EL BLOG SE PRESENTA...

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Al cumplir los cuarenta, mi creador comenzó a hacerse las típicas preguntas asociadas a aquella edad: «¿qué he hecho con mi vida hasta ahora?», «¿qué pienso hacer a partir de ahora con ella?». Esas cuestiones fueron el motor de un blog con un carácter más bien “autobiográfico”, una suerte de “registro de recuerdos” que pretendía anotar algunas de sus vivencias personales y su impacto en él. Sin embargo, aquellas primeras páginas se expresaban en función del autoconcepto y el estado de ánimo del autor. Si ambos eran bajos, el estilo de cada publicación traslucía ese sentir.
Con el tiempo, aquel proyecto acabó en vía muerta.
Dos años después, mi autor retomó aquel cuaderno de bitácora para reconstruirlo desde sus cimientos e intentar corregir sus defectos. ¡Y nací yo!
En mis inicios, fui un medio para satisfacer el deseo de compartir vivencias y reflexiones personales, así como textos y vídeos variados que gustaban a mi creador. Este navío quería traer a puerto todas aquellas mercancías que pudieran enriquecer a los que paseasen por sus páginas.
Con el paso del tiempo me he dado cuenta que soy todo eso y algo más. Si, sigo siendo el saco en el que se introducen todas aquellas vivencias, reflexiones, textos y videos que han enriquecido de una u otra manera a mi autor. Pero además, combinando palabras propias y prestadas, me estoy convirtiendo en el relato de un itinerario en el que mi creador describe su transformación. En mi se ha reunido todo aquello que ha formado parte (de alguna manera) de un proceso de ensanchamiento humano y espiritual, un proceso de evolución que aún continúa.

¡Bienvenidos!


sábado, 21 de septiembre de 2019

UN CUERPO DE HUESOS ROTOS

El cristianismo, la tradición religiosa en la que he crecido, siempre ha predicado un mensaje que llama a la fraternidad, a la armonía y a la unión de sus fieles. Las formas de apelar a dicha unidad en el Nuevo Testamento es bastante amplia: ser un solo cuerpo, tener un mismo sentir, evitar las divisiones en el seno de la comunidad eclesial... Sin embargo, lo más palpable a lo largo de la historia ha sido la desunión, el disenso, la diferencia en la interpretación o en la vivencia del mensaje evangélico, llegando incluso al extremo del enfrentamiento, no sólo dialéctico, sino bélico. También entre los santos y los religiosos se han dado desacuerdos. Los primeros testimonios escritos de este hecho figuran ya en el libro de los Hechos de los apóstoles y en las cartas paulinas (uno de los mejores ejemplos lo hallamos en la carta a los Gálatas).
 
Con demasiada frecuencia confundimos “unidad” con “uniformidad” (todos tenemos que pensar igual, todos tenemos que sentir igual). Sin embargo, alcanzar esa unidad de todos los seres humanos supone una cierta dosis de sufrimiento, ya que tendremos que enfrentarnos con lo distinto, lo que no nos gusta, con el pensamiento diferente, las creencias opuestas. El miedo a ese sufrimiento es lo que generará, en algunos casos, rechazo y odio. Ese odio forjará los fanatismos o la creencia irracional de verse superior y en posesión de la “única verdad”. Pero ese odio también lo es contra nosotros mismos, contra nuestra propia limitación, contra nuestra propia imperfección. Este odio no se supera con la simple voluntad de amar a los demás, sino únicamente por medio de la fe en un Dios que es capaz de amar a cada uno de nosotros tal y como somos.
 
Hoy subo de nuevo a este navío una mercadería perteneciente al monje cisterciense norteamericano Thomas Merton. Con su característica agudeza, Merton aborda esta cuestión de la desunión. El habla de una “desmembración” que tendría su origen no en la búsqueda de la verdad, sino en la pura y simple visceralidad humana (una visceralidad que, en la última publicación de este blog, se encarnó en el pope Grigoris, aquel personaje de la novela de Nikos Kazantzakis Cristo de nuevo crucificado).
 
Entiendo por “visceralidad humana” las iras, odios, miedos y rencores, el interés personal, o la necesidad de reconocimiento o de aplausos. Gran parte de la historia de la humanidad se ha hecho desde ese principio, casi siempre inconscientemente. También el desarrollo de los dogmas y la elaboración del depósito doctrinal de las religiones (incluida la cristiana) han sido fruto del conflicto y el enfrentamiento. Podríamos hacernos (legítimamente) la siguiente pregunta: ¿hay algún conflicto en el que no se vea enredado lo más “visceral” del ser humano? ¿Cuántas veces la búsqueda de la verdad no habrá sido viciada por las iras o los intereses humanos? ¿Cuántas veces se habrá servido al dios del odio pensando que se servía al Dios de la verdad?
 
Quedan ahí las preguntas y, a continuación, las palabras de Merton. Dejémosle hablar.
 
 
En todo el mundo, a través de toda la historia, incluso entre los religiosos y los santos, Cristo sufre la desmembración.
 
Su Cuerpo físico fue crucificado por Pilato y los fariseos; Su Cuerpo místico es arrastrado y descuartizado por los demonios, de edad en edad, en la agonía de esa desunión que se alimenta y vegeta en nuestras almas, inclinadas al egoísmo y al pecado.
 
En toda la faz de la tierra la avaricia y la codicia de los hombres engendran incesantes divisiones entre ellos, y las heridas que arrancan a los seres humanos de la unión mutua se extienden y desencadenan guerras terribles. Asesinatos, matanzas, revoluciones, odios, carnicería y tortura de los cuerpos y las almas de los hombres, la destrucción de ciudades por el fuego, el hambre de millones de personas, la aniquilación de pueblos enteros y, finalmente, la inhumanidad cósmica de la guerra atómica: Cristo es masacrado en Sus miembros, que son arrancados uno a uno; Dios es asesinado en los hombres.
 
 
La historia del mundo, con la destrucción material de ciudades, naciones y pueblos, expresa la división interior que tiraniza las almas de todos los hombres, incluso las de los santos.
 
Incluso los inocentes, incluso aquellos en quienes Cristo vive por la caridad, incluso los que desean con todo su corazón amarse mutuamente, permanecen divididos y separados. Aunque ya son uno en Él, su unión permanece oculta para ellos, porque todavía no posee más que la sustancia secreta de sus almas.
 
Pero sus mentes, sus juicios y sus deseos, sus facultades y caracteres humanos, sus apetitos e ideales están todos ellos aprisionados en la escoria de ese inevitable egoísmo que el amor puro aún no ha podido refinar.
 
Mientras permanezcamos en la tierra, el amor que nos une nos hará sufrir por el mismo contacto entre nosotros, porque este amor es la unión de un Cuerpo de huesos rotos. Ni siquiera los santos pueden vivir con los santos en esta tierra sin cierta angustia, sin cierto sufrimiento por las diferencias que hay entre ellos.
 
Hay dos cosas que los hombres pueden hacer para afrontar el dolor de la desunión con otros hombres: pueden amar o pueden odiar.
 
(…) El odio es el signo y la expresión de la soledad, de la indignidad, de la insuficiencia. Y nos odiamos a nosotros mismos en la medida en que estamos solos y nos sentimos indignos. Algunos de nosotros somos conscientes de este odio a nosotros mismos, y por causa de él nos reprochamos y castigamos innecesariamente. El castigo no puede curar el sentimiento de que somos indignos. No podemos hacer nada por remediarlo mientras sintamos que estamos aislados, que somos insuficientes y desvalidos y que estamos solos. Otros que son menos conscientes de este odio a sí mismos lo comprenden de otra forma, proyectándolo en otros. Hay un odio orgulloso y autosuficiente, fuerte y cruel, que goza con el placer de odiar, pues se dirige exteriormente contra la indignidad de otro. Pero este odio fuerte y autosuficiente no entiende que, como todo odio, destruye y consume al yo que odia, y no el objeto odiado. El odio, en cualquier forma, destruye al sujeto que lo experimenta y, aun cuando triunfe físicamente, triunfa en su propia ruina espiritual.
 
El odio fuerte, el odio que goza odiando, es fuerte porque no cree que es indigno y está solo. Siente el apoyo de un Dios que le justifica, de un ídolo de guerra, de un espíritu vengador y destructor. La raza humana fue liberada una vez de tales dioses sedientos de sangre, con gran esfuerzo y terrible sufrimiento, por la muerte de un Dios que se entregó a Sí mismo a la cruz y sufrió la crueldad patológica de Sus criaturas por la piedad que sentía hacia ellas. Venciendo a la muerte, les abrió los ojos a la realidad de un amor que no hace preguntas acerca del mérito, un amor que vence sobre el odio y destruye la muerte. Pero los hombres han llegado a rechazar esta divina revelación del perdón y, por consiguiente, están volviendo a los antiguos dioses de la guerra, los dioses que insaciablemente beben la sangre y comen la carne de los hombres. Es más fácil servir a los dioses del odio porque viven del culto del fanatismo colectivo. Para servir a los dioses del odio sólo hace falta estar cegado por la pasión colectiva. Para servir al Dios del Amor es preciso ser libre, hay que afrontar la terrible responsabilidad de la decisión de amar a pesar de toda indignidad, en uno mismo o en el prójimo.
 
