Continúa desde Todo es para bien.
En el patio del palacio los altivos dromedarios rumiaban lentamente, mientras los camelleros, vestidos de blanco y tocados con turbantes púrpuras, se esforzaban por enganchar los pompones rojos y negros alrededor de los bozales y por fijar las sillas. Al extremo de los poderosos cuellos, semejantes a serpientes, los vibrantes belfos y las minúsculas orejas se meneaban a merced de los ruidos. Nadie se fiaba de los ojos medio cerrados de las bestias. ¡Todos se mantenían a distancia de esas mandíbulas prontas para morder!
Cuando las sillas estuvieron preparadas con varias capas, sabiamente dispuestas, de alfombras y mantas, los príncipes, los dignatarios y el rey salieron de las galerías desde las que observaban los preparativos, treparon a su sitio y se acomodaron confortablemente. Luego, chasqueando la lengua y tirando de las riendas, incitaron a los animales a levantarse. Los dromedarios bascularon hacia delante bajo el empuje de las grupas y de las largas patas de atrás, y se arrodillaron un momento. ¿Acaso rezaban a los dioses para que bendijeran el día? Después se desdoblaron, estirando las patas de adelante y dirigiendo la frente hacia el cielo, con un movimiento enérgico de cuello. Algunos, enfadados por haber sido molestados, gritaron exhibiendo sus dientes amarillos. La caravana se puso en marcha a cámara lenta, como se sale de un sueño, y después se marchó a su danzante ritmo de crucero.
El primero y el último de los cazadores se informaban, a golpe de trompa, acerca de la dirección tomada, la velocidad adoptada, el estado del terreno y la homogeneidad del grupo. Localizaron a los jabalíes y todos los cazadores se llevaron al punto sus trompas a la boca para volverles locos y abatirles en campo abierto, apartados de los frágiles campos de algodón.
El rey hizo un movimiento en falso al tomar su trompa, se le escaparon las riendas y su dromedario partió a grandes zancadas, atropellando a los algodoneros y estableciendo pronto una gran distancia entre la caravana y él. Pratapsingh, al ver al rey en dificultades, fustigó a su montura para alcanzarle, y a duras penas logró llegar junto a él, empujó a su dromedario contra el del rey, agarró las riendas que colgaban del cuello y, finalmente, detuvo a los dos animales. Estos estaban nerviosos y recelosos. Cuando los dos caballeros saltaron a tierra, sus monturas huyeron, corriendo una junto a otra. A lo lejos, tras ellos, oyeron sonar a las trompas que les llamaban, pero no podían contestar, porque las suyas se habían caído en el transcurso de la escapada. Gritaron, pero sus voces se perdieron.
— Señor —dijo Pratapsingh—, busquemos refugio bajo ese árbol y descansemos un poco. Seguro que las tropas os están buscando y pronto nos encontrarán.
— Deberíamos ayudarles, señalar dónde estamos.
— Podríamos hacer fuego.
Recogieron ramitas, limpiaron el suelo a su alrededor para evitar quedar atrapados en una jungla en llamas y delimitaron un lugar con un círculo de piedras. Mientras Pratapsingh intentaba hacer nacer una llama a base de frotar dos bastones, uno sobre otro, el rey, que tenía hambre, cogió un fruto del árbol, sacó su espada y lo cortó. Con las prisas, se cortó la punta del dedo.
— ¡Maldita sea! —rugió, sacudiendo la sangre que le teñía de rojo la mano—, mírame, perdido y herido. Con franqueza, Pratapsingh, ¿te atreverás a decirme que todo es para bien?
— Ciertamente, Señor.
— ¿Cómo te atreves? Estoy harto de tu ridícula filosofía, ¡márchate de aquí antes de que mi espada te corte tu estúpida lengua o tu cabeza! Salvaste mi vida deteniendo al dromedario y yo te concedo la tuya. ¡Vete!
— Sí, Señor, me voy según tu deseo. Todo es para bien —dijo Pratapsingh, alejándose sin tardar.
El rey se quedó solo, incapaz de hacer fuego y hambriento. Desgarró una tira de su túnica y se hizo un vendaje. La herida le produjo fiebre y se durmió al pie del árbol. Le despertaron unos hombres negros y de pelo rizado, de la tribu de los bhils. Iban armados con arcos y flechas y extrañas marcas adorna¬ban sus cuerpos. Agarraron al rey por la cintura, intercambia¬ron gritos de satisfacción y le condujeron maniatado hasta su aldea de chozas de barro. Allí le ataron al poste sacrificial, junto al altar de piedra.
Era el último día de las fiestas dedicadas a Kali, la terrible diosa. Cada año le sacrificaban una víctima digna de ella y el rey les pareció una víctima perfecta. Bailaron todos, regocija-dos, mientras su sacerdote recitaba letanías. De pronto lanzó un grito extraño y la multitud se detuvo en silencio.
El soberano, ansioso, aprovechó para parlamentar:
— Dejadme partir. Soy un rey, y obtendréis grandes recompensas si me liberáis.
Aunque nadie daba muestras de entender su lengua, repitió sus promesas:
— Os daré las mejores vacas de mi reino y podréis hacer un gran sacrificio. ¡Dejadme partir!
El sacerdote, salido del trance, parecía embelesado:
— ¡Qué suerte! Nunca hubiéramos soñado poder ofrecer a la diosa un sacrificio de tal calidad. ¡Bendito eres, rey, Kali te va a acoger en su seno!
El aterrorizado rey no tenía ninguna gana de ser la oblación ritual a Kali, y daba alaridos mientras le caían encima piedras rojas y ocres. De pronto, el sacerdote vio el vendaje, levantó la mano derecha y paró en seco las celebraciones:
—¡Alto! —dijo—. Este hombre es indigno de la diosa: su cuerpo es imperfecto.
Retiró el vendaje, vio que faltaba un trozo de dedo y se apresuró a soltar al rey, para purificar, después, el altar mancillado por la insultante ofrenda.
Mientras se alejaba, tembloroso, el rey se acordó de las palabras de Pratapsingh y no le costó admitir la evidencia de que, en efecto, su herida había sido «para bien». ¡Le había salvado de la muerte! Se arrepintió de haber tratado mal tantas veces a su tío y consejero. Y, cuando pedía perdón en su cora¬zón, el séquito real apareció entre las chozas del poblado. Pratapsingh había hecho fuego, los cazadores le habían encontrado y el rastro dejado por los bhils al arrastrar al rey que se resistía, les había conducido fácilmente hasta allí.
— ¿Estás bien, señor? —preguntó Pratapsingh.
— A fe mía —le contestó el rey—, que me han juzgado digno de alimentar a la propia Kali, lo que no es poco honor.
— ¿Cuáles son tus órdenes?
— Vamos a ofrecer unas buenas vacas a estos hombres. Tienen una ceremonia entre manos y mi presencia y luego la vuestra la han perturbado. Seamos agradecidos, ya que «todo fue para bien».
Pratapsingh, algo sorprendido, se inclinó hacia el rey:
— ¿Ya no estás enfadado, señor?
— No. Tú tenías razón, este dedo cortado me ha salvado la vida. Te traté muy mal. Perdóname, amigo.
— Señor, estoy tan contento de que me despidieras... De otro modo, esos hombres nos hubieran encontrado juntos, yo no hubiera podido advertir a los cazadores y, a estas horas, estaría muerto, puesto que no tengo ninguna herida en el cuerpo. ¡Todo fue, pues, para bien, tanto para ti como para mí!