EL BLOG SE PRESENTA...

EL BLOG SE PRESENTA...

Al cumplir los cuarenta, mi creador comenzó a hacerse las típicas preguntas asociadas a aquella edad: «¿qué he hecho con mi vida hasta ahora?», «¿qué pienso hacer a partir de ahora con ella?». Esas cuestiones fueron el motor de un blog con un carácter más bien “autobiográfico”, una suerte de “registro de recuerdos” que pretendía anotar algunas de sus vivencias personales y su impacto en él. Sin embargo, aquellas primeras páginas se expresaban en función del autoconcepto y el estado de ánimo del autor. Si ambos eran bajos, el estilo de cada publicación traslucía ese sentir.
Con el tiempo, aquel proyecto acabó en vía muerta.
Dos años después, mi autor retomó aquel cuaderno de bitácora para reconstruirlo desde sus cimientos e intentar corregir sus defectos. ¡Y nací yo!
En mis inicios, fui un medio para satisfacer el deseo de compartir vivencias y reflexiones personales, así como textos y vídeos variados que gustaban a mi creador. Este navío quería traer a puerto todas aquellas mercancías que pudieran enriquecer a los que paseasen por sus páginas.
Con el paso del tiempo me he dado cuenta que soy todo eso y algo más. Si, sigo siendo el saco en el que se introducen todas aquellas vivencias, reflexiones, textos y videos que han enriquecido de una u otra manera a mi autor. Pero además, combinando palabras propias y prestadas, me estoy convirtiendo en el relato de un itinerario en el que mi creador describe su transformación. En mi se ha reunido todo aquello que ha formado parte (de alguna manera) de un proceso de ensanchamiento humano y espiritual, un proceso de evolución que aún continúa.

¡Bienvenidos!


sábado, 21 de septiembre de 2019

UN CUERPO DE HUESOS ROTOS

El cristianismo, la tradición religiosa en la que he crecido, siempre ha predicado un mensaje que llama a la fraternidad, a la armonía y a la unión de sus fieles. Las formas de apelar a dicha unidad en el Nuevo Testamento es bastante amplia: ser un solo cuerpo, tener un mismo sentir, evitar las divisiones en el seno de la comunidad eclesial... Sin embargo, lo más palpable a lo largo de la historia ha sido la desunión, el disenso, la diferencia en la interpretación o en la vivencia del mensaje evangélico, llegando incluso al extremo del enfrentamiento, no sólo dialéctico, sino bélico. También entre los santos y los religiosos se han dado desacuerdos. Los primeros testimonios escritos de este hecho figuran ya en el libro de los Hechos de los apóstoles y en las cartas paulinas (uno de los mejores ejemplos lo hallamos en la carta a los Gálatas).
 
Con demasiada frecuencia confundimos “unidad” con “uniformidad” (todos tenemos que pensar igual, todos tenemos que sentir igual). Sin embargo, alcanzar esa unidad de todos los seres humanos supone una cierta dosis de sufrimiento, ya que tendremos que enfrentarnos con lo distinto, lo que no nos gusta, con el pensamiento diferente, las creencias opuestas. El miedo a ese sufrimiento es lo que generará, en algunos casos, rechazo y odio. Ese odio forjará los fanatismos o la creencia irracional de verse superior y en posesión de la “única verdad”. Pero ese odio también lo es contra nosotros mismos, contra nuestra propia limitación, contra nuestra propia imperfección. Este odio no se supera con la simple voluntad de amar a los demás, sino únicamente por medio de la fe en un Dios que es capaz de amar a cada uno de nosotros tal y como somos.
 
Hoy subo de nuevo a este navío una mercadería perteneciente al monje cisterciense norteamericano Thomas Merton. Con su característica agudeza, Merton aborda esta cuestión de la desunión. El habla de una “desmembración” que tendría su origen no en la búsqueda de la verdad, sino en la pura y simple visceralidad humana (una visceralidad que, en la última publicación de este blog, se encarnó en el pope Grigoris, aquel personaje de la novela de Nikos Kazantzakis Cristo de nuevo crucificado).
 
Entiendo por “visceralidad humana” las iras, odios, miedos y rencores, el interés personal, o la necesidad de reconocimiento o de aplausos. Gran parte de la historia de la humanidad se ha hecho desde ese principio, casi siempre inconscientemente. También el desarrollo de los dogmas y la elaboración del depósito doctrinal de las religiones (incluida la cristiana) han sido fruto del conflicto y el enfrentamiento. Podríamos hacernos (legítimamente) la siguiente pregunta: ¿hay algún conflicto en el que no se vea enredado lo más “visceral” del ser humano? ¿Cuántas veces la búsqueda de la verdad no habrá sido viciada por las iras o los intereses humanos? ¿Cuántas veces se habrá servido al dios del odio pensando que se servía al Dios de la verdad?
 
