EL BLOG SE PRESENTA...

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Al cumplir los cuarenta, mi creador comenzó a hacerse las típicas preguntas asociadas a aquella edad: «¿qué he hecho con mi vida hasta ahora?», «¿qué pienso hacer a partir de ahora con ella?». Esas cuestiones fueron el motor de un blog con un carácter más bien “autobiográfico”, una suerte de “registro de recuerdos” que pretendía anotar algunas de sus vivencias personales y su impacto en él. Sin embargo, aquellas primeras páginas se expresaban en función del autoconcepto y el estado de ánimo del autor. Si ambos eran bajos, el estilo de cada publicación traslucía ese sentir.
Con el tiempo, aquel proyecto acabó en vía muerta.
Dos años después, mi autor retomó aquel cuaderno de bitácora para reconstruirlo desde sus cimientos e intentar corregir sus defectos. ¡Y nací yo!
En mis inicios, fui un medio para satisfacer el deseo de compartir vivencias y reflexiones personales, así como textos y vídeos variados que gustaban a mi creador. Este navío quería traer a puerto todas aquellas mercancías que pudieran enriquecer a los que paseasen por sus páginas.
Con el paso del tiempo me he dado cuenta que soy todo eso y algo más. Si, sigo siendo el saco en el que se introducen todas aquellas vivencias, reflexiones, textos y videos que han enriquecido de una u otra manera a mi autor. Pero además, combinando palabras propias y prestadas, me estoy convirtiendo en el relato de un itinerario en el que mi creador describe su transformación. En mi se ha reunido todo aquello que ha formado parte (de alguna manera) de un proceso de ensanchamiento humano y espiritual, un proceso de evolución que aún continúa.

¡Bienvenidos!


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domingo, 12 de julio de 2015

UN SÍ VICTORIOSO

Esta semana quisiera terminar con esta serie de publicaciones dedicada al libro “El hombre en busca de sentido”, del que he querido compartir algunas páginas en este blog.
 
¿Qué puede hacer que un hombre dé un rotundo sí a la vida, incluso cuando no queda esperanza aparente? Frankl comparte esta experiencia:
 
 
En otra ocasión estábamos cavando una zanja. El amanecer sembraba una luz grisácea. Gris el cielo y gris la nieve, bañada por la luz del alba; grises los harapos que malamente cubrían los cuerpos de los prisioneros y también grises sus rostros. Mientras trabajaba, mi imaginación se escapó otra vez a conversar quedamente con mi esposa, o tal vez, intentaba escudriñar la razón de mis sufrimientos, de aquella lenta agonía. En una última y violenta protesta contra lo inexorable de una muerte inminente, sentí como si mi espíritu rasgara mi tristeza interior y se elevara por encima de aquel mundo desesperado, insensato, y por algún lugar escuché un victorioso «sí» en respuesta a mi pregunta sobre si la vida escondía en último término algún sentido. En aquel mismo momento encendieron una luz en una granja lejana, una luz que se recortaba sobre el horizonte como una pincelada de color frente al gris miserable de aquel amanