EL BLOG SE PRESENTA...

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Al cumplir los cuarenta, mi creador comenzó a hacerse las típicas preguntas asociadas a aquella edad: «¿qué he hecho con mi vida hasta ahora?», «¿qué pienso hacer a partir de ahora con ella?». Esas cuestiones fueron el motor de un blog con un carácter más bien “autobiográfico”, una suerte de “registro de recuerdos” que pretendía anotar algunas de sus vivencias personales y su impacto en él. Sin embargo, aquellas primeras páginas se expresaban en función del autoconcepto y el estado de ánimo del autor. Si ambos eran bajos, el estilo de cada publicación traslucía ese sentir.
Con el tiempo, aquel proyecto acabó en vía muerta.
Dos años después, mi autor retomó aquel cuaderno de bitácora para reconstruirlo desde sus cimientos e intentar corregir sus defectos. ¡Y nací yo!
En mis inicios, fui un medio para satisfacer el deseo de compartir vivencias y reflexiones personales, así como textos y vídeos variados que gustaban a mi creador. Este navío quería traer a puerto todas aquellas mercancías que pudieran enriquecer a los que paseasen por sus páginas.
Con el paso del tiempo me he dado cuenta que soy todo eso y algo más. Si, sigo siendo el saco en el que se introducen todas aquellas vivencias, reflexiones, textos y videos que han enriquecido de una u otra manera a mi autor. Pero además, combinando palabras propias y prestadas, me estoy convirtiendo en el relato de un itinerario en el que mi creador describe su transformación. En mi se ha reunido todo aquello que ha formado parte (de alguna manera) de un proceso de ensanchamiento humano y espiritual, un proceso de evolución que aún continúa.

¡Bienvenidos!


domingo, 31 de enero de 2016

ACOSO

En estos días está siendo noticia la reapertura de la causa de Diego, un menor de 11 años que se suicidó el pasado 14 de octubre por presunto acoso escolar. Por desgracia, este no ha sido el primer caso. Baste recordar a Jokin, aquel joven de 13 años que también se suicidó en Fuenterrabía en el año 2004 como consecuencia del reiterado acoso de sus compañeros.
 
Me enfurece la pasividad con la que algunos han abordado el tema de la violencia entre alumnos en las aulas. La indolencia con la que se ha tratado a veces un tema tan delicado como el acoso escolar es algo vergonzoso, en especial cuando la única respuesta que se da a este problema es la consabida frase: “son cosas de niños”. No deberíamos olvidar que el Bullying no es más que una forma “infantil” de algo que encontramos entre los adultos: el acoso laboral.
 
Me descompongo cada vez que veo noticias sobre el tema o cómo los jóvenes son capaces de subir sus fechorías a las redes sociales, como si dichas acciones fueran motivo de orgullo. Siento rabia… siento impotencia… me indigna. Serán “cosas de críos”, pero los adultos que, durante su infancia, han padecido el acoso de sus compañeros de clase, pueden sufrir un daño muy difícil de reparar.
 
Hasta hace muy poco tiempo no he sido capaz de reconocer que durante mi infancia yo también fui víctima de esas “cosas de niños”. Yo sufrí el acoso de chicos de mayor edad que me amenazaban, robándome cromos o incluso el bocadillo del recreo. Incluso llegué a sufrir las burlas de mis propios compañeros de curso, que se reían del tamaño de mis orejas mientras me agredían tirando de ellas hasta dejarlas enrojecidas.
 
 
Mis padres nunca fueron conocedores de esa situación. Yo sentía vergüenza de llegar a casa y contar cómo me trataban mis compañeros. Tenía miedo de que el hecho de acudir en mi defensa agravara las burlas. En situaciones como estas la víctima siente una absoluta indefensión.
 
“Cosas de críos”, disculparán algunos. Pero muy pocos llegan a vislumbrar la mella que puede dejar una infancia así en la autoestima de un adulto. Sólo hoy soy capaz de comprender en qué medida ha podido dañar la forma de relacionarme con compañeros de empresa, la manera de ver mi propio trabajo infravalorándolo, e incluso la forma de vivir mis relaciones con el otro sexo. Llevo años buscando los segundos planos, evitando destacar demasiado para impedir comentarios. Esto es algo que no sólo afecta a un aspecto de tu vida: te afecta de una forma global. Llegas a sentirte, todo tú, un inútil… alguien digno de burla.
 
