¿cuál es la única cosa necesaria? Creo que la cuestión no es baladí. En mi opinión, en ella nos jugamos toda nuestra vida, ya que podemos perder el tiempo si somos incapaces de responderla.
 
 
El que está contento con lo que tiene y acepta la verdad de que inevitablemente carece de mucho en la vida, es mucho mejor que el que tiene mucho más pero se preocupa por todo lo que le falta. Porque no podemos hacer lo mejor de lo que somos, si nuestros corazones están siempre divididos entre lo que somos y lo que no somos. […]
 

No podemos ser felices si esperamos vivir siempre en las cumbres más altas de la intensidad. La felicidad no es asunto de intensidad sino de equilibrio, orden, ritmo y armonía. […]
 
No podemos dominarlo todo, gustarlo todo, entenderlo todo, escanciar toda experiencia hasta los últimos restos. Pero si hemos de tener el coraje de dejar que todo lo demás se nos escape, podremos con toda probabilidad retener la única cosa necesaria para nosotros, sea ésta la que sea. Si estamos demasiado preocupados por tenerlo todo, careceremos de la única cosa que necesitamos.
 
La felicidad consiste en averiguar precisamente cuál es esa “única cosa necesaria” en nuestra vida, y en dejar a un lado con ánimo contento todo lo demás. Porque entonces, por una paradoja divina, encontraremos que todo lo demás se nos ha dado junto con esa única cosa necesaria.
 
Fuente: Thomas Merton, Los hombres no son islas.
Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 1998, pp. 121-124.
 


domingo, 21 de diciembre de 2014

HACER LO QUE SOY

Hoy deseo compartir este fragmento del escritor norteamericano y monje trapense Thomas Merton. Toda una interpelación a nuestra forma de actuar y ser.
 
Es algo muy grande ser pequeño, es decir, ser nosotros mismos. Y cuando se es uno mismo, se pierde la mayor parte de la fútil conciencia que atisba el interior, que lo mantiene a uno en constante comparación con los demás para ver cuán grandes son ellos. (…)
 
El valor de nuestra actividad depende casi totalmente de la humildad que tengamos de aceptarnos tal como somos. El motivo de que hagamos las cosas tan mal, es que no estamos contentos con lo que hacemos. Insistimos en hacer lo que no se nos pide, porque deseamos saborear el éxito que pertenece a otro.
 
Nunca descubrimos cómo es lograr el éxito con nuestro trabajo, porque nunca queremos emprender un trabajo que guarde adecuada proporción con nuestras fuerzas.
 
¿Quién quiere contentarse con un trabajo que revela todas sus limitaciones? Ése aceptará tal trabajo sólo como un “medio de pasarla”, mientras espera descubrir “su verdadera vocación”. El mundo está lleno de comerciantes fracasados que siguen creyendo en secreto que estaban destinados para artistas, escritores o actores de cine.
 
El profundo secreto de mi ser a menudo está oculto a mi vista por mi propia estima de lo que soy. Mi idea de lo que soy está falseada por mi admiración de lo que hago, mis ilusiones acerca de mí mismo han crecido por contagio de las ilusiones de otros hombres. Todos buscamos cómo imitar la imaginaria grandeza de lo que somos.
 
Si no sé quién soy, es porque me imagino ser una especie de persona que todos los que me rodean quisieran ser. Tal vez si me diera cuenta de que no admiro lo que todo el mundo parece admirar, comenzaría verdaderamente a vivir. Sería liberado del penoso deber de decir lo que en verdad no pienso…
 

¿Por qué hemos de pasar la vida luchando por ser algo que, si solamente supiéramos lo que queremos, nunca querríamos ser? ¿Por qué desperdiciar nuestro tiempo en hacer cosas que, si solamente nos detuviéramos a pensar en ellas, hallaríamos que son completamente opuestas a aquello para lo que hemos sido creados?
 
No podemos adquirir nuestra verdadera personalidad si no nos conocemos. (…)
 
Fuente: Thomas Merton, Los hombres no son islas,
Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 1998, pp. 117-118.

domingo, 7 de diciembre de 2014

¿QUÉ QUEDA POR HACER?

Hace unos años me tocó pasar por la conocida “crisis de los cuarenta” (a veces pienso que aún sigo en ella). En estos últimos años siempre han surgido de una manera más o menos recurrente las consabidas cuestiones: ¿qué he hecho hasta hoy?, ¿qué he dejado de hacer?, ¿qué he dejado de mí mismo entre los demás?...
 
Thomas Merton, a punto de cumplir los 48 años, escribió lo siguiente:
 
“…ha llegado el momento de que yo aprenda a dejar de regodearme en lo hecho hasta ahora, o a estar deprimido porque vendrá la noche y mi trabajo deberá detenerse. Ha llegado el momento de dar a otros todo lo que tengo, sin pensar en ello. Desearía haber aprendido la habilidad de dar sin hacer preguntas o sin interés. No la tengo, pero tal vez disponga todavía de tiempo para intentarlo”.
 
Fuente: Thomas Merton, Diarios (1960-1968), Oniro, Barcelona 2001, pag. 75-76.
 
Al leer estas líneas no dejo de pensar en lo sencillo que resulta refocilarse en preguntas sobre las cosas que he podido hacer (o he podido dejar de hacer) hasta ahora, y lo fácilmente que se puede perder el tiempo en cuestiones de ese calibre.

Lo importante es aprender a dar de lo que tengo sin esperar nada a cambio. Esa sí que es una tarea para ejercitarse a diario. ¡Quizá sea la única tarea a la que merezca la pena dedicarle tiempo!

A veces me da por pensar que han pasado los años y no he dado absolutamente nada. Sin embargo, hoy quiero creer que eso no ha sido del todo así, que algo de mí he podido dejar en otros casi sin haberme dado cuenta de ello. Y a pesar de ello, aún no pierdo la esperanza de que pueda llegar a hacerlo todavía mejor.