En estos días está siendo noticia la reapertura de la causa de Diego, un menor de 11 años que se suicidó el pasado 14 de octubre por presunto acoso escolar. Por desgracia, este no ha sido el primer caso. Baste recordar a Jokin, aquel joven de 13 años que también se suicidó en Fuenterrabía en el año 2004 como consecuencia del reiterado acoso de sus compañeros.
Me enfurece la pasividad con la que algunos han abordado el tema de la violencia entre alumnos en las aulas. La indolencia con la que se ha tratado a veces un tema tan delicado como el acoso escolar es algo vergonzoso, en especial cuando la única respuesta que se da a este problema es la consabida frase: “son cosas de niños”. No deberíamos olvidar que el Bullying no es más que una forma “infantil” de algo que encontramos entre los adultos: el acoso laboral.
Me descompongo cada vez que veo noticias sobre el tema o cómo los jóvenes son capaces de subir sus fechorías a las redes sociales, como si dichas acciones fueran motivo de orgullo. Siento rabia… siento impotencia… me indigna. Serán “cosas de críos”, pero los adultos que, durante su infancia, han padecido el acoso de sus compañeros de clase, pueden sufrir un daño muy difícil de reparar.
Hasta hace muy poco tiempo no he sido capaz de reconocer que durante mi infancia yo también fui víctima de esas “cosas de niños”. Yo sufrí el acoso de chicos de mayor edad que me amenazaban, robándome cromos o incluso el bocadillo del recreo. Incluso llegué a sufrir las burlas de mis propios compañeros de curso, que se reían del tamaño de mis orejas mientras me agredían tirando de ellas hasta dejarlas enrojecidas.
Mis padres nunca fueron conocedores de esa situación. Yo sentía vergüenza de llegar a casa y contar cómo me trataban mis compañeros. Tenía miedo de que el hecho de acudir en mi defensa agravara las burlas. En situaciones como estas la víctima siente una absoluta indefensión.
“Cosas de críos”, disculparán algunos. Pero muy pocos llegan a vislumbrar la mella que puede dejar una infancia así en la autoestima de un adulto. Sólo hoy soy capaz de comprender en qué medida ha podido dañar la forma de relacionarme con compañeros de empresa, la manera de ver mi propio trabajo infravalorándolo, e incluso la forma de vivir mis relaciones con el otro sexo. Llevo años buscando los segundos planos, evitando destacar demasiado para impedir comentarios. Esto es algo que no sólo afecta a un aspecto de tu vida: te afecta de una forma global. Llegas a sentirte, todo tú, un inútil… alguien digno de burla.
Hace tiempo, hablando de este asunto con una persona, apareció el recuerdo de un compañero de clase: Carlos. Fue algo más que un compañero de clase… fue un amigo… mi único amigo de verdad durante aquellos años. Fue el único que me aceptó sin burlas. Fue un verdadero refugio para mí. Al acabar los años de colegio y pasar al instituto, Carlos y yo perdimos el contacto. De hecho casi llegué a olvidarlo, ya que lo asociaba inevitablemente a una etapa de mi vida que deseaba borrar de mi memoria.
Carlos falleció hace varios años por culpa de un tumor cerebral. Con los años he descubierto lo muchísimo que le debo… pero no está él aquí para poder agradecérselo. Escribir hoy estas líneas es la única manera de corresponderle.
Ojalá apareciesen más “Carlos” capaces de rescatar víctimas del bullying.