EL BLOG SE PRESENTA...

EL BLOG SE PRESENTA...

Al cumplir los cuarenta, mi creador comenzó a hacerse las típicas preguntas asociadas a aquella edad: «¿qué he hecho con mi vida hasta ahora?», «¿qué pienso hacer a partir de ahora con ella?». Esas cuestiones fueron el motor de un blog con un carácter más bien “autobiográfico”, una suerte de “registro de recuerdos” que pretendía anotar algunas de sus vivencias personales y su impacto en él. Sin embargo, aquellas primeras páginas se expresaban en función del autoconcepto y el estado de ánimo del autor. Si ambos eran bajos, el estilo de cada publicación traslucía ese sentir.
Con el tiempo, aquel proyecto acabó en vía muerta.
Dos años después, mi autor retomó aquel cuaderno de bitácora para reconstruirlo desde sus cimientos e intentar corregir sus defectos. ¡Y nací yo!
En mis inicios, fui un medio para satisfacer el deseo de compartir vivencias y reflexiones personales, así como textos y vídeos variados que gustaban a mi creador. Este navío quería traer a puerto todas aquellas mercancías que pudieran enriquecer a los que paseasen por sus páginas.
Con el paso del tiempo me he dado cuenta que soy todo eso y algo más. Si, sigo siendo el saco en el que se introducen todas aquellas vivencias, reflexiones, textos y videos que han enriquecido de una u otra manera a mi autor. Pero además, combinando palabras propias y prestadas, me estoy convirtiendo en el relato de un itinerario en el que mi creador describe su transformación. En mi se ha reunido todo aquello que ha formado parte (de alguna manera) de un proceso de ensanchamiento humano y espiritual, un proceso de evolución que aún continúa.

¡Bienvenidos!


lunes, 5 de febrero de 2018

PEREGRINO, NO HAY CAMINO…

Una de mis mayores preocupaciones durante gran parte de mi vida ha sido averiguar lo que Dios podía estar pidiendo de mí en cada momento, conocer su voluntad, ser capaz de reconocer el camino correcto, el que podía ser agradable a sus ojos. Esta historia, como todas, tiene un punto de arranque.
 
Sin ánimo de entrar en mucho detalle, ya que sería algo demasiado largo de contar, sólo diré que, siendo joven, me tocó vivir un acontecimiento en apariencia intrascendente pero que determinó algo más de la mitad de mi vida.
 
El suceso en cuestión ocurrió cuando apenas tenía recién cumplidos los veinte años de edad. Aquella situación me hizo tomar la decisión de convertirme en sacerdote de la Iglesia católica. Pasé dos años formándome en el Seminario, hasta que un día me asaltaron las dudas y sentí que no iba a ser capaz de continuar por aquella senda. Había algo en aquel camino que no encajaba en mí. Finalmente, decidí tirar la toalla y abandonar el Seminario.
 
De unos años a esta parte me cuesta creer en un Dios que llame para una determinada misión en esta vida, que convoque para caminar un determinado camino, que su voluntad consista en que sigamos esa determinada senda que él ha trazado para nosotros. Me resulta difícil imaginar a Dios diciendo: “te he elegido para que hagas tal o cual cosa, para que realices esta o aquella misión”, porque al final parece que lo que debemos ser equivale a lo que debemos hacer. Habrá personas que no estén de acuerdo con lo que digo y que quieran creer en un Señor que tiene decidido un plan para todos nosotros. No sé, igual tiene razón y estoy completamente equivocado. No obstante, creo que tengo el derecho a la duda… al menos de momento.
 
 
En mi caso, nunca terminé de verme capaz de asumir esa tarea que yo suponía que Dios me asignaba. Al final, terminé asustándome y huyendo de la misión, esquivando al Dios que me enviaba, quizá por miedo a decepcionarle, quizá por temor a su castigo. Al final, acabé como Jonás, corriendo en la dirección opuesta, o como Moisés frente a la zarza ardiendo, preguntándole a Dios: «vamos a ver… ¿tú estás de verdad seguro de que estoy preparado para este pastel?, ¿y por qué no te buscas a otro?».
 
Durante mis años de seminarista (y todavía muchos años después de aquello), he tenido una relación con Dios que se asemejaba a la de una pelea. En el libro del Génesis (Gn 32, 23-33) hay un relato que describe bastante bien esta relación con Dios. El texto dice así:
 
Aquella noche se levantó, (…) y cruzó el vado del Yaboc. (…) Y habiéndose quedado Jacob solo, estuvo luchando alguien con él hasta rayar el alba. Pero viendo que no le podía, le tocó en la articulación femoral, y se dislocó el fémur de Jacob mientras luchaba con aquél. Éste le dijo:
– «Suéltame, que ha rayado el alba».
Jacob respondió:
– «No te suelto hasta que no me hayas bendecido».
(…)
Jacob le preguntó:
– «Dime por favor tu nombre».
– «¿Para qué preguntas por mi nombre?». Y le bendijo allí mismo.
 
Esta descripción del encuentro con Dios como un combate no es ajena para mí: unas veces soy el que se zafa de alguien que intenta agarrarle hasta conseguir lo que quiere, otras soy el que pretende que Dios se doblegue a mis propios deseos. Para evitar perder en este combate, la estrategia siempre ha consistido en el regateo o en la huida.
 
En cualquier caso, la lucha empleaba unas armas muy particulares: las “señales”, aquellos signos que, según su interpretación, o bien ratificaban una voluntad divina que al final no terminaba de aceptar del todo, o bien me servían para defenderme en mi postura.
 
Y así han transcurrido los años, combatiendo, intentando “negociar” las mejores condiciones para mí, buscando acomodar mi voluntad a la suya, adecuando “su voluntad” a la mía, siempre con miedo a encontrarme con “señales” que ratificasen su voluntad. Al final, tras mucho tiempo de tira y afloja, de lucha y de huidas he terminado descubriendo una cosa muy simple: que nunca he combatido contra Dios, sino que he batallado conmigo mismo. He luchado contra alguien a quién desconocía, siempre me he intentado zafar del “oponente”, creyendo que este era el Dios de la exigencia.
 
Sin embargo, con el transcurso de los años voy descubriendo que la clave de este “negocio” no consiste en “hacer” algo que pueda ser interpretado como “su voluntad”, sino en (simplemente) ser.
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario