EL BLOG SE PRESENTA...

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Al cumplir los cuarenta, mi creador comenzó a hacerse las típicas preguntas asociadas a aquella edad: «¿qué he hecho con mi vida hasta ahora?», «¿qué pienso hacer a partir de ahora con ella?». Esas cuestiones fueron el motor de un blog con un carácter más bien “autobiográfico”, una suerte de “registro de recuerdos” que pretendía anotar algunas de sus vivencias personales y su impacto en él. Sin embargo, aquellas primeras páginas se expresaban en función del autoconcepto y el estado de ánimo del autor. Si ambos eran bajos, el estilo de cada publicación traslucía ese sentir.
Con el tiempo, aquel proyecto acabó en vía muerta.
Dos años después, mi autor retomó aquel cuaderno de bitácora para reconstruirlo desde sus cimientos e intentar corregir sus defectos. ¡Y nací yo!
En mis inicios, fui un medio para satisfacer el deseo de compartir vivencias y reflexiones personales, así como textos y vídeos variados que gustaban a mi creador. Este navío quería traer a puerto todas aquellas mercancías que pudieran enriquecer a los que paseasen por sus páginas.
Con el paso del tiempo me he dado cuenta que soy todo eso y algo más. Si, sigo siendo el saco en el que se introducen todas aquellas vivencias, reflexiones, textos y videos que han enriquecido de una u otra manera a mi autor. Pero además, combinando palabras propias y prestadas, me estoy convirtiendo en el relato de un itinerario en el que mi creador describe su transformación. En mi se ha reunido todo aquello que ha formado parte (de alguna manera) de un proceso de ensanchamiento humano y espiritual, un proceso de evolución que aún continúa.

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sábado, 9 de febrero de 2019

DECEPCIÓN

Hace algún tiempo le escuché a alguien decir que lo que más le cuesta al hombre de nuestro “mundo moderno y desarrollado” es hacer silencio, entrar en su propio desierto, enfrentarse con lo que es. Esa es una experiencia que, para algunos, puede llegar a ser aterradora.
 
En el trabajo que he realizado en los últimos años en cuidados paliativos, o en la formación que he recibido en counselling, he aprendido a hacer eso que algunos llaman “entrar en el pozo”. Cuando se acompaña a alguien que sufre y se quiere comprender su universo de miedos y esperanzas, tiene que hacerse un proceso semejante: descender al pozo ajeno, ponerse los zapatos del otro durante un tramo del camino para comprender dónde le aprietan. Eso es a lo que se suele llamar “empatía”.
 
Sin embargo, es en ese instante en el que desciendes al pozo donde se encuentra la persona a la que acompañas cuando descubres que tú también tienes tu propio pozo, que posees tus propios miedos y esperanzas. Puede que sean parecidos a los que la otra persona te está transmitiendo, o quizá sean exactamente los mismos.
 
Yo me he encontrado con mi particular “pozo” cuando me he sentado frente a algunos enfermos que no tienen familia y a los que les queda poco tiempo de vida. Hablo de esas personas que, por circunstancias vitales, han perdido todos esos vínculos por fallecimientos, por enfrentamientos o por la simple distancia y, cuando llega el momento de enfrentarse con una enfermedad que no va a curar y que les va a llevar a la muerte, se encuentran en la más absoluta soledad.
 
Esas personas, como si me encontrase frente a un espejo, me devuelven el reflejo de un temor: mi forma de ser, mi carácter poco social, mi predilección por la soledad, la pérdida de relaciones con algunos de mis familiares o amigos. Yo también me enfrento a la posibilidad de un futuro en soledad y a una muerte también en soledad.
 
¿Debe ser esto un motivo de sufrimiento para mí? Hoy en día no tengo la respuesta. Sólo sé que entrar en el propio pozo supone una decisión llena de mucho coraje y que no todos son capaces de adentrase en él.
 
En la última publicación de este blog, Pablo d’Ors afirmaba que sentarse con el propio “yo soy” alimenta la compasión (que no tiene nada que ver con el “compadecimiento”). Esa compasión es la que te hace mirar de cara tu humanidad, tu fragilidad o tus desengaños para atreverse a amarlos. En el fragmento que sigue a estas líneas, Pablo d’Ors concluye que sentarse frente al propio “yo soy” supone también vivir, necesariamente, un proceso de decepción en el que descubrimos que la vida no se ajusta (ni se ha ajustado nunca, ni lo hará) a nuestras ideas, esperanzas y apetencias. Sólo la vía de la decepción y del ridículo nos permite despertar y liberarnos del pesado disfraz que nos hemos fabricado, de la idea que hemos construido de nosotros mismos, de lo que nuestra vida debe ser y a la que se han terminado ajustando todas nuestras expectativas.
 