En la raíz de todo odio se encuentra el envenenador y torturador sentimiento de indignidad. La persona que es capaz de odiar con fuerza y con la conciencia tranquila es aquella que se ha cegado complacientemente a toda la indignidad que hay en ella y es capaz de ver serenamente todos sus errores en otra persona. Pero quien es consciente de su propia indignidad y de la indignidad de su hermano es tentado por una clase de odio más sutil y más atormentadora: el general, punzante y nauseabundo odio de todo y de todos, porque todo está manchado de indignidad, todo es impuro, todo está viciado por el pecado. Este odio débil es en realidad un amor débil. Quien no puede amar se siente indigno y, al mismo tiempo, siente que de alguna manera nadie es digno. Quizá no puede sentir amor porque piensa que es indigno de ser amado, y por esta causa piensa también que nadie es digno de ello.
 
El comienzo de la lucha contra el odio, la respuesta cristiana fundamental al odio, no es el mandamiento del amor, sino aquello que necesariamente debe precederlo a fin de que el mandamiento resulte soportable y comprensible. Es un mandamiento previo: creer. La raíz del amor cristiano no es la voluntad de amar, sino la fe en que uno es amado, la fe en que uno es amado por Dios, la fe en que uno es amado por Dios aunque sea indigno o, más bien, sin que se tenga en cuenta su valor.
 
En la verdadera visión cristiana del amor de Dios, la idea del mérito pierde su significado. La revelación de la misericordia de Dios hace que el problema del mérito resulte casi ridículo: el descubrimiento de que el mérito no tiene especial importancia (dado que nadie podría nunca, por sí mismo, ser estrictamente digno de ser amado con semejante amor) es una verdadera liberación del espíritu. Pero la persona es cautiva del odio hasta que lo comprende, hasta que la divina misericordia realiza esta liberación.
 
El amor humanista no es suficiente. Mientras creamos que no odiamos a nadie, que somos misericordiosos, que somos amables por naturaleza, nos engañamos; nuestro odio arde bajo las grises cenizas del optimismo complaciente. Estamos aparentemente en paz con todos, porque pensamos que somos dignos (…)
 
El odio trata de curar la desunión aniquilando a los que no están unidos con nosotros. Busca la paz por medio de la eliminación de todos, excepto de nosotros mismos.
 
Pero el amor, al aceptar el dolor de la reunión, empieza a sanar todas las heridas.
 
 
Thomas Merton, Nuevas semillas de contemplación. Sal Terrae, Santander 2003, pp.88-93.
 
 

sábado, 17 de agosto de 2019

¿EN EL NOMBRE DE DIOS?

Hablábamos en la última publicación de este blog sobre aquellos que, en el nombre de una imagen concreta de Dios, han sido capaces de juzgar, de condenar e incluso de aniquilar a todos aquellos que creían de una forma diferente. Creo que estas personas han confundido el odio con el celo por la fe. Creyendo que servían a su Dios, han servido a su propia ira y a su miedo frente a lo distinto. Lo que creyeron que hacían por Dios, lo hacían por sí mismos.
 
No quiero entrar en los motivos que pueden llevar a un hombre a tales extremos, pero hoy me gustaría traer aquí el ejemplo de un personaje de una novela del escritor y dramaturgo griego Nikos Kazantzakis (Heraklion, 1883 – Friburgo, 1957), conocido por novelas como Alexis Zorba (adaptada al cine con el título Zorba el griego), Cristo de nuevo crucificado o La última tentación de Cristo.
 
 
El fragmento que embarco hoy en este navío pertenece a su novela Cristo de nuevo crucificado. La acción de este libro transcurre en Lycovrissi, una pequeña villa griega en Anatolia que mantiene una buena relación con los turcos. El pope Grigoris prepara, como es tradición en el pueblo desde hace años, una recreación de la Pasión de Cristo. Un joven pastor, Manolios, será el encargado de encarnar el papel de Jesús.
 
Durante los preparativos de la ceremonia, llega un grupo de refugiados griegos procedentes de un pueblo saqueado por los turcos. A la cabeza de los desterrados se encuentra otro sacerdote: el pope Fotis. Las autoridades de Lycovrissi, encabezadas por el pope Grigoris, temiendo la represalia de los turcos, les niegan hospitalidad y alimento. Manolios, ayudado por tres amigos (Yannakos, Kostandis y Michelis, hijo este último de uno de los principales de Lycovrissi), decide ponerse de lado de los refugiados, desatando la ira de Grigoris, que es incapaz de aceptar la manera de vivir la fe de aquellos cuatro amigos y del pope Fotis.
 
El fragmento que sigue a estas líneas pertenece a una edición “pirata” que cayó hace muchos años en mis manos, fotocopiada y encuadernada en tres cuadernillos. Estas líneas son las que, posiblemente, mejor describen el carácter visceral de la fe de Grigoris.
 
No tienen desperdicio.
 
El pope Grigoris llegó a su casa echando chispas de pies a cabeza, loco de rabia, como si sus manos acabasen de lanzar un rayo.
 
"Sería menester que la palabra del sacerdote tuviera el poder de matar", pensaba; "y cuando dice: ¡maldito seas! Sería necesario que el maldito cayese muerto en el acto. De esa manera el mundo se quedaría limpio de todos los enemigos de Dios, y la paz y la justicia reinarían".
 
Por su espíritu desfilaron los hombres que habría matado si hubiese podido: en primer lugar a Manolios. Era el más peligroso, dado que era imposible hallarle un defecto: no se emborrachaba, no robaba, nunca se le había oído jurar o mentir; no era un vagabundo... Por eso, él, el primero. Inmediatamente después, o mejor al mismo tiempo, ese malvado de pope Fotis. Tanto odiaba a éste que hubiese tenido un placer enorme en arrancarle los ojos. Todo en ese pope lo exasperaba: su rostro de asceta, sus ojos llameantes, su voz profunda. Fuera de esto, casi no comía, nunca se embriagaba, no tenía ningún otro defecto, y todos los suyos lo adoraban. ¡Ah! ¡Si pudiera humillarlo, arrancarle la barba, cortarle la nariz! Hasta tal punto los odiaba a los dos que no sabía a cuál de ellos exterminaría primero, si al pope Fotis, o a Manolios.
 
Enseguida mataría a Yannakos y a Kostandis. Los dos habían emprendido el mal camino, daban mal ejemplo: era mejor suprimirlos. ¡En cuanto a Michelis! Reflexionó por un momento. "Esperemos todavía un poco..." murmuró. Pero en cuanto al tío Ladas, ni por un momento dudó. Lo mataría; y no por ser avaro o por haber lanzado a la calle a una multitud de huérfanos, sino por haberle tratado de barba de chivo en el calabozo.
 
Esos cinco constituirían la primera hornada; luego haría desaparecer día tras día a todo aquel que intentara levantar la cresta. También tenía que arreglar cuentas antiguas en el obispado de la ciudad con archimandritas, arciprestes y aun con el mismo obispo... A todos los exterminaría. Y hasta a ciertos tunantuelos que durante los estudios le habían jugado malas pasadas, si todavía vivían, les llegaría su venganza, como a los otros...
 
El pope Grigoris suspiró:
 
-Sí, sería menester que el sacerdote tuviera ese poder, sería necesario –se decía.
 
Nikos Kazantzakis. Cristo de nuevo crucificado.
 

domingo, 28 de julio de 2019

¿RELIGIONES PELIGROSAS?

El concilio Vaticano II, en su constitución pastoral Gaudium et spes, al hablar de las raíces del ateísmo afirma lo siguiente:
 
(…) El ateísmo, considerado en su total integridad, no es un fenómeno originario, sino un fenómeno derivado de varias causas. Entre las que se debe contar también la reacción crítica contra las religiones, y, ciertamente en algunas zonas del mundo, sobre todo contra la religión cristiana. Por la cual, en esta génesis del ateísmo pueden tener parte no pequeña los propios creyentes, en cuanto que, con el descuido de la educación religiosa, o con la exposición inadecuada de la doctrina, o incluso con los defectos de su vida religiosa, moral y social, han velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios y de la religión (Gaudium et spes, n. 19).
 
Este texto del Concilio Vaticano no puede dejar indiferente. Señala directamente a los creyentes como parte responsable del fenómeno del ateísmo. No es la única causa, pero sí que es parte importante.
 
No dejan de venirme ahora a la memoria tantos y tantos creyentes (sin necesidad de concretar una religión, ya que en todas encontramos ejemplos) que han transmitido una imagen de Dios que habla más de sí mismos que de la divinidad; que han dibujado una idea inflexible del mundo o del ser humano, imponiendo una única manera de ver las cosas y excluyendo otras visiones de la realidad, defendiendo hasta el final una única manera de pensar a Dios y luchando (y hasta lapidando, quemando o haciendo la guerra) contra aquellos que creían diferente, defendiendo hasta el final que la suya era la única verdad.
 
Los hay que han sido también incoherentes, hablando de cosas que luego ellos mismos fueron incapaces de practicar, cargando pesados yugos sobre sus iguales, considerándose mejores testigos de la fe o más justos ante Dios que los demás, o buscando la admiración o el aplauso de otros.
 
Sin embargo, no todo son sombras…
 
Hoy continuaré dejando quejarse a mi “yo escéptico” a través de las palabras de André Comte-Sponville, del que ya tuvimos la oportunidad de leer en la última publicación de este blog alguno de sus argumentos para justificar su ateísmo. En las líneas que siguen, el pensador francés habla del lado más abominable de las religiones. Sin embargo, este hecho no es para él un argumento más para ser ateo. La imperfección de las religiones no prueba la existencia o inexistencia de Dios. Tan sólo es muestra del lado más oscuro del ser humano. Por ende, el testimonio de fe termina convirtiéndose en prueba de los intereses, miedos y frustraciones del hombre.
 