Quedan ahí las preguntas y, a continuación, las palabras de Merton. Dejémosle hablar.
 
 
En todo el mundo, a través de toda la historia, incluso entre los religiosos y los santos, Cristo sufre la desmembración.
 
Su Cuerpo físico fue crucificado por Pilato y los fariseos; Su Cuerpo místico es arrastrado y descuartizado por los demonios, de edad en edad, en la agonía de esa desunión que se alimenta y vegeta en nuestras almas, inclinadas al egoísmo y al pecado.
 
En toda la faz de la tierra la avaricia y la codicia de los hombres engendran incesantes divisiones entre ellos, y las heridas que arrancan a los seres humanos de la unión mutua se extienden y desencadenan guerras terribles. Asesinatos, matanzas, revoluciones, odios, carnicería y tortura de los cuerpos y las almas de los hombres, la destrucción de ciudades por el fuego, el hambre de millones de personas, la aniquilación de pueblos enteros y, finalmente, la inhumanidad cósmica de la guerra atómica: Cristo es masacrado en Sus miembros, que son arrancados uno a uno; Dios es asesinado en los hombres.
 
 
La historia del mundo, con la destrucción material de ciudades, naciones y pueblos, expresa la división interior que tiraniza las almas de todos los hombres, incluso las de los santos.
 
Incluso los inocentes, incluso aquellos en quienes Cristo vive por la caridad, incluso los que desean con todo su corazón amarse mutuamente, permanecen divididos y separados. Aunque ya son uno en Él, su unión permanece oculta para ellos, porque todavía no posee más que la sustancia secreta de sus almas.
 
Pero sus mentes, sus juicios y sus deseos, sus facultades y caracteres humanos, sus apetitos e ideales están todos ellos aprisionados en la escoria de ese inevitable egoísmo que el amor puro aún no ha podido refinar.
 
Mientras permanezcamos en la tierra, el amor que nos une nos hará sufrir por el mismo contacto entre nosotros, porque este amor es la unión de un Cuerpo de huesos rotos. Ni siquiera los santos pueden vivir con los santos en esta tierra sin cierta angustia, sin cierto sufrimiento por las diferencias que hay entre ellos.
 
Hay dos cosas que los hombres pueden hacer para afrontar el dolor de la desunión con otros hombres: pueden amar o pueden odiar.
 
(…) El odio es el signo y la expresión de la soledad, de la indignidad, de la insuficiencia. Y nos odiamos a nosotros mismos en la medida en que estamos solos y nos sentimos indignos. Algunos de nosotros somos conscientes de este odio a nosotros mismos, y por causa de él nos reprochamos y castigamos innecesariamente. El castigo no puede curar el sentimiento de que somos indignos. No podemos hacer nada por remediarlo mientras sintamos que estamos aislados, que somos insuficientes y desvalidos y que estamos solos. Otros que son menos conscientes de este odio a sí mismos lo comprenden de otra forma, proyectándolo en otros. Hay un odio orgulloso y autosuficiente, fuerte y cruel, que goza con el placer de odiar, pues se dirige exteriormente contra la indignidad de otro. Pero este odio fuerte y autosuficiente no entiende que, como todo odio, destruye y consume al yo que odia, y no el objeto odiado. El odio, en cualquier forma, destruye al sujeto que lo experimenta y, aun cuando triunfe físicamente, triunfa en su propia ruina espiritual.
 
El odio fuerte, el odio que goza odiando, es fuerte porque no cree que es indigno y está solo. Siente el apoyo de un Dios que le justifica, de un ídolo de guerra, de un espíritu vengador y destructor. La raza humana fue liberada una vez de tales dioses sedientos de sangre, con gran esfuerzo y terrible sufrimiento, por la muerte de un Dios que se entregó a Sí mismo a la cruz y sufrió la crueldad patológica de Sus criaturas por la piedad que sentía hacia ellas. Venciendo a la muerte, les abrió los ojos a la realidad de un amor que no hace preguntas acerca del mérito, un amor que vence sobre el odio y destruye la muerte. Pero los hombres han llegado a rechazar esta divina revelación del perdón y, por consiguiente, están volviendo a los antiguos dioses de la guerra, los dioses que insaciablemente beben la sangre y comen la carne de los hombres. Es más fácil servir a los dioses del odio porque viven del culto del fanatismo colectivo. Para servir a los dioses del odio sólo hace falta estar cegado por la pasión colectiva. Para servir al Dios del Amor es preciso ser libre, hay que afrontar la terrible responsabilidad de la decisión de amar a pesar de toda indignidad, en uno mismo o en el prójimo.
 