 
“Todo el mundo parece sediento de alguna cosa, y casi todos van corriendo de aquí para allá buscando encontrarla y saciarse con ella. En la meditación se reconoce que yo soy sed, no solamente que tengo sed; y se procura acabar con esas locas carreras o, al menos, ralentizar el paso. El agua está en la sed. Es preciso entrar en el propio pozo. Esta profundización nada tiene que ver con la técnica psicoanalítica del recuerdo, ni con la llamada composición de lugar, un método tan querido por la tradición ignaciana. ¿Qué entonces?
 
Entrar en el propio pozo supone vivir un largo proceso de decepción, y ello porque todo sin excepción, una vez conseguido, nos decepciona de un modo u otro. Nos decepciona la obra de arte que creamos, por intenso que haya podido ser el proceso de creación o hermoso el resultado final. Nos decepciona la mujer o el hombre con quien nos casamos, porque al final no resultó ser como creímos. Nos decepciona la casa que hemos construido, las vacaciones que proyectamos, el hijo que tuvimos y que no se ajusta a lo que esperábamos de él. Nos decepciona, en fin, la comunidad en la que vivimos, el Dios en quien creemos, que no atiende a nuestros reclamos, y hasta nosotros mismos, que tan prometedores éramos en nuestra juventud y que, bien mirado, tan poco hemos logrado llevar a término. Todo esto, y tantas otras cosas más, nos decepciona porque no se ajusta a la idea que nos habíamos hecho. El problema radica, por tanto, en esa idea que nos habíamos hecho. Lo que decepciona, en consecuencia, son las ideas. El descubrimiento de la desilusión es nuestro principal maestro. Todo lo que me desilusiona es mi amigo.
 
Cuando dejas de esperar que tu pareja se ajuste al patrón o idea que te has hecho de ella, dejas de sufrir por su causa. Cuando dejas de esperar que la obra que estás realizando se ajuste al patrón o idea que te has hecho de ella, dejas de sufrir por este motivo. La vida se nos va en el esfuerzo por ajustarla a nuestras ideas y apetencias. Y esto sucede incluso después de una prolongada práctica de meditación.
 
No hay que dar falsas esperanzas a nadie; es un flaco favor. Hay que entrar en la raíz de la desilusión, que no es otra que la perniciosa fabricación de una ilusión. La mejor ayuda que podemos prestarle a alguien es acompañarle en el proceso de desilusión que todo el mundo sufre de una manera u otra y casi constantemente. Ayudar a alguien es hacerle ver que sus esfuerzos están seguramente desencaminados. Decirle: "Sufres porque te das de bruces contra un muro. Pero te das contra un muro porque no es por ahí por donde debes pasar". No deberíamos chocar contra la mayoría de los muros contra los que de hecho chocamos. Esos muros no deberían estar ahí, no deberíamos haberlos construido.
 
Siempre estamos buscando soluciones. Nunca aprendemos que no hay solución. Nuestras soluciones son solo parches, y así vamos por la vida: de parche en parche. Pero si no hay solución, en buena lógica es que tampoco hay problema. O que el problema y la solución son la misma y única cosa. Por eso, lo mejor que se puede hacer cuando se tiene un problema es vivirlo.
 
Nos batimos en duelos que no son los nuestros. Naufragamos en mares por los que nunca deberíamos haber navegado. Vivimos vidas que no son las nuestras, y por eso morimos desconcertados. Lo triste no es morir sino hacerlo sin haber vivido. Quien verdaderamente ha vivido, siempre está dispuesto a morir; sabe que ha cumplido su misión.
 
(…) No se trata fundamentalmente de ser más feliz o mejor (…), sino de ser quien eres. Estás bien con lo que eres, eso es lo que se debe comprender. Ver que estás bien como estás, eso es despertar”.
 
Pablo d'Ors, Biografía del silencio. Siruela, Madrid 2017. p.71-75.
 

domingo, 3 de febrero de 2019

LA ÚNICA PREGUNTA NECESARIA

Las últimas semanas vengo leyendo libros que hablan de meditación y de contemplación. Casi todo lo que leo, da vueltas a una misma idea: hay un yo auténtico que se encuentra en lo más oculto de nosotros mismos. Hoy me gustaría comenzar con unas palabras de Pablo d’Ors. En su práctica de meditación llegó al descubrimiento de ese “yo auténtico”, un yo que se encuentra en todos y cada uno de nosotros, pero que siempre suele estar enmascarado por humo y por construcciones ilusorias que nosotros mismos hemos fabricado.
 
La forma que tuvo de llegar a este convencimiento fue planteándose la única pregunta necesaria: ¿quién soy yo? Dejaré hablar a d’Ors:
 
Al intentar responder, me percaté de que cualquier atributo que pusiera a ese “yo soy”, cualquiera, pasaba a ser, bien mirado, escandalosamente falso. Porque yo podía decir, por ejemplo, “soy Pablo d'Ors”; pero lo cierto es que también sería quien soy si sustituyera mi nombre por otro. De igual modo, podía decir “soy escritor”; pero, entonces, ¿significaría eso que yo no sería quien de hecho soy si no escribiera? O, “soy cristiano”, en cuyo caso, ¿dejaría de ser yo mismo si renegase de mi fe? Cualquier atributo que se ponga al yo, aun el más sublime, resulta radicalmente insuficiente. La mejor definición de mí a la que hasta ahora he llegado es “yo soy”. Simplemente. Hacer meditación es recrearse y holgar en este “yo soy”.
 
