EL BLOG SE PRESENTA...

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Al cumplir los cuarenta, mi creador comenzó a hacerse las típicas preguntas asociadas a aquella edad: «¿qué he hecho con mi vida hasta ahora?», «¿qué pienso hacer a partir de ahora con ella?». Esas cuestiones fueron el motor de un blog con un carácter más bien “autobiográfico”, una suerte de “registro de recuerdos” que pretendía anotar algunas de sus vivencias personales y su impacto en él. Sin embargo, aquellas primeras páginas se expresaban en función del autoconcepto y el estado de ánimo del autor. Si ambos eran bajos, el estilo de cada publicación traslucía ese sentir.
Con el tiempo, aquel proyecto acabó en vía muerta.
Dos años después, mi autor retomó aquel cuaderno de bitácora para reconstruirlo desde sus cimientos e intentar corregir sus defectos. ¡Y nací yo!
En mis inicios, fui un medio para satisfacer el deseo de compartir vivencias y reflexiones personales, así como textos y vídeos variados que gustaban a mi creador. Este navío quería traer a puerto todas aquellas mercancías que pudieran enriquecer a los que paseasen por sus páginas.
Con el paso del tiempo me he dado cuenta que soy todo eso y algo más. Si, sigo siendo el saco en el que se introducen todas aquellas vivencias, reflexiones, textos y videos que han enriquecido de una u otra manera a mi autor. Pero además, combinando palabras propias y prestadas, me estoy convirtiendo en el relato de un itinerario en el que mi creador describe su transformación. En mi se ha reunido todo aquello que ha formado parte (de alguna manera) de un proceso de ensanchamiento humano y espiritual, un proceso de evolución que aún continúa.

¡Bienvenidos!


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sábado, 9 de febrero de 2019

DECEPCIÓN

Hace algún tiempo le escuché a alguien decir que lo que más le cuesta al hombre de nuestro “mundo moderno y desarrollado” es hacer silencio, entrar en su propio desierto, enfrentarse con lo que es. Esa es una experiencia que, para algunos, puede llegar a ser aterradora.
 
En el trabajo que he realizado en los últimos años en cuidados paliativos, o en la formación que he recibido en counselling, he aprendido a hacer eso que algunos llaman “entrar en el pozo”. Cuando se acompaña a alguien que sufre y se quiere comprender su universo de miedos y esperanzas, tiene que hacerse un proceso semejante: descender al pozo ajeno, ponerse los zapatos del otro durante un tramo del camino para comprender dónde le aprietan. Eso es a lo que se suele llamar “empatía”.
 
Sin embargo, es en ese instante en el que desciendes al pozo donde se encuentra la persona a la que acompañas cuando descubres que tú también tienes tu propio pozo, que posees tus propios miedos y esperanzas. Puede que sean parecidos a los que la otra persona te está transmitiendo, o quizá sean exactamente los mismos.
 
Yo me he encontrado con mi particular “pozo” cuando me he sentado frente a algunos enfermos que no tienen familia y a los que les queda poco tiempo de vida. Hablo de esas personas que, por circunstancias vitales, han perdido todos esos vínculos por fallecimientos, por enfrentamientos o por la simple distancia y, cuando llega el momento de enfrentarse con una enfermedad que no va a curar y que les va a llevar a la muerte, se encuentran en la más absoluta soledad.
 
Esas personas, como si me encontrase frente a un espejo, me devuelven el reflejo de un temor: mi forma de ser, mi carácter poco social, mi predilección por la soledad, la pérdida de relaciones con algunos de mis familiares o amigos. Yo también me enfrento a la posibilidad de un futuro en soledad y a una muerte también en soledad.
 
¿Debe ser esto un motivo de sufrimiento para mí? Hoy en día no tengo la respuesta. Sólo sé que entrar en el propio pozo supone una decisión llena de mucho coraje y que no todos son capaces de adentrase en él.
 