En la raíz de todo odio se encuentra el envenenador y torturador sentimiento de indignidad. La persona que es capaz de odiar con fuerza y con la conciencia tranquila es aquella que se ha cegado complacientemente a toda la indignidad que hay en ella y es capaz de ver serenamente todos sus errores en otra persona. Pero quien es consciente de su propia indignidad y de la indignidad de su hermano es tentado por una clase de odio más sutil y más atormentadora: el general, punzante y nauseabundo odio de todo y de todos, porque todo está manchado de indignidad, todo es impuro, todo está viciado por el pecado. Este odio débil es en realidad un amor débil. Quien no puede amar se siente indigno y, al mismo tiempo, siente que de alguna manera nadie es digno. Quizá no puede sentir amor porque piensa que es indigno de ser amado, y por esta causa piensa también que nadie es digno de ello.
 
El comienzo de la lucha contra el odio, la respuesta cristiana fundamental al odio, no es el mandamiento del amor, sino aquello que necesariamente debe precederlo a fin de que el mandamiento resulte soportable y comprensible. Es un mandamiento previo: creer. La raíz del amor cristiano no es la voluntad de amar, sino la fe en que uno es amado, la fe en que uno es amado por Dios, la fe en que uno es amado por Dios aunque sea indigno o, más bien, sin que se tenga en cuenta su valor.
 
En la verdadera visión cristiana del amor de Dios, la idea del mérito pierde su significado. La revelación de la misericordia de Dios hace que el problema del mérito resulte casi ridículo: el descubrimiento de que el mérito no tiene especial importancia (dado que nadie podría nunca, por sí mismo, ser estrictamente digno de ser amado con semejante amor) es una verdadera liberación del espíritu. Pero la persona es cautiva del odio hasta que lo comprende, hasta que la divina misericordia realiza esta liberación.
 
El amor humanista no es suficiente. Mientras creamos que no odiamos a nadie, que somos misericordiosos, que somos amables por naturaleza, nos engañamos; nuestro odio arde bajo las grises cenizas del optimismo complaciente. Estamos aparentemente en paz con todos, porque pensamos que somos dignos (…)
 
El odio trata de curar la desunión aniquilando a los que no están unidos con nosotros. Busca la paz por medio de la eliminación de todos, excepto de nosotros mismos.
 
Pero el amor, al aceptar el dolor de la reunión, empieza a sanar todas las heridas.
 
 
Thomas Merton, Nuevas semillas de contemplación. Sal Terrae, Santander 2003, pp.88-93.
 
 

sábado, 17 de agosto de 2019

¿EN EL NOMBRE DE DIOS?

Hablábamos en la última publicación de este blog sobre aquellos que, en el nombre de una imagen concreta de Dios, han sido capaces de juzgar, de condenar e incluso de aniquilar a todos aquellos que creían de una forma diferente. Creo que estas personas han confundido el odio con el celo por la fe. Creyendo que servían a su Dios, han servido a su propia ira y a su miedo frente a lo distinto. Lo que creyeron que hacían por Dios, lo hacían por sí mismos.
 
No quiero entrar en los motivos que pueden llevar a un hombre a tales extremos, pero hoy me gustaría traer aquí el ejemplo de un personaje de una novela del escritor y dramaturgo griego Nikos Kazantzakis (Heraklion, 1883 – Friburgo, 1957), conocido por novelas como Alexis Zorba (adaptada al cine con el título Zorba el griego), Cristo de nuevo crucificado o La última tentación de Cristo.
 
 
El fragmento que embarco hoy en este navío pertenece a su novela Cristo de nuevo crucificado. La acción de este libro transcurre en Lycovrissi, una pequeña villa griega en Anatolia que mantiene una buena relación con los turcos. El pope Grigoris prepara, como es tradición en el pueblo desde hace años, una recreación de la Pasión de Cristo. Un joven pastor, Manolios, será el encargado de encarnar el papel de Jesús.
 
Durante los preparativos de la ceremonia, llega un grupo de refugiados griegos procedentes de un pueblo saqueado por los turcos. A la cabeza de los desterrados se encuentra otro sacerdote: el pope Fotis. Las autoridades de Lycovrissi, encabezadas por el pope Grigoris, temiendo la represalia de los turcos, les niegan hospitalidad y alimento. Manolios, ayudado por tres amigos (Yannakos, Kostandis y Michelis, hijo este último de uno de los principales de Lycovrissi), decide ponerse de lado de los refugiados, desatando la ira de Grigoris, que es incapaz de aceptar la manera de vivir la fe de aquellos cuatro amigos y del pope Fotis.
 