Esta holganza o recreación, si procede por los cauces oportunos, produce el mejor de los propósitos posibles: aliviar el sufrimiento del mundo. Uno se sienta a meditar con sus miserias para, gracias a un proceso de expiación interna, llegar a ese “yo soy”. Y uno se sienta con el “yo soy” para alimentar la compasión. Pero no es sencillo llegar a este punto, puesto que nunca terminamos de purgar.
 
Pablo d'Ors, Biografía del silencio. Siruela, Madrid 2017, p.70-71.
 
Yo no poseo una experiencia de meditación como la de Pablo d’Ors, y en mis “prospecciones” he llegado al siguiente punto: soy lo que se me ha enseñado a ser, lo correcto, lo “normal”; soy lo que los demás esperan de mí, soy lo que resulta más atractivo o aprobable a los ojos de la gente; soy lo que quiero aparentar, la imagen que he diseñado para venderme mejor; soy fruto de una Historia (con mayúscula), heredero de las esperanzas y los miedos de mis ancestros (los más cercanos y los más lejanos); soy el producto de mi propia historia, esa historia con minúscula, la de cada día, esa en la que crezco o menguo; soy lo que pienso y lo que siento; soy abundancia y necesidad, miseria y tesoro, multitud y soledad, coherencia y contradicción. Soy yo y también todo lo contrario.
 
Si me recreo en todo esto, según Pablo d’Ors, el efecto que producirá es el alivio del sufrimiento, porque lo que nos suele hace sufrir son nuestras resistencias a la realidad. Y es nuestra propia realidad a la que más nos solemos resistir. Quizá ese es el motivo por el cual una mirada compasiva, una mirada capaz de contemplar con cierta ironía y humor lo que somos, es la única capaz de arrancarnos las máscaras. Recuerdo una pequeña historia que ilustra muy bien esto último:
 
Un discípulo preguntó a Hejasi: “Quiero saber que es lo más divertido de los seres humanos”.
Hejasi contestó: “Piensan siempre al contrario: tienen prisa por crecer, y después suspiran por la infancia perdida. Pierden la salud para tener dinero y después pierden el dinero para tener salud. Piensan tan ansiosamente en el futuro que descuidan el presente, y así, no viven ni el presente ni el futuro. Viven como si no fueran a morir nunca y mueren como si no hubiesen vivido”.
 
Al hilo de todo esto, acude ahora a mi memoria uno de los textos bíblicos más hermosos que he tenido la oportunidad de leer y “rumiar”: se trata del salmo 138. En esta oración, el salmista se dirige a un Dios del que es imposible esconderse, que nos conoce mucho mejor y con más hondura de lo que nosotros mismos podemos llegar a conocernos. Dice así:
 
Señor, tú me sondeas y me conoces;
me conoces cuando me siento o me levanto,
de lejos penetras mis pensamientos;
distingues mi camino y mi descanso,
todas mis sendas te son familiares.
No ha llegado la palabra a mi lengua,
y ya, Señor, te la sabes toda.
Me estrechas detrás y delante,
me cubres con tu palma.
Tanto saber me sobrepasa,
es sublime, y no lo abarco.
 
¿Adónde iré lejos de tu aliento,
adónde escaparé de tu mirada?
Si escalo el cielo, allí estás tú;
si me acuesto en el abismo, allí te encuentro;
si vuelo hasta el margen de la aurora,
si emigro hasta el confín del mar,
allí me alcanzará tu izquierda,
me agarrará tu derecha.
Si digo: «Que al menos la tiniebla me encubra,
que la luz se haga noche en torno a mí»,
ni la tiniebla es oscura para ti,
la noche es clara como el día.
 
Tú has creado mis entrañas,
me has tejido en el seno materno.
(…) Conocías hasta el fondo de mi alma,
no desconocías mis huesos.
Cuando, en lo oculto, me iba formando,
y entretejiendo en lo profundo de la tierra,
tus ojos veían mis acciones,
se escribían todas en tu libro;
calculados estaban mis días
antes que llegase el primero.
¡Qué incomparables encuentro tus designios,
Dios mío, qué inmenso es su conjunto! (…)
 
 
¿No sería extraordinario llegar a conocerme con la hondura con la que me conoce el Dios del salmista? Esta es una idea que resulta fascinante, pero al mismo tiempo, parece extraordinariamente difícil. Puedo continuar preguntándome: ¿quién soy?, ¿qué más puedo esperar encontrarme?, ¿soy algo más, algo que aún no puedo vislumbrar, algo que se encuentra en lo más íntimo y lo más oculto de mí mismo? Yo aún no soy capaz de contestar a esta cuestión, por lo que me gustaría dejar la respuesta al monje cisterciense norteamericano Thomas Merton. Donde Pablo d’Ors habla de meditación, Merton habla de contemplación, pero el efecto es semejante: el despertar del yo real que, simplemente, es.
 
