Hasta los
niños sabían quién era Dofú Seringué Taibá M’Baye. Por supuesto que todavía no
eran capaces de apreciar sus enseñanzas, y sin embargo, cuando salía a la
puerta de su choza a respirar al sol el aire de la mañana, todos le llamaban
por su nombre, le rodeaban y le suplicaban, tirándole de su viejo vestido de
algodón:
— ¡Dofú
Seringué, cuéntanos algo! ¡Dofú Seringué, canta, canta!
Dofú
Seringué se sentaba en el suelo polvoriento, levantaba el índice y contaba y
cantaba.
Así transcurría
la primera hora del día. Después llegaban los hombres apasionados por la sabiduría.
Del norte, donde estaba el gran río; del sur, donde estaba el bosque; del mar
del oeste, de las montañas de levante, todos los días llegaban peregrinos que
habían oído hablar de su infinito saber. Se sentaban ante él, en su cabaña,
formando un semicírculo, y hasta la noche escuchaban su palabra poderosa, sus
juicios venerables, sus silencios sutiles y también sus risas entrecortadas,
pues Dofú Seringué Taibá M’Baye era de esos sabios de quienes hasta las risas
son provechosas.
Pero una
tarde, mientras él dirigía tranquilamente la palabra a un auditorio
boquiabierto, con un cántaro lleno de agua fresca a un lado y un fuego donde
ardían hierbas aromáticas al otro, un rumor atravesado por chillidos de mujeres
y carreras de niños invadió de pronto la aldea. Dofú Seringué alzó las cejas y
estiró el cuello. En el marco de la puerta apareció un crío sin aliento, con
los ojos brillantes y la boca abierta, que gritó, señalando al sol que se ponía
detrás de él entre dos árboles:
— ¡Viene
Puló Kangadó, el pastor loco!
La
noticia era importante. Puló Kangadó era tan conocido en el país como Dofú
Seringué. Pero todo lo que Dofú Seringué tenía de amable y buen compañero, lo
tenía Puló Kangadó de solitario, arisco y espantoso. Era alto, muy delgado, no
sonreía nunca y andaba a grandes zancadas ruidosas, cargado con el sable
colgado a la cintura de su andrajoso bubú, con la larga lanza que no abandonaba
jamás su mano izquierda y con las piezas de chatarra oxidada recogidas a lo
largo de los caminos que llevaba atadas alrededor del cuello, como trofeos. Le
llamaban el pastor loco porque contaban que pasaba las noches sin dormir, al
contrario que toda persona decente, e interrogando a las estrellas. Además, no
hablaba más que para plantear preguntas a las cuales nadie encontraba
respuesta, cosa que disgustaba enormemente a los sabios. Dofú Seringué y sus
discípulos reunidos oyeron de repente su fuerte voz fuera, en el aire de la tarde:
—
¡Dejadme pasar, niños, dejadme pasar! ¡Que uno de vosotros me conduzca a casa
de Dofú Seringué! ¡El venerable Dofú Seringué, a él es a quien busco!
— Te
llevaremos si antes nos dices una verdad verdadera —respondieron unas vocecitas
risueñas.
— ¿Una
verdad verdadera? Todas las cosas nuevas son hermosas ¡menos una!
— ¿Cuál,
Puló Kangadó, cuál?
— ¡La
muerte!
Apenas
salió esta palabra de su boca, Puló Kangadó franqueó el umbral de la cabaña
donde Dofú Seringué enseñaba los misterios de la vida. Saludó a la concurrencia
y, abriéndose paso a rodillazos y golpes de cadera, fue a sentarse delante de
aquel a quien deseaba escuchar, entre el cántaro de agua y las brasas del
hogar. Dofú Seringué le preguntó:
— ¿Qué
quieres, hombre?
— En
realidad, no gran cosa, venerable maestro —contestó el otro con su áspera voz
sonora. Yo ya tengo lo que Dios no tiene y puedo lo que Dios no puede.
Dofú
Seringué bajó la cara para disimular una sonrisa divertida, mientras los
hombres, con gestos de enorme sorpresa, se volvían hacia aquel hombre huraño,
plantado impasible en medio de ellos, que les sacaba a todos más de una cabeza.
— ¿Qué es
lo que tienes, hombre, que Dios no posea? —preguntó el viejo sabio, sin
levantar la mirada.
— Un
padre y una madre, venerable maestro. Según dicen, Dios no los tiene.
Dofú
Seringué dejó escapar una risita entre dientes.
— Es
cierto —dijo—. ¿Y qué puedes hacer que no esté al alcance de Dios?
— Él lo
sabe todo y lo ve todo. En cambio, yo puedo ser ignorante. Y puedo estar ciego
—respondió el pastor loco con cara de evidente orgullo, poniendo aún más de
relieve su gran estatura.
— También
es cierto —admitió Dofú Seringué—. ¿Y qué puedo hacer por ti, que pareces
saber más de lo que yo he sabido nunca?
Puló
Kangadó contestó:
— Un enigma
me atormenta, venerable maestro.
Inclinó
su enorme cuerpo hacia el fuego, tomó entre sus manos una brasa tan roja como
el sol poniente y la arrojó en el cántaro. Al momento salió del agua un vivo
silbido y una breve voluta de vapor. Puló Kangadó permaneció un instante en
silencio, se aseguró de que nadie se había perdido ni uno de sus gestos y dijo:
—Venerable
maestro, me gustaría saber cuál de los dos, el agua o el fuego, ha hecho ese
«¡chuf!» que acabamos de oír.
Dofú
Seringué le contempló un momento fijamente, pensativo, después su mirada se
perdió a lo lejos
— Eso
merece ser meditado —dijo.
Volvió a
bajar la cabeza. A su alrededor, sus discípulos doblaron la espalda y todos se
sumieron en un silencio tan perplejo y profundo que se oía la mano de Puló
Kangadó resbalando por el mango de su lanza erguida.
Cayó la
noche. La luna apareció en el cielo, y después las estrellas. En la plaza
desierta ya sólo vagaban algunos perros cansinos. Los más viejos de los que
meditaban, con la barbilla sobre el pecho, se abandonaban al sueño que el
enigma sin respuesta no podía ya contener. Puló Kangadó era el único que se
mantenía aún con la cabeza alta y los ojos abiertos de par en par, espiando el
menor movimiento del maestro, obstinadamente inmóvil y mudo. No obstante, se
le cayó la lanza, signo de que también le invadía una disimulada somnolencia.
La lanza rebotó ruidosamente en el poste de la cabaña y se clavó en la pared.
Entonces Dofú Seringué, por fin, volvió a levantar la cabeza y dijo, con mirada
viva y cara alegre, mientras todos parecían despertarse sobresaltados:
— Puló
Kangadó, hijo mío, acabo de descubrir cuál de los dos, la brasa o el agua,
produjo ese silbido que te atormenta. Pero antes de que te lo enseñe, tienes
que contestar a la pregunta que voy a hacerte.
Alzó su
larga mano de erudito y de un súbito golpe estampó una sonora bofetada en la
huesuda mejilla del alto pastor. Luego se inclinó hacia delante, afable y
malicioso, y preguntó:
— Dime,
¿cuál de las dos, mi mano o tu mejilla, ha hecho ese «¡plas!» que acabamos de
oír?
Puló
Kangadó se quedó totalmente pasmado un momento y después abrió la boca y dijo:
— Eso
merece ser meditado, venerable maestro.
Y se
marchó en la noche a interrogar a las estrellas.
Fuente: Henri Gougaud, Cuentos africanos,
Ediciones Sígueme, Salamanca, 2003, pp. 115-118.