El fragmento que sigue a estas líneas pertenece a una edición “pirata” que cayó hace muchos años en mis manos, fotocopiada y encuadernada en tres cuadernillos. Estas líneas son las que, posiblemente, mejor describen el carácter visceral de la fe de Grigoris.
 
No tienen desperdicio.
 
El pope Grigoris llegó a su casa echando chispas de pies a cabeza, loco de rabia, como si sus manos acabasen de lanzar un rayo.
 
"Sería menester que la palabra del sacerdote tuviera el poder de matar", pensaba; "y cuando dice: ¡maldito seas! Sería necesario que el maldito cayese muerto en el acto. De esa manera el mundo se quedaría limpio de todos los enemigos de Dios, y la paz y la justicia reinarían".
 
Por su espíritu desfilaron los hombres que habría matado si hubiese podido: en primer lugar a Manolios. Era el más peligroso, dado que era imposible hallarle un defecto: no se emborrachaba, no robaba, nunca se le había oído jurar o mentir; no era un vagabundo... Por eso, él, el primero. Inmediatamente después, o mejor al mismo tiempo, ese malvado de pope Fotis. Tanto odiaba a éste que hubiese tenido un placer enorme en arrancarle los ojos. Todo en ese pope lo exasperaba: su rostro de asceta, sus ojos llameantes, su voz profunda. Fuera de esto, casi no comía, nunca se embriagaba, no tenía ningún otro defecto, y todos los suyos lo adoraban. ¡Ah! ¡Si pudiera humillarlo, arrancarle la barba, cortarle la nariz! Hasta tal punto los odiaba a los dos que no sabía a cuál de ellos exterminaría primero, si al pope Fotis, o a Manolios.
 
Enseguida mataría a Yannakos y a Kostandis. Los dos habían emprendido el mal camino, daban mal ejemplo: era mejor suprimirlos. ¡En cuanto a Michelis! Reflexionó por un momento. "Esperemos todavía un poco..." murmuró. Pero en cuanto al tío Ladas, ni por un momento dudó. Lo mataría; y no por ser avaro o por haber lanzado a la calle a una multitud de huérfanos, sino por haberle tratado de barba de chivo en el calabozo.
 
Esos cinco constituirían la primera hornada; luego haría desaparecer día tras día a todo aquel que intentara levantar la cresta. También tenía que arreglar cuentas antiguas en el obispado de la ciudad con archimandritas, arciprestes y aun con el mismo obispo... A todos los exterminaría. Y hasta a ciertos tunantuelos que durante los estudios le habían jugado malas pasadas, si todavía vivían, les llegaría su venganza, como a los otros...
 
El pope Grigoris suspiró:
 
-Sí, sería menester que el sacerdote tuviera ese poder, sería necesario –se decía.
 
Nikos Kazantzakis. Cristo de nuevo crucificado.
 

domingo, 28 de julio de 2019

¿RELIGIONES PELIGROSAS?

El concilio Vaticano II, en su constitución pastoral Gaudium et spes, al hablar de las raíces del ateísmo afirma lo siguiente:
 
(…) El ateísmo, considerado en su total integridad, no es un fenómeno originario, sino un fenómeno derivado de varias causas. Entre las que se debe contar también la reacción crítica contra las religiones, y, ciertamente en algunas zonas del mundo, sobre todo contra la religión cristiana. Por la cual, en esta génesis del ateísmo pueden tener parte no pequeña los propios creyentes, en cuanto que, con el descuido de la educación religiosa, o con la exposición inadecuada de la doctrina, o incluso con los defectos de su vida religiosa, moral y social, han velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios y de la religión (Gaudium et spes, n. 19).
 
Este texto del Concilio Vaticano no puede dejar indiferente. Señala directamente a los creyentes como parte responsable del fenómeno del ateísmo. No es la única causa, pero sí que es parte importante.
 
No dejan de venirme ahora a la memoria tantos y tantos creyentes (sin necesidad de concretar una religión, ya que en todas encontramos ejemplos) que han transmitido una imagen de Dios que habla más de sí mismos que de la divinidad; que han dibujado una idea inflexible del mundo o del ser humano, imponiendo una única manera de ver las cosas y excluyendo otras visiones de la realidad, defendiendo hasta el final una única manera de pensar a Dios y luchando (y hasta lapidando, quemando o haciendo la guerra) contra aquellos que creían diferente, defendiendo hasta el final que la suya era la única verdad.
 
Los hay que han sido también incoherentes, hablando de cosas que luego ellos mismos fueron incapaces de practicar, cargando pesados yugos sobre sus iguales, considerándose mejores testigos de la fe o más justos ante Dios que los demás, o buscando la admiración o el aplauso de otros.
 
