EL BLOG SE PRESENTA...

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Al cumplir los cuarenta, mi creador comenzó a hacerse las típicas preguntas asociadas a aquella edad: «¿qué he hecho con mi vida hasta ahora?», «¿qué pienso hacer a partir de ahora con ella?». Esas cuestiones fueron el motor de un blog con un carácter más bien “autobiográfico”, una suerte de “registro de recuerdos” que pretendía anotar algunas de sus vivencias personales y su impacto en él. Sin embargo, aquellas primeras páginas se expresaban en función del autoconcepto y el estado de ánimo del autor. Si ambos eran bajos, el estilo de cada publicación traslucía ese sentir.
Con el tiempo, aquel proyecto acabó en vía muerta.
Dos años después, mi autor retomó aquel cuaderno de bitácora para reconstruirlo desde sus cimientos e intentar corregir sus defectos. ¡Y nací yo!
En mis inicios, fui un medio para satisfacer el deseo de compartir vivencias y reflexiones personales, así como textos y vídeos variados que gustaban a mi creador. Este navío quería traer a puerto todas aquellas mercancías que pudieran enriquecer a los que paseasen por sus páginas.
Con el paso del tiempo me he dado cuenta que soy todo eso y algo más. Si, sigo siendo el saco en el que se introducen todas aquellas vivencias, reflexiones, textos y videos que han enriquecido de una u otra manera a mi autor. Pero además, combinando palabras propias y prestadas, me estoy convirtiendo en el relato de un itinerario en el que mi creador describe su transformación. En mi se ha reunido todo aquello que ha formado parte (de alguna manera) de un proceso de ensanchamiento humano y espiritual, un proceso de evolución que aún continúa.

¡Bienvenidos!


domingo, 27 de marzo de 2016

EL DÍA QUE LA TIERRA FUE SACUDIDA

Continúa desde La conversión
 
Acabada ya la Semana Santa, retomo mis anotaciones en un monasterio de la orden del Císter. Las próximas publicaciones pertenecen a los apuntes realizados durante la Semana santo del año 2010.
 
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30 de marzo de 2010 (Martes Santo).
 
El pasado domingo compartía con el maestro de novicios mis últimos “descubrimientos”: de cómo a mis cuarenta años de edad aún sigo viviendo como un adolescente, de cómo tengo miedo a vivir, a ser plenamente adulto. Esta mañana, en la eucaristía, el abad ha hablado precisamente de la adolescencia, describiéndola como la etapa de la vida en la que todo son proyectos que aún no se han hecho realidad. Reflexionando esas palabras, reconozco que mi historia ha sido exactamente eso: un conjunto de buenos propósitos que he dejado siempre a medias.
 
Pienso en todos esos proyectos que he iniciado y que nunca he concluido: mi itinerario en el seminario, aquel proyecto de catequesis juvenil en la parroquia, los cursos para auxiliares de enfermería, aquella chica con la que salí una temporada… Todo comenzaba bien, con ánimo incluso, pero al cabo de un tiempo venían las dudas, los temores. Al final llegaba el abandono, siempre justificado por un millar de razones. Sin embargo, la única razón auténtica no ha sido otra sino vivir la vida sin responsabilidades. Vamos, igual que un adolescente.
 
A punto de celebrar estas fechas del triduo pascual, la cruz es una invitación (¡casi un imperativo!) a vivir como adulto, sin temores. La cruz significa morir a lo que he sido hasta ahora. Si no sigo este camino, sólo queda caer de nuevo bajo el dominio del miedo, o empleando el lenguaje del Nuevo Testamento: bajo el «poder de las tinieblas». En el evangelio de Juan, el sentimiento de Jesús ante esta “caída” es el de una profunda conmoción y tristeza.
 
Cuando hoy hemos recitado el cántico de Isaías en laudes (Is 38, 12b-14), me he sentido identificado con los sentimientos del profeta:
 
De la noche a la mañana
acabas conmigo;
sollozo hasta el amanecer.
Me quiebras los huesos como un león,
de la noche a la mañana
acabas conmigo.
Estoy piando como una golondrina,
gimo como una paloma.
Se me cansan los ojos de mirar al cielo.
¡Señor, sácame de esta tribulación!
 
¿Cómo puede ser que sufra esta desolación? ¿Cuál es el poder que tienen sobre mí mis temores? ¿Por qué ante la invitación a olvidarme de ellos, sólo siento angustia?
 