Existe una oposición irreductible entre el yo profundo y trascendente que despierta sólo en la contemplación y el yo superficial y exterior que identificamos por lo general con la primera persona del singular. Debemos recordar que este “yo” superficial no es nuestro yo real. Es nuestra “individualidad” y nuestro “yo empírico”, pero no es realmente la persona escondida y misteriosa en la que subsistimos a los ojos de Dios. El “yo” que actúa en el mundo, piensa sobre sí, observa sus propias reacciones y habla de sí no es el verdadero “yo” (…) Es, en la mejor de las hipótesis, la vestidura, la máscara, el disfraz de ese “sí mismo” misterioso y desconocido que la mayor parte de nosotros no descubrimos hasta que morimos. Nuestro yo exterior y superficial (…) está condenado a desaparecer tan completamente como el humo de una chimenea. Es totalmente frágil y evanescente. La contemplación es precisamente la conciencia de que este “yo” es en realidad “no yo”, y el despertar del “yo” desconocido que está fuera del alcance de la observación y la reflexión y que es incapaz de hablar acerca de sí. Ni siquiera puede decir “yo” con la seguridad y la impertinencia del otro, ya que su verdadera naturaleza consiste en estar oculto y ser anónimo y no identificado en la sociedad, donde las personas hablan de sí mismas y unas de otras. En semejante mundo, el verdadero “yo” permanece invisible e incapaz de expresarse, porque tiene mucho que decir y, al mismo tiempo, ni una sola palabra sobre sí mismo.
 
Nada podría ser más ajeno a la contemplación que el Cogito ergo sum (“Pienso, luego existo”) de Descartes. Esta es la declaración de un ser alienado, exiliado de su propia profundidad espiritual, obligado a buscar algún consuelo en una prueba de su propia existencia (!) basada en la observación de que “piensa”. Si su pensamiento es necesario como un medio a través del cual llega al concepto de su existencia, entonces, de hecho, tan sólo se está alejando aún más de su verdadero. Se está reduciendo a un concepto. Está haciendo que le resulte imposible experimentar directamente el misterio de su propio ser.
 
La contemplación, (…) es la comprensión experiencial de la realidad como subjetiva, no tanto “mía” (que significaría “perteneciente al yo exterior”) cuanto “yo mismo” en el misterio de la existencia. La contemplación no llega a la realidad después de un proceso de deducción, sino por un despertar intuitivo en el que nuestra realidad libre y personal se hace plenamente consciente de su profundidad existencial (…).
 
Para el contemplativo no hay cogito (“pienso”) ni ergo (“luego”), sino únicamente SUM (“existo”). No en el sentido de una afirmación vana de nuestra individualidad como fundamentalmente real, sino en la humilde compresión de nuestro ser misterioso como personas en quienes Dios vive con infinita dulzura y poder inalienable.
 
Thomas Merton, Nuevas semillas de contemplación, Sal terrae, Santander 2003, p. 29-31.
 

domingo, 13 de enero de 2019

INSACIABLES

Todo niño quiere ser hombre, todo hombre quiere ser rey, todo rey quiere ser Dios. Sólo Dios quiso ser niño (Leonardo Boff).
 
Estas palabras de Leonardo Boff, que evocan la reciente Navidad, me parecen extraordinarias para comenzar hoy. Todo ser humano aspira siempre a convertirse en algo que todavía no es, algo más fuerte, algo más rápido, algo que puede llegar más alto. Sin embargo, no conviene confundir “superación” con “superioridad”. Hablar de la legítima y sana aspiración de desarrollar el potencial que todo ser humano pueda tener no es lo mismo que el afán de doblegar la realidad (o a los demás) a los propios deseos. Lo segundo se podría resumir con el verbo “poseer”. Lo primero, con “desplegar” o “disfrutar”.
 
Las líneas que siguen a continuación hablan de atreverse profundizar en lo que somos, de ahondar en la realidad que negamos, de explorar en búsqueda del tesoro que se encuentra enterrado en nuestro propio jardín y no en lejanas tierras.
 
 
Resulta curioso constatar cómo aquello que debería ser lo más elemental es para muchos de nosotros, de hecho, tan costoso. Lo que urge aprender es que no somos dioses, que no podemos -ni debemos- someter la vida a nuestros caprichos; que no es el mundo quien debe ajustarse a nuestros deseos, sino nuestros deseos a las posibilidades que ofrece el mundo (…).
 
A los seres humanos nos caracteriza un desmedido afán por poseer cosas, ideas, personas... ¡Somos insaciables! Cuanto menos somos, más queremos tener. (…) Es en la nada donde el ser brilla en todo su esplendor. Por eso, conviene dejar de una vez por todas de desear cosas y de acumularlas; conviene comenzar a abrir los regalos que la vida nos hace para, acto seguido, simplemente disfrutarlos. (…) Porque todo, cualquier cosa, está ahí para nuestro crecimiento y regocijo. Tanto más deseemos y acumulemos, tanto más nos alejamos de la fuente de la dicha. ¡Párate! ¡Mira!, (…) y si secundo estos imperativos y, efectivamente, me paro y miro, ¡ah!, entonces surge el milagro.
 