En la última publicación de este blog, Pablo d’Ors afirmaba que sentarse con el propio “yo soy” alimenta la compasión (que no tiene nada que ver con el “compadecimiento”). Esa compasión es la que te hace mirar de cara tu humanidad, tu fragilidad o tus desengaños para atreverse a amarlos. En el fragmento que sigue a estas líneas, Pablo d’Ors concluye que sentarse frente al propio “yo soy” supone también vivir, necesariamente, un proceso de decepción en el que descubrimos que la vida no se ajusta (ni se ha ajustado nunca, ni lo hará) a nuestras ideas, esperanzas y apetencias. Sólo la vía de la decepción y del ridículo nos permite despertar y liberarnos del pesado disfraz que nos hemos fabricado, de la idea que hemos construido de nosotros mismos, de lo que nuestra vida debe ser y a la que se han terminado ajustando todas nuestras expectativas.
 
 
“Todo el mundo parece sediento de alguna cosa, y casi todos van corriendo de aquí para allá buscando encontrarla y saciarse con ella. En la meditación se reconoce que yo soy sed, no solamente que tengo sed; y se procura acabar con esas locas carreras o, al menos, ralentizar el paso. El agua está en la sed. Es preciso entrar en el propio pozo. Esta profundización nada tiene que ver con la técnica psicoanalítica del recuerdo, ni con la llamada composición de lugar, un método tan querido por la tradición ignaciana. ¿Qué entonces?
 
Entrar en el propio pozo supone vivir un largo proceso de decepción, y ello porque todo sin excepción, una vez conseguido, nos decepciona de un modo u otro. Nos decepciona la obra de arte que creamos, por intenso que haya podido ser el proceso de creación o hermoso el resultado final. Nos decepciona la mujer o el hombre con quien nos casamos, porque al final no resultó ser como creímos. Nos decepciona la casa que hemos construido, las vacaciones que proyectamos, el hijo que tuvimos y que no se ajusta a lo que esperábamos de él. Nos decepciona, en fin, la comunidad en la que vivimos, el Dios en quien creemos, que no atiende a nuestros reclamos, y hasta nosotros mismos, que tan prometedores éramos en nuestra juventud y que, bien mirado, tan poco hemos logrado llevar a término. Todo esto, y tantas otras cosas más, nos decepciona porque no se ajusta a la idea que nos habíamos hecho. El problema radica, por tanto, en esa idea que nos habíamos hecho. Lo que decepciona, en consecuencia, son las ideas. El descubrimiento de la desilusión es nuestro principal maestro. Todo lo que me desilusiona es mi amigo.
 
Cuando dejas de esperar que tu pareja se ajuste al patrón o idea que te has hecho de ella, dejas de sufrir por su causa. Cuando dejas de esperar que la obra que estás realizando se ajuste al patrón o idea que te has hecho de ella, dejas de sufrir por este motivo. La vida se nos va en el esfuerzo por ajustarla a nuestras ideas y apetencias. Y esto sucede incluso después de una prolongada práctica de meditación.
 
No hay que dar falsas esperanzas a nadie; es un flaco favor. Hay que entrar en la raíz de la desilusión, que no es otra que la perniciosa fabricación de una ilusión. La mejor ayuda que podemos prestarle a alguien es acompañarle en el proceso de desilusión que todo el mundo sufre de una manera u otra y casi constantemente. Ayudar a alguien es hacerle ver que sus esfuerzos están seguramente desencaminados. Decirle: "Sufres porque te das de bruces contra un muro. Pero te das contra un muro porque no es por ahí por donde debes pasar". No deberíamos chocar contra la mayoría de los muros contra los que de hecho chocamos. Esos muros no deberían estar ahí, no deberíamos haberlos construido.
 
Siempre estamos buscando soluciones. Nunca aprendemos que no hay solución. Nuestras soluciones son solo parches, y así vamos por la vida: de parche en parche. Pero si no hay solución, en buena lógica es que tampoco hay problema. O que el problema y la solución son la misma y única cosa. Por eso, lo mejor que se puede hacer cuando se tiene un problema es vivirlo.
 