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1 de abril de 2010 (Jueves Santo).
 
Sigo sufriendo un auténtico bombardeo a través de los salmos.
 
Venid a ver las obras del Señor,
los prodigios que hace en la tierra;
acaba con las guerras hasta los confines de la tierra;
rompe los arcos, quiebra las lanzas, quema los escudos.
¡Rendíos, reconoced que yo soy Dios,
encumbrado sobre los pueblos,
encumbrado sobre la tierra! (Sal 46, 9-11).
 
¿Cómo poder resistirme? ¿Tan sólo cabe la rendición? ¿Qué supone esa rendición? ¿Por qué sólo puedo pensar en el precio que debo pagar por ella?
 
Al mediodía, hemos tenido la celebración penitencial comunitaria. Mientras intentaba hacer un examen de conciencia para la confesión, en mi interior resonaba el salmo 139, que habíamos recitado en laudes:
 
¿A dónde podré ir lejos de tu espíritu,
a dónde escaparé de tu presencia?
 
Si subo hasta el cielo, allí estás tú;
si me acuesto en el Abismo, allí te encuentro.
Si vuelo sobre las alas de la aurora,
y me instalo en el confín del mar,
también allí me alcanzará tu mano
y me agarrará tu derecha.
 
Aunque diga: «Que la tiniebla me encubra,
y la luz se haga noche en torno a mí»,
no es oscura la tiniebla para ti,
pues ante ti la noche brilla como el día.
 
En medio de esta tormenta, a mi mente ha acudido la escena de Pilatos mostrando a Jesús ensangrentado tras ser azotado, con la corona de espinas en su cabeza. «Ecce homo!», ¡este es el hombre!: un despojo, alguien ante quien se oculta el rostro. Y siento que yo también me estoy convirtiendo en eso mismo. Experimento cómo Dios me está despojando de todas mis protecciones, de mis blindajes… y me está despellejando. Me siento tan lleno de temores, ¡me siento tan cobarde!
 
Sólo ha habido lágrimas. No he podido confesarme.
 
Esta tarde, he gritado en silencio con estas palabras del salmo:
 
Has sacudido nuestra tierra,
la has agrietado:
repara sus brechas,
pues se está debilitando (Sal 60,4).
 
 

domingo, 13 de marzo de 2016

LA CONVERSIÓN

 
Cuando llega la cuaresma recuerdo los dos meses que pasé en un monasterio de la orden del Císter. De mis anotaciones sobre lo ocurrido en el transcurso de aquellos días hoy quiero recuperar algunas líneas para este blog.
 
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28 de marzo de 2010 (Domingo de Ramos).
 
Hoy he leído un fragmento de la vida de San Ignacio de Loyola. Frente al río Cardoner, tuvo la siguiente experiencia:
 
«Estando allí sentado, se le empezaron a abrir los ojos del entendimiento; y no que viese alguna visión, sino entendiendo y conociendo muchas cosas, tanto de cosas espirituales como de cosas de la fe y letras; y esto con una ilustración tan grande, que le parecían todas las cosas nuevas».
 
Esa es, según parece, la experiencia del cambio de mirada, la experiencia de la conversión: se hace la luz y en ese instante todo adquiere un sentido nuevo.
 
 
Hoy he llegado a una conclusión. Creo que es la única certeza a la que he podido llegar en estos días: en lo profundo de mi ser, tengo miedo a vivir. De este hecho se deriva una necesidad: la de vivir en una eterna adolescencia. A fin de cuentas el adolescente es alguien al que aún no se le exige tomar decisiones vitales; para el adolescente, todas las vías permanecen abiertas. Pero vivir en la eterna adolescencia sólo es posible si no se crece, sólo es posible si no se avanza.
 
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29 de marzo de 2010 (Lunes Santo).
 
Hoy he comenzado a leer uno de los libritos que me dejó el maestro de novicios el primer día. Se trata de una guía para el discernimiento vocacional monástico. Este librito no me es desconocido ya que tuve la ocasión de leerlo hace casi dos años. En aquella ocasión aprovechaba unos días para viajar por el norte de España, albergándome en las hospederías de diferentes monasterios. En uno de ellos, un monasterio femenino, la hospedera me lo ofreció para que lo leyese los días que estuve allí.
 
