EL BLOG SE PRESENTA...

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Al cumplir los cuarenta, mi creador comenzó a hacerse las típicas preguntas asociadas a aquella edad: «¿qué he hecho con mi vida hasta ahora?», «¿qué pienso hacer a partir de ahora con ella?». Esas cuestiones fueron el motor de un blog con un carácter más bien “autobiográfico”, una suerte de “registro de recuerdos” que pretendía anotar algunas de sus vivencias personales y su impacto en él. Sin embargo, aquellas primeras páginas se expresaban en función del autoconcepto y el estado de ánimo del autor. Si ambos eran bajos, el estilo de cada publicación traslucía ese sentir.
Con el tiempo, aquel proyecto acabó en vía muerta.
Dos años después, mi autor retomó aquel cuaderno de bitácora para reconstruirlo desde sus cimientos e intentar corregir sus defectos. ¡Y nací yo!
En mis inicios, fui un medio para satisfacer el deseo de compartir vivencias y reflexiones personales, así como textos y vídeos variados que gustaban a mi creador. Este navío quería traer a puerto todas aquellas mercancías que pudieran enriquecer a los que paseasen por sus páginas.
Con el paso del tiempo me he dado cuenta que soy todo eso y algo más. Si, sigo siendo el saco en el que se introducen todas aquellas vivencias, reflexiones, textos y videos que han enriquecido de una u otra manera a mi autor. Pero además, combinando palabras propias y prestadas, me estoy convirtiendo en el relato de un itinerario en el que mi creador describe su transformación. En mi se ha reunido todo aquello que ha formado parte (de alguna manera) de un proceso de ensanchamiento humano y espiritual, un proceso de evolución que aún continúa.

¡Bienvenidos!


domingo, 27 de diciembre de 2015

EL SACO PRODIGIOSO

Hoy me apetece hablar de los efectos terapéuticos de la risa. Para ello traigo esta tarde un relato recogido en el libro “Las Mil y Una Noches”.

 
Cuentan que el califa Harún Al-Rashid, atormentado una noche por uno de sus frecuentes insomnios, llamó a Giafar, su visir y le dijo:
 
- ¡Oh Giafar! Esta noche tengo el corazón extremadamente oprimido a causa del insomnio y ardo en deseos de ver cómo te las vas a arreglar para ensanchármelo.
 
Giafar le contestó:
 
- ¡Oh, Emir de los creyentes! Tengo un amigo llamado Alí el Persa, que posee en su alforja una gran cantidad de deliciosas historias, adecuadas para borrar las penas más tenaces y para calmar los humores más irritados!
 
Al-Rashid contestó:
 
- ¡Pues que venga tu amigo a mi presencia al instante!
 
Giafar lo trajo en unos momentos ante el califa, quien le hizo sentarse y le dijo:
 
- ¡Escucha, Alí! Me han dicho que sabes historias capaces de disipar la pena y el dolor y hasta de procurar el sueño a quien sufre de insomnio. ¡Quiero que me cuentes una de esas historias!
 
A lo cual, Alí el Persa respondió:
 
- Escucho y obedezco ¡Oh, emir de los creyentes! Pero no sé si debo contarte algo que haya oído con mis oídos o algo que haya visto con mis ojos.
 
AlRashid le dijo:
 
- Prefiero una historia en la que tú mismo intervengas.
 
Entonces dijo Alí el Persa:
 
- Un día, estaba yo sentado en mi tienda vendiendo y comprando, cuando llegó un kurdo para convenir conmigo algunos objetos. De pronto, se apoderó de un saquito que había delante de mí, y sin tomarse siquiera el trabajo de ocultarlo quiso llevárselo, como si fuera suyo desde que nació. Entonces, me planté en la calle de un salto, lo agarré por el faldón de su túnica y le insté a que me lo devolviera, pero él se encogió de hombros y me dijo: «Pero si este saco me pertenece con todo lo que tiene!» Entonces forcejeamos y a punto de ahogarme, grité: «¡Oh musulmanes, salvad de las manos de este no creyente lo que es mío!» Al oír mis gritos todo eh zoco se agolpó a nuestro alrededor y los mercaderes me aconsejaron que fuese a denunciar al kurdo ante el cadí. Acepté, y entre varios me ayudaron a arrastrar hasta la casa del cadí al kurdo que me había robado mi saco.
 
 
Cuando estuvimos en su presencia, nos mantuvimos respetuosamente en pie, y él empezó preguntándonos: «¿Quién de vosotros es el querellante y de quién se querella?» Entonces el kurdo, sin darme tiempo para abrir la boca, se adelantó algunos pasos y contestó: «¡Que Alá dé su apoyo a nuestro amo el cadí! Este saco, es mi saco y me pertenece con todo lo que contiene. ¡Lo había perdido y acabo de encontrarlo en la casa de este hombre!» El cadí le preguntó: «¿Cuándo ocurrió eso?» A lo que él respondió: «¡Lo perdí durante el día de ayer y su extravío me impidió dormir durante toda la noche!»
 
El cadí dijo: «¿Qué contiene ese saco?» Entonces, sin dudar un instante contestó el kurdo:
 
«¡Oh, nuestro amo el cadí! En mi saco hay dos frascos de cristal llenos de kohl y dos varillas de plata para extenderlo, un pañuelo, dos vasos de limonada con el borde dorado, dos antorchas, dos cucharas, un almohadón, dos tapetes para mesa de juego, dos pucheros con agua, dos canastas, una bandeja, una marmita, un depósito de agua de barro cocido, un cazo de cocina, una aguja gorda de hacer calceta, dos sacos con provisiones, una gata preñada, dos perras, una escudilla con arroz, dos burros, dos literas de mujer, un traje de paño, dos pellizas, una vaca, dos becerros, una oveja con dos corderos, una camella y dos camellitos, dos dromedarios de carreras con sus hembras, un búfalo y dos bueyes, una leona y dos leones, una osa, dos zorros, un diván, dos camas, un palacio con dos salones de recepción, dos tiendas de campaña de tela verde, dos doseles, una cocina con dos puertas y una asamblea de kurdos de mi especie dispuestos a dar fe de que este saco es mi saco».
 
Entonces el cadí se encaró conmigo y me preguntó: «¿Y qué tienes tú que decir a esto?»
 
«Yo, ¡oh Emir de los creyentes!, estaba estupefacto con todo aquello. Sin embargo, avancé un poco y contesté: «¡Eleve y honre Alá a nuestro amo el cadí! Yo también sé el contenido de mi saco: En él hay un pabellón en ruinas, una casa sin cocina, un albergue para perros, una escuela de adultos, unos jóvenes que juegan a los dados, una guarida de salteadores, un ejército con sus jefes, la ciudad de Bassara y la ciudad de Bagdad, el palacio antiguo del emir Scheddad ben Aad, un horno de herrero, una caña de pescar, un cayado de pastor cinco buenos mozos, doce jóvenes vírgenes y mil conductores de caravanas dispuestos a dar fe de que este saco es mi saco!» Cuando el kurdo hubo oído mi respuesta, rompió a llorar y a sollozar, y luego exclamó con la voz entrecortada por las lágrimas: «¡Oh nuestro amo el cadí! Este saco me pertenece y ello es conocido y reconocido, y todo el mundo sabe que es de mi propiedad ¡Además encierra dos ciudades fortificadas y diez torres, dos alambiques de alquimista, cuatro jugadores de ajedrez, una yegua y dos potros, un semental y dos jacas, dos lanzas largas, dos liebres, un mozo experto y dos mediadores, un ciego y dos clarividentes, un cojo y dos paralíticos, un capitán marino, un navío con sus marineros, un sacerdote cristiano y dos diáconos, un patriarca y dos frailes, y por último, un cadí y dos testigos dispuestos a dar fe de que este saco es mi saco!»
 