Nos batimos en duelos que no son los nuestros. Naufragamos en mares por los que nunca deberíamos haber navegado. Vivimos vidas que no son las nuestras, y por eso morimos desconcertados. Lo triste no es morir sino hacerlo sin haber vivido. Quien verdaderamente ha vivido, siempre está dispuesto a morir; sabe que ha cumplido su misión.
 
(…) No se trata fundamentalmente de ser más feliz o mejor (…), sino de ser quien eres. Estás bien con lo que eres, eso es lo que se debe comprender. Ver que estás bien como estás, eso es despertar”.
 
Pablo d'Ors, Biografía del silencio. Siruela, Madrid 2017. p.71-75.
 

sábado, 27 de octubre de 2018

UNA REFLEXIÓN SOBRE EL CÁNCER

Llevo varios días viendo en los medios de comunicación una marea de lazos rosa, símbolo de la lucha contra el cáncer de mama. ¿Esas campañas ayudan a recabar fondos para investigación, la promoción de hábitos saludables o el apoyo a enfermos? Si, doy fe de ello. El esfuerzo es digno de admiración, sin embargo se olvida de todas aquellas víctimas de cáncer que no son capaces de superar esta enfermedad.
 
Los que hemos trabajado en Cuidados Paliativos sabemos de la predisposición natural de la medicina, las asociaciones y la sociedad en general a ocultar una realidad que no es cómoda: hay que luchar, hay que hacerlo para lograr la cura, para que la gente no muera como consecuencia de esa “larga enfermedad”, para que no haya más víctimas en el futuro.
 
Pero, ¿y las víctimas de hoy?
 
Esta tarde no voy a escribir mucho más. Tan sólo quiero dejar un enlace que han compartido conmigo hace unos días. Se trata del blog de una testigo de ese 20% de mujeres que no superan su enfermedad, de esas mujeres que no figuran en las campañas de concienciación.
 
 
 
 

domingo, 7 de agosto de 2016

VIVIR EL INSTANTE

Llevo dos semanas escribiendo publicaciones que podrían ser catalogadas por algunos como “desesperanzadoras” o “fatalistas”. Confieso que no es un tema agradable de tratar, pero creo que es necesario hacerlo.
 
En la primera publicación hablaba de cómo en nuestras vidas nos encontraremos con pérdidas y cambios, con el envejecimiento, la enfermedad y, antes o después, con la muerte. ¿Alguna vez nos detenemos a considerar esta realidad? Y si lo hacemos, ¿cuánto tiempo tardamos en buscarnos una distracción para no tener que detenernos mucho en estos oscuros pensamientos?
 
Sin embargo, nada hay más sano que pensar, al menos un breve instante cada día, en esta realidad.
 
La segunda publicación era aún más dura. Lo que hemos vivido, nuestros recuerdos del pasado, nuestra biografía y nuestros proyectos futuros tan sólo son lágrimas en la lluvia. Todo terminará desapareciendo con nuestro último aliento, diluyéndose en la nada. ¿Para qué afanarnos por dejar un “legado” si probablemente nadie recordará que hemos sido nosotros quienes lo dejamos?
 
Sin embargo, nada hay más sano que pensar, al menos un breve instante cada día, en esta realidad.
 
¿Y dónde está lo “saludable” de este ejercicio?
 
En mi experiencia diaria con personas en la fase terminal de su enfermedad no dejo de pensar en lo siguiente: en cualquier momento también a mí puede llegarme el final y el problema no está en que eso pueda ocurrirme dentro de treinta años o mañana mismo, que mi final pueda ser de esta o de aquella manera, que poco importará que haya trabajado mucho por dejar un legado significativo para las generaciones futuras, que haya escrito más o menos libros, que haya tenido o no descendencia, que haya plantado todo un bosque de árboles… Lo verdaderamente importante, lo único necesario es saber a qué dedico este tiempo que ahora tengo entre mis manos, darme cuenta de cómo vivo mi tiempo presente y comprender que sólo el amor que yo dé y reciba será lo más valioso de mi existencia.
 
