EL BLOG SE PRESENTA...

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Al cumplir los cuarenta, mi creador comenzó a hacerse las típicas preguntas asociadas a aquella edad: «¿qué he hecho con mi vida hasta ahora?», «¿qué pienso hacer a partir de ahora con ella?». Esas cuestiones fueron el motor de un blog con un carácter más bien “autobiográfico”, una suerte de “registro de recuerdos” que pretendía anotar algunas de sus vivencias personales y su impacto en él. Sin embargo, aquellas primeras páginas se expresaban en función del autoconcepto y el estado de ánimo del autor. Si ambos eran bajos, el estilo de cada publicación traslucía ese sentir.
Con el tiempo, aquel proyecto acabó en vía muerta.
Dos años después, mi autor retomó aquel cuaderno de bitácora para reconstruirlo desde sus cimientos e intentar corregir sus defectos. ¡Y nací yo!
En mis inicios, fui un medio para satisfacer el deseo de compartir vivencias y reflexiones personales, así como textos y vídeos variados que gustaban a mi creador. Este navío quería traer a puerto todas aquellas mercancías que pudieran enriquecer a los que paseasen por sus páginas.
Con el paso del tiempo me he dado cuenta que soy todo eso y algo más. Si, sigo siendo el saco en el que se introducen todas aquellas vivencias, reflexiones, textos y videos que han enriquecido de una u otra manera a mi autor. Pero además, combinando palabras propias y prestadas, me estoy convirtiendo en el relato de un itinerario en el que mi creador describe su transformación. En mi se ha reunido todo aquello que ha formado parte (de alguna manera) de un proceso de ensanchamiento humano y espiritual, un proceso de evolución que aún continúa.

¡Bienvenidos!


domingo, 1 de abril de 2018

TODO ES PARA BIEN (2ª PARTE)

Continúa desde Todo es para bien.
 
En el patio del palacio los altivos dromedarios rumiaban lentamente, mientras los camelleros, vestidos de blanco y tocados con turbantes púrpuras, se esforzaban por enganchar los pompones rojos y negros alrededor de los bozales y por fijar las sillas. Al extremo de los poderosos cuellos, semejantes a serpientes, los vibrantes belfos y las minúsculas orejas se meneaban a merced de los ruidos. Nadie se fiaba de los ojos medio cerrados de las bestias. ¡Todos se mantenían a distancia de esas mandíbulas prontas para morder!
 
Cuando las sillas estuvieron preparadas con varias capas, sabiamente dispuestas, de alfombras y mantas, los príncipes, los dignatarios y el rey salieron de las galerías desde las que observaban los preparativos, treparon a su sitio y se acomodaron confortablemente. Luego, chasqueando la lengua y tirando de las riendas, incitaron a los animales a levantarse. Los dromedarios bascularon hacia delante bajo el empuje de las grupas y de las largas patas de atrás, y se arrodillaron un momento. ¿Acaso rezaban a los dioses para que bendijeran el día? Después se desdoblaron, estirando las patas de adelante y dirigiendo la frente hacia el cielo, con un movimiento enérgico de cuello. Algunos, enfadados por haber sido molestados, gritaron exhibiendo sus dientes amarillos. La caravana se puso en marcha a cámara lenta, como se sale de un sueño, y después se marchó a su danzante ritmo de crucero.
 
El primero y el último de los cazadores se informaban, a golpe de trompa, acerca de la dirección tomada, la velocidad adoptada, el estado del terreno y la homogeneidad del grupo. Localizaron a los jabalíes y todos los cazadores se llevaron al punto sus trompas a la boca para volverles locos y abatirles en campo abierto, apartados de los frágiles campos de algodón.
 
El rey hizo un movimiento en falso al tomar su trompa, se le escaparon las riendas y su dromedario partió a grandes zancadas, atropellando a los algodoneros y estableciendo pronto una gran distancia entre la caravana y él. Pratapsingh, al ver al rey en dificultades, fustigó a su montura para alcanzarle, y a duras penas logró llegar junto a él, empujó a su dromedario contra el del rey, agarró las riendas que colgaban del cuello y, finalmente, detuvo a los dos animales. Estos estaban nerviosos y recelosos. Cuando los dos caballeros saltaron a tierra, sus monturas huyeron, corriendo una junto a otra. A lo lejos, tras ellos, oyeron sonar a las trompas que les llamaban, pero no podían contestar, porque las suyas se habían caído en el transcurso de la escapada. Gritaron, pero sus voces se perdieron.
 
— Señor —dijo Pratapsingh—, busquemos refugio bajo ese árbol y descansemos un poco. Seguro que las tropas os están buscando y pronto nos encontrarán.
— Deberíamos ayudarles, señalar dónde estamos.
— Podríamos hacer fuego.
 