Al oír estas palabras, se encaró conmigo el cadí y me preguntó: «¿Qué tienes tú que contestar?»
 
Yo, ¡Oh, emir de los creyentes!, me sentía lleno de rabia hasta las narices. No obstante, me adelanté unos pasos y contesté con toda la calma de que era capaz: «¡Que Alá establezca y consolide el juicio de nuestro amo el cadí! ¡Debo añadir que en este saco hay, además, medicamentos contra el dolor de cabeza, filtros y hechizos, cotas de malla y armarios llenos de armas, mil carneros destinados a luchar a cornadas, un parque con granados, hombres dados a las mujeres y otros aficionados a los muchachos, jardines llenos de árboles y de flores, viñas cargadas de uvas, manzanas e higos, sombras y fantasmas, frascos y copas, dos recién casados con todo su séquito de boda, gritos y chistes, unos amigos sentados en una pradera, banderas y pendones, una casada saliendo del hamman, veinte cantantes, cinco hermosas esclavas abisinias, tres indias, cuatro griegas, cincuenta turcas, sesenta persas, cuarenta cachemirienses, ochenta kurdas, otras tantas chinas, noventa georgianas, todo el país de Irak, el paraíso terrenal, dos establos, una mezquita, varios hammams, cien mercaderes, una tabla de madera, un clavo, un negro que toca el clarinete, mil dinares, veinte cajones llenos de telas, veinte danzarinas, cincuenta almacenes, la ciudad de Kufa, las ciudades de Gaza, Damieta y Assuán, el palacio de Khosrú-Anuschirván y el de Soleimán, todas las comarcas situadas entre Balkh e Ispahan, las Indias y el Sudán, Bagdad y el Khorassán, contiene además ¡que Alá preserve los días de nuestro amo el cadí!, una mortaja, un ataúd y una navaja de afeitar para la barba del cadí, si el cadí no quisiera reconocer mis derechos y sentenciar que este saco es mi saco!»
 
Cuando el cadí oyó todo aquello nos miró con asombro a los dos y dijo: «¡Por Alá! O sois unos bribones que os burláis de la ley y de su representante, o este saco debe ser un abismo sin fondo o el propio Valle del Día del Juicio!»
 
Y para comprobar nuestras palabras, hizo que se abriera el saco ante testigos. ¡Contenía unas pieles de naranja y varios huesos de aceituna! Entonces, pasmado hasta el límite, declaré que el saco pertenecía al kurdo, pero que el mío había desaparecido, y me marché».
 
Cuando el califa Harún Al-Rashid hubo escuchado esta historia, la fuerza de la risa lo tiró de espaldas y le hizo un magnífico regalo a Alí el Persa. ¡Y aquella noche durmió con un profundo sueño hasta bien entrada la mañana!

domingo, 20 de diciembre de 2015

LA UTILIDAD DE UNAS GAFAS.

Como se acerca la Navidad, fecha para hacer regalos, hoy quisiera traer a este lugar una mercadería de esas que a mí me gustan: algo que haga reír y que hable de regalos. La historieta cuenta lo siguiente...
 
 
Un joven que fue a la capital a solucionar unos asuntos, sabiendo que su novia necesitaba unas gafas y encontrando la ocasión de comprarle unas muy bonitas y baratas, entró en una óptica. Después de ver unas cuantas, se decidió por un determinado par. La dependienta se las envolvió y él pagó la cuenta, pero al marcharse, en lugar de tomar la caja de las gafas, cogió otra muy parecida que había al lado y que contenía unas bragas que seguramente se acababa de comprar alguna cliente de las que había en la óptica en aquel momento.
 
Mi amigo no se dio cuenta de la equivocación, así que desde allí se fue directamente a correos y le envió la caja a su novia junto con una carta. La novia recibió el paquete y quedó perpleja al ver su contenido, pero aún más al leer la carta que decía:
 
«Querida mía:
 
Espero que te guste el regalo que te envío, sobre todo por la falta que te hacen, ya que no tienes ningunas, pues llevabas mucho tiempo con las otras que tenias y estas son cosas que se tienen que cambiar de vez en cuando. Espero haber acertado con el modelo, la dependienta me dijo que eran la última moda y me enseñó las suyas, que eran iguales. Entonces yo, para ver si eran ligeras, las cogí y me las puse allí mismo. ¡No sabes cómo se rió la dependienta! Como te imaginarás estos modelos femeninos en los hombres quedan muy graciosos y más a mí, que ya sabes que tengo unos rasgos muy alargados. Una muchacha que había allí me las pidió, se quitó las suyas y se las puso para que yo viera el efecto que hacían, las vi estupendas, por eso me decidí y las compré.
 
Póntelas y enséñaselas a tus padres, a tus hermanos, en fin, a todo el mundo, a ver qué dicen. Al principio te sentirás muy rara, acostumbrada a ir con las viejas, y más ahora que has estado tanto tiempo sin llevar ninguna. Póntelas para ir por la calle y todo el mundo va a notar que las llevas. Si te quedan muy pequeñas me lo dices, no te vayan a dejar señal cuando te las quites. Ten también cuidado de que no te estén grandes, no sea que al andar se te caigan. Llévalas con cuidado y sobre todo, no vayas a dejártelas por ahí y las pierdas, que tienes la costumbre de llevarlas en la mano para que todos vean tus encantos. En fin, para qué te voy a contar más, sólo te digo que estoy deseando vértelas puestas. Creo que este es el mejor regalo que podía hacerte, cariño.»
 

domingo, 13 de diciembre de 2015

¿MONJES INÚTILES SOMOS?

 
Hace más de cinco años consideré la posibilidad de convertirme en monje y probé a vivir dos meses en un monasterio de la orden cisterciense. De aquellas anotaciones sobre lo ocurrido en el transcurso de cada día, hoy quiero recuperar algunas de sus líneas para este blog.
 
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9 de marzo de 2010 (Martes de la tercera semana de Cuaresma).
 
El trabajo de esta mañana ha estado dedicado, una vez más, tras una semana entera haciendo lo mismo, a pelar naranjas para la elaboración de la mermelada con la que estos monjes se ganan la vida. Todavía me impresiona verlos a todos (incluido el abad) pelando fruta en completo silencio. Pero lo mejor de todo es que he aprendido a estar centrado en el trabajo. Cuando estoy con la fruta, o envasando la mermelada, o incluso fregando las cacerolas, sólo tengo ante mí esa tarea. No hay en ese instante nada más que pueda distraerme. Este hecho hace que mi mente no divague demasiado y que en mi cabeza se hagan instantes de silencio. Sin embargo, debo reconocer que no todo es tan perfecto, ya que en algunas ocasiones acuden a mi mente, sin saber muy bien cómo, recuerdos de Madrid, palabras escuchadas aquí o situaciones vividas en estos días.
 
El maestro de novicios me recomendó al poco de llegar a este monasterio que dejase de hacer lectio con textos del Antiguo Testamento. En Madrid ya realizaba una lectura de la Biblia, y cada mañana leía un capítulo. Había comenzado por el libro del Génesis y ya andaba por el Segundo libro de Samuel. Sin embargo, a comienzos de este mes he iniciado la lectura del evangelio de Mateo, aunque no la estoy haciendo por capítulos. Aquí los objetivos de ese tipo no funcionan. Sólo leo lo que me da tiempo a meditar en el espacio que tenemos tras las vigilias. Si puedo meditar dos líneas, sólo dos líneas; si me da tiempo a leer una página entera, leo la página entera. El único objetivo es hacerlo reposadamente, dándome cuenta de lo que leo y de los pensamientos y sentimientos que en mí suscita la lectura.
 