El Evangelio emplea una expresión muy sugerente: debemos permanecer en estado de vigilia, estar siempre alerta, siempre vigilantes, en todo momento expectantes. El maestro zen Thich Nhat Hanh nuevamente puede ayudarme a expresar mejor esta idea.
 
Tenemos que vivir profundamente cada momento que nos es dado vivir. Si eres capaz de vivir profundamente un solo momento de tu vida, puedes aprender a vivir del mismo modo el resto del tiempo. El poeta francés René Char dijo: «Si habitas un instante, descubrirás la eternidad». Convierte cada instante en una oportunidad de vivir profunda, felizmente y en paz. Cada instante es una oportunidad de hacer las paces con el mundo y de convertir la paz y la felicidad en algo que se halle al alcance de todos. El mundo necesita nuestra felicidad. La práctica de la vida despierta puede ser descrita, en ese sentido, como la práctica de la felicidad y del amor. Debemos cultivar, en nuestra vida, la capacidad de ser felices y de amar. La comprensión es el fundamento del amor, y la observación profunda, la base de la práctica.
 
Thich Nhat Hanh, Miedo. Vivir en el presente para acabar con nuestros temores.
Kairós, Barcelona 2013, p. 178.
 
El pasado ya no está aquí y el futuro aún no ha llegado. Lo único que verdaderamente existe es el momento presente y el amor con el que lo viva. Eso es lo único verdaderamente eterno.
 
 

domingo, 31 de julio de 2016

COMO LÁGRIMAS EN LA LLUVIA

En la última publicación de este blog (Los cinco recuerdos) hice referencia a nuestros más profundos miedos, esos temores asociados a la pérdida de lo que más queremos: de nuestros seres queridos, de la salud, de la juventud, de la propia vida. Pensar en la propia muerte, en la posibilidad de perder la salud, de perder lo que tenemos… da vértigo. Afirmar la necesidad de pensar en ello para no olvidarlo… suena a disparate. ¿Quién está tan “loco” como para hacerlo? Lo socialmente aceptado, lo “normal”, es mirar hacia delante con esperanza, proyectar el futuro, vivir “a tope”, vivir como si nunca fuera a ocurrirnos nada.
 
La sabiduría popular dice que en nuestra vida hay que hacer tres cosas: escribir un libro, plantar un árbol y tener un hijo. En el fondo de dicha afirmación late el deseo de dejar algo nuestro para la posteridad, dejar constancia de nuestra identidad, de nuestra biografía, algo que diga que hemos estado aquí, que hemos dejado huella. Es una forma de perdurar en el tiempo.
 
Y así, en medio de proyectos, experiencias, deseos, aspiraciones, ocupaciones y preocupaciones, vivimos un tanto anestesiados de ese dolor que seguirá estando ahí, de esa realidad que siempre estará presente.
 
Esta misma mañana he tenido la oportunidad de escuchar el siguiente fragmento del libro del Eclesiastés:
 
Hay quien trabaja con sabiduría, ciencia y acierto,
y tiene que dejarle su porción a uno que no ha trabajado.
También esto es vanidad y grave desgracia.
Entonces, ¿qué saca el hombre de todos los trabajos y preocupaciones que lo fatigan bajo el sol?
De día su tarea es sufrir y penar, de noche no descansa su mente.
También esto es vanidad.
 