Hace tiempo, hablando de este asunto con una persona, apareció el recuerdo de un compañero de clase: Carlos. Fue algo más que un compañero de clase… fue un amigo… mi único amigo de verdad durante aquellos años. Fue el único que me aceptó sin burlas. Fue un verdadero refugio para mí. Al acabar los años de colegio y pasar al instituto, Carlos y yo perdimos el contacto. De hecho casi llegué a olvidarlo, ya que lo asociaba inevitablemente a una etapa de mi vida que deseaba borrar de mi memoria.
 
Carlos falleció hace varios años por culpa de un tumor cerebral. Con los años he descubierto lo muchísimo que le debo… pero no está él aquí para poder agradecérselo. Escribir hoy estas líneas es la única manera de corresponderle.
 
Ojalá apareciesen más “Carlos” capaces de rescatar víctimas del bullying.
 
 

domingo, 24 de enero de 2016

LA CANCIÓN DE PI

Para esta tarde tenía pensado colgar en este blog algo que, finalmente, dejaré para la semana que viene. Hoy traigo esta mercancía con la que me acabo de tropezar y que me ha dejado francamente asombrado. En ella el artista David McDonald convierte cada dígito del número PI en una nota en la escala de A menor (LA menor, para los que no sabemos mucha música) para así poder tocarla con el piano.

Después de escuchar esto, no me cabe la menor duda de que las matemáticas también tienen algo de bello.

domingo, 17 de enero de 2016

DE LA CREENCIA A LA EXPERIENCIA

Esta tarde quiero compartir estas líneas del psicólogo y teólogo Enrique Martínez Lozano. No es un texto apto para conciencias religiosas “tradicionales”, ya que puede ser motivo de escándalo. Para los demás, son unas palabras que pueden estimular una nueva concepción de la espiritualidad más allá de las religiones y las creencias.

 
Ahora bien, “espiritualidad” no coincide con “religión”. Las religiones son los modos concretos en los que aquélla ha ido tomando forma históricamente. Podría decirse que las religiones -las formas religiosas- son construcciones histórica y socialmente condicionadas, en las que la espiritualidad ha tomado cuerpo en un momento determinado. Pero, al tomar cuerpo, se han producido paradojas: mientras la espiritualidad remite a liberación, amplitud, gozo, profundidad, unidad..., la religión histórica ha significado, de hecho , para muchas personas, sumisión, estrechez, miedo, ritualismo, división...
 
En una imagen ya clásica, para hablar de las relaciones entre religión y espiritualidad, se usa el símil del vaso y del vino. Así como el vino puede contenerse dentro de la forma de cualquier vaso sin confundirse con él, lo mismo ocurre con las religiones: son “formas” que tratan de contener dar cauce, expresar la dimensión espiritual de la realidad, tal como la va percibiendo el ser humano a lo largo de su evolución y en sus diversos momentos socioculturales. Es comprensible, por tanto, que las diferentes religiones sean deudoras del nivel de conciencia en que se encuentran los seres humanos, así como de sus circunstancias históricas más concretas.
 
 
El peligro de la religión radica en el hecho repetido de que olvida su condición de “forma” y tiende a absolutizarse; y este hecho de considerarse como mediadora del Absoluto la lleva, con frecuencia, a erigirse a sí misma como realidad absoluta, olvidando incluso la espiritualidad.
 
De la religión, nacida hace unos cinco mil años como “forma” que contiene la espiritualidad, pueden afirmarse estas características:
 
Su base común es la centralidad que ocupan las creencias y los gestores de las mismas (la institución religiosa). Esto explica tanto su jerarquización más o menos rígida como sus vinculaciones con el poder.
 
Es precisamente aquella centralidad la que fácilmente induce a la primera trampa religiosa: confundir la creencia con la verdad. Se toma como “la verdad” lo que formula su creencia. La consecuencia es clara: la creencia es vista, como la verdad, inalterable; y quien no acepta la creencia está en el error; el pluralismo auténtico -y la tolerancia real- son imposibles. En el origen de la confusión, se encuentra una idea determinada de lo que es revelación, según la cual, la creencia habría caído literalmente del cielo. Pero todo ello, que es válido e inevitable en un estadio de conciencia mítico, no deja ver algo que, desde nuestro nivel de conciencia, es elemental: que la verdad es inapresable. Los conceptos son indicadores o “mapas”, pero nunca el “territorio”; por ello, necesariamente dividen en lugar de unir.
 