 
La verdad es que noto cómo crece en mí un cierto deseo de profundizar en el estudio de la Biblia, sin embargo temo que este sólo sea fruto de una necesidad meramente intelectual. En esa trampa ya he caído en otras ocasiones: sólo intelectualizar, darle demasiado a la cabeza para extraer conclusiones morales, u obtener buenos materiales para sentar doctrina delante de otros.
 
Luego, en la oración personal me sigo sintiendo como el que está dando sus primeros pasos. Lo que más me sigue costando es guardar silencio interior en esos momentos, ya que, a veces, me es imposible controlar las idas y venidas de mi imaginación.
 
Afortunadamente he podido sacar tiempo para poder leer algunas páginas de dos de los libros que traje al monasterio. Uno de ellos es una recopilación de textos de Thomas Merton sobre el camino monástico. En la introducción, escrita por Raymond Panikkar, he podido leer lo siguiente:
 
Todo ser humano tiene una dimensión monástica, pero cada uno la realiza de distinto modo y la practica en distintos grados de pureza.
 
Esta frase viene a reforzar una interrogante que me ha surgido al hilo de la lectura de los libros que aquí me han dejado. Lo que he podido leer hasta hoy trata de la experiencia del encuentro con Cristo, del seguimiento, de la fe. Pero, ¿eso es lo específico del monje? Tengo en ocasiones la sensación de que lo que se dice en los primeros capítulos de estos libros no se refieren exclusivamente a la vida monástica (y eso que son libros sobre vida monástica). ¿Dónde está entonces la especificidad de esta forma de vivir?
 
La tarea peculiar del monje en el mundo actual es la de mantener viva la experiencia contemplativa y conservar abierto el camino para que el hombre moderno de la técnica recobre la integridad de su propia profundidad interior (Thomas Merton: Diario de Asia).
 
Ya desde antes de venir al monasterio no he dejado de hacerme la misma pregunta: ¿para qué sirve un monje? El abad tiene una respuesta muy curiosa a esta cuestión: «La gente dice de nosotros que no servimos para nada... y la verdad es que tienen toda la razón». O sea, que un monje NO SIRVE PARA NADA. ¿Entonces que hacen aquí?
 
Todo esto me hace pensar en la costumbre de valorar a todos los seres humanos por lo que hacen, por su “utilidad”. Al final, la pregunta es la misma: ¿eres útil o no? Y sin embargo, este hecho no deja de inquietarme: ¿no es ese el criterio que empleamos para excluir a tantos hombres y mujeres en nuestro mundo?
 
El cristiano, a mi entender, es aquel que sacrifica la media verdad por la verdad total; alguien que abandona un concepto incompleto e imperfecto de la vida por una vida unificada, integra y estructuralmente perfecta. Sin embargo, emprender una vida así no es el fin del itinerario, sino solamente el comienzo al que deberá seguir un largo viaje. Una angustiosa y a veces peligrosa búsqueda. El monje es, o por lo menos tendría que ser, el cristiano más comprometido en esta búsqueda. Su camino lo lleva a través de desiertos y paraísos de los que no existen mapas. Vive en regiones desconocidas de soledad, de vacío, de alegría, de perplejidad y de admiración (Thomas Merton).
 
El monje resulta ser, a la luz de esto, un hombre que busca, o mejor, que está comprometido con una búsqueda (a veces difícil, angustiosa, peligrosa e incomprendida). El monje no es alguien que busca hacer algo concreto, o estar en un lugar determinado. El monje es alguien en busca del ser, de un ser unificado, íntegro, consumado, completo.
 
Pero, ¿sólo el que elige ser monje puede seguir este camino?
 
 

domingo, 6 de diciembre de 2015

CREER O NO CREER

Actualmente estoy realizando un trabajo sobre acompañamiento espiritual a enfermos que no tienen creencias religiosas. Está tarea está transformando mi propia comprensión de lo que significa espiritualidad. Muchos piensan que es imposible hablar de espiritualidad sin hacer referencia a las creencias y a las confesiones religiosas. No obstante, cada día es mayor mi convencimiento de que Dios, el Misterio, lo Absoluto, lo Totalmente Otro, no tiene mucho que ver con todos nuestros sistemas de doctrinas que, a fin de cuentas, no son sino intentos (muy humanos y, por tanto, limitados) de comprender lo incomprensible, de abarcar lo inabarcable, de objetivar lo que no es cosificable.
 
Esta tarde quiero compartir un pequeño fragmento de Kishnamurti que habla de la necesidad de las creencias (¡ojo, no habla sólo de creencias religiosas!) y del obstáculo que suponen para dar el primer paso de todo camino espiritual: el conocimiento de lo que cada uno es.
 

Si lo examinan, verán que el miedo es una de las causas del deseo de aceptar la creencia, es decir, si no creyésemos en nada, ¿qué sucedería, no nos sentiríamos muy temerosos de lo que pudiera sucedernos? Si actuáramos sin ningún patrón de creencia, ya sea Dios, el comunismo, el socialismo, el imperialismo, un sistema religioso o cualquier dogma que nos condicione, nos sentiríamos totalmente perdidos, ¿verdad? ¿Acaso la aceptación de la creencia no sirve para encubrir nuestro miedo, el miedo de no ser nada realmente, de estar vacío? En última instancia, una taza sólo es útil si está vacía, y una mente llena de creencias, de dogmas, de conclusiones y de citas, no es creativa, es simplemente una mente que repite.
 
Escapar del miedo, del miedo al vacío, a la soledad, el deterioro, a no prosperar, a no triunfar a no ser algo o alguien, sin duda, es una de las causas de nuestra aceptación de las creencias con tanto entusiasmo y avidez; ahora bien, si aceptamos una creencia, ¿es posible comprenderse a sí mismo? Todo lo contrario, es evidente que una creencia, sea política o religiosa, impide el conocimiento propio, actúa como una pantalla a través de la cual nos observamos; por tanto, ¿es posible observarse a sí mismo sin creencias? Si eliminamos esas creencias, todas nuestras creencias, ¿queda algo que observar? Si la mente no se identifica con ninguna creencia, entonces es capaz de observarse a sí misma tal cual es, y, sin duda, ese es el inicio de la comprensión de uno mismo.
 
Fuente: Jiddu Krishnamurti, La libertad primera y última,
Kairós, Buenos Aires 2006, p. 64.

domingo, 29 de noviembre de 2015

REFLEXIONES JUNTO A UNA ESCOBA

 
Hace más de cinco años consideré la posibilidad de convertirme en monje y para discernir esa vocación hice una experiencia de vida en un monasterio de la orden cisterciense. Por las tardes, en el escritorio del noviciado, dedicaba algunos minutos a escribir en un pequeño cuaderno lo ocurrido en el transcurso del día. De aquellas anotaciones plagadas de ocurrencias más o menos ingenuas, de vivencias y de lecciones aprendidas durante esos días, hoy quiero recuperar algunas de sus líneas para este blog.
 
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Martes, 24 de febrero de 2010 (Martes de la primera semana de Cuaresma).
 