¿Por qué no creo en Dios? Por múltiples razones, no todas racionales. La sensibilidad también desempeña un papel en este campo (sí, existe una sensibilidad metafísica), y la biografía, y lo imaginario, y la cultura, quizá también la gracia, para quienes creen en ella, o el inconsciente. ¿Quién puede evaluar el peso de la familia, de los amigos, de la época? Como aquí se trata de un libro de filosofía, y no de una autobiografía, se me disculpará que me atenga sólo a argumentos racionales. Podrían ser muy numerosos: veinticinco siglos de filosofía apilaron, en ambos campos, un monto de argumentación casi inagotable. Al no ser mi propósito el mismo que el del historiador ni es mi intención escribir un tratado voluminoso, me ceñiré a (…) aquellos que considero más fuertes o que, personalmente, me convencen más.
 
Deliberadamente, dejo de lado todo lo que se puede reprochar a las religiones o a las Iglesias, desde luego siempre imperfectas, y a menudo detestables, incluso a veces criminales, pero cuyos errores no afectan al meollo de la cuestión. La Inquisición o el terrorismo islamista, por no tomar más que dos ejemplos, ilustran claramente la peligrosidad de las religiones, pero nada dicen acerca de la existencia de Dios. Por definición, la religión es humana. Que todas tengan las manos ensangrentadas podría volvernos misántropos, pero no sería suficiente para justificar el ateísmo, que, por su parte, históricamente, tampoco estaría exento de reproches, especialmente en el siglo XX, ni de crímenes.
 
No es la fe la que incita a las matanzas. Es el fanatismo, ya sea religioso o político. Es la intolerancia. Es el odio. Puede ser peligroso creer en Dios. Recordad la noche de san Bartolomé, las Cruzadas, las guerras de religión, el yihad, los atentados del 11 de septiembre de 2001... Puede ser peligroso no creer en él. Recordad a Stalin, Mao Tsé-Tung o Pol Pot... ¿Quién hará el balance entre una y otra parte, y qué podría significar? El horror es innumerable, con o sin Dios. Lamentablemente, esto nos enseña más sobre la humanidad que sobre la religión.
 
Y luego, también existen, tanto entre los creyentes como entre los incrédulos, héroes admirables, artistas o pensadores geniales, y seres humanos conmovedores. Condenar en bloque lo que creyeron sería traicionarlos. Tengo demasiada admiración por Pascal y Leibniz, Bach o Tolstoi -sin hablar de Gandhi, Etty Hillesum o Martin Luther King- como para poder despreciar la fe a que apelaban. Y demasiado afecto por varios creyentes, entre mis allegados, como para pretender herirlos de ninguna manera. El desacuerdo, entre amigos, puede ser sano, estimulante, alegre. La condescendencia o el desprecio, no. Después de todo, tengo poca simpatía por los panfletos y las polémicas. La verdad es lo que importa, no la victoria. Y en este capítulo, es Dios lo que me interesa, y no sus confidentes o sus celadores.
 
André Comte-Sponville. El alma del ateísmo. Introducción a una espiritualidad sin Dios. Paidós, Barcelona 2014, pp. 89-90.
 

domingo, 14 de julio de 2019

LA DEBILIDAD DE LA PRUEBA

En mi interior han convivido desde hace mucho tiempo dos maneras de pensar contrapuestas y que nunca han dejado de luchar entre sí. La primera es la de una persona con una historia creyente, que se ha sentido llamada por Dios a realizar una tarea, aunque nunca haya sabido muy bien en qué debía consistir. La segunda es la de alguien escéptico, crítico, iconoclasta y que se ha resistido a aceptar ciertos dogmas.
 
En efecto, una parte de mí ha creído y la otra ha dudado. Mientras mi “yo creyente” se ha esforzado por dar razones de su fe, mi “yo escéptico” ha dudado de las minuciosas descripciones existentes en los gruesos manuales de teología. ¿Cómo es posible hablar con tanta seguridad la forma de pensar que Dios tiene, cómo es, quienes son sus favoritos y quienes los que son apartados de delante de su rostro? ¿Cómo hablar con tanta seguridad cuando de ese Dios no vemos nada? La guerra entre estos dos “yoes” ha sido casi constante. A veces ha prevalecido el creyente, a veces el escéptico.
 
Al final he decidido tomar una arriesgada decisión: terminar de una vez con esa guerra e integrar estas dos voces interiores. Para lograrlo, ambas partes tendrán que pagar un precio: el creyente tendrá que escuchar las razones del escéptico sin necesidad de refugiarse en la trinchera de teologías o teodiceas; el que duda deberá aprender a sobrecogerse ante el Misterio.
 
Hoy vengo a proponer los argumentos del escéptico. Las líneas que siguen, pertenecen a André Comte-Sponville, de su libro “El alma del ateísmo”, donde el filósofo francés expone sus argumentos para defender su ateísmo. En el fragmento que sigue a estas líneas, Comte-Sponville plantea una de sus razones para no creer. No pretendo apoyar las tesis del filósofo, sólo quiero escucharlas.
 
 
Una de mis principales razones para no creer en Dios es que carezco de cualquier experiencia de él. Éste es el argumento más simple, y uno de los más fuertes. Nadie apartará de mi cabeza que, si Dios existiera, debería hacerse ver o sentir más. Bastaría con abrir los ojos o el alma. Es lo que intento hacer. Y cuanto más lo hago, más veo el mundo y más amo a los seres humanos. La mayoría de nuestros teólogos, y algunos de nuestros filósofos, se esfuerzan para convencernos de que Dios existe. Es una amabilidad por su parte. Pero, después de todo, ¡sería mucho más simple y eficaz que Dios se dignara a mostrarse por sí mismo! Es la primera objeción que se me ocurre cuando un creyente intenta convertirme. «¿Por qué te esfuerzas tanto? -tengo ganas de preguntarle-. Si Dios quisiera que creyera, ¡lo haría inmediatamente! Y si no lo desea, ¿para qué te obstinas?»
 
No ignoro que los creyentes, al menos después de Isaías, invocan a «un Dios que se oculta», Deus absconditus... Hay quien ve en ello una cualidad suplementaria, una especie de discreción divina, una cortesía sobrenatural, ¡tanto más admirable cuanto que nos protege del más bello, el más asombroso y el más deslumbrante de los espectáculos! Si fuera creyente, vería en ello menos cortesía que puerilidad, menos discreción que disimulación. Ya no tengo edad para jugar al escondite, ni a «¿Estás ahí, Dios?». Me interesan más el mundo y la vida.
 
Pasemos por alto la metáfora antropomórfica, tal como se inscribe en la propia noción de un «Dios oculto», que pertenece a la tradición más fidedigna -se encuentra en la cábala, en san Agustín, en Lutero y en Pascal- y que simplemente intento entender. Los seres humanos sólo se ocultan, salvo para jugar, cuando sienten miedo o vergüenza. Pero ¿qué motivo tendría Dios para ocultarse? La omnipotencia le dispensa del miedo, y la perfección, de la vergüenza. ¿Y bien? ¿Por qué se oculta tanto? ¿Para sorprendernos? ¿Para divertirse? Si así lo hiciera, jugaría con nuestro desamparo. «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me bas abandonado?...» Éste es nuestro hermano en el dolor. Pero ¿qué decir de quien se oculta mientras se crucifica a su hijo? ¿A qué Dios podría divertir eso?
 
Prescindamos de la metáfora. Vayamos al fondo. Dios, aunque omnipresente («ubicuo»), es invisible. Por eso -porque se considera omnipotente-, se niega a mostrarse. ¿Por qué?
 
La respuesta más frecuente, entre los creyentes, es que Dios se oculta para respetar nuestra libertad, es decir, para hacerla posible. Si se manifestara en toda su gloria, tal como se nos explica, se nos privaría de la elección de creer o no en él. Se impondría la fe, o más bien ya no se trataría de fe, sino de una evidencia. ¿Qué quedaría de nuestra libertad? Nada, explica Kant en la Crítica de la razón práctica, y la moral ya no tendría sentido. En efecto, si Dios estuviera «sin cesar ante nuestros ojos», o incluso si pudiéramos probar su existencia, lo que viene a ser lo mismo, tal certeza nos abocaría a la heteronomía, como dice Kant, o, para decirlo de otro modo, a la sumisión interesada. Ya no se trataría de moral, sino de prudencia. Por supuesto, evitaríamos transgredir los mandamientos y la ley moral sería fácticamente respetada, pero sólo por interés: «La mayoría de las acciones conformes a la ley se llevarían a cabo por temor, tan sólo unas pocas por esperanza, y ninguna por deber», de manera que, concluye Kant, «las acciones ya no tendrían valor moral». Seríamos como «las marionetas» del egoísmo, cuyos hilos serían la esperanza (de una recompensa) y el temor (de un castigo). «Todo gesticularía bien», pero se habría acabado nuestra libertad. Inversamente, gracias a que Dios se oculta o sigue siendo problemático, somos libres de creer o no en él, y por tanto también libres, según Kant, de cumplir o no con nuestro deber.
 
Por tres razones principales, la respuesta me parece débil.
 
La primera es que si Dios se ocultara para dejarnos libres, si la ignorancia, por decirlo de otra manera, fuera la condición de nuestra libertad, seríamos más libres que el mismo Dios, ¡porque él, pobre, no puede elegir entre creer o no en su propia existencia! También seríamos más libres que este o aquel de sus profetas o propagandistas, a quienes, según la tradición, se les habría manifestado directamente. Y, en fin, seríamos más libres en la Tierra que los bienaventurados en su Paraíso, pues ellos ven a Dios «cata a cara», como proclama la Primera Epístola a los Corintios, o poseen lo que nuestros teólogos llaman primorosamente la «visión beatífica»... Ahora bien, la idea de que nosotros, los humanos ordinarios, seamos más libres que Dios, o incluso más libres que Abraham, san Pablo o Mahoma, o sencillamente más libres que los bienaventurados, me parece tan difícil de aceptar, desde un punto de vista teológico, como difícil de pensar, desde un punto de vista filosófico...
 