Lo cierto es que aquella trampa inconsciente encierra: un riesgo grave: la intolerancia o el fanatismo y, en cualquier caso, la imposibilidad del diálogo religioso. De hecho, todas las religiones han sido exclusivistas. Si el cristianismo llegó a proclamar que “fuera de la Iglesia no hay salvación”, en el hinduismo se piensa que su dios “es el mismo que adoran los cristianos, los budistas y los musulmanes. Lo que sucede es que los creyentes de estas religiones no conocen el nombre del verdadero Dios, que es Krishna”. El judaísmo se atribuye la condición de ser el único “pueblo elegido”, mientras que el Corán afirma que el Islam es la única religión verdadera, completa, definitiva y universal, hasta el punto de que una tradición recoge esta afirmación del Profeta Mahoma: “Todo recién nacido nace musulmán por naturaleza; son sus padres los que lo convierten en judío o en cristiano”. Incluso en el mahayana se enseña que el budismo es el único camino aunque se presente de diferentes formas, porque todos los seres tienen en sí la naturaleza del Buda.
 
Por otro lado, el hecho de que sea la creencia inalterable la que ocupa el lugar central en la religión, hace que ésta se vea apresada en una paradoja de difícil solución. Nacida para dar forma a la espiritualidad -al anhelo humano de profundidad-, en la práctica, la religión recela y sospecha de la experiencia; puesto que el criterio básico es la creencia tomada en su literalidad, prefiere la formulación dogmática, con lo que, en no pocas ocasiones, es la propia creencia la que se absolutiza. La contradicción a la que se llega es reveladora: cuando no hay experiencia de Dios, la religión se pervierte; pero cuando la hay, se asusta.
 
Enrique Martínez Lozano, La botella en el océano. De la intolerancia religiosa a la liberación espiritual.
Desclée de Brouwer, Bilbao 2009, pp. 134-136.
 

domingo, 10 de enero de 2016

MI REINO POR… UNA MIRADA

Continúa desde El grito en el silencio
 
Hace más de cinco años consideré la posibilidad de hacerme monje y viví dos meses en un monasterio de la orden cisterciense para probar ese tipo de vida. De mis anotaciones diarias sobre lo que me sucedía allí, hoy quiero recuperar algunas de sus líneas para este blog.
 
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21 de marzo de 2010 (Quinto domingo de Cuaresma).
 
Hasta llegar aquí, nunca he llegado a comprender muy bien el sentido de la exposición del Santísimo, que sólo ha sido para mí una ceremonia en la que me colocaban delante el pan consagrado para contemplarlo. Al final, necesitaba rellenar ese espacio de tiempo con una lectura para no tener la sensación de estar perdiéndolo. Era incapaz de ir más allá. Sin embargo, la exposición ha adquirido un significado nuevo desde que estoy aquí, aunque creo que la cosa ya empezó antes.
 
Hace unos cuantos meses visité otro monasterio cercano a Madrid con dos amigos. Son un matrimonio muy especial. El es invidente y ella sólo conserva visión parcial en uno de sus ojos. Para ellos el momento de la exposición del Santísimo tampoco tenía mucho sentido, ya que siempre lo habían entendido como un acto puramente visual y al que nadie les había aproximado de otra manera. Era lógico pues que dos invidentes no supiesen qué hacer con ese momento.
 
Aquel fin de semana, el superior del monasterio les dejó acercarse para poder palpar la custodia, así podrían tener una “imagen” táctil de aquello que los demás podemos ver sin problema. Además aquel monje les habló de algo que había aprendido observando a la gente en ese momento de oración: muchos permanecían con los ojos cerrados. Así pues, lo que lo esencial no estaba en el mirar, sino en el sentirse mirados. ¡Y creo que hasta hoy no he sabido entender estas palabras!