Hoy ha sido mi primer día de trabajo, ya que ayer lunes la comunidad tuvo retiro y no se trabajó en el monasterio. La tarea que me han encomendado ha consistido en la limpieza del garaje. Me han dejado solo, barriendo el barro que, tras estos días de lluvia, ha venido pegado a las ruedas de la furgoneta. Antes de empezar, el maestro de novicios me ha explicado que el trabajo es una extensión de la vida de oración de un monje. Pero, ¿cómo orar mientras se barre un suelo?
 
Con esta pregunta he comenzado mi tarea, y me he puesto a meditar en todo lo sucedido durante estos tres días que llevo aquí, en las cosas que he escuchado en las homilías, o en las breves palabras que haya podido cruzar con alguno de los monjes. En medio de mis reflexiones, ha aparecido en mi mente un pensamiento “graciosillo” (por definirlo de alguna manera). En ocasiones me vienen estas ideas, y no sé de dónde me surgen. A veces son ingeniosísimas, pero otras son auténticas payasadas. Pues bien, la “genialidad” en esta ocasión ha sido la siguiente: que la naturaleza del garaje es como la del palo de un gallinero: siempre lleno de porquería. Con semejantes ocurrencias a lo único a lo que aspiro es a la risa ajena y, lo confieso, disfruto un montón si lo consigo.
 
En ese momento apareció en el garaje el cocinero de la comunidad. Y ya que estaba allí, quise poner a prueba la ingeniosidad de mi ocurrencia, por lo que empecé a decirle: «me estoy dando cuenta de que la naturaleza de los garajes es como la naturaleza de…». Sin dejarme concluir la frase, me interrumpió el monje para decir: «…como la naturaleza del hombre, ¿verdad?». «Hombre –repuse– yo iba a decir que es como la naturaleza del palo de un gallinero, siempre lleno de porquería».
 
El chiste se fastidió, pero semejante respuesta hizo que cambiara el rumbo de mi reflexión. ¡Qué extrañas situaciones pueden enseñarte algo nuevo! Continué con mi tarea, pero ahora meditando sobre “las suciedades” en el interior del hombre, y sobre la forma que Dios tiene de limpiarlas.
 
Llegando a la puerta del garaje, la corriente de aire empujaba de nuevo hacia el interior la suciedad que ya tenía barrida. «Qué fastidio –pensaba yo para mis adentros–, cuanto más cerca de la puerta se está, más me estorba el viento, haciendo que el polvo retorne al interior. Este viento, ¿podría simbolizar las contradicciones?... ¿o tal vez las tentaciones de la vida que vuelven a ensuciar el interior?... O, quizás, lo que parece viento en contra que impide esa limpieza, pueda interpretarse como un medio del que Dios se aprovecha para ayudarse en la tarea de barrer mejor las “suciedades” del alma, recogiendo ese polvo de otra forma… ¿Cuáles son esos “vientos en contra”?... ¿Dios limpia el barro de mi interior de la misma forma?... Igual creo que el viento es algo negativo, cuando en realidad es algo de lo que también Dios se sirve… Ahora bien, ¿cómo saber discernir esos vientos…?».

En esta “tarea mental” he estado empleando toda la mañana, hasta que la campana nos ha avisado del final del trabajo. Tocaba volver a la habitación para ducharse y acudir al rezo de sexta.
 
Esta tarde, en el escritorio, he estado leyendo uno de los libros que me ha dejado el maestro de novicios. Las siguientes líneas me han llamado la atención:
 
Lo que Dios espera del monje como respuesta a su llamada y como acogida a su don es una habitual actitud de atención, de docilidad y de disponibilidad. Cuando nos dejamos llevar del mucho hablar, no somos capaces de escuchar; nos llenamos de nuestros propios negocios, y estos nos llenan y nos proyectan hacia fuera.
 
¡Esto si que es bueno! «Cuando nos dejamos llevar del mucho hablar… nos llenamos de nuestros propios negocios...», o cuando nos llenamos de nuestros pensamientos, o cuando le damos vueltas a los símbolos.
 
Me siento como un estúpido: ¿qué he hecho durante toda esta mañana sino perderme en disquisiciones sin fin concreto?
 
Tengo la sensación de que aquí estoy encontrándome con cosas que no esperaba.

CONTINUARÁ...

domingo, 22 de noviembre de 2015

LA ENTRADA EN EL DESIERTO (3ª PARTE)

Continúa desde La entrada en el desierto (2ª parte)
 
Esta mañana, el timbre ha tocado a las 4:30 de la madrugada, con tiempo justo para lavarme, arreglar la cama y bajar para el primer rezo de la jornada: las vigilias. En alguna de mis visitas a la hospedería de este monasterio he acudido a esta oración, pero nunca ha sido lo habitual. Tendré que acostumbrarme a hacerlo todos los días a partir de ahora.
 
Tras vigilias he bajado de nuevo al escritorio del noviciado para hacer lo que aquí los monjes denominan “lectio”: una forma de orar con la Biblia haciendo una lectura continuada, reposada y meditada de la misma. Este rato de “lectio” me ha gustado, ya que en Madrid tengo pocas posibilidades de encontrar estos espacios tranquilos para leer y meditar lo leído. A lo máximo que llego es a hacer una lectura continuada de la Palabra, pero sin meditarla apenas.
 
Antes de las 7:30, un nuevo toque del timbre nos ha recordado la hora de laudes. Entre semana, las laudes y la eucaristía se celebran juntas, pero como hoy es domingo, sólo hemos rezado laudes. Al terminar, hemos pasado a la sala capitular, para escuchar la charla que el abad dirige a la comunidad este día. Luego hemos ido al refectorio a desayunar. Lo cierto es que ya tenía bastante hambre después de estar levantado y en ayunas más de tres horas y media.
 
Hasta la hora de la misa, he paseado un poco por el claustro y por el bosque que hay en la parte trasera del monasterio; en fin, he intentado llenar de nuevo el tiempo lo mejor posible. La misa la hemos celebrado a las 11:30. Al finalizar, he tenido una conversación con el maestro de novicios para compartir mis primeras impresiones de la vida en la clausura.
 
 
Antes de sexta, he aprovechado a subir a la habitación a dejar una cosa. En el pasillo donde está mi habitación, me he encontrado con uno de los monjes. Me ha preguntado si estaba allí para hacer el mes de prueba. Yo le he contestado que pasaré allí toda la cuaresma. Sólo me ha respondido con una frase: «Pues entra en el desierto... ¡y que te hable!».
 

domingo, 15 de noviembre de 2015

PARA UN MUNDO SIN RAZÓN

Quería haber publicado otra cosa, pero hoy, en medio de un mundo que parece abocado a la locura y a la sinrazón, me ha parecido más oportuno compartir esta joya perteneciente a la película “The Great Dictator”.

 
 
 
Lo siento... pero yo no quiero ser emperador. Ese no es mi oficio. Yo no quiero gobernar ni conquistar a nadie. Quisiera ayudar a todos si fuera posible: judíos, gentiles, negros, blancos.
 
Todos queremos ayudarnos los unos a los otros; los seres humanos somos así. Queremos hacer felices a los demás, no hacerlos desgraciados. No queremos odiar ni despreciar a nadie. En este mundo hay sitio para todos y la buena tierra es rica y puede alimentar a todos los seres. La manera de vivir puede ser libre y hermosa, pero hemos perdido el rumbo.
 