Casi nunca nos damos cuenta de que el problema que nos preocupa no suele ser nuestro problema real. Tras el problema aparente está siempre el problema auténtico, palpitante, intacto. Las soluciones que damos a los problemas aparentes son siempre completamente inútiles, puesto que son también aparentes. Es así como vamos de falsos problemas en falsos problemas, y de falsas soluciones en falsas soluciones. Destruimos la punta del iceberg y creemos que nos hemos liberado del iceberg entero. ¿Quieres conocer tu iceberg?, esa es la pregunta más interesante. No es difícil: basta dejar de revolverse entre las olas y ponerse a bucear. Basta tomar aire y tener la cabeza bajo el agua. Una vez ahí, basta abrir los ojos y mirar.
 
Por grande que sea nuestro iceberg, cualquier iceberg, es solo agua. Basta una fuente de calor lo suficientemente potente para que se vaya deshaciendo. El hielo siempre se deshace al calor. Tardará mucho tiempo si el iceberg es voluminoso, pero se deshará si mantenemos activa y cercana esa fuente de calor. Lo único que hace falta es cierta curiosidad por conocer el propio iceberg. Cuanto más se observa uno a sí mismo, más se desmorona lo que creemos ser y menos sabemos quiénes somos. Hay que mantenerse en esa ignorancia, soportarla, hacerse amigo de ella, aceptar que estamos perdidos y que hemos estado vagando sin rumbo. Posiblemente hemos perdido el tiempo, la vida incluso, pero esas pérdidas nos han conducido hasta donde ahora estamos (…): has sido un vagabundo, pero puedes convertirte en un peregrino. ¿Quieres?
 
Pablo d'Ors, Biografía del silencio. Siruela, Madrid 2017. p.53-56.
 
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sábado, 22 de diciembre de 2018

LODO

Después de la publicación de la entrada “SILENCIO” del pasado 16 de diciembre, rebuscando entre mis archivos he encontrado este testimonio de Pablo d’Ors, que se encuentra en su libro “Biografía del silencio”, en el que habla de sus primeras incursiones en el mundo de la meditación, en las que no hizo “grandes descubrimientos”, ni tuvo profundas experiencias místicas. Sólo encontró lodo.
 
Pero incluso el lodo se asienta transcurrido el tiempo, permitiendo descubrir la claridad del agua.
 
En estas líneas que hoy transcribo no puedo dejar de sentirme plenamente reflejado y me trasmiten la esperanza que necesito para seguir manteniéndome en este sendero.
 
Durante el primer año, estuve muy inquieto cuando me sentaba a meditar: me dolían las dorsales, el pecho, las piernas... A decir verdad, me dolía casi todo. Pronto me di cuenta, sin embargo, de que prácticamente no había un instante en que no me doliera alguna parte del cuerpo; era solo que cuando me sentaba a meditar me hacía consciente de ese dolor. Tomé entonces el hábito de formularme algunas preguntas tales como: ¿qué me duele?, ¿cómo me duele? Y, mientras me preguntaba esto e intentaba responderme, lo cierto era que el dolor desaparecía o, sencillamente, cambiaba de lugar. No tardé en extraer de esto una conclusión: la pura observación es transformadora; como diría Simone Weil -a quien empecé a leer en aquella época-, no hay arma más eficaz que la atención.
 
 
La inquietud mental, que fue lo que percibí justo después de las molestias físicas, no fue para mí una batalla menor o un obstáculo más soportable. Al contrario: un aburrimiento infinito me acechaba en muchas de mis sentadas, como empecé entonces a llamarlas. Me atormentaba quedar atrapado en alguna idea obsesiva, que no acertaba a erradicar; o en algún recuerdo desagradable, que persistía en presentarse precisamente durante la meditación. Yo respiraba armónicamente, pero mi mente era bombardeada con algún deseo incumplido, con la culpa ante alguno de mis múltiples fallos o con mis recurrentes miedos, que solían presentarse cada vez con nuevos disfraces. De todo esto huía yo con bastante torpeza: acortando los períodos de meditación, por ejemplo, o rascándome compulsivamente el cuello o la nariz -donde con frecuencia se concentraba un irritante picor-; también imaginando escenas que podrían haber sucedido -pues soy muy fantasioso-, componiendo frases para textos futuros -dado que soy escritor-, elaborando listas de tareas pendientes; recordando episodios de la jornada; ensoñando el día de mañana... ¿Debo continuar? Comprobé que quedarse en silencio con uno mismo es mucho más difícil de lo que, antes de intentarlo, había sospechado. No tardé en extraer de aquí una nueva conclusión: para mí resultaba casi insoportable estar conmigo mismo, motivo por el que escapaba permanentemente de mí. Este dictamen me llevó a la certeza de que, por amplios y rigurosos que hubieran sido los análisis que yo había hecho de mi conciencia durante mi década de formación universitaria, esa conciencia mía seguía siendo, después de todo, un territorio poco frecuentado.
 