La segunda razón que me lleva a rechazar esta explicación es que hay menos libertad en la ignorancia que en el conocimiento. Tal es el espíritu de la Ilustración, siempre viva, siempre necesaria, contra todo oscurantismo. Pretender que Dios se oculte para preservar nuestra libertad sería suponer que la ignorancia es un factor de libertad. ¿Qué maestro podría estar de acuerdo? ¿Qué padre digno de este nombre? Si queremos que cualquier niño pueda tener acceso a la escuela es porque pensamos, al contrario, que siempre existe más libertad en el conocimiento que en la ignorancia. Y tenemos razón. Es el espíritu del laicismo. También, al menos en parte, es el espíritu de los Evangelios («La verdad os hará libres», escribía san Juan). Es el espíritu a secas. Pero entonces la ignorancia en que nos mantiene Dios en lo que respecta a su propia existencia no podría justificarse por su preocupación de permitir nuestra libertad. El conocimiento es lo que nos libera, y no la ignorancia.
 
En cuanto al argumento de Kant (si Dios se nos mostrara, todas nuestras acciones se explicarían tan sólo por la esperanza y el temor, y ninguna sería realizada por deber), pone sobre todo de manifiesto que las ideas de recompensa y de castigo, de esperanza y de temor, son fundamentalmente extrañas a la moral, y si se las absolutiza, no pueden hacer otra cosa que pervertirla. Queda entonces el acto. Actuar moralmente consiste en obrar de forma desinteresada, como muestra Kant, lo que implica que se cumple con el propio deber «sin esperar nada por ello». Estoy de acuerdo. Pero esto constituye mucho más un argumento contra el infierno y el paraíso que una justificación de la ignorancia humana o de la disimulación divina.
 
Finalmente, la tercera razón que me lleva a rechazar esta respuesta es que me parece incompatible con la idea -tan hermosa y tan fuertemente anclada en nuestra tradición- de un Dios Padre. Tengo tres hijos. Su libertad, cuando eran pequeños, consistía en obedecerme, o no, respetarme, o no, y eventualmente amarme, o no. ¡Aún era necesario que supieran de mi existencia! ¡Aún era necesario que me ocupara suficientemente de ellos para que pudiesen llegar a ser efectivamente libres! ¿Qué pensaríais de un padre que se ocultara a sus hijos? «No hice nada para manifestarles mi existencia -os explicaría-, nunca me vieron ni conocieron: les dejé creer que eran huérfanos o hijos de padre desconocido para que siguieran siendo libres de creer o no en mí...» Pensarías que este padre es un enfermo, un loco o un monstruo. Evidentemente, tendríais razón. ¿Y qué tipo de Padre habría que ser para ocultarse incluso en Auschwitz, en el Goulag o en Ruanda, cuando sus hijos eran deportados, humillados, depauperados, torturados y asesinados? La idea de un Dios que se oculta es inconciliable con la idea de un Dios Padre. Y hace que la misma idea de Dios sea contradictoria: semejante Dios no podría ser Dios.
 
«¿Debilidad de las experiencias? ¡Hable de la suya -me replicarían algunos- ¡Yo no dejo de sentir la existencia de Dios, su presencia, su atención, su amor!»
 
¿Qué podría objetarles salvo que nunca experimenté nada semejante? Y no es a falta de haberlo intentado ni de haber creído en él. Pero la fe, para mí, nunca reemplazó la presencia. ¡Oh, cuánto vacío de Dios en las iglesias llenas! ¡Oh, cuánto silencio el suyo bajo nuestros murmullos! Cuando era adolescente, me sinceré ante el capellán de mi liceo: «Por mucho que yo le rece, le dije, Dios no me habla...». El sacerdote, hombre cordial y espiritual, me respondió con ingenio: «Si Dios no habla, es porque Él escucha». Esto me hizo pensar durante mucho tiempo. Sin embargo, a la larga, este silencio llegó a cansarme, y luego me pareció sospechoso. ¿Cómo saber si ese silencio era el de la escucha o el de la inexistencia? Esto me recuerda un chiste que cuenta Woody Allen: «Me siento abatido! Acabo de saber que mi psicoanalista murió hace dos años: ¡no me había dado cuenta!». Todavía queda la posibilidad de cambiar de psicoanalista. Pero ¿cómo cambiar de Dios si no hay más que uno o si todos se callan?
 
A cada cual sus experiencias. Una de las pocas cosas de la que estoy seguro en este terreno es de que Dios nunca me dijo nada. Pero, en realidad, se trata menos de una objeción que de una verificación. Otra gente, que no es menos sincera que yo, parece de hecho experimentar una presencia, un amor, una comunicación, un intercambio... ¡Tanto mejor para ellos si eso les ayuda! La humanidad es demasiado débil y la vida demasiado difícil para que uno se pueda permitir el lujo de escupir sobre la fe de cualquiera. Abomino de todos los fanatismos, incluidos los ateos.
 
Una experiencia que no todos comparten, que no es ni controlable ni repetible por otros, no deja por ello de ser menos frágil. ¿Cómo determinar su valor? Hay quienes han visto fantasmas o se comunican con los espíritus haciendo girar la ouija... ¿Tengo que creer en ello? No pongo en duda que la mayoría tenga buena fe, pero ¿qué prueba esto? La hipocresía es la excepción; lamentablemente, la credulidad no lo es. La autosugestión, en estos campos, es menos improbable que una intervención sobrenatural.
 
Por tanto, las experiencias están aquejadas de debilidad. Esto, desde luego, no prueba nada, pero es una fuerte razón para no creerlas. Si Dios no se muestra -en cualquier caso no se me muestra a mí ni a todo el mundo-, podría ser que quisiera ocultarse. Pero quizá también, y la hipótesis me parece más simple, es posible que no exista.
 
André Comte-Sponville. El alma del ateísmo. Introducción a una espiritualidad sin Dios.
Paidós, Barcelona 2014, pp. 106-112.
 

lunes, 24 de junio de 2019

LAMENTO

Llevo varias semanas estancado con las publicaciones de este blog a causa de mi trabajo y de las obligaciones familiares. Espero que este próximo mes de julio me sea posible descongestionar el atasco en el que me he instalado, y que pueda volver a recuperar un ritmo de publicaciones algo más continuado. De momento, me contentaré con compartir de nuevo unos minutos musicales que me parecen de una extraordinaria belleza.
 
En la página de la agencia de noticias del Vaticano (www.romereports), se publicó en el año 2016 este video. Según la agencia, se trata de una versión del Padre Nuestro, cantada en la lengua de Jesús, el arameo. La propia agencia comentaba la noticia de la siguiente manera: “El coro de la Iglesia ortodoxa georgiana interpretó esta versión del Padre Nuestro, cantada en el lenguaje de Jesús, el arameo. Fue casi una lamentación o un grito de dolor, interpretado por el Padre Seraphim y su coro de voces con sus raíces en Siria e Irak” (https://www.romereports.com/2016/10/03/el-canto-del-padre-nuestro-en-arameo-que-conmovio-al-papa-en-georgia/).
 
Después de contrastar la información, he podido averiguar que no se trata del Padre Nuestro, sino de un salmo: el salmo 50, el conocido como salmo “miserere”. El archimandrita ortodoxo Seraphim Bit-kharibi y su coro de voces, lo interpretó durante el encuentro del Papa Francisco con el Patriarca Elías II en la Catedral de Svetitskhoveli, en Tiflis (Georgia).
 
Si la información que he obtenido es la correcta, la música que acompaña a este salmo es la ideal para transportar los sentimientos que expresa: un lamento conmovedor, un grito de súplica.
 
Las melodías ortodoxas siempre me han estremecido, pero la interpretación de este salmo me ha sobrecogido de una forma desconocida para mí, consiguiendo ponerme la piel de gallina. Invito al lector a que se deje conducir por estas voces.
 
 
 

lunes, 3 de junio de 2019

TEN PIEDAD DE MÍ

Esta tarde no me apetece subir a este navío un texto para leer, sino algo de música, una de esas melodías que alimenten el espíritu y permiten disfrutar de lo bello. Y para ello, nada mejor que J. S. Bach. La que sigue a estas líneas es un aria de su Pasión según San Mateo: “Erbarme dich”. Su melodía fue empleada por el director de cine italiano Pier Paolo Pasolini en su versión cinematográfica del evangelio según San Mateo como ambientación musical de la pasión de Jesús.
 
El contexto del fragmento quizá nos puede permitir comprender la carga emocional que intenta transmitirnos la melodía. Nos encontramos en el momento del relato de la Pasión en el que Pedro niega tres veces a Jesús. En la tercera negación, se escucha el canto del gallo y el apóstol recuerda las palabras de su Maestro, con las que predecía su negativa. Pedro se retira entonces a llorar amargamente. Y cada vez que oigo el violín, me parece estar oyendo un llanto.
 
El texto en alemán dice lo siguiente:
 
Erbarme dich,
Mein Gott, um meiner Zähren willen;
Schaue hier,
Herz und Auge weint vor dir
Bitterlich.
Erbarme dich, Mein Gott, um meiner Zähren willen.
 