Sin embargo, no todo son sombras…
 
Hoy continuaré dejando quejarse a mi “yo escéptico” a través de las palabras de André Comte-Sponville, del que ya tuvimos la oportunidad de leer en la última publicación de este blog alguno de sus argumentos para justificar su ateísmo. En las líneas que siguen, el pensador francés habla del lado más abominable de las religiones. Sin embargo, este hecho no es para él un argumento más para ser ateo. La imperfección de las religiones no prueba la existencia o inexistencia de Dios. Tan sólo es muestra del lado más oscuro del ser humano. Por ende, el testimonio de fe termina convirtiéndose en prueba de los intereses, miedos y frustraciones del hombre.
 
¿Por qué no creo en Dios? Por múltiples razones, no todas racionales. La sensibilidad también desempeña un papel en este campo (sí, existe una sensibilidad metafísica), y la biografía, y lo imaginario, y la cultura, quizá también la gracia, para quienes creen en ella, o el inconsciente. ¿Quién puede evaluar el peso de la familia, de los amigos, de la época? Como aquí se trata de un libro de filosofía, y no de una autobiografía, se me disculpará que me atenga sólo a argumentos racionales. Podrían ser muy numerosos: veinticinco siglos de filosofía apilaron, en ambos campos, un monto de argumentación casi inagotable. Al no ser mi propósito el mismo que el del historiador ni es mi intención escribir un tratado voluminoso, me ceñiré a (…) aquellos que considero más fuertes o que, personalmente, me convencen más.
 
Deliberadamente, dejo de lado todo lo que se puede reprochar a las religiones o a las Iglesias, desde luego siempre imperfectas, y a menudo detestables, incluso a veces criminales, pero cuyos errores no afectan al meollo de la cuestión. La Inquisición o el terrorismo islamista, por no tomar más que dos ejemplos, ilustran claramente la peligrosidad de las religiones, pero nada dicen acerca de la existencia de Dios. Por definición, la religión es humana. Que todas tengan las manos ensangrentadas podría volvernos misántropos, pero no sería suficiente para justificar el ateísmo, que, por su parte, históricamente, tampoco estaría exento de reproches, especialmente en el siglo XX, ni de crímenes.
 
No es la fe la que incita a las matanzas. Es el fanatismo, ya sea religioso o político. Es la intolerancia. Es el odio. Puede ser peligroso creer en Dios. Recordad la noche de san Bartolomé, las Cruzadas, las guerras de religión, el yihad, los atentados del 11 de septiembre de 2001... Puede ser peligroso no creer en él. Recordad a Stalin, Mao Tsé-Tung o Pol Pot... ¿Quién hará el balance entre una y otra parte, y qué podría significar? El horror es innumerable, con o sin Dios. Lamentablemente, esto nos enseña más sobre la humanidad que sobre la religión.
 
Y luego, también existen, tanto entre los creyentes como entre los incrédulos, héroes admirables, artistas o pensadores geniales, y seres humanos conmovedores. Condenar en bloque lo que creyeron sería traicionarlos. Tengo demasiada admiración por Pascal y Leibniz, Bach o Tolstoi -sin hablar de Gandhi, Etty Hillesum o Martin Luther King- como para poder despreciar la fe a que apelaban. Y demasiado afecto por varios creyentes, entre mis allegados, como para pretender herirlos de ninguna manera. El desacuerdo, entre amigos, puede ser sano, estimulante, alegre. La condescendencia o el desprecio, no. Después de todo, tengo poca simpatía por los panfletos y las polémicas. La verdad es lo que importa, no la victoria. Y en este capítulo, es Dios lo que me interesa, y no sus confidentes o sus celadores.
 
André Comte-Sponville. El alma del ateísmo. Introducción a una espiritualidad sin Dios. Paidós, Barcelona 2014, pp. 89-90.
 

domingo, 14 de julio de 2019

LA DEBILIDAD DE LA PRUEBA

En mi interior han convivido desde hace mucho tiempo dos maneras de pensar contrapuestas y que nunca han dejado de luchar entre sí. La primera es la de una persona con una historia creyente, que se ha sentido llamada por Dios a realizar una tarea, aunque nunca haya sabido muy bien en qué debía consistir. La segunda es la de alguien escéptico, crítico, iconoclasta y que se ha resistido a aceptar ciertos dogmas.
 
En efecto, una parte de mí ha creído y la otra ha dudado. Mientras mi “yo creyente” se ha esforzado por dar razones de su fe, mi “yo escéptico” ha dudado de las minuciosas descripciones existentes en los gruesos manuales de teología. ¿Cómo es posible hablar con tanta seguridad la forma de pensar que Dios tiene, cómo es, quienes son sus favoritos y quienes los que son apartados de delante de su rostro? ¿Cómo hablar con tanta seguridad cuando de ese Dios no vemos nada? La guerra entre estos dos “yoes” ha sido casi constante. A veces ha prevalecido el creyente, a veces el escéptico.
 