La sensación era la de quien revuelve en el lodo. Tenía que pasar algún tiempo hasta que el barro se fuera posando y el agua empezase a estar más clara. Pero soy voluntarioso, como ya he dicho y, con el paso de los meses, supe que cuando el agua se aclara, empieza a poblarse de plantas y peces. Supe también, con más tiempo y determinación aún, que esa flora y fauna interiores se enriquecen cuanto más se observan. Y ahora, cuando escribo este testimonio, estoy maravillado de cómo podía haber tanto fango donde ahora descubro una vida tan variada y exuberante.
 
Fuente: Pablo d'Ors, Biografía del silencio. Siruela, Madrid 2017, p. 13-15.
 
 

domingo, 16 de diciembre de 2018

SILENCIO

Hace poco tiempo que estoy iniciándome en eso de “hacer silencio” por medio de la meditación. Durante mucho tiempo he creído (como sospecho que lo han hecho muchos otros igual que yo) que eso de la hacer silencio consistía en dejar la mente vacía, sin pensamiento alguno. ¡Nada más lejos de la realidad!
 
En el brevísimo espacio de tiempo que llevo explorando eso de la meditación, he aprendido una lección bastante valiosa: el silencio es aquel estado en el cual soy capaz de oír aquellos sonidos (externos, pero también internos) que, en un ambiente más ruidoso, he sido incapaz de percibir antes. Un amigo mío, que es invidente, tiene una imagen del silencio muy sugerente. Cuando entra en un ambiente silencioso sus oídos captan un molesto pitido, eso que los expertos conocen como “acufenos”. Me parece (insisto) una imagen muy interesante, ya que los acufenos (que están siempre presentes) se perciben con mayor fuerza cuanto menos ruido ambiental tenemos entorno nuestro. Lo que sucede es algo muy simple: el ruido ambiente oculta aquellos ruidos interiores.
 
De una forma análoga, el silencio interior no sería simplemente un estado, sino más bien un medio para poder escuchar mejor aquello que no solemos escuchar habitualmente. Así, cuanta más calidad tenga nuestro silencio interior, mayor será la capacidad para distinguir lo que bulle en mí interior (e incluso lo que bulle en el interior de los otros).
 
 
Una historia cuenta:
 
Un discípulo, antes de ser reconocido como tal por su maestro, fue enviado a la montaña para aprender a escuchar la naturaleza. Al cabo de un de un tiempo, volvió para dar cuenta al maestro de lo que había percibido.
- He oído el piar de los pájaros, el aullido del perro, el ruido del trueno…
- No, le dijo el maestro, vuelve otra vez a la montaña. Aún no estás preparado. Por segunda vez dio cuenta al maestro de lo que había percibido.
- He oído el rumor de las hojas al ser mecidas por el viento, el cantar del agua en el río, el lamento de una cría sola en el nido…
- No, le dijo de nuevo el maestro, aún no. Vuelve de nuevo a la naturaleza y escúchala. Por fin, un día…
- He oído el bullir de la vida que irradiaba del sol, el quejido de las hojas al ser holladas, el latido de la savia que ascendía por el tallo, el temblor de los pétalos al abrirse acariciados por la luz…
- Ahora sí. Ven, porque has escuchado lo que no se oye.
 
Hace poco, releyendo el libro “Sadhana”, del jesuita Anthony de Mello, encontré estas palabras con las que comienza el primer capítulo:
 
«El silencio es la gran revelación», dijo Lao-tse. Estamos acostumbrados a considerar la Escritura como la revelación de Dios. Y así es. Con todo, quisiera que, en este momento, descubrierais la revelación que aporta el silencio. Para recibir la revelación de la Escritura tenéis que aproximaros a ella; para captar la revelación del Silencio, debéis primero lograr silencio. Y ésta no es tarea sencilla.
 
Tony de Mello proponía un sencillo ejercicio: busque una postura cómoda, cierre los ojos y guarde silencio durante diez minutos, intentando que dicho silencio sea el silencio más total, tanto de corazón como de mente. Este silencio, una vez conseguido, nos abrirá a la revelación que trae consigo. Al llegar al final de esos diez minutos, si nos detenemos a reflexionar sobre lo que hemos hecho y experimentado en este tiempo, unos descubriremos que somos incapaces de acallar ni tan siquiera un instante el incesante flujo de pensamientos y emociones en nuestra mente. Otros sentirán pánico de ese silencio porque no les gusta enfrentarse a lo que se encuentran.
 
Tras hacer este ejercicio, mi experiencia personal podría catalogarse como “desalentadora”. Soy de los que son incapaces de contener totalmente su mente. No dejan de irrumpirme pensamientos, planes para el día de hoy, cosas que no debo olvidar hacer mañana, imágenes de mi pasado o cualquier tipo de estúpida preocupación (interesante palabra, “pre-ocupación”, que hace referencia a esa extraña capacidad mental de ocuparse de los problemas antes de que estos puedan presentarse en nuestras vidas).
 