Ten piedad de mí
Mi Dios, en el nombre de mis lágrimas.
Mira,
Mi corazón y mis ojos lloran
Amargamente delante de ti.
Ten piedad de mí
Mi Dios, en el nombre de mis lágrimas.
 
Cada vez que lo escucho, el vello se me eriza.
 
 
 
 

sábado, 25 de mayo de 2019

LA TAZA DE TÉ (TERCERA PARTE): EL NUEVO PARADIGMA

Dijo el maestro de té: “hay que vaciar bien la taza si se quiere llenarla”.

*   *   *
 
Ha llegado el momento de explicar el título que ha encabezado las últimas tres publicaciones y la frase que antecede a estas líneas puede dar una pista muy valiosa.
 
Contemplamos y juzgamos nuestro mundo de dos maneras: bien en función de imágenes preconcebidas, suposiciones, creencias y opiniones o bien basándonos en la acumulación de observaciones, en la aceptación de unos hechos más o menos mensurables. Aunque cueste aceptarlo, de estos dos mecanismos, el más común a la hora de valorar lo que nos circunda y a los que nos rodean suele ser el primero.
 
Teorías, dogmas, principios éticos, normas morales, cánones estéticos o ideologías de cualquier tipo, son las herramientas más habituales a la hora de dar una explicación de lo que nos rodea. El objetivo último es el de dar una explicación armoniosa y con sentido. En no pocas ocasiones, esta forma de ver la realidad se ajusta a nuestro sentir, a nuestras necesidades o a nuestras esperanzas. Seguro que podríamos encontrar más de un ejemplo de esto: de lo que debe ser lo bueno, lo correcto, lo justo, lo que debe ser el hombre, la sociedad, Dios… Y al hacerlo, la interpretación de nuestro mundo es, en cierto modo, hechura de nuestras manos. La realidad es (por qué no decirlo) lo que decidimos que sea.
 
¿Puede que en ello radique nuestra resistencia a la novedad, al cambio o a lo diferente? Lo ignoro, pero lo que sí es seguro es que uno de los ejercicios más difíciles que debe hacer un ser humano es renunciar a su cosmovisión, a la personal comprensión de su universo, vaciándose de ideas preconcebidas o de prejuicios. El ejercicio de “vaciar la taza de té” para que pueda llenarse de un contenido nuevo es el que más resistencia genera en el ser humano. Así, cuando hay una incoherencia entre las evidencias y la idea preconcebida o la creencia, no es infrecuente encontrarse con el rechazando de lo evidente.
 
Hoy vamos a terminar la narración de Carl Sagan que comencé hace unas cuantas semanas. En ella se narra la historia de Johannes Kepler, un astrónomo que tuvo que vaciar su “taza de té” y aceptar valientemente los hechos incontestables, renunciando a su visión de un universo “de formas geométricas perfectas”, en armonía con su idea del Dios creador.
 
En la última publicación de este blog (para leer la última publicación, haga click en este enlace: La armonía de los mundos), nos quedamos en el momento en que Kepler acudía a Praga para aceptar la oferta colaboración con Tycho Brahe, aquel que podría aportarle los datos que confirmasen sus teorías. El final de la historia supuso para Kepler la renuncia a su “armoniosa” concepción del universo.
 
 
Kepler, un maestro de escuela provinciano, de orígenes humildes, desconocido de todos excepto de unos pocos matemáticos sintió desconfianza ante el ofrecimiento de Tycho Brahe. Pero otros tomaron la decisión por él. En 1598 lo arrastró uno de los muchos temblores premonitorios de la venidera guerra de los Treinta Años. El archiduque católico local, inamovible en sus creencias dogmáticas, juró que prefería “convertir el país en un desierto que gobernar sobre herejes”. Los protestantes fueron excluidos del poder político y económico, la escuela de Kepler clausurada, y prohibidas las oraciones, libros e himnos considerados heréticos. Después, se sometió a los ciudadanos a exámenes individuales sobre la firmeza de sus convicciones religiosas privadas: quienes se negaban a profesar la fe católica y romana eran multados con un diezmo de sus ingresos, y condenados, bajo pena de muerte, al exilio perpetuo de Graz. Kepler eligió el exilio: “Nunca aprendí a ser hipócrita. La fe es para mí algo serio. No juego con ella.” Al dejar Graz, Kepler, su mujer y su hijastro emprendieron el duro camino de Praga. Su matrimonio no era feliz. Su mujer, crónicamente enferma y que acababa de perder a dos niños pequeños, fue calificada de “estúpida, malhumorada, solitaria, melancólica”. No había entendido nada del trabajo de su marido; provenía de la pequeña nobleza rural y despreciaba la profesión indigente de él. Por su parte él la sermoneaba y la ignoraba alternativamente; “mis estudios me hicieron a veces desconsiderado, pero aprendí la lección, aprendí a tener paciencia con ella. Cuando veía que se tomaba mis palabras a pecho, prefería morderme el propio dedo a continuar ofendiéndola”. Pero Kepler seguía preocupado con su trabajo.
 
Se imaginó que los dominios de Tycho serían un refugio para los males del momento, el lugar donde se confirmaría su Misterio Cósmico. Aspiraba a convertirse en un colega del gran Tycho Brahe, quien durante treinta y cinco años se había dedicado, antes de la invención del telescopio, a la medición de un universo de relojería, ordenado y preciso. Las expectativas de Kepler nunca se cumplieron. El propio Tycho era un personaje extravagante, adornado con una nariz de oro, pues perdió la original en un duelo de estudiantes disputando con otro la preeminencia matemática. A su alrededor se movía un bullicioso séquito de ayudantes, aduladores, parientes lejanos y parásitos varios. Las juergas inacabables, sus insinuaciones e intrigas, sus mofas crueles contra aquel piadoso y erudito patán llegado del campo deprimían y entristecían a Kepler: “Tycho es... extraordinariamente rico, pero no sabe hacer uso de su riqueza. Uno cualquiera de sus instrumentos vale más que toda mi fortuna y la de mi familia reunidas.”
 
Kepler estaba impaciente por conocer los datos astronómicos de Tycho, pero Tycho se limitaba a arrojarle de vez en cuando algún fragmento: “Tycho no me dio oportunidad de compartir sus experiencias. Se limitaba a mencionarme, durante una comida y entre otros temas de conversación, como si fuera de paso, hoy la cifra del apogeo de un planeta, mañana los nodos de otro... Tycho posee las mejores observaciones... También tiene colaboradores. Solamente carece del arquitecto que haría uso de todo este material.” Tycho era el mayor genio observador de la época y Kepler el mayor teórico. Cada uno sabía que por sí solo sería incapaz de conseguir la síntesis de un sistema del mundo coherente y preciso, sistema que ambos consideraban inminente. Pero Tycho no estaba dispuesto a regalar toda la labor de si vida a un rival en potencia, mucho más joven. Se negaba también, por algún motivo, a compartir la autoría de los resultados conseguidos con su colaboración, si los hubiera. El nacimiento de la ciencia moderna -hija de la teoría y de la observación- se balanceaba al borde de este precipicio de desconfianza mutua. Durante los dieciocho meses que Tycho iba a vivir aún, los dos se pelearon y se reconciliaron repetidamente. En una cena ofrecida por el barón de Rosenberg, Tycho, que había bebido mucho vino, “dio más valor a la cortesía que a su salud” y resistió los impulsos de su cuerpo por levantarse y excusarse unos minutos ante el barón. La consecuente infección urinaria empeoró cuando Tycho se negó resueltamente a moderar sus comidas y sus bebidas. En su lecho de muerte legó sus observaciones a Kepler, y “en la última noche de su lento delirio iba repitiendo una y otra vez estas palabras, como si compusiera un poema: ‘que no crean que he vivido en vano... Que no crean que he vivido en vano.’”
 
Kepler, convertido después de la muerte de Tycho en el nuevo matemático imperial, consiguió arrancar a la recalcitrante familia de Tycho las observaciones del astrónomo. (…)
 
Tycho realizó sus observaciones del movimiento aparente entre las constelaciones de Marte y de otros planetas a lo largo de muchos años. Estos datos, de las últimas décadas anteriores a la invención del telescopio, fueron los más exactos obtenidos hasta entonces. Kepler trabajó con una intensidad apasionada para comprenderlos: ¿Qué movimiento real descrito por la Tierra y por Marte alrededor del Sol podía explicar, dentro de la precisión de las medidas, el movimiento aparente de Marte en el cielo, incluyendo los rizos retrógrados que describe sobre el fondo de las constelaciones? Tycho había recomendado a Kepler que estudiara Marte porque su movimiento aparente parecía el más anómalo, el más difícil de conciliar con una órbita formada por círculos. (…)
 
Pitágoras, en el siglo sexto a. de C., Platón, Tolomeo y todos los astrónomos cristianos anteriores a Kepler, daban por sentado que los planetas se movían siguiendo caminos circulares. El círculo se consideraba una forma geométrica “perfecta”, y también los planetas colocados en lo alto de los cielos, lejos de la "corrupción" terrenal, se consideraban “perfectos” en un sentido místico. Galileo, Tycho y Copérnico creían igualmente en un movimiento circular y uniforme de los planetas, y el último de ellos afirmaba que “la mente se estremece sólo de pensar en otra cosa”, porque “sería indigno imaginar algo así en una Creación organizada de la mejor manera posible”. Así pues, Kepler intentó al principio explicar las observaciones suponiendo que la Tierra y Marte se movían en órbitas circulares alrededor del Sol.
 
