Hace poco tiempo que estoy iniciándome en eso de “hacer silencio” por medio de la meditación. Durante mucho tiempo he creído (como sospecho que lo han hecho muchos otros igual que yo) que eso de la hacer silencio consistía en dejar la mente vacía, sin pensamiento alguno. ¡Nada más lejos de la realidad!
En el brevísimo espacio de tiempo que llevo explorando eso de la meditación, he aprendido una lección bastante valiosa: el silencio es aquel estado en el cual soy capaz de oír aquellos sonidos (externos, pero también internos) que, en un ambiente más ruidoso, he sido incapaz de percibir antes. Un amigo mío, que es invidente, tiene una imagen del silencio muy sugerente. Cuando entra en un ambiente silencioso sus oídos captan un molesto pitido, eso que los expertos conocen como “acufenos”. Me parece (insisto) una imagen muy interesante, ya que los acufenos (que están siempre presentes) se perciben con mayor fuerza cuanto menos ruido ambiental tenemos entorno nuestro. Lo que sucede es algo muy simple: el ruido ambiente oculta aquellos ruidos interiores.
De una forma análoga, el silencio interior no sería simplemente un estado, sino más bien un medio para poder escuchar mejor aquello que no solemos escuchar habitualmente. Así, cuanta más calidad tenga nuestro silencio interior, mayor será la capacidad para distinguir lo que bulle en mí interior (e incluso lo que bulle en el interior de los otros).
Una historia cuenta:
Un discípulo, antes de ser reconocido como tal por su maestro, fue enviado a la montaña para aprender a escuchar la naturaleza.
Al cabo de un de un tiempo, volvió para dar cuenta al maestro de lo que había percibido.
- He oído el piar de los pájaros, el aullido del perro, el ruido del trueno…
- No, le dijo el maestro, vuelve otra vez a la montaña. Aún no estás preparado.
Por segunda vez dio cuenta al maestro de lo que había percibido.
- He oído el rumor de las hojas al ser mecidas por el viento, el cantar del agua en el río, el lamento de una cría sola en el nido…
- No, le dijo de nuevo el maestro, aún no. Vuelve de nuevo a la naturaleza y escúchala.
Por fin, un día…
- He oído el bullir de la vida que irradiaba del sol, el quejido de las hojas al ser holladas, el latido de la savia que ascendía por el tallo, el temblor de los pétalos al abrirse acariciados por la luz…
- Ahora sí. Ven, porque has escuchado lo que no se oye.
Hace poco, releyendo el libro “Sadhana”, del jesuita Anthony de Mello, encontré estas palabras con las que comienza el primer capítulo:
«El silencio es la gran revelación», dijo Lao-tse. Estamos acostumbrados a considerar la Escritura como la revelación de Dios. Y así es. Con todo, quisiera que, en este momento, descubrierais la revelación que aporta el silencio. Para recibir la revelación de la Escritura tenéis que aproximaros a ella; para captar la revelación del Silencio, debéis primero lograr silencio. Y ésta no es tarea sencilla.
Tony de Mello proponía un sencillo ejercicio: busque una postura cómoda, cierre los ojos y guarde silencio durante diez minutos, intentando que dicho silencio sea el silencio más total, tanto de corazón como de mente. Este silencio, una vez conseguido, nos abrirá a la revelación que trae consigo. Al llegar al final de esos diez minutos, si nos detenemos a reflexionar sobre lo que hemos hecho y experimentado en este tiempo, unos descubriremos que somos incapaces de acallar ni tan siquiera un instante el incesante flujo de pensamientos y emociones en nuestra mente. Otros sentirán pánico de ese silencio porque no les gusta enfrentarse a lo que se encuentran.
Tras hacer este ejercicio, mi experiencia personal podría catalogarse como “desalentadora”. Soy de los que son incapaces de contener totalmente su mente. No dejan de irrumpirme pensamientos, planes para el día de hoy, cosas que no debo olvidar hacer mañana, imágenes de mi pasado o cualquier tipo de estúpida preocupación (interesante palabra, “pre-ocupación”, que hace referencia a esa extraña capacidad mental de ocuparse de los problemas antes de que estos puedan presentarse en nuestras vidas).
Por esa razón, he terminado aceptando que el “silencio” es otra cosa y, visto de esa manera, es más revelador. El jesuita da una palabra de aliento:
…no existe motivo para desanimarse. Incluso esos pensamientos alocados pueden ser una revelación. ¿No es una revelación sobre ti mismo el hecho de que tu mente divague? Pero no basta con saberlo. Debes detenerte y experimentar ese vagabundeo. El tipo de dispersión en que tu mente se sumerge, ¿no es acaso revelador?
En este proceso hay algo que puede animarte: el hecho de que hayas podido ser consciente de tu dispersión mental, tu agitación interior o tu incapacidad de lograr silencio, demuestra que tienes dentro de ti al menos un pequeño grado de silencio, el grado de silencio suficiente para caer en la cuenta de todo esto.
Pues sí, Tony de Mello tenía razón. En efecto, todo lo que acude a mi mente cuando intento hacer silencio ¡resulta una gran revelación! Y no se trata de la revelación de algo sensacional, no es ninguna luz sobrenatural, ni tampoco se siente una inspiración divina. Se trata de la simple observación de lo que acaece.
Fuentes: José Carlos Bermejo, Regálame la salud de un cuento. Sal Terrae, Santander, 2004. También: Antonio de Mello, Sadhana, un camino de oración. Sal Terrae, Santander, 1990.