Eclesiastés 2, 21-23
 
Me viene ahora a la memoria la escena final de la película Blade Runner, de Ridley Scott. En ella, Rick Deckard (personaje interpretado por Harrison Ford) y Roy Batty (el “replicante” interpretado por Rutger Hauer) se enfrentan en un desesperado combate a vida o muerte. Cuando Deckard intenta escapar saltando desde un tejado a otro edificio y logra sujetarse de una viga. Roy Batty, sin embargo, salta con facilidad y se queda mirando fijamente a su enemigo, que se encuentra peligrosamente suspendido en el vacío. En el límite de su aguante, Deckart termina soltándose de la viga, pero Batty lo sujeta por la muñeca, salvándole la vida. El replicante, que se está deteriorando muy rápidamente ya que sus cuatro años de vida se acaban, se sienta y relata con elocuencia los grandes momentos de su vida. La escena no tiene desperdicio.
 
 
Las palabras de Batty son demoledoras: nuestros recuerdos del pasado, nuestros proyectos futuros, nuestras vivencias, nuestra biografía… sólo son lágrimas en la lluvia. Todo se irá con nosotros y terminará desapareciendo con nuestro último aliento, diluyéndose en la nada.
 
¡Porque hasta nosotros terminaremos diluyéndonos en la memoria colectiva! Para entender esto, sólo es necesario hacerse unas simples preguntas: ¿quién inventó la rueda?, ¿alguien recuerda su nombre?, ¿quiénes diseñaron y erigieron las pirámides o las grandes catedrales?, ¿dónde figuran sus nombres? Si se desconocen los nombres e historias de aquellos que dejaron tan grades legados, ¿quién se acordará del “legado” que cada uno de nosotros pueda dejar?
 
¡Y todavía puedo ponerme un poco más “pesimista”!
 
Imaginemos que la Humanidad pereciera como consecuencia de un cataclismo planetario. ¿Quién quedaría para recordar los grandes logros del género humano?, ¿quién para recordar los nombres de los grandes protagonistas de la Historia?
 
Aunque lo parezca, ni intento aniquilar la esperanza, ni pretendo caer en un fatalismo que conduzca a la inacción, ni quiero negar el legítimo derecho de la Humanidad al progreso. Tan sólo pretendo preguntarme en qué depositamos nuestra esperanza. ¿No será para analgesiar esa realidad de la que estamos hablando?
 
Personalmente, cada día estoy más convencido de que mirando cara a cara nuestros temores, siendo plenamente conscientes de nuestro destino, de nuestra radical vulnerabilidad, podemos vivir más plenamente el presente y amar lo que cada instante contiene.
 
Recuerdo ahora otra película, “El puente de San Luis Rey”, una historia ambientada en el Perú del siglo XVIII. En ella, las vidas de cinco de sus personajes se entrelazan en un trágico accidente en el que todos fallecen. En el monólogo final de esta cinta, la madre abadesa, interpretada por Geraldine Chaplin, dice estas palabras:
 
 
Ahora, casi nadie recuerda a Esteban y a Pepita, a no ser yo… la hermana Camila, la Perichole, recuerda a Tío Pío y a su hijo… y esta mujer a su madre… Pero pronto moriremos, y con nosotras se irá el recuerdo de aquellos cinco. También a nosotras nos amarán un tiempo y nos olvidarán… pero ese amor habrá bastado. Todos los impulsos del amor regresan al amor que los creó. El amor no necesita de recuerdo. Hay una tierra de los vivos y una tierra de los muertos, el puente entre ellas es el amor. Sólo él sobrevive y tiene sentido.
 
Pues sí, el tiempo diluirá todo recuerdo, pero lo único que quedará será el amor que hayamos tenido.
 

domingo, 24 de julio de 2016

LOS CINCO RECUERDOS

No sé si ya lo he dicho en otra parte, pero mi profesión es la Enfermería. En la actualidad soy enfermero en una unidad de Cuidados Paliativos domiciliarios. Mi trabajo consiste en atender a pacientes con enfermedad avanzada y sin posibilidad de curación, o si alguien lo prefiere por ser más claro: trabajo con enfermos en fase terminal. Todos los días veo personas que tienen “sus días contados”, trato con sus familias y acompaño, en la medida de mis capacidades, el sufrimiento que produce la pérdida o la anticipación de la pérdida de un ser querido.
 