 
Todos los domingos, después de las vísperas, los monjes tienen aquí la exposición del Santísimo. Mi primer domingo en este monasterio sólo pude cerrar los ojos y adentrarme en mis pensamientos, ya que no tenía ningún libro a mano para pasar ese rato. Entonces acudió a mí la imagen de aquel fin de semana que compartí con mis amigos invidentes. Fue curioso, pero una extraña sensación de calor se posó en mi pecho. Sentía cercana a aquella pareja, pero esa cercanía no se quedó sólo en ellos, sino que se extendió a muchas otras personas conocidas. Me envolvió un extraño sentimiento de “comunión” con todos ellos. Esa es una de las dimensiones de la eucaristía: la comunión, y yo la estaba “sintiendo” en ese preciso instante.
 
Después de aquella tarde, reconozco que me gustan cada vez más estos momentos de exposición. Sin embargo, el pasado domingo hice un curioso descubrimiento. Todo comenzó cuando ese mismo día leí estas líneas:
 
Cuando nosotros miramos a Dios podemos reducirlo a la estrechez de nuestro ángulo de mira, dejando en la sombra dimensiones fundamentales de su misterio vuelto generosamente hacia nosotros; podemos apresarlo en nuestras limitadas imágenes religiosas del pasado que nos acompañaron en un trayecto del viaje, pero en las que ya no cabe la nueva etapa que iniciamos. Lo más importante es que Dios nos mire y que en su mirada descubramos cada día la novedad que es él para nosotros y que somos nosotros llegando desde él.
 
La idea de las miradas rondó mi cabeza toda esa tarde. Al final de la misma, como de costumbre, volvíamos a tener exposición del Santísimo. En esta ocasión me imaginé saliendo de mi cuerpo y observándome desde fuera. Allí me encontraba yo, de rodillas, sentado sobre mis talones con las manos reposando sobre el regazo palmas arriba, con los ojos cerrados y una expresión de paz en el rostro. En esta imagen me deleitaba, pero no quise detenerme ahí y continué paseando con mi imaginación por la capilla. Los monjes se encontraban también en actitud orante. Uno de los hermanos abría por un instante los ojos saliendo de su oración, y me observaba. Y mi imaginación me introdujo en su mente por un instante. «Fíjate –se decía–, ¡qué expresión de paz, de serenidad, de profundidad contemplativa!». De golpe, el recuerdo del texto que había leído unas horas antes me hizo volver a la realidad: «lo más importante es que Dios nos mire». ¡Y, sin embargo, lo que más me importaba en ese instante era cómo me podrían estar viendo los demás! Ahora en mi interior sólo oía una carcajada.
 
Y es que, cuando era un niño, yo quería ser de mayor superhéroe. Crecí lleno de complejos, ya que los compañeros de colegio me hacían centro de sus burlas; pero, al mismo tiempo, para intentar compensarlos, también creció en mí el sueño de ser no sólo mirado, sino admirado por los demás. Ahora que ya soy mayor, me gusta imaginarme como un maestro en su cátedra, enseñando a un grupo de discípulos deslumbrado por mis palabras o mis gestos. Y cuando lo que imagino pasa a convertirse en una realidad, bien sea dando un curso, o haciendo una aguda reflexión en alguno de los grupos de la parroquia, o diciendo “ingeniosidades” de las mías para provocar unas risas, mi satisfacción llega a su máximo límite.
 
La mirada de los demás: esa ha sido una de mis mayores preocupaciones en esta vida, y que esa mirada no sea de reproche o de desprecio, sino de complacencia.
 
De estas cosas he hablado esta tarde con el maestro de novicios. Y como hoy domingo hemos leído el evangelio de Juan sobre la mujer adúltera, me ha invitado a hacerme la siguiente pregunta: «¿puedes imaginarte cómo pudo haber sido la mirada que Jesús dirigió a aquella mujer tras salvarse de ser apedreada?».
 
Releo una vez más las líneas del pasado domingo: «Lo más importante es que Dios nos mire y que en su mirada descubramos cada día la novedad que es él para nosotros y que somos nosotros llegando desde él». Se parece a aquello que un día le dijo un joven con una deficiencia física a su novia: «cuando tú me miras, en tus ojos yo no me veo enfermo».
 
He ahí un sentido para la contemplación: de lo que se trata es de ser mirado por Dios, descubrir y aceptar lo que El ve en mí, y ser aquello que El ve en mí.
 
