Después
de una larguísima temporada ausente por motivos familiares, regreso a este
blog. Quisiera compartir algunos fragmentos del libro “El hombre en busca de
sentido”, de del psiquiatra austríaco Viktor Frankl. Escrito en 1945, tras
sobrevivir al holocausto nazi, describe la vida del prisionero de un campo de
concentración desde la perspectiva de un psiquiatra. Incluso en las condiciones
más extremas de deshumanización y sufrimiento, el libro afirma que el hombre
puede encontrar una razón para vivir, basada en su dimensión espiritual.
A
pesar del primitivismo físico y mental imperantes a la fuerza, en la vida del
campo de concentración aún era posible desarrollar una profunda vida
espiritual. Frankl afirmaba que las personas de mayor sensibilidad,
acostumbradas a una rica vivencia intelectual, sufrieron muchísimo ya que su
constitución era endeble o enfermiza, sin embargo, el daño infligido a su ser
íntimo fue mucho menor, al ser capaces de abstraerse del terrible entorno y
sumergirse en un mundo de riqueza interior y de libertad de espíritu.
Para
aclarar esta cuestión, Frankl recurre a una experiencia personal. Como cada
mañana, antes del alba, los prisioneros se dirigían andando hacia su lugar de
trabajo. Los guardianes les conducían a culatazos de sus rifles sin dejar en
ningún momento de chillarles. El hombre que marchaba al lado de Frankl le
susurró: «¡Si nuestras mujeres nos vieran ahora! Espero que ellas estén mejor
en sus campos y desconozcan nuestra situación». Sus palabras avivaron en Frankl
el recuerdo de su esposa.
El
psiquiatra austriaco continúa con las siguientes palabras:
Durante
kilómetros caminábamos a trompicones, resbalando en el hielo y sosteniéndonos
continuamente el uno al otro, sin decir palabra alguna, pero mi compañero y yo
sabíamos que ambos pensábamos en nuestras mujeres. De vez en cuando levantaba
la vista al cielo y contemplaba el diluirse de las estrellas al tiempo que primer albor rosáceo de la mañana se dejaba ver
tras una oscura franja de nubes. Pero mi mente se aferraba a la imagen de mi
esposa, imaginándola con una asombrosa precisión. Me respondía, me sonreía me
miraba con su mirada cálida y franca. Real o irreal, su mirada lucía más que el
sol del amanecer. En ese estado de embriaguez nostálgica se cruzó por mi mente
un pensamiento que me petrificó pues por primera vez comprendí la sólida verdad
dispersa en las canciones de tantos poetas o proclamada en la brillante
sabiduría de tantos pensadores y de los filósofos: el amor es la meta última
y más alta a la que puede aspirar el hombre. Entonces percibí en toda su
hondura el significado del mayor secreto que la poesía, el pensamiento y las
creencias humanas intentan comunicarnos: la salvación del hombre sólo es
posible en el amor y a través del amor. Intuí cómo un hombre, despojado de
todo, puede saborear la felicidad —aunque sólo sea un suspiro de felicidad— si
contempla el rostro de su ser querido. Aun cuando el hombre se encuentre en una
situación de desolación absoluta, sin posibilidad de expresarse por medio de
una acción positiva, cuando su único horizonte vital de soportar correctamente
—con dignidad— el sufrimiento omnipresente, aun en esa situación ese hombre
puede realizarse en la amorosa contemplación de la imagen de su persona amada.
Ahora sí entiendo el sentido y el significado de aquellas palabras: «Los
ángeles se abandonan en la contemplación eterna de la gloria infinita».
Delante
de mí un hombre tropezó y se desplomó, los que le seguían cayeron sobre él. El
guardián se acercó a toda prisa y sacudión el látigo sobre aquellos cuerpos
esparcidos por el suelo. Este incidente distrajo mi mente de sus pensamientos
un largo instante, pero enseguida mi alma encontró de nuevo el camino para
regresar a ese otro fantástico mundo, y olvidándome nuevamente de la cruda
realidad de la vida en cautiverio, reanudé la conversación con mi amada: yo le
preguntaba y ella contestaba; después preguntaba ella y respondía yo.
«¡Alto!»
Esa orden significaba que habíamos alcanzado el lugar del trabajo. Nos abalanzamos
dentro de la oscura caseta con la esperanza de encontrar alguna herramienta en
buen estado. Cada prisionero se hizo con una piqueta y una pala.
«¿No
podéis daros más prisa, cerdos?» En unos minutos reanudamos el trabajo en la
zanja justo donde lo habíamos dejado el día anterior. El suelo helado crujía
bajo la acción de las piquetas, y saltaban chispas. Los hombres permanecían en
silencio, como con el cerebro entumecido o anestesiado.
Mi
mente todavía se aferraba a la imagen de mi mujer. De pronto me asaltó una
inquietud: no sabía si aún vivía. Sin embargo, ahora estaba convencido de una
cosa, algo que había aprendido demasiado bien: el amor trasciende la persona
física del ser amado y encuentra su sentido más profundo en el ser espiritual
del otro, en su yo íntimo. Que esté o no presente esa persona, que continúe
viva o no, de algún modo pierde su importancia. Ignoraba si mi mujer vivía y
carecía de medios para averiguarlo (a lo largo de mi cautiverio jamás tuvimos
contacto postal con el exterior); aunque en ese momento esa cuestión tan vital
dejó de importarme. No sentía ninguna necesidad de comprobarlo: nada podía
afectar a la fuerza de mi amor, de mis pensamientos o de la mirada amorosa de
su figura espiritualizada. Si por aquel entonces hubiera conocido la muerte de
mi mujer, creo que aun así me habría entregado —insensible a la realidad— a la
contemplación de su imagen y mentalmente habría conversado con ella con la
misma viveza y satisfacción. «Sella conmigo tu corazón… pues fuerte como la
muerte es el amor» (Cantar de los Cantares 8,6).
Fuente: Viktor Frankl, El hombre en busca de sentido.
Ed. Herder, Barcelona, 2004, pp. 64-65
Viktor
Frankl sobrevivió al Holocausto, pero tanto su esposa como sus padres
fallecieron en los campos de concentración.