Al final he decidido tomar una arriesgada decisión: terminar de una vez con esa guerra e integrar estas dos voces interiores. Para lograrlo, ambas partes tendrán que pagar un precio: el creyente tendrá que escuchar las razones del escéptico sin necesidad de refugiarse en la trinchera de teologías o teodiceas; el que duda deberá aprender a sobrecogerse ante el Misterio.
 
Hoy vengo a proponer los argumentos del escéptico. Las líneas que siguen, pertenecen a André Comte-Sponville, de su libro “El alma del ateísmo”, donde el filósofo francés expone sus argumentos para defender su ateísmo. En el fragmento que sigue a estas líneas, Comte-Sponville plantea una de sus razones para no creer. No pretendo apoyar las tesis del filósofo, sólo quiero escucharlas.
 
 
Una de mis principales razones para no creer en Dios es que carezco de cualquier experiencia de él. Éste es el argumento más simple, y uno de los más fuertes. Nadie apartará de mi cabeza que, si Dios existiera, debería hacerse ver o sentir más. Bastaría con abrir los ojos o el alma. Es lo que intento hacer. Y cuanto más lo hago, más veo el mundo y más amo a los seres humanos. La mayoría de nuestros teólogos, y algunos de nuestros filósofos, se esfuerzan para convencernos de que Dios existe. Es una amabilidad por su parte. Pero, después de todo, ¡sería mucho más simple y eficaz que Dios se dignara a mostrarse por sí mismo! Es la primera objeción que se me ocurre cuando un creyente intenta convertirme. «¿Por qué te esfuerzas tanto? -tengo ganas de preguntarle-. Si Dios quisiera que creyera, ¡lo haría inmediatamente! Y si no lo desea, ¿para qué te obstinas?»
 
No ignoro que los creyentes, al menos después de Isaías, invocan a «un Dios que se oculta», Deus absconditus... Hay quien ve en ello una cualidad suplementaria, una especie de discreción divina, una cortesía sobrenatural, ¡tanto más admirable cuanto que nos protege del más bello, el más asombroso y el más deslumbrante de los espectáculos! Si fuera creyente, vería en ello menos cortesía que puerilidad, menos discreción que disimulación. Ya no tengo edad para jugar al escondite, ni a «¿Estás ahí, Dios?». Me interesan más el mundo y la vida.
 
Pasemos por alto la metáfora antropomórfica, tal como se inscribe en la propia noción de un «Dios oculto», que pertenece a la tradición más fidedigna -se encuentra en la cábala, en san Agustín, en Lutero y en Pascal- y que simplemente intento entender. Los seres humanos sólo se ocultan, salvo para jugar, cuando sienten miedo o vergüenza. Pero ¿qué motivo tendría Dios para ocultarse? La omnipotencia le dispensa del miedo, y la perfección, de la vergüenza. ¿Y bien? ¿Por qué se oculta tanto? ¿Para sorprendernos? ¿Para divertirse? Si así lo hiciera, jugaría con nuestro desamparo. «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me bas abandonado?...» Éste es nuestro hermano en el dolor. Pero ¿qué decir de quien se oculta mientras se crucifica a su hijo? ¿A qué Dios podría divertir eso?
 
Prescindamos de la metáfora. Vayamos al fondo. Dios, aunque omnipresente («ubicuo»), es invisible. Por eso -porque se considera omnipotente-, se niega a mostrarse. ¿Por qué?
 
La respuesta más frecuente, entre los creyentes, es que Dios se oculta para respetar nuestra libertad, es decir, para hacerla posible. Si se manifestara en toda su gloria, tal como se nos explica, se nos privaría de la elección de creer o no en él. Se impondría la fe, o más bien ya no se trataría de fe, sino de una evidencia. ¿Qué quedaría de nuestra libertad? Nada, explica Kant en la Crítica de la razón práctica, y la moral ya no tendría sentido. En efecto, si Dios estuviera «sin cesar ante nuestros ojos», o incluso si pudiéramos probar su existencia, lo que viene a ser lo mismo, tal certeza nos abocaría a la heteronomía, como dice Kant, o, para decirlo de otro modo, a la sumisión interesada. Ya no se trataría de moral, sino de prudencia. Por supuesto, evitaríamos transgredir los mandamientos y la ley moral sería fácticamente respetada, pero sólo por interés: «La mayoría de las acciones conformes a la ley se llevarían a cabo por temor, tan sólo unas pocas por esperanza, y ninguna por deber», de manera que, concluye Kant, «las acciones ya no tendrían valor moral». Seríamos como «las marionetas» del egoísmo, cuyos hilos serían la esperanza (de una recompensa) y el temor (de un castigo). «Todo gesticularía bien», pero se habría acabado nuestra libertad. Inversamente, gracias a que Dios se oculta o sigue siendo problemático, somos libres de creer o no en él, y por tanto también libres, según Kant, de cumplir o no con nuestro deber.
 