La codicia ha envenenado las almas de los hombres, ha dividido el mundo con barricadas de odio, nos ha llevado con paso militar hacia la miseria y el derramamiento de sangre. Hemos desarrollado velocidad, pero nos hemos encerrado en nosotros mismos. La maquinaria que da abundancia, nos ha dejado en la indigencia. Nuestros conocimientos nos ha hecho cínicos, nuestra inteligencia, duros y crueles.
 
Pensamos demasiado, sentimos muy poco.
 
Más que maquinaria necesitamos humanidad. Más que inteligencia, necesitamos amabilidad y dulzura. Sin estas cualidades la vida será violenta y se perderá todo. Los aviones y la radio nos han acercado. La propia naturaleza de estos inventos exige la bondad humana, exige la hermandad universal, la unidad de todos nosotros. Incluso ahora, mi voz llega a millones en todo el mundo, millones de hombres desesperados, mujeres y niños, víctimas de un sistema que hace que los hombres torturen y encarcelen a personas inocentes.
 
A los que puedan oírme, les digo: ¡no desesperéis!
 
La miseria que está ahora sobre nosotros no es más que el paso de la avaricia, la amargura de los hombres que temen el camino del progreso humano. El odio de los hombres pasará y los dictadores caerán, y el poder que se le quitó al pueblo volverá al pueblo, y mientras los hombres mueran por ella, la libertad no perecerá.
 
¡Soldados! ¡No os entreguéis a las fieras, hombres que os desprecian y os esclavizan, que reglamentan vuestras vidas y os dicen qué tenéis que hacer, qué decir y qué sentir! ¡Que os martirizan, os hacen ayunar, os tratan como a ganado, os utilizan como carne de cañón! ¡No os entreguéis a estos antinaturales hombres-máquina, con cerebros de máquina y corazones de máquina! ¡Vosotros no sois máquinas! ¡No sois ganado! ¡Sois hombres! ¡Lleváis amor de la Humanidad en vuestros corazones! ¡No odiáis! Sólo los que no son amados odian, los no amados y los antinaturales. ¡Soldados! ¡No luchéis por la esclavitud! ¡Luchad por la libertad!
 
En el capítulo 17 de San Lucas está escrito: "El Reino de Dios está dentro del hombre”, no en un hombre, ni en un grupo de hombres, sino en todos los hombres ¡En vosotros!
 
¡Vosotros, el pueblo, tenéis el poder! ¡El poder de crear máquinas, el poder de crear felicidad, el poder de hacer esta vida libre y hermosa, de hacer de esta vida una maravillosa aventura! ¡Entonces, en nombre de la democracia, utilicemos ese poder! ¡Unámonos todos! ¡Luchemos por un mundo nuevo, un mundo digno que dé a los hombres la oportunidad de trabajar, que dé a la juventud un futuro y a la vejez seguridad! Con la promesa de esas cosas, las fieras subieron al poder. ¡Pero mienten! Nunca cumplen sus promesas. ¡Nunca lo harán! ¡Los dictadores son libres ellos mismos, pero esclavizan al pueblo!
 
¡Ahora luchemos para realizar esa promesa! ¡Luchemos para liberar al mundo! ¡Para acabar con las barreras nacionales! ¡Para acabar con la ambición, con el odio y la intolerancia! ¡Luchemos por un mundo de la razón, un mundo donde la ciencia y el progreso conducirán a todos los hombres hacia la felicidad! ¡Soldados! ¡En nombre de la democracia, unámonos todos!

domingo, 1 de noviembre de 2015

LA ENTRADA EN EL DESIERTO (2ª PARTE)

 
Entorno a las 15:30h, después de la siesta (que yo no pude hacer por estar deshaciendo mi equipaje), bajamos de nuevo a la capilla para el rezo de nona. Nuevamente me senté en el espacio reservado a los huéspedes. Después de acabado el rezo, cuando la capilla quedó vacía, el maestro de novicios se me acercó y me indicó el lugar que deberé ocupar junto a los monjes. Además me entregó los libros con los salmos y los himnos que emplearé para el rezo de las horas.
 
Después de dejar colocado todo en mi asiento, bajé al escritorio del noviciado para ocupar en él una mesa. Al monasterio he traído una Biblia y además unos libros que pretendía leer en los ratos libres que puedan quedarme. Sin embargo, el maestro de novicios me ha dejado otras cosas para estudiar. Debo reconocer que me ha contrariado un poco no poder utilizar lo que he traído. Son tres libros y un par de cuadernillos para el estudio de la Biblia que han ocupado un espacio en mi equipaje. De haberlo sabido, me hubiera ahorrado cargar con ellos; no obstante, lo he acabado aceptando. Supongo que esto también forma parte de la vida del monasterio: tener que hacer, a veces, cosas contra la propia apetencia o que nada tienen que ver con lo que habías proyectado. Pero, ¿por qué pensar que este es el único lugar donde tales situaciones suceden? La vida en el exterior también tiene sus pequeñas contrariedades que debes aceptar, por mucho que enoje el tener que hacerlo.
 
En el escritorio, organicé un poco mi mesa y luego pasé el resto de la tarde leyendo. La verdad es que este espacio no está mal. Es como la sala de lectura de una biblioteca, pero con vistas al huerto del monasterio. Ahora lo ocupamos cuatro personas: un novicio, el maestro de novicios, mi compañero de prueba y yo. El ambiente me vendrá bien para centrarme en la lectura, ya que cuando estoy solo, tiendo a dispersarme demasiado.
 
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Pasadas las 18:30h sonó el timbre que avisaba para vísperas. Vuelta a la capilla. Sin embargo, ahora ya ocupaba un lugar entre los monjes en el coro. Es una sensación extraña, ya que siempre me he sentado en la zona de los huéspedes. Aún me noto raro. La distancia entre el sitio que siempre he ocupado y el que ahora ocupo es, psicológicamente, más grande de lo que podría haber imaginado nunca. Antes yo estaba allí, y ahora estoy en este lado. La perspectiva se me hace extraña.
 
Tras la hora de vísperas, los monjes tienen un espacio de tiempo para la oración personal. Durante todo ese rato no paré de darle vueltas a la cabeza preguntándome: «¿qué demonios estoy haciendo yo aquí?». Al final terminaba concluyendo lo mismo: «a fin de cuentas, si no hago esta prueba, no sabré nunca en qué consiste este tipo de vida».
 
A las 19:30h pasadas, abandonamos la capilla y nos dirigimos de nuevo al refectorio. En las cenas hay plato único y fruta. Afortunadamente no estoy acostumbrado a cenar mucho por las noches. Luego de terminar, tuve que fregar mi plato ya que aquí cada uno se friega el suyo en la cena. Después me dediqué a dar vueltas por el claustro. Aún no sé muy bien qué hacer con estos espacios de tiempo muerto, puede que con el paso de los días vaya aprendiendo a rellenarlos.
 
A las 20:30h estábamos de nuevo en la capilla para el rezo de completas, la última oración comunitaria de la jornada. Después del canto de la Salve, recibimos la bendición del abad y nos fuimos a dormir.

domingo, 18 de octubre de 2015

LA ENTRADA EN EL DESIERTO (1ª PARTE)

Hace más de cinco años consideré la posibilidad de convertirme en monje. Para discernir esa vocación hice una experiencia de vida en un monasterio de la orden cisterciense. Fue todo un privilegio poder compartir las jornadas de aquellos monjes durante dos meses, sus espacios de vida, oración y trabajo.
 