Por esa razón, he terminado aceptando que el “silencio” es otra cosa y, visto de esa manera, es más revelador. El jesuita da una palabra de aliento:
 
…no existe motivo para desanimarse. Incluso esos pensamientos alocados pueden ser una revelación. ¿No es una revelación sobre ti mismo el hecho de que tu mente divague? Pero no basta con saberlo. Debes detenerte y experimentar ese vagabundeo. El tipo de dispersión en que tu mente se sumerge, ¿no es acaso revelador?
En este proceso hay algo que puede animarte: el hecho de que hayas podido ser consciente de tu dispersión mental, tu agitación interior o tu incapacidad de lograr silencio, demuestra que tienes dentro de ti al menos un pequeño grado de silencio, el grado de silencio suficiente para caer en la cuenta de todo esto.
 
Pues sí, Tony de Mello tenía razón. En efecto, todo lo que acude a mi mente cuando intento hacer silencio ¡resulta una gran revelación! Y no se trata de la revelación de algo sensacional, no es ninguna luz sobrenatural, ni tampoco se siente una inspiración divina. Se trata de la simple observación de lo que acaece.
 
Fuentes: José Carlos Bermejo, Regálame la salud de un cuento. Sal Terrae, Santander, 2004. También: Antonio de Mello, Sadhana, un camino de oración. Sal Terrae, Santander, 1990.
 

sábado, 24 de noviembre de 2018

CONSIDERACIÓN

Al hilo de las últimas publicaciones de este blog, me viene a la mente un inconveniente (el más lógico, por supuesto). En la actividad frenética en la que me veo envuelto una y otra vez, un día detrás de otro, es complicado ser capaz de detenerme a escuchar “lo que soy”. ¿Cuántas veces me permito descansar de preocupaciones? Siempre me obligo a ser fuerte, a rendir más y mejor, a ser más eficiente. Y cuando tengo un poco de tiempo libre, siempre acabo enredado por otras “prioridades”: las tareas domésticas, las obligaciones familiares, mi formación con cursos de actualización, mis espacios para el ocio, para el deporte o para el sueño reparador de fuerzas. Parezco un niño con una agenda repleta de actividades extraescolares. ¿Dónde dejo espacio a las necesidades de mi interior?
 
En la tradición cristiana hay textos que debieran considerarse “preceptivos”, en especial por lo saludables de pueden resultar. Nunca comprenderé como en la tradición religiosa en la que he crecido no se haya tenido en cuenta algo tan elemental: saber detenerse y contemplar el interior, ese lugar donde brotan las ilusiones y esperanzas, los odios, las culpas, los miedos..., quizá porque era más importante ser voceros de Dios para construir su Reino, para juzgar a los impíos o para erradicar el error desde el anatema.
 
A mi memoria acuden ahora fragmentos del Evangelio en los que se presenta a un Jesús que se retiraba a lugares sin gentes ni ruidos para poder orar: “Pero él se apartaba a lugares desiertos, y oraba…” (Lc 5, 16; Mc 6, 46); también frases de un Jesús que hablaba de la intimidad: “… porque el Reino de Dios está dentro de vosotros” (según algunas traducciones de Lc 17, 21). Tengo en el recuerdo la imagen de una iglesia de Madrid en cuyo frontis, justo encima de la entrada al templo, figura esas palabras de Mt 11, 28-30: “Venid a mi todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré…”.
 
Si alguien conoce la Biblia mejor que yo, podrá citar más textos que hablen de esta conducta tan saludable, pero tan poco practicada por muchos de los creyentes que conozco: detenerse, sosegarse, mirar adentro, tolerarse y aprender a perdonarse… para ser capaces de cambiar la mirada.
 
Hoy me gustaría traer a este barco una de esas ricas (y saludables) mercaderías que habla precisamente del “mandamiento” de la tregua, el reposo y la vacación: ese momento para respirar en profundidad y escuchar los propios adentros. Se trata de un fragmento del primer capítulo del tratado de las Consideraciones de san Bernardo de Claraval. Este padre de la orden cisterciense escribió estas líneas al entonces Papa Eugenio III, antiguo monje del monasterio de Claraval y discípulo del propio Bernardo.
 
En un lenguaje que brota de la confianza que un maestro puede tener con su pupilo o el de un padre con su hijo, San Bernardo mezcla en este tratado dirigido al pontífice romano afecto y firmeza (a veces dureza). Sin embargo, hoy quiero subir a este navío un fragmento perteneciente al primer capítulo de este tratado: una invitación a la consideración de uno mismo.
 