Después de tres años de cálculos creyó haber encontrado los valores correctos de una órbita circular marciana, que coincidía con diez de las observaciones de Tycho con un error de dos minutos de arco. Ahora bien, hay 60 minutos de arco en un grado angular, y 90 grados en un ángulo recto desde el horizonte al cenit. Por lo tanto, unos cuantos minutos de arco constituyen una cantidad muy pequeña para medir, sobre todo sin un telescopio. Es una quinceava parte del diámetro angular de la luna llena vista desde la Tierra. Pero el éxtasis inminente de Kepler pronto se convirtió en tristeza, porque dos de las observaciones adicionales de Tycho eran incompatibles con la órbita de Kepler con una diferencia de ocho minutos de arco.
 
“La Divina Providencia nos ha concedido un observador tan diligente en la persona de Tycho Brahe que sus observaciones condenan este cálculo a un error de ocho minutos; es cosa buena que aceptemos el regalo de Dios con ánimo agradecido... Si yo hubiera creído que podíamos ignorar esos ocho minutos hubiera apañado mi hipótesis de modo correspondiente. Pero esos ocho minutos, al no estar permitido ignorarlos, señalaron el camino hacia una completa reforma de la astronomía.”
 
La diferencia entre una órbita circular y la órbita real solamente podía distinguirse con mediciones precisas y con una valerosa aceptación de los hechos: “El universo lleva impreso el ornamento de sus proporciones armónicas, pero hay que acomodar las armonías a la experiencia.” Kepler quedó muy afectado al verse en la necesidad de abandonar una órbita circular y de poner en duda su fe en el Divino Geómetra. Una vez expulsados del establo de la astronomía los círculos y las espirales, sólo le quedó, como dijo él, “una carretada de estiércol”, un circulo alargado, algo así como un óvalo.
 
 
Kepler comprendió al final que su fascinación por el círculo había sido un engaño. La Tierra era un planeta, como Copérnico había dicho, y para Kepler era del todo evidente que la perfección de una Tierra arrasada por las guerras, las pestes, el hambre y la infelicidad, dejaba mucho que desear. Kepler fue una de las primeras personas desde la antigüedad en proponer que los planetas son objetos materiales compuestos, como la Tierra, de sustancia imperfecta. Y si los planetas eran “imperfectos”, ¿por qué no habían de serlo también sus órbitas? Probó con varias curvas ovaladas, las calculó y las desechó, cometió algunos errores aritméticos (que al principio le llevaron a rechazar la solución correcta), pero meses después y ya un tanto desesperado probó la fórmula de una elipse, codificada por primera vez en la Biblioteca de Alejandría por Apolonio de Pérgamo. Descubrió que encajaba maravillosamente con las observaciones de Tycho: “la verdad de la naturaleza, que yo había rechazado y echado de casa, volvió sigilosamente por la puerta trasera, y se presentó disfrazada para que yo la aceptara... Ah, ¡qué pájaro más necio he sido!”
 
Carl Sagan, Cosmos, Editorial Planeta, Barcelona 1980, pp. 58-61.

domingo, 5 de mayo de 2019

LA TAZA DE TÉ (SEGUNDA PARTE): LA ARMONÍA DE LOS MUNDOS

Es un hecho que el ser humano necesita vivir la realidad que le rodea con un mínimo de sentido, con una mínima lógica, con un orden. En resumen: necesitamos que nuestro mundo posea cierto grado de armonía.
 
No son pocos los que tiemblan cuando esa armonía es cuestionada, ya que se construye sobre idealizaciones más o menos elegantes que son fruto de anhelos, de necesidades o de principios ideológicos, filosóficos, éticos o estéticos.
 
Sin embargo, es siempre la realidad testaruda la que se encarga de demostrar que nuestras ideas preconcebidas no terminan de explicar lo que sucede a nuestro alrededor; que nuestra manera de dar un orden a nuestra vida, a nuestras relaciones o a nuestro mundo es, en ocasiones, un “fantasma” que hemos fabricado nosotros mismos, una criatura hecha a nuestra medida, a nuestra propia imagen y semejanza. Al final, suele ser la evidencia, con su extraordinaria simplicidad, la que nos despierta de nuestros sueños y nos abre a lo que verdaderamente es.
 
Tras dos semanas sin dejar publicaciones en este blog, vuelvo a retomar un relato del científico y divulgador norteamericano Carl Sagan, y lo haré en el punto en el que lo dejé la última vez (para leer la última publicación, haga click en este enlace). Terminábamos la última publicación hablando de una época en la que los cielos estaban habitados por ángeles, demonios y por la mano de Dios, que hacía girar las esferas planetarias. Sin embargo, la búsqueda de respuestas por parte de un hombre desencadenaría la revolución científica moderna.
 
Este que sigue, es el breve relato de la vida de aquel hombre, el relato no sólo de una revolución en la comprensión de nuestro sistema solar, sino en toda la manera de pensar la realidad.
 
 
«Johannes Kepler nació en Alemania en 1571 y fue enviado de niño a la escuela del seminario protestante de la ciudad provincial de Maulbronn para que siguiese la carrera eclesiástica. Era este seminario una especie de campo de entrenamiento donde adiestraban mentes jóvenes en el uso del armamento teológico contra la fortaleza del catolicismo romano. Kepler, tenaz, inteligente y ferozmente independiente soportó dos inhóspitos años en la desolación de Maulbronn, convirtiéndose en una persona solitaria e introvertida, cuyos pensamientos se centraban en su supuesta indignidad ante los ojos de Dios. Se arrepintió de miles de pecados no más perversos que los de otros y desesperaba de llegar a alcanzar la salvación.
 
Pero Dios se convirtió para él en algo más que una cólera divina deseosa de propiciación. El Dios de Kepler fue el poder creativo del Cosmos. La curiosidad del niño conquistó su propio temor. Quiso conocer la escatología del mundo; se atrevió a contemplar la mente de Dios. Estas visiones peligrosas, al principio tan insustanciales como un recuerdo, llegaron a ser la obsesión de toda una vida. Las apetencias cargadas de hibris de un niño seminarista iban a sacar a Europa del enclaustramiento propio del pensamiento medieval.
 
Las ciencias de la antigüedad clásica habían sido silenciadas hacía más de mil años, pero en la baja Edad Media algunos ecos débiles de esas voces, conservados por los estudiosos árabes, empezaron a insinuarse en los planes educativos europeos. En Maulbronn, Kepler sintió sus reverberaciones estudiando, a la vez que teología, griego y latín, música y matemáticas. Pensó que en la geometría de Euclides vislumbraba una imagen de la perfección y del esplendor cósmico. Más tarde escribió: “La Geometría existía antes de la Creación. Es co-eterna con la mente de Dios... La Geometría ofreció a Dios un modelo para la Creación... La Geometría es Dios mismo.”
 
En medio de los éxtasis matemáticos de Kepler, y a pesar de su vida aislada, las imperfecciones del mundo exterior deben de haber modelado también su carácter. La superstición era una panacea ampliamente accesible para la gente desvalida ante las miserias del hambre, de la peste y de los terribles conflictos doctrinales. Para muchos la única certidumbre eran las estrellas, y los antiguos conceptos astrológicos prosperaron en los patios y en las tabernas de una Europa acosada por el miedo. Kepler, cuya actitud hacia la astrología fue ambigua toda su vida, se preguntaba por la posible existencia de formas ocultas bajo el caos aparente de la vida diaria. Si el mundo lo había ingeniado Dios, ¿no valía la pena examinarlo cuidadosamente? ¿No era el conjunto de la creación una expresión de las armonías presentes en la mente de Dios? El libro de la Naturaleza había esperado más de un milenio para encontrar un lector.
 
En 1589, Kepler dejó Maulbronn para seguir los estudios de sacerdote en la gran Universidad de Tübingen, y este paso fue para él una liberación. Confrontado a las corrientes intelectuales más vitales de su tiempo, su genio fue inmediatamente reconocido por sus profesores, uno de los cuales introdujo al joven estudiante en los peligrosos misterios de la hipótesis de Copérnico.
 
Un universo heliocéntrico hizo vibrar la cuerda religiosa de Kepler, y se abrazó a ella con fervor. El Sol era una metáfora de Dios, alrededor de la cual giraba todo lo demás. Antes de ser ordenado se le hizo una atractiva oferta para un empleo secular que acabó aceptando, quizás porque sabía que sus actitudes para la carrera eclesiástica no eran excesivas. Le destinaron a Graz, en Austria, para enseñar matemáticas en la escuela secundaria, y poco después empezó a preparar almanaques astronómicos y meteorológicos y a confeccionar horóscopos. “Dios proporciona a cada animal sus medios de sustento -escribió-, y al astrónomo le ha proporcionado la astrología.”
 
Kepler fue un brillante pensador y un lúcido escritor, pero fue un desastre como profesor. Refunfuñaba. Se perdía en digresiones. A veces era totalmente incomprensible. Su primer año en Graz atrajo a un puñado escaso de alumnos; al año siguiente no había ninguno. Le distraía de aquel trabajo un incesante clamor interior de asociaciones y de especulaciones que rivalizaban por captar su atención. Y una tarde de verano, sumido en los intersticios de una de sus interminables clases, le visitó una revelación que iba a alterar radicalmente el futuro de la astronomía. Quizás dejó una frase a la mitad, y yo sospecho que sus alumnos, poco atentos, deseosos de acabar el día apenas se dieron cuenta de aquel momento histórico.
 