Por las tardes, en el escritorio, dedicaba algunos minutos a escribir en un pequeño cuaderno lo ocurrido en el transcurso del día. Hoy quiero comenzar a releer aquellas líneas y recuperarlas para este blog. Son páginas plagadas de interrogantes y dudas, las que me invadieron aquellos días. Pero también son páginas llenas de reflexiones y ocurrencias más o menos ingenuas, de vivencias, de lecciones aprendidas. Aunque tras aquella experiencia decidí no quedarme con ellos, guardo en el corazón el recuerdo de esos días como una importante experiencia espiritual en mi vida.
 
Comienza este diario con la anotación realizada el día posterior a mi llegada al monasterio…
 
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Domingo, 22 de febrero de 2010 (Primer domingo de Cuaresma).
 
Llegué al monasterio ayer sábado. Aunque conozco este lugar desde hace más de siete años, ya que he venido a su hospedería en muchas ocasiones para descansar del jaleo de la ciudad, esta es la primera vez que vengo para vivir dentro de la clausura y probar más de cerca la vida de los monjes.
 
Llegué aquí en torno a la una del mediodía, poco antes del rezo de sexta. El maestro de novicios no pudo recibirme a mi llegada, pero dejó recado a la persona que se encuentra en la tienda del monasterio para indicarme dónde debía dejar mi equipaje. Luego me dirigí hacia la capilla y, sentado en la zona reservada a los huéspedes, esperé a que alguien me indicase lo que debía hacer. Poco antes de comenzar el rezo de la hora sexta, apareció el maestro de novicios que, tras saludarme con un fuerte abrazo, me dijo que me quedase en ese lugar y que después de la oración siguiese a los monjes.
 
Tras el rezo de la hora y del ángelus, los monjes se encaminaron hacia la salida de la capilla, un portón de hierro por el que se accede a la clausura. Yo les seguí, como me habían indicado, adentrándome en un espacio que está vedado a la gente del exterior, accediendo así por primera vez al claustro entorno al cual los monjes realizan su vida. El abad encabezaba la fila de hermanos, alineados por su orden de antigüedad en la comunidad. Detrás del novicio caminaba un joven que ha iniciado su período de prueba un par de días antes que yo. Tras de él marchaba yo, que, lógicamente, he sido el último en llegar a este lugar.
 
 
Nos dirigimos al comedor de la comunidad en estricto silencio. Una vez dentro, me indicaron el puesto que debía ocupar en la mesa. Después de la bendición cada uno se sentó en su taburete, a la espera de que el hermano encargado del comedor esta semana nos acercara la bandeja para servirnos. El silencio del refectorio sólo era roto por el sonido de platos y cubiertos y por la voz del lector. Aquí la tarea de servir la mesa, leer en el refectorio o fregar los platos después de la comida se reparte entre los hermanos, siendo este servicio semanal y rotatorio.
 
Las comidas no son abundantes, pero siempre sobra algo para poder repetir si te quedas con hambre. Aunque en Madrid yo suelo comer mayor cantidad, creo que es más de lo que realmente necesito, por lo que aquí estoy procurando servirme poco desde un primer momento. Además me da un poco de reparo no ser frugal en este lugar.
 
Cuando todos terminamos de comer, el abad tocó una campanilla y, puestos en pie, cantamos la acción de gracias. Los monjes se retiraron a sus dormitorios para echarse la siesta, a excepción de los encargados de lavar los platos. El maestro de novicios y yo nos dirigimos al lugar donde había dejado mi equipaje y me condujo a la habitación que ocuparé durante los días que permanezca en el monasterio.
 
El equipaje que he traído quizá sea excesivo: ocupa una mochila y una bolsa de deporte de tamaño mediano. En principio la idea es pasar aquí toda la cuaresma, y como en estas fechas aún hace bastante frío, he traído ropa que abrigue, tres pantalones, ropa interior y calzado, además del neceser con las cosas para el aseo. Por supuesto, también he tenido que agenciarme algo de ropa para trabajar: un par de sudaderas, un viejo pantalón, un mono de obrero que he comprado un par de días antes de mi venida, y unos viejos zapatos para cuando tenga que trabajar en el exterior del monasterio. La verdad es que todo el conjunto abulta bastante.
 
En la habitación hace bastante frío. Sólo se enciende la calefacción un par de horas antes de irnos a acostar, para que el cuarto esté un poco “caldeado”. De todas las maneras, en la habitación pasaré sólo la noche y bajo las mantas no se está tan mal. El resto de la jornada estaré en la capilla, en el escritorio (y allí sí que tenemos calefacción) o trabajando (con el esfuerzo supongo que entraré enseguida en calor). A pesar de todo, creo que he escogido la mejor época del año para hacer la prueba. Mejor saber lo que es esta vida con algún tipo de aspereza climática.
 
En mi habitación, además de la cama (un tanto dura por la tabla que hay bajo el colchón), tengo una mesa y una silla, un armario empotrado y un pequeño baño con inodoro, lavabo y una sencilla ducha con agua caliente. El mobiliario no es de primera calidad, pero vivo con las justas comodidades, no necesito mucho más.
 

domingo, 11 de octubre de 2015

LA RISA

Un viejo cuento judío dice así:
 
Érase una vez un país que englobaba todos los países del mundo. Y en ese país había una villa que encerraba todas las villas del país. Y en esa villa había una calle que reunía todas las calles de la villa. Y en esa calle había una casa que abrigaba todas las casas de la calle. Y en esa casa había un cuarto, y en ese cuarto había un hombre, y ese hombre encarnaba todos los hombres de todos los países. Y ese hombre reía, reía. Y nunca nadie había reído como él.
 
Fuente: Ben Zimet, Cuentos del pueblo judío.
Ed. Sígueme, Salamanca, 2002, p. 108.
 
Cuenta un mito apache que el creador hizo al hombre capaz de hablar, de correr, de ver, y de oír, pero no se sintió satisfecho hasta darle una cualidad más: la risa. Y así el hombre rió y rió, y entonces el creador dijo: “Ahora estás preparado para la vida”.
 

domingo, 27 de septiembre de 2015

CREDO

Hace poco hice el sano ejercicio de revisar mi historia personal, haciendo recuento de todas aquellas ideas que he ido adquiriendo sobre la naturaleza humana, sobre la vida, sobre Dios… Si tuviera que resumir los frutos de aquella reflexión, lo haría en una especie de "credo personal", aquello en lo que creo o dejo de creer... algo parecido a lo que sigue.

CREO QUE…

1. Amar y dejarse amar son los dos mandamientos más importantes.
2. Dios es más, mucho más de lo que podemos concebir de él (y además diferente).
3. La justicia de Dios no tiene nada que ver con la justicia humana… y casi siempre se confunde la una con la otra.
4. La única perfección que Dios me exige es la de ser yo mismo (ser aquello que Dios ha creado). Por lo tanto debo conocer lo que soy, conocer lo que Dios ha creado en mí.
5. La baja autoestima es un arma de destrucción masiva.
6. Todo ser humano es digno de misericordia y compasión (al menos una vez en su vida).
7. No somos tan grandes como para darnos demasiada importancia.
8. La vida sólo se vive en presente de indicativo. Se malgasta viéndola en pretérito, futuro o condicional.
9. Perdemos demasiado tiempo planificando o recordando.
10. Somos sanadores heridos.
11. El sufrimiento es el gran desconocido del mundo sanitario.
12. Salud no equivale a ausencia de enfermedades.
13. En el centro de universo se encuentra la risa (mejor dicho: la carcajada).

domingo, 20 de septiembre de 2015

LA PERSPECTIVA ADECUADA

Queridos papá y mamá:
 
Desde que me fui al colegio he descuidado el escribiros y lamento mi desconsideración por no haberlo hecho antes. Ahora os pondré al corriente, pero antes sentaos. No leáis nada más, a menos que estéis sentados. ¿De acuerdo?
 