 

domingo, 3 de enero de 2016

EL GRITO EN EL SILENCIO

Continúa desde ¿Monjes inútiles somos?
 
Hace más de cinco años consideré la posibilidad de convertirme en monje y probé a vivir dos meses en un monasterio de la orden cisterciense. De aquellas anotaciones sobre lo ocurrido en el transcurso de cada día, hoy quiero recuperar algunas de sus líneas para este blog.
 
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15 de marzo de 2010 (Cuarto domingo de Cuaresma)
 
El pasado viernes por la tarde han llegado los chicos de confirmación de mi parroquia en Madrid para pasar el fin de semana en la hospedería del monasterio. Han venido acompañados del párroco y de sus catequistas. Por desgracia, hasta ayer sábado no pude saludarles. Hoy he podido tener con ellos un breve encuentro en la hospedería, después de la comida.
 
Y este fin de semana me he sentido bastante revuelto.
 
La primera razón de ello viene de ayer sábado, el día en que recojo mi ropa limpia. Dos camisetas blancas han dejado de serlo porque el monje encargado de la lavandería las ha debido mezclar con prendas de color en la lavadora. Por si no fuera bastante con eso, los pantalones han llegado llenos de manchas blancas, posiblemente por culpa del exceso de cal que tiene el agua de aquí.
 
Vale que todo esto sea una soberana estupidez, pero los pensamientos han venido encadenados uno detrás de otro. Primero, mi gusto por la ropa en condiciones (lo blanco, blanco, y lo marrón, marrón, y no a la inversa). Luego he recordado a mi madre y sus incesantes consejos sobre la forma de lavar la ropa (¡nunca se mezclan prendas de color junto con las blancas!). Después, su preocupación por tener mi ropa en condiciones, y el cuidado que ha tenido siempre conmigo; finalmente han venido más recuerdos de mi madre, de mi hermana... Reconozco que en Madrid me llevo a matar con ellas, pero ahora las echo de menos. ¡Y pensar que algún día puedan faltarme…!
 
La segunda razón de mi malestar se ha originado esta tarde, cuando hablaba con los jóvenes. Al toque de la campana llamando al rezo de nona, he saltado de la silla con la intención de salir disparado hacia la capilla. Ya me he acostumbrado a hacerlo en estos días. Sin embargo, esta tarde he sentido una resistencia dentro mí, un deseo de quedarme allí más tiempo y no acudir a la oración. Ha sido un claro sentimiento de rebeldía. Cuando he llegado a la capilla, la oración ya estaba a punto de acabar. He entrado deprisa, pasando delante de todos los monjes con la mirada clavada en el suelo. Confieso que me he sentido culpable.
 
El resto de la tarde ha sido duro. En mi mente sólo daban vueltas los acontecimientos de este fin de semana. Al final, sólo acudía a mi cabeza una palabra: apegos. Apego a mi madre y a mi hermana; apego a mi auto-imagen de «niño obediente» que no quiere ser rebelde; apego a las costumbres de toda la vida; apego a «mis cosas»; apego a mis espacios físicos o temporales… apegos, apegos, apegos, sólo apegos. ¡A cuántas cosas me siento profundamente encadenado!
 
 
El silencio de este monasterio me está destrozando. El desierto del que me hablaron el primer día, lo estoy comenzando a experimentar como algo que me devasta. Esta mañana, en vigilias, rezábamos el salmo 28. En un momento del mismo se dice:
 
La voz del Señor (que he descubierto que es silencio) es potente,
la voz del Señor es espléndida.
La voz del Señor descuaja los cedros,
el Señor descuaja los cedros del Líbano;
hace brincar al Líbano como a un novillo,
y al Hermón como una cría de búfalo.
La voz del Señor lanza llamas de fuego.
La voz del Señor sacude el desierto,
el Señor sacude el desierto de Cadés.
La voz del señor retuerce los árboles,
el Señor arrasa los bosques. (Sal 28, 4-9)
 
Y es así como me encuentro hoy: arrancado de mi suelo, retorcido, sacudido, arrasado, descortezado. ¿Acaso va a ser ese el efecto de la voz de Dios en mí? Hasta vísperas sólo he sentido un hondo dolor. Después ya no he podido reprimir el llanto.