Por tres razones principales, la respuesta me parece débil.
 
La primera es que si Dios se ocultara para dejarnos libres, si la ignorancia, por decirlo de otra manera, fuera la condición de nuestra libertad, seríamos más libres que el mismo Dios, ¡porque él, pobre, no puede elegir entre creer o no en su propia existencia! También seríamos más libres que este o aquel de sus profetas o propagandistas, a quienes, según la tradición, se les habría manifestado directamente. Y, en fin, seríamos más libres en la Tierra que los bienaventurados en su Paraíso, pues ellos ven a Dios «cata a cara», como proclama la Primera Epístola a los Corintios, o poseen lo que nuestros teólogos llaman primorosamente la «visión beatífica»... Ahora bien, la idea de que nosotros, los humanos ordinarios, seamos más libres que Dios, o incluso más libres que Abraham, san Pablo o Mahoma, o sencillamente más libres que los bienaventurados, me parece tan difícil de aceptar, desde un punto de vista teológico, como difícil de pensar, desde un punto de vista filosófico...
 
La segunda razón que me lleva a rechazar esta explicación es que hay menos libertad en la ignorancia que en el conocimiento. Tal es el espíritu de la Ilustración, siempre viva, siempre necesaria, contra todo oscurantismo. Pretender que Dios se oculte para preservar nuestra libertad sería suponer que la ignorancia es un factor de libertad. ¿Qué maestro podría estar de acuerdo? ¿Qué padre digno de este nombre? Si queremos que cualquier niño pueda tener acceso a la escuela es porque pensamos, al contrario, que siempre existe más libertad en el conocimiento que en la ignorancia. Y tenemos razón. Es el espíritu del laicismo. También, al menos en parte, es el espíritu de los Evangelios («La verdad os hará libres», escribía san Juan). Es el espíritu a secas. Pero entonces la ignorancia en que nos mantiene Dios en lo que respecta a su propia existencia no podría justificarse por su preocupación de permitir nuestra libertad. El conocimiento es lo que nos libera, y no la ignorancia.
 
En cuanto al argumento de Kant (si Dios se nos mostrara, todas nuestras acciones se explicarían tan sólo por la esperanza y el temor, y ninguna sería realizada por deber), pone sobre todo de manifiesto que las ideas de recompensa y de castigo, de esperanza y de temor, son fundamentalmente extrañas a la moral, y si se las absolutiza, no pueden hacer otra cosa que pervertirla. Queda entonces el acto. Actuar moralmente consiste en obrar de forma desinteresada, como muestra Kant, lo que implica que se cumple con el propio deber «sin esperar nada por ello». Estoy de acuerdo. Pero esto constituye mucho más un argumento contra el infierno y el paraíso que una justificación de la ignorancia humana o de la disimulación divina.
 
Finalmente, la tercera razón que me lleva a rechazar esta respuesta es que me parece incompatible con la idea -tan hermosa y tan fuertemente anclada en nuestra tradición- de un Dios Padre. Tengo tres hijos. Su libertad, cuando eran pequeños, consistía en obedecerme, o no, respetarme, o no, y eventualmente amarme, o no. ¡Aún era necesario que supieran de mi existencia! ¡Aún era necesario que me ocupara suficientemente de ellos para que pudiesen llegar a ser efectivamente libres! ¿Qué pensaríais de un padre que se ocultara a sus hijos? «No hice nada para manifestarles mi existencia -os explicaría-, nunca me vieron ni conocieron: les dejé creer que eran huérfanos o hijos de padre desconocido para que siguieran siendo libres de creer o no en mí...» Pensarías que este padre es un enfermo, un loco o un monstruo. Evidentemente, tendríais razón. ¿Y qué tipo de Padre habría que ser para ocultarse incluso en Auschwitz, en el Goulag o en Ruanda, cuando sus hijos eran deportados, humillados, depauperados, torturados y asesinados? La idea de un Dios que se oculta es inconciliable con la idea de un Dios Padre. Y hace que la misma idea de Dios sea contradictoria: semejante Dios no podría ser Dios.
 
«¿Debilidad de las experiencias? ¡Hable de la suya -me replicarían algunos- ¡Yo no dejo de sentir la existencia de Dios, su presencia, su atención, su amor!»
 