Me divierte recordar las circunstancias en las que me lo ofreció.
 
Ya son muchos los años que paso algunos días de mis vacaciones yendo a monasterios para apartarme del ruido, las prisas de la ciudad y los lugares de vacaciones usuales. Al entrar en la capilla, tengo por costumbre hacer una reverencia frente al altar, al estilo de los monjes. Un día en el comedor, la hospedera me preguntó: «¿tu has sido monje?». Y ante mi expresión, entre la risa y el asombro, ella añadió: «te lo digo porque tienes una forma de inclinarte al entrar en la capilla que es muy de monje. Yo no se lo he visto ni a los curas que vienen por aquí a pasar unos días de retiro. ¿De veras que no te has planteado ser monje?».
 
¡Hay que fastidiarse! ¡Como si los gestos y las reverencias fuesen indicativos de una vocación monástica!
 
Ya puesta en la pastoral vocacional, aquella monja me entregó este manualito, el que nuevamente tengo entre mí manos. Esta vez lo hago en nuevas circunstancias. Es bueno que lo vuelva a leer en este momento. Quizá pueda darme alguna pista para hallar alguna respuesta.
 
Aún recuerdo las dos frases con las que se encabeza el primer capítulo de este libro. Ambas son de San Bernardo y hablan sobre la conversión. La primera dice así: «La conversión del corazón no es obra de los hombres, sino de Dios». La segunda es la que más me gusta: «La conversión no se realiza en un solo día. ¡Ojalá pueda llevarse a cabo a lo largo de nuestra vida!»
 
 
 
 

domingo, 6 de marzo de 2016

INTERROGACIONES (2ª PARTE)

 
¿Y si continúo con un par de páginas del diario que escribí en el monasterio?
 
 
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26 de marzo de 2010 (Viernes de la quinta semana de Cuaresma).
 
¡Ya estamos en Semana Santa! Bueno, casi, porque el próximo domingo es ya Domingo de Ramos.
 
En la homilía de esta mañana, el sacerdote ha dado una clave interesante: el meollo de la cuaresma consiste en dejarse enseñar, ser dócil a la acción y la enseñanza de Dios. Parece que he venido al desierto de este monasterio en la época precisa, pero ¿qué me queda por aprender? ¿En qué se debe pensar que he de ser dócil? Tengo el presentimiento de que he sido traído aquí con un propósito, pero ¿cuál? ¿Lo he alcanzado o aún queda algo más por ver?
 
El final del camino de esta Cuaresma es la Pascua, que a fin de cuentas es el recuerdo de la historia de un acto liberador. Si lo he hecho bien, el camino cuaresmal me habrá preparado para lo que ha de venir estos días: la liberación. Pero, ¿de qué?, y ¿para qué?
 
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Aún no sé cómo, pero el mismo día que los jóvenes de mi parroquia vinieron al monasterio a hacernos una visita, en el espacio de oración personal después del rezo de vísperas acudió a mi mente la imagen de Cristo ante Pilatos. En el texto del evangelio de Juan este pregunta a Jesús: «¿de dónde vienes tú?». Desde ese día no he dejado de hacerme esa misma pregunta: ¿de dónde vengo yo?, o mejor dicho, ¿quién soy yo? Quizá sea esa la única pregunta que merece la pena hacerse.
 
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En el libro del jesuita Benjamín González Buelta he leído dos fragmentos que han hecho que por un instante deje de hacerme preguntas:
 
Necesitamos hacer la experiencia de Dios, encontrarnos cara a cara con él, para decir, en las múltiples situaciones de nuestro mundo secular, como Jacob en su camino desconocido: «Dios estaba aquí, y yo no lo sabía» (Gn 28, 16)…
 
Benjamín Glez. Buelta, “Ver o perecer”, Sal Terrae, pag. 61.
 
No se trata de que cambie la realidad, sino la manera de mirarla.
 
Benjamín Glez. Buelta, “Ver o perecer”, Sal Terrae, pag. 67.
 
Creo que gasto demasiado tiempo haciéndome demasiadas preguntas: ¿de dónde vengo?... ¿hacia dónde debo dirigirme?... ¿me equivocaré en mi decisión?... De lo que se trata es de mirar la realidad con ojos nuevos. Mirarla para ser capaz de ver.
 
Dios está ahí y aún no me he enterado.