Bueno, pues me encuentro bien ahora. La fractura de cráneo y la conmoción que me produjo la caída al saltar desde la ventana de mi dormitorio, cuando éste se incendió, a poco de llegar aquí, se han curado perfectamente. Pasé sólo quince días en el hospital y ahora veo casi con normalidad y sólo me afecta el dolor de cabeza una vez al día. Por fortuna, el incendio en el dormitorio y mi salto por la ventana fueron presenciados por un empleado de la gasolinera cercana, que avisó a los bomberos y a la ambulancia.
 
Después me vino a visitar al hospital y como yo no tenía sitio donde vivir, a causa del incendio, él fue tan amable que me invitó a compartir su vivienda. Realmente se trata de un sótano, pero es muy cuco. Él es un muchacho excelente y nos enamoramos como locos, por lo que pensamos casarnos. Aún no sabemos la fecha exacta, pero podrá ser antes de que se note mi embarazo.
 
Sí papás, estoy embarazada. Me consta lo mucho que os complacerá ser abuelos y estoy segura que recibiréis bien al bebé, dándole el mismo cariño, afecto y cuidados que tuvisteis conmigo cuando era pequeña. La causa del retraso en nuestra boda se debe a una ligera infección que padece mi novio que nos ha impedido pasar las pruebas hematológicas prematrimoniales, y que yo, descuidadamente, me he contagiado de él. Estoy segura de que lo recibiréis en nuestra familia con los brazos abiertos. Él es cariñoso, y aunque no muy educado, tiene ambición. Su raza y religión son distintas de la nuestra, pero sé que vuestra tolerancia, frecuentemente expresada, no os permitirá enfadaros por esto.
 
Ahora que ya estáis al corriente de todo, quiero deciros que no se incendió mi dormitorio, no tuve fractura ni conmoción de cráneo, ni fui al hospital, no estoy embarazada, no tengo novio, no sufro ninguna infección y no hay ningún muchacho en mi vida. Sin embargo, he sacado un suspenso en Historia y un aprobado en Ciencias, y quiero que veáis estas notas en su perspectiva adecuada.
 
Vuestra hija que os quiere, Ana.
 

domingo, 6 de septiembre de 2015

TRAS LOS PASOS DE MOISÉS

La única perfección que Dios exige es la de ser uno mismo (ser eso que Dios ha creado). Por lo tanto una tarea importante en esta vida consiste en conocer lo que soy, conocer lo que Dios ha creado en mí. Un cuento judío dice así:
 
 
El rabino Zuya quería descubrir los misterios divinos. Por eso resolvió imitar la vida de Moisés.
 
Durante años intentó conducirse como el profeta, sin conseguir los resultados esperados. Cierta noche, exhausto de tanto estudiar, terminó adormeciéndose.
 
En el sueño se le apareció Dios:
 
- ¿Por qué estás tan perturbado, hijo mío? -preguntó.
 
- Mis días en la Tierra terminarán y estoy lejos de llegar a ser como Moisés -respondió Zuya.
 
- Si yo necesitara otro Moisés ya lo habría creado -dijo Dios-. Cuando tú aparezcas ante mí para el juicio, no preguntaré porqué no fuiste como Moisés, sino quién fuiste tú: procura ser un buen Zuya.
 
 

domingo, 30 de agosto de 2015

LA PREGUNTA

Hasta los niños sabían quién era Dofú Seringué Taibá M’Ba­ye. Por supuesto que todavía no eran capaces de apreciar sus en­señanzas, y sin embargo, cuando salía a la puerta de su choza a respirar al sol el aire de la mañana, todos le llamaban por su nombre, le rodeaban y le suplicaban, tirándole de su viejo ves­tido de algodón:
 
— ¡Dofú Seringué, cuéntanos algo! ¡Dofú Seringué, canta, canta!
 
Dofú Seringué se sentaba en el suelo polvoriento, levantaba el índice y contaba y cantaba.
 
Así transcurría la primera hora del día. Después llegaban los hombres apasionados por la sa­biduría. Del norte, donde estaba el gran río; del sur, donde es­taba el bosque; del mar del oeste, de las montañas de levante, todos los días llegaban peregrinos que habían oído hablar de su infinito saber. Se sentaban ante él, en su cabaña, formando un semicírculo, y hasta la noche escuchaban su palabra poderosa, sus juicios venerables, sus silencios sutiles y también sus risas entrecortadas, pues Dofú Seringué Taibá M’Baye era de esos sabios de quienes hasta las risas son provechosas.
 
Pero una tarde, mientras él dirigía tranquilamente la pala­bra a un auditorio boquiabierto, con un cántaro lleno de agua fresca a un lado y un fuego donde ardían hierbas aromáticas al otro, un rumor atravesado por chillidos de mujeres y carreras de niños invadió de pronto la aldea. Dofú Seringué alzó las cejas y estiró el cuello. En el marco de la puerta apareció un crío sin aliento, con los ojos brillantes y la boca abierta, que gritó, señalando al sol que se ponía detrás de él entre dos árboles:
 
— ¡Viene Puló Kangadó, el pastor loco!
 
La noticia era importante. Puló Kangadó era tan conocido en el país como Dofú Seringué. Pero todo lo que Dofú Serin­gué tenía de amable y buen compañero, lo tenía Puló Kangadó de solitario, arisco y espantoso. Era alto, muy delgado, no son­reía nunca y andaba a grandes zancadas ruidosas, cargado con el sable colgado a la cintura de su andrajoso bubú, con la larga lanza que no abandonaba jamás su mano izquierda y con las piezas de chatarra oxidada recogidas a lo largo de los caminos que llevaba atadas alrededor del cuello, como trofeos. Le lla­maban el pastor loco porque contaban que pasaba las noches sin dormir, al contrario que toda persona decente, e interro­gando a las estrellas. Además, no hablaba más que para plantear preguntas a las cuales nadie encontraba respuesta, cosa que disgustaba enormemente a los sabios. Dofú Seringué y sus discípulos reunidos oyeron de repente su fuerte voz fuera, en el aire de la tarde:
 
— ¡Dejadme pasar, niños, dejadme pasar! ¡Que uno de voso­tros me conduzca a casa de Dofú Seringué! ¡El venerable Dofú Seringué, a él es a quien busco!
— Te llevaremos si antes nos dices una verdad verdadera —respondieron unas vocecitas risueñas.
— ¿Una verdad verdadera? Todas las cosas nuevas son her­mosas ¡menos una!
— ¿Cuál, Puló Kangadó, cuál?
— ¡La muerte!
 
Apenas salió esta palabra de su boca, Puló Kangadó fran­queó el umbral de la cabaña donde Dofú Seringué enseñaba los misterios de la vida. Saludó a la concurrencia y, abriéndo­se paso a rodillazos y golpes de cadera, fue a sentarse delante de aquel a quien deseaba escuchar, entre el cántaro de agua y las brasas del hogar. Dofú Seringué le preguntó:
 
— ¿Qué quieres, hombre?
— En realidad, no gran cosa, venerable maestro —contestó el otro con su áspera voz sonora. Yo ya tengo lo que Dios no tie­ne y puedo lo que Dios no puede.
 
 
Dofú Seringué bajó la cara para disimular una sonrisa di­vertida, mientras los hombres, con gestos de enorme sorpresa, se volvían hacia aquel hombre huraño, plantado impasible en medio de ellos, que les sacaba a todos más de una cabeza.
 