Evidentemente, este trabajo no es inocuo para mí ni me deja impasible. Cada día pienso más en la muerte… o, mejor dicho, en el hecho de mi propia muerte. No son pocas las ocasiones en que considero la posibilidad de sufrir alguna enfermedad incapacitante y que me haga dependiente. Quizá alguno piense que el simple hecho de considerar esto sea una forma de masoquismo, un deseo de sufrir por algo que aún no se ha dado. Preferimos pasearnos por esta vida creyéndonos invulnerables, como si pretendiésemos ignorar una realidad que termina demostrándose demasiado tozuda. Esa realidad es tan simple como arrolladora: somos pura fragilidad.
 
Hace unos días, leyendo al maestro zen y activista por la paz Thith Nhat Hanh, encontré lo siguiente:
 
El miedo a la muerte es uno de nuestros principales temores. Pero cuando, en lugar de tratar de ocultarlo o huir de él, miramos directamente las semillas de ese miedo, empezamos a transformarlo. Una de las formas más poderosas de hacer esto es a través de la práctica de los cinco recuerdos… Los cinco recuerdos son los siguientes:
1. Está en mi naturaleza envejecer. Soy de la naturaleza del envejecimiento. No puedo escapar del envejecimiento.
2. Está en mi naturaleza enfermar. Soy de la naturaleza de la enfermedad. No puedo escapar de la enfermedad.
3. Está en mi naturaleza morir. Soy de la naturaleza de la muerte. No puedo escapar de la muerte.
4. Está en la naturaleza de todo lo que quiero y todo lo que amo cambiar. Y no puedo evitar verme separado de ello.
5. He heredado los resultados de los actos de mi cuerpo, de mi habla y de mi mente. Mis acciones son mi continuación. (Este quinto recuerdo entronca con el concepto de karma: lo que hacemos, lo que decimos y lo que pensamos prosigue y tiene sus consecuencias más allá del propio acto. El fruto de nuestras acciones siempre nos seguirá. Por ejemplo: si alguien fuma tres cajetillas de tabaco al día, el fruto de esa acción será un elevado riesgo de padecer una afección pulmonar crónica).
 
Fuente: Thith Nhat Hanh, Miedo. Vivir en el presente para superar nuestros temores. Kairós, Barcelona 2013, pp. 35ss.
 
 
Tras leer algo así, confieso que una de las cosas que cada día me gusta más del budismo zen es su pragmatismo y su sentido de la realidad. En nuestra vida nos encontraremos con pérdidas y cambios, con el envejecimiento, la enfermedad y, antes o después, con la muerte. Los cinco recuerdos son una sarta de perogrulladas, pero ¿alguna vez nos detenemos a considerarlos? Ante esta realidad solemos optar por una de estas dos vías: o bien huimos de ella negandola y ocultándola bajo mil distracciones, o bien la aceptamos, la acogemos y la abrazamos. Desde mi punto de vista la opción más sana es la segunda. ¡Ojalá practicásemos a diario los cinco recuerdos!
 
¿Ganas de amargarse uno la vida? ¡Nada más lejos de mi intención! ¿Cuántas veces no se ha disfrutado de la juventud o de la salud pensando que esta va a durar para siempre? ¿Cuántas habrán sido las lamentaciones por no haber aprovechado la oportunidad de decirle a alguien un simple “te quiero”, de demostrarle cariño, porque llega un día en que lo perdemos y ya es demasiado tarde? ¿Cuántas veces no habremos oído eso de que nunca se le da el debido valor a las cosas hasta que las hemos perdido? Visto desde este punto de vista, ¿digo alguna barbaridad si afirmo que nunca practicamos lo suficiente los cinco recuerdos?
 
Y si después de haber dicho todo esto, alguien continúa creyendo que estoy loco, que peco de fatalismo o de negativismo, yo le respondería que aún se le puede dar una vuelta de tuerca más.
 
Pero este es un tema del que prefiero hablar otro día…