¿Qué podría objetarles salvo que nunca experimenté nada semejante? Y no es a falta de haberlo intentado ni de haber creído en él. Pero la fe, para mí, nunca reemplazó la presencia. ¡Oh, cuánto vacío de Dios en las iglesias llenas! ¡Oh, cuánto silencio el suyo bajo nuestros murmullos! Cuando era adolescente, me sinceré ante el capellán de mi liceo: «Por mucho que yo le rece, le dije, Dios no me habla...». El sacerdote, hombre cordial y espiritual, me respondió con ingenio: «Si Dios no habla, es porque Él escucha». Esto me hizo pensar durante mucho tiempo. Sin embargo, a la larga, este silencio llegó a cansarme, y luego me pareció sospechoso. ¿Cómo saber si ese silencio era el de la escucha o el de la inexistencia? Esto me recuerda un chiste que cuenta Woody Allen: «Me siento abatido! Acabo de saber que mi psicoanalista murió hace dos años: ¡no me había dado cuenta!». Todavía queda la posibilidad de cambiar de psicoanalista. Pero ¿cómo cambiar de Dios si no hay más que uno o si todos se callan?
 
A cada cual sus experiencias. Una de las pocas cosas de la que estoy seguro en este terreno es de que Dios nunca me dijo nada. Pero, en realidad, se trata menos de una objeción que de una verificación. Otra gente, que no es menos sincera que yo, parece de hecho experimentar una presencia, un amor, una comunicación, un intercambio... ¡Tanto mejor para ellos si eso les ayuda! La humanidad es demasiado débil y la vida demasiado difícil para que uno se pueda permitir el lujo de escupir sobre la fe de cualquiera. Abomino de todos los fanatismos, incluidos los ateos.
 
Una experiencia que no todos comparten, que no es ni controlable ni repetible por otros, no deja por ello de ser menos frágil. ¿Cómo determinar su valor? Hay quienes han visto fantasmas o se comunican con los espíritus haciendo girar la ouija... ¿Tengo que creer en ello? No pongo en duda que la mayoría tenga buena fe, pero ¿qué prueba esto? La hipocresía es la excepción; lamentablemente, la credulidad no lo es. La autosugestión, en estos campos, es menos improbable que una intervención sobrenatural.
 
Por tanto, las experiencias están aquejadas de debilidad. Esto, desde luego, no prueba nada, pero es una fuerte razón para no creerlas. Si Dios no se muestra -en cualquier caso no se me muestra a mí ni a todo el mundo-, podría ser que quisiera ocultarse. Pero quizá también, y la hipótesis me parece más simple, es posible que no exista.
 
André Comte-Sponville. El alma del ateísmo. Introducción a una espiritualidad sin Dios.
Paidós, Barcelona 2014, pp. 106-112.
 

lunes, 24 de junio de 2019

LAMENTO

Llevo varias semanas estancado con las publicaciones de este blog a causa de mi trabajo y de las obligaciones familiares. Espero que este próximo mes de julio me sea posible descongestionar el atasco en el que me he instalado, y que pueda volver a recuperar un ritmo de publicaciones algo más continuado. De momento, me contentaré con compartir de nuevo unos minutos musicales que me parecen de una extraordinaria belleza.
 
En la página de la agencia de noticias del Vaticano (www.romereports), se publicó en el año 2016 este video. Según la agencia, se trata de una versión del Padre Nuestro, cantada en la lengua de Jesús, el arameo. La propia agencia comentaba la noticia de la siguiente manera: “El coro de la Iglesia ortodoxa georgiana interpretó esta versión del Padre Nuestro, cantada en el lenguaje de Jesús, el arameo. Fue casi una lamentación o un grito de dolor, interpretado por el Padre Seraphim y su coro de voces con sus raíces en Siria e Irak” (https://www.romereports.com/2016/10/03/el-canto-del-padre-nuestro-en-arameo-que-conmovio-al-papa-en-georgia/).
 
Después de contrastar la información, he podido averiguar que no se trata del Padre Nuestro, sino de un salmo: el salmo 50, el conocido como salmo “miserere”. El archimandrita ortodoxo Seraphim Bit-kharibi y su coro de voces, lo interpretó durante el encuentro del Papa Francisco con el Patriarca Elías II en la Catedral de Svetitskhoveli, en Tiflis (Georgia).
 
Si la información que he obtenido es la correcta, la música que acompaña a este salmo es la ideal para transportar los sentimientos que expresa: un lamento conmovedor, un grito de súplica.
 
Las melodías ortodoxas siempre me han estremecido, pero la interpretación de este salmo me ha sobrecogido de una forma desconocida para mí, consiguiendo ponerme la piel de gallina. Invito al lector a que se deje conducir por estas voces.