— ¿Qué es lo que tienes, hombre, que Dios no posea? —pre­guntó el viejo sabio, sin levantar la mirada.
— Un padre y una madre, venerable maestro. Según dicen, Dios no los tiene.
 
Dofú Seringué dejó escapar una risita entre dientes.
 
— Es cierto —dijo—. ¿Y qué puedes hacer que no esté al al­cance de Dios?
— Él lo sabe todo y lo ve todo. En cambio, yo puedo ser ig­norante. Y puedo estar ciego —respondió el pastor loco con ca­ra de evidente orgullo, poniendo aún más de relieve su gran estatura.
— También es cierto —admitió Dofú Seringué—. ¿Y qué pue­do hacer por ti, que pareces saber más de lo que yo he sabido nunca?
 
Puló Kangadó contestó:
 
— Un enigma me atormenta, venerable maestro.
 
Inclinó su enorme cuerpo hacia el fuego, tomó entre sus manos una brasa tan roja como el sol poniente y la arrojó en el cántaro. Al momento salió del agua un vivo silbido y una bre­ve voluta de vapor. Puló Kangadó permaneció un instante en silencio, se aseguró de que nadie se había perdido ni uno de sus gestos y dijo:
 
—Venerable maestro, me gustaría saber cuál de los dos, el agua o el fuego, ha hecho ese «¡chuf!» que acabamos de oír.
 
Dofú Seringué le contempló un momento fijamente, pen­sativo, después su mirada se perdió a lo lejos
 
— Eso merece ser meditado —dijo.
 
Volvió a bajar la cabeza. A su alrededor, sus discípulos do­blaron la espalda y todos se sumieron en un silencio tan per­plejo y profundo que se oía la mano de Puló Kangadó resbalando por el mango de su lanza erguida.

Cayó la noche. La luna apareció en el cielo, y después las estrellas. En la plaza desierta ya sólo vagaban algunos perros cansinos. Los más viejos de los que meditaban, con la barbi­lla sobre el pecho, se abandonaban al sueño que el enigma sin respuesta no podía ya contener. Puló Kangadó era el único que se mantenía aún con la cabeza alta y los ojos abiertos de par en par, espiando el menor movimiento del maestro, obstinada­mente inmóvil y mudo. No obstante, se le cayó la lanza, signo de que también le invadía una disimulada somnolencia. La lanza rebotó ruidosamente en el poste de la cabaña y se clavó en la pared. Entonces Dofú Seringué, por fin, volvió a levantar la cabeza y dijo, con mirada viva y cara alegre, mientras todos parecían despertarse sobresaltados:
 
— Puló Kangadó, hijo mío, acabo de descubrir cuál de los dos, la brasa o el agua, produjo ese silbido que te atormenta. Pero antes de que te lo enseñe, tienes que contestar a la pre­gunta que voy a hacerte.
 
Alzó su larga mano de erudito y de un súbito golpe estam­pó una sonora bofetada en la huesuda mejilla del alto pastor. Luego se inclinó hacia delante, afable y malicioso, y preguntó:
 
— Dime, ¿cuál de las dos, mi mano o tu mejilla, ha hecho ese «¡plas!» que acabamos de oír?
 
Puló Kangadó se quedó totalmente pasmado un momento y después abrió la boca y dijo:
 
— Eso merece ser meditado, venerable maestro.
 
Y se marchó en la noche a interrogar a las estrellas.
 
Fuente: Henri Gougaud, Cuentos africanos,
Ediciones Sígueme, Salamanca, 2003, pp. 115-118.
 

domingo, 23 de agosto de 2015

HUBIERA PODIDO SER PEOR

Esta tarde me apetece compartir algo para relajarse un rato. Una historieta judía cuenta lo siguiente…
 
 
Youkl Vakhlakhlakes, el nieto del célebre cantor de Khelm, ya no podía más. Decidió ir a pedir consejo a Reb Yankl Schmoune, el nuevo gran rabino de la villa.
— ¡Rebbe! —exclamó—. En este momento las cosas me van mal, ¡y cada vez me van peor! Somos pobres, tan pobres que mi pobre mujer, mis seis hijos, mis suegros y yo mismo nos vemos obligados a compartir una miserable casucha de una sola habitación. Vivimos amontonados. Con los nervios a flor de piel. Y no paramos de peleamos. Créeme, rebbe, es un infierno. ¡Preferiría morirme antes que seguir viviendo de esta manera!
Reb Yankl Schmoune consideró el problema con toda la seriedad que el caso requería.
— Hijo mío —terminó por decir al pobre Youkl—, prométeme hacer lo que te voy a decir y te juro que tu situación mejorará.
— Te lo juro, rebbe —exclamó el pobre Youkl—. Haré lo que sea. ¡Dime qué tengo que hacer!
— Oye —preguntó el rebbe—, ¿tienes animales?
— Una vaca, un macho cabrío y unas gallinas.
— Muy bien, excelente. Regresa a tu casa inmediatamente y mete todos los animales en la casa. En adelante vivirán con vosotros.
 
 
El pobre Youkl, desesperado, sorprendido por el consejo del rebbe, no pudo dejar de obedecer. Ya en la casa tomó la vaca, el macho cabrío y las gallinas. Inútil decir que su presencia no hizo más que empeorar la cosa por mil. Al día siguiente Youkl volvió a ver al rebbe.
— Rebbe, rebbe —exclamó—. Tú has hecho que se agravara nuestra desgracia. Hice lo que me dijiste, llevé los animales a casa. ¿Con qué resultado? ¡Las cosas han empeorado! Mi vida es un auténtico infierno. Mi casa es un establo. ¡Socórreme, rebbe, por favor!
— Hijo mío —le dijo el rabino calmosamente—, regresa a tu casa y saca las gallinas de ella. Dios te ayudará. El pobre Youkl regresó a su casa y sacó las gallinas. Pero al día siguiente volvió a la casa del rabino.
— Rebbe, rebbe, ayúdame, sálvame. Saqué las gallinas pero la cabra lo rompe todo. Nos apesta con su olor. Mi vida es un infierno por su culpa.
— Regresa a tu casa —dijo el rebbe con calma—, y saca la cabra. ¡Sobre todo que no entre ya más! Y seguro que Dios vendrá en tu ayuda.
Youkl volvió a la casa y echó la cabra. Pero al día siguiente regresó de nuevo a casa de su rebbe, lamentándose a gritos:
— Rebbe, rebbe, ¡qué desgracia la nuestra! Finalmente me he visto libre de la cabra, pero ¡ y la vaca! La vaca ha convertido mi casa en un establo. ¡Boñigas por todas partes! ¿Cómo va a poder vivir decentemente un ser humano junto a un animal? Por favor, rebbe, ¡tienes que hacer algo por nosotros!
— Tienes razón, hijo mío, tienes toda la razón —contestó el rebbe—. Vuelve a tu casa y saca inmediatamente la vaca. ¡Que se vaya al diablo!
Youkl corrió veloz a su casa y sacó de ella la vaca. A la mañana siguiente estaba de nuevo en casa del rabino.
— Rebbe, rebbe —exclamó gozoso—. ¡Que bueno el consejo que me diste! Mi vida finalmente es tranquila, muy tranquila. Ahora que han salido todos los animales, la casa resulta apacible, amplia, limpia. ¡Huele tan bien! Da gusto, de veras.

Fuente: Ben Zimet, Cuentos del pueblo judío.
Ed. Sígueme, Salamanca, 2002, p. 211