Recogieron ramitas, limpiaron el suelo a su alrededor para evitar quedar atrapados en una jungla en llamas y delimitaron un lugar con un círculo de piedras. Mientras Pratapsingh intentaba hacer nacer una llama a base de frotar dos bastones, uno sobre otro, el rey, que tenía hambre, cogió un fruto del árbol, sacó su espada y lo cortó. Con las prisas, se cortó la punta del dedo.
 
— ¡Maldita sea! —rugió, sacudiendo la sangre que le teñía de rojo la mano—, mírame, perdido y herido. Con franqueza, Pratapsingh, ¿te atreverás a decirme que todo es para bien?
— Ciertamente, Señor.
— ¿Cómo te atreves? Estoy harto de tu ridícula filosofía, ¡márchate de aquí antes de que mi espada te corte tu estúpida lengua o tu cabeza! Salvaste mi vida deteniendo al dromedario y yo te concedo la tuya. ¡Vete!
— Sí, Señor, me voy según tu deseo. Todo es para bien —dijo Pratapsingh, alejándose sin tardar.
 
El rey se quedó solo, incapaz de hacer fuego y hambriento. Desgarró una tira de su túnica y se hizo un vendaje. La herida le produjo fiebre y se durmió al pie del árbol. Le despertaron unos hombres negros y de pelo rizado, de la tribu de los bhils. Iban armados con arcos y flechas y extrañas marcas adorna¬ban sus cuerpos. Agarraron al rey por la cintura, intercambia¬ron gritos de satisfacción y le condujeron maniatado hasta su aldea de chozas de barro. Allí le ataron al poste sacrificial, junto al altar de piedra.
 
Era el último día de las fiestas dedicadas a Kali, la terrible diosa. Cada año le sacrificaban una víctima digna de ella y el rey les pareció una víctima perfecta. Bailaron todos, regocija-dos, mientras su sacerdote recitaba letanías. De pronto lanzó un grito extraño y la multitud se detuvo en silencio.
 
El soberano, ansioso, aprovechó para parlamentar:
 
— Dejadme partir. Soy un rey, y obtendréis grandes recompensas si me liberáis.
 
Aunque nadie daba muestras de entender su lengua, repitió sus promesas:
 
— Os daré las mejores vacas de mi reino y podréis hacer un gran sacrificio. ¡Dejadme partir!
 
El sacerdote, salido del trance, parecía embelesado:
 
— ¡Qué suerte! Nunca hubiéramos soñado poder ofrecer a la diosa un sacrificio de tal calidad. ¡Bendito eres, rey, Kali te va a acoger en su seno!
 
El aterrorizado rey no tenía ninguna gana de ser la oblación ritual a Kali, y daba alaridos mientras le caían encima piedras rojas y ocres. De pronto, el sacerdote vio el vendaje, levantó la mano derecha y paró en seco las celebraciones:
 
—¡Alto! —dijo—. Este hombre es indigno de la diosa: su cuerpo es imperfecto.
 
Retiró el vendaje, vio que faltaba un trozo de dedo y se apresuró a soltar al rey, para purificar, después, el altar mancillado por la insultante ofrenda.
 
Mientras se alejaba, tembloroso, el rey se acordó de las palabras de Pratapsingh y no le costó admitir la evidencia de que, en efecto, su herida había sido «para bien». ¡Le había salvado de la muerte! Se arrepintió de haber tratado mal tantas veces a su tío y consejero. Y, cuando pedía perdón en su cora¬zón, el séquito real apareció entre las chozas del poblado. Pratapsingh había hecho fuego, los cazadores le habían encontrado y el rastro dejado por los bhils al arrastrar al rey que se resistía, les había conducido fácilmente hasta allí.
 
— ¿Estás bien, señor? —preguntó Pratapsingh.
— A fe mía —le contestó el rey—, que me han juzgado digno de alimentar a la propia Kali, lo que no es poco honor.
— ¿Cuáles son tus órdenes?
— Vamos a ofrecer unas buenas vacas a estos hombres. Tienen una ceremonia entre manos y mi presencia y luego la vuestra la han perturbado. Seamos agradecidos, ya que «todo fue para bien».
 
Pratapsingh, algo sorprendido, se inclinó hacia el rey:
 
— ¿Ya no estás enfadado, señor?
— No. Tú tenías razón, este dedo cortado me ha salvado la vida. Te traté muy mal. Perdóname, amigo.
— Señor, estoy tan contento de que me despidieras... De otro modo, esos hombres nos hubieran encontrado juntos, yo no hubiera podido advertir a los cazadores y, a estas horas, estaría muerto, puesto que no tengo ninguna herida en el cuerpo. ¡Todo fue, pues, para bien, tanto para ti como para mí!