En la época de Kepler sólo se conocían seis planetas: Mercurio, Venus, la Tierra, Marte, Júpiter y Saturno. Kepler se preguntaba por qué eran sólo seis. ¿Por qué no eran veinte o cien? ¿Por qué sus órbitas presentaban el espaciamiento que Copérnico había deducido? Nunca hasta entonces se había preguntado nadie cuestiones de este tipo. Se conocía la existencia de cinco sólidos regulares o "platónicos", cuyos lados eran polígonos regulares, tal como los conocían los antiguos matemáticos griegos posteriores a Pitágoras. Kepler pensó que los dos números estaban conectados, que la razón de que hubiera sólo seis planetas era porque había sólo cinco sólidos regulares, y que esos sólidos, inscritos o anidados uno dentro de otro, determinarían las distancias del sol a los planetas. Creyó haber reconocido en esas formas perfectas las estructuras invisibles que sostenían las esferas de los seis planetas. Llamó a su revelación El Misterio Cósmico. La conexión entre los sólidos de Pitágoras y la disposición de los planetas sólo permitía una explicación: la Mano de Dios, el Geómetra.
 
Kepler estaba asombrado de que él, que se creía inmerso en el pecado, hubiera sido elegido por orden divina para realizar ese descubrimiento. Presentó una propuesta para que el duque de Württemberg le diera una ayuda a la investigación, ofreciéndose para supervisar la construcción de sus sólidos anidados en un modelo tridimensional que permitiera vislumbrar a otros la grandeza de la sagrada geometría. Añadió que podía fabricarse de plata y de piedras preciosas y que serviría también de cáliz ducal. La propuesta fue rechazada con el amable consejo de que antes construyera un ejemplar menos caro, de papel, a lo cual puso en seguida manos a la obra: "El placer intenso que he experimentado con este descubrimiento no puede expresarse con palabras... No prescindí de ningún cálculo por difícil que fuera. Dediqué días y noches a los trabajos matemáticos hasta comprobar que mi hipótesis coincidía con las órbitas de Copérnico o hasta que mi alegría se desvaneciera en el aire." Pero a pesar de todos sus esfuerzos, los sólidos y las órbitas planetarias no encajaban bien. Sin embargo, la elegancia y la grandiosidad de la teoría le persuadieron de que las observaciones debían de ser erróneas, conclusión a la que han llegado muchos otros teóricos en la historia de la ciencia cuando las observaciones se han mostrado recalcitrantes. Había entonces un solo hombre en el mundo que tenía acceso a observaciones más exactas de las posiciones planetarias aparentes, un noble danés que se había exiliado y había aceptado el empleo de matemático imperial de la corte del sacro emperador romano, Rodolfo II. Ese hombre era Tycho Brahe. Casualmente y por sugerencia de Rodolfo, acababa de invitar a Kepler, cuya fama matemática estaba creciendo, a que se reuniera con él en Praga.»
 
Carl Sagan, Cosmos, Editorial Planeta, Barcelona 1980, pp. 53-58.
 

sábado, 13 de abril de 2019

LA TAZA DE TÉ (PRIMERA PARTE): EL ASTRÓLOGO

Durante las próximas semanas quisiera compartir uno de los relatos del científico y divulgador estadounidense Carl Sagan, perteneciente a su serie Cosmos.
 
Esta historia comienza en Egipto, en tiempos de la gran biblioteca de Alejandría, un tiempo en que los límites entre astronomía y astrología eran difusos; un tiempo en que los astros no sólo regía el hado de los hombres, sino que definían su carácter y hasta su naturaleza física; un tiempo en que aquellos que miraban al cielo para desentrañar el destino de los hombres, también investigaban, interpretaban e intentaban dar una explicación a los movimientos del universo.
 
La narración nos lleva luego de la mano a través de quince siglos de historia (unos años en los que sólo podía aceptarse un universo que se adecuara a lo que los dogmas afirmaban) para conducirnos al momento en que unos pocos hombres fueron capaces de enfrentarse a la forma de comprender el universo impuesta por la Iglesia.
 
«La astrología popular moderna proviene directamente de Claudio Tolomeo, que no tiene ninguna relación con los reyes del mismo nombre. Trabajó en la Biblioteca de Alejandría en el siglo segundo. Todas esas cuestiones arcanas sobre los planetas ascendentes en tal o cual "casa" lunar o solar o sobre la "Era de Acuario" proceden de Tolomeo, que codificó la tradición astrológica babilónica. He aquí un horóscopo típico de la época de Tolomeo, escrito en griego sobre papiro, para una niña pequeña nacida el año 150: "Nacimiento de Filoe, año décimo de Antonio César, 15 a 16 de Famenot, primera hora de la noche. El Sol en Piscis, Júpiter y Mercurio en Aries, Saturno en Cáncer, Marte en Leo, Venus y la Luna en Acuario, horóscopo, Capricornio." La manera de enumerar los meses y los años ha cambiado mucho más a lo largo de los siglos que las sutilezas astrológicas. Un típico pasaje de la obra astrológica de Tolomeo, el Tetrabiblos, dice: "Cuando Saturno está en Oriente da a sus individuos un aspecto moreno de piel, robusto, de cabello oscuro y rizado, barbudo, con ojos de tamaño moderado, de estatura media, y en el temperamento los dota de un exceso de húmedo y de frío." Tolomeo creía no sólo que las formas de comportamiento estaban influidas por los planetas y las estrellas, sino también que la estatura, la complexión, el carácter nacional e incluso las anormalidades físicas congénitas estaban determinadas por las estrellas. En este punto parece que los astrólogos modernos han adoptado una postura más cautelosa.
 
 
Pero los astrólogos modernos se han olvidado de la precesión de los equinoccios, que Tolomeo conocía. Ignoran la refracción atmosférica sobre la cual Tolomeo escribió. Apenas prestan atención a todas las lunas y planetas, asteroides y cometas, quasars y pulsars, galaxias en explosión, estrellas simbióticas, variables cataclismáticas y fuentes de rayos X que se han descubierto desde la época de Tolomeo. La astronomía es una ciencia: el estudio del universo como tal. La astrología es una seudociencia: una pretensión, a falta de pruebas contundentes, de que los demás planetas influyen en nuestras vidas cotidianas. En tiempos de Tolomeo la distinción entre astronomía y astrología no era clara. Hoy si lo es.
 
Tolomeo, en su calidad de astrónomo, puso nombre a las estrellas, catalogó su brillo, dio buenas razones para creer que la Tierra es una esfera, estableció normas para predecir eclipses, y quizás lo más importante, intentó comprender por qué los planetas presentan ese extraño movimiento errante contra el fondo de las constelaciones lejanas. Desarrolló un modelo de predicción para entender los movimientos planetarios y de codificar el mensaje de los cielos. El estudio de los cielos sumía a Tolomeo en una especie de éxtasis. "Soy mortal -escribió- y sé que nací para un día. Pero cuando sigo a mi capricho la apretada multitud de las estrellas en su curso circular, mis pies ya no tocan la Tierra..."
 
Tolomeo creía que la Tierra era el centro del Universo; que el Sol, la Luna, las estrellas y los planetas giraban alrededor de la Tierra. Esta es la idea más natural del mundo. La Tierra parece fija, solida, inmóvil, en cambio nosotros podemos ver cómo los cuerpos celestes salen y se ponen cada día. Toda cultura ha pasado por la hipótesis geocéntrica. Como escribió Johannes Kepler, "es por lo tanto imposible que la razón, sin una instrucción previa, pueda dejar de imaginar que la Tierra es una especie de casa inmensa con la bóveda del cielo situada sobre ella; una casa inmóvil dentro de la cual el Sol, que es tan pequeño, pasa de una región a otra como un pájaro errante a través del aire". Pero, ¿cómo explicar el movimiento aparente de los planetas, por ejemplo el de Marte, que era conocido miles de años antes de la época de Tolomeo? (Uno de los epítetos que los antiguos egipcios dieron a Marte, sekded-ef em khetkhet, significa "que viaja hacia atrás", y es una clara referencia a su aparente movimiento retrógrado o rizado).
 
El modelo de movimientos planetarios de Tolomeo puede representarse con una pequeña máquina, como las que existían en tiempos de Tolomeo para un propósito similar. El problema era imaginar un movimiento "real" de los planetas, tal como se veían desde allí arriba, en el "exterior", y que reprodujera con una gran exactitud el movimiento aparente de los planetas visto desde aquí abajo, en el interior.
 
Se supuso que los planetas giraban alrededor de la Tierra unidos a esferas perfectas y transparentes. Pero no estaban sujetos directamente a las esferas sino indirectamente, a través de una especie de rueda excéntrica. La esfera gira, la pequeña rueda entra en rotación, y Marte, visto desde la tierra, va rizando el rizo. Este modelo permitió predecir de modo razonablemente exacto el movimiento planetario, con una exactitud suficiente para la precisión de las mediciones disponibles en la época de Tolomeo, e incluso muchos siglos después.
 
Las esferas etéreas de Tolomeo, que los astrónomos medievales imaginaban de cristal, nos permiten hablar todavía hoy de la música de las esferas y de un séptimo cielo (había un "cielo" o esfera para la Luna, Mercurio, Venus, el Sol, Marte, Júpiter y Saturno, y otro más para las estrellas). Si la Tierra era el centro del universo, si la creación tomaba como eje los acontecimientos terrenales, si se pensaba que los cielos estaban construidos con principios del todo ajenos a la Tierra, poco estimulo quedaba entonces para las observaciones astronómicas. El modelo de Tolomeo, que la Iglesia apoyó durante toda la Edad de la Barbarie, contribuyó a frenar el ascenso de la astronomía durante un milenio. Por fin, en 1543, un clérigo polaco llamado Nicolás Copérnico publicó una hipótesis totalmente diferente para explicar el movimiento aparente de los planetas. Su rasgo más audaz fue proponer que el Sol, y no la Tierra, estaba en el centro del universo. La Tierra quedó degradada a la categoría de un planeta más, el tercero desde el Sol, que se movía en una perfecta órbita circular. (Tolomeo había tomado en consideración un modelo heliocéntrico de este tipo, pero lo desechó inmediatamente; partiendo de la física de Aristóteles, la rotación violenta de la Tierra que este modelo implicaba parecía contraria a la observación).
 