 
¿Por dónde comenzaría yo? Me decido a hacerlo por tus ocupaciones, pues son ellas las que más me mueven a condolerme contigo. Digo condolerme, en el caso de que a ti también te duelan. Si no es así, te diría que me apenan; pues no puede hablarse de condolencia cuando el otro no siente el mismo dolor. Por tanto, si te duelen me conduelo; y si no, siento aún mayor pena, porque un miembro insensibilizado difícilmente podrá recuperarse; no hay enfermedad tan peligrosa como la de no sentirse enfermo. Pero a mí ni se me ocurre pensar eso de ti.
 
Sé con qué gusto saboreabas hasta hace muy poco las delicias de tu dulce soledad. No puedes prescindir tan pronto de ellas. Es imposible que ya no lamentes su pérdida tan reciente. Una herida aún fresca duele muchísimo. Y no es posible que se haya encallecido la tuya tan pronto, ni te creo capaz de haberte insensibilizado en tan poco tiempo…
 
No te fíes demasiado del disgusto que ahora sientes. Nada hay tan arraigado en el ánimo que no pierda su fuerza con la negligencia y el paso del tiempo. La callosidad termina encubriendo una herida vieja ya olvidada; por eso se hace más difícil de curar cuanto menos duele… ¿Hay algo que no consiga cambiar la fuerza de la costumbre? La rutina nos relaja. Nada resiste la repetición asidua. Cuántos, debido a la inercia del hábito, han conseguido encontrar agradable lo que antes aborrecían por resultarles amargo.
 
En una palabra: es lo que siempre me temí de ti y lo temo ahora: que por haber diferido el remedio, al no poder soportar más el dolor, llegues desesperado, a abandonarte al peligro de forma irremediable. Tengo miedo, te lo confieso, de que en medio de tus ocupaciones, que son tantas, por no poder esperar que lleguen nunca a su fin, acabes por endurecerte tú mismo y lentamente pierdas la sensibilidad de un dolor tan justificado y saludable.
 
Sustráete de las ocupaciones al menos algún tiempo. Cualquier cosa menos permitirles que te arrastren y te lleven a donde tú no quieras. ¿Quieres saber a dónde? A la dureza del corazón. Si no te has estremecido ya, es que tu corazón ha llegado a ella. Corazón duro es simplemente aquel que no se espanta de sí mismo, porque ni lo advierte. No me hagas más preguntas. Ningún corazón duro llegó jamás a salvarse, a no ser que Dios, en su misericordia, lo convierta en un corazón de carne. ¿Cuándo es duro el corazón? Cuando no se rompe por la compunción, ni se ablanda con la compasión ni se conmueve en la oración… Es de corazón duro el hombre que del pasado sólo recuerda las injurias que le hicieron… En una palabra: es de corazón duro el que ni teme a Dios ni respeta al hombre.
 
Hasta este extremo pueden llevarte esas malditas ocupaciones si, tal como empezaste, siguen absorbiéndote por entero sin reservarte nada para ti mismo. Pierdes el tiempo; te diría que te agotas en un trabajo insensato con unas ocupaciones que no son sino tormento del espíritu, enervamiento del alma y pérdida de la gracia. El fruto de tantos afanes, ¿no se reducirá a puras telas de araña?...
 
¿Qué puedo hacer?, me dices. Abstenerte de esas ocupaciones. Acaso me responderás: Imposible; más fácil me resultaría renunciar a la Sede Apostólica. Precisamente eso sería lo más acertado si yo te exhortara a romper con ellas y no a interrumpirlas.
 
Escucha mi reprensión y mis consejos. Si toda tu vida y todo tu saber lo dedicas a las actividades y no reservas nada para la meditación ¿podría felicitarte? Creo que no podrá hacerlo nadie que haya escuchado lo que dice Salomón: “el que modera su actividad se hará sabio”. Porque incluso las mismas ocupaciones saldrán ganando si van acompañadas de un tiempo dedicado a la meditación. Si tienes ilusión de ser todo para todos, imitando al que se hizo Todo para todos, alabo tu bondad, a condición de que sea plena. Pero ¿cómo puede ser plena esa bondad si te excluyes a ti mismo de ella? Tú también eres un ser humano. Luego para que sea total y plena tu bondad, su seno, que abarca a todos los hombres, debe acogerte también a ti. Ya que todos te poseen, sé tú mismo uno de los que disponen de ti.
 
¿Por qué has de ser el único en no beneficiarte de tu propio oficio? ¿Cuándo, por fin, vas a darte audiencia a ti mismo entre tantos a quienes acoges? Te debes a sabios y a necios, ¿y te rechazas sólo a ti mismo? El temerario y el sabio, el esclavo y el libre, el rico y el pobre, el hombre y la mujer, el anciano y el joven, el clérigo y el laico, el justo y el impío, todos disponen de ti por igual, todos beben en tu corazón como en una fuente pública, ¿y te quedas tú solo con sed? Si es maldito el que dilapida su herencia ¿qué será del que se queda sin él mismo?
 
En definitiva, el que es cruel consigo mismo, ¿para quién es bueno? No te digo que siempre, ni te digo que a menudo, pero alguna vez, al menos, vuélvete hacia ti mismo. Aunque sea como a los demás, o siquiera después de los demás, sírvete a ti mismo.