El modelo permitía explicar el movimiento aparente de los planetas por lo menos tan bien como las esferas de Tolomeo. Pero molestó a mucha gente. En 1616 la Iglesia católica colocó el libro de Copérnico en su lista de libros prohibidos "hasta su corrección" por censores eclesiásticos locales, donde permaneció hasta 1835. Martin Lutero le calificó de "astrólogo advenedizo... Este estúpido quiere trastocar toda la ciencia astronómica. Pero la Sagrada Escritura nos dice que Josué ordenó pararse al Sol, y no a la Tierra". Incluso algunos de los admiradores de Copérnico dijeron que él no había creído realmente en un universo centrado en el Sol, sino que se había limitado a proponerlo como un artificio para calcular los movimientos de los planetas.
 
El enfrentamiento histórico entre las dos concepciones del Cosmos -centrado en la Tierra o centrado en el Sol- alcanzó su punto culminante en los siglos dieciséis y diecisiete en la persona de un hombre que, como Tolomeo, era astrólogo y astrónomo a la vez. Vivió en una época en que el espíritu humano estaba aprisionado y la mente encadenada; en que las formulaciones eclesiásticas hechas un milenio o dos antes sobre cuestiones científicas se consideraban más fidedignas que los descubrimientos contemporáneos realizados con técnicas inaccesibles en la antigüedad; en que toda desviación incluso en materias teológicas arcanas, con respecto a las preferencias doxológicas dominantes tanto católicas como protestantes, se castigaba con la humillación, la tributación, el exilio, la tortura o la muerte. Los cielos estaban habitados por ángeles, demonios y por la mano de Dios, que hacía girar las esferas planetarias de cristal. No había lugar en la ciencia para la idea de que subyaciendo a los fenómenos de la Naturaleza pudiese haber leyes físicas. Pero el esfuerzo valiente y solitario de este hombre iba a desencadenar la revolución científica moderna».
 
Carl Sagan, Cosmos, Editorial Planeta, Barcelona 1980, pp. 50-53.
 
 
 


domingo, 31 de marzo de 2019

MULETAS

Los cuentos hablan por sí mismos, por lo que hoy no hace falta que me ande con demasiados preludios. Las últimas publicaciones de este blog quizás puedan dar una pista (o quizás no). Bueno, que cada lector saque sus propias conclusiones.
 
 
El rey cayó del caballo y se rompió las piernas de tal modo que no pudo volver a usarlas. Aprendió entonces a andar con muletas, pero no soportaba su invalidez. Pronto le resultó insoportable ver cómo la gente de la corte andaba a su alrededor y se le agrió el humor, sin que él hiciera nada para remediarlo. «Puesto que yo no puedo ser como los demás —se dijo una mañana de verano—, haré que los demás sean como yo». Y mandó publicar en sus ciudades y pueblos la orden definitiva de que todos llevaran muletas, bajo pena de muerte. De un día para otro, el reino entero se pobló de humanos inválidos.
 
Al principio, algunos provocadores salieron a la luz del día sin muletas, y fue difícil alcanzarlos en su carrera, pero, tarde o temprano, todos fueron detenidos y ejecutados para servir de escarmiento, y nadie se atrevió a repetir la provocación. Para no comprometer la seguridad de sus hijos, las madres comenzaron a enseñar a los niños a andar con muletas desde el principio. Había que hacerlo, y así se hizo.
 
El rey vivió hasta muy viejo, y nacieron varias generaciones que no habían visto nunca a nadie que circulara libremente sobre sus dos piernas. Los ancianos desaparecieron sin decir nada de sus largos paseos y sin atreverse a suscitar, en el espíritu de sus hijos y de sus nietos, el peligroso deseo de un caminar independiente.
 
A la muerte del rey, algunos viejos intentaron librarse de sus muletas, pero era demasiado tarde, pues sus cuerpos gastados las necesitaban. La mayoría de los supervivientes ya no podían mantenerse derechos, y permanecían postrados en una silla o tumbados en el lecho. Aquellas tentativas aisladas fueron consideradas como los dulces delirios de viejos seniles. Ya podían contar que, en otro tiempo, la gente andaba con libertad, que se les miraba por encima del hombro, con la alegre indulgencia que se otorga a los que chochean.
 
— ¡Sí, claro, abuelo, vamos, eso fue, sin duda, cuando el pico de las gallinas tenía dientes!
 
Y, con una sonrisa en los ojos, intercambiaban un guiño, mientras sacudían la cabeza al oír la voz del viejo, antes de marcharse a reír a otra parte.
 
Allá lejos, en la montaña, vivía un robusto viejo solitario que, en cuanto murió el rey, arrojó sin titubeos las muletas al fuego. De hecho, hacía años que no había utilizado las muletas en su casa o cuando se hallaba solo en la naturaleza. Las usaba en el pueblo para evitar complicaciones pero, como no tenía mujer ni hijos, no se privaba del placer de una bonita y buena marcha. ¡No ponía en peligro a nadie más que a él, y eso, muy en secreto! Al día siguiente por la mañana salió, valeroso, a la plaza del pueblo y se dirigió a los pasmados vecinos:
 
— ¡Escuchadme! Tenemos que volver a encontrar nuestra libertad de movimientos, la vida puede recuperar su curso natural, ahora que el rey inválido ha muerto. ¡Pidamos que se derogue la ley que obliga a los seres humanos a andar con muletas!
 
Todos le miraban, y los más jóvenes se animaron inmediatamente. La plaza se convirtió en un hervidero de niños, adolescentes y otros deportistas que intentaban avanzar sin muletas. Hubo risas, caídas, arañazos, magulladuras, pero también algunos miembros rotos, debido a que los músculos de las piernas y de la espalda no habían aprendido a soportar el peso del cuerpo. El jefe de la policía intervino:
 
— ¡Alto, alto! ¡Es demasiado peligroso! Tú, viejo, vete a vender tus talentos en las ferias. Está claro que los humanos no están hechos para andar sin muletas. ¡Mira la de heridas, chichones y fracturas que ha provocado tu locura! ¡Déjanos en paz! ¡Desaparece y, si quieres vivir tranquilo, no trates más de descarriar a esta hermosa juventud!
 
El anciano se encogió de hombros y se volvió a pie a su casa.
 
Cuando llegó la noche, escuchó que llamaban discretamente a la puerta. El ruido era tan leve que lo atribuyó a una rama agitada por el viento y no abrió. Entonces oyó una llamada clara:
 
— ¿Quién eres? ¿Qué quieres? —preguntó.
— Ábrenos, abuelo, por favor —susurró una voz.
 
Abrió. Diez pares de ojos brillantes le miraban, ardientes. Un muchacho se adelantó y murmuro:
 
— Queremos aprender a andar como tú. ¿Nos aceptarías como discípulos?
— ¿Discípulos?
— Ese es nuestro deseo, maestro.
— Hijos, yo no soy un maestro, no soy más que un humano en buena forma para andar, en el sentido más simple de la palabra.
— Maestro, por favor —porfiaron todos juntos.
 
Al anciano le entró la risa, pero luego, al contemplarlos, se conmovió. Comprendió que el asunto era grave, incluso esencial, y que los chicos eran valerosos, ardientes, henchidos de vida. Traían las oportunidades del porvenir. Abrió de par en par la puerta para acogerlos. Acudieron durante meses, sin decir nada a nadie, solos o de dos en dos, para ser discretos. Cuando fueron lo bastante hábiles, marcharon a pie, juntos, al pueblo.
 
— ¡Atended! —dijeron—. ¡Miradnos! ¡Es fácil y divertido! ¡Haced como nosotros!
 
Una ola de pánico invadió los corazones miedosos. Fruncieron el ceño, les señalaron con el dedo, se asustaron mucho. La policía llegó a caballo para hacer que cesara el escándalo. Detuvieron al viejo, lo llevaron a juicio, lo condenaron según el edicto real y lo ejecutaron por haber pervertido a diez inocentes.
 

Sus discípulos, revolucionados por el trato infligido a su maestro, defendieron a viva voz en las plazas que ellos andaban y se encontraban bien así, y mostraron a todo el que quería verles lo cómodo que era tener las manos libres y las piernas ágiles. Juzgaron que sus demostraciones eran falaces, les detuvieron y les llevaron a la cárcel. Sin embargo, consideraron que habían sido arrastrados al error y les concedieron circunstancias atenuantes, así que no se les condenó más que a penas leves. Algunos obstinados no quisieron renunciar a su pretensión de que había que andar sin muletas, y la comunidad, inquieta, trastornada en sus costumbres por la rareza, les rechazó prudentemente fuera del pueblo, aconsejándoles que hicieran carrera en las ferias. Respecto a quienes se quedaron e insistieron demasiado, no hubo otro remedio en ocasiones que aplicar estrictamente la ley, pero en general se les consideró más bien con conmiseración y se les trató como a los locos del pueblo, que se mantienen a distancia de los niños y de las buenas familias.
 
Todavía hoy se cuchichea en las veladas vespertinas, con palabras encubiertas, que, a pesar de todo, existen, aquí y allá por el mundo, pequeños grupos que no parecen estar locos y que pretenden andar solos, sin muletas. No se puede probar. A los niños les enseñan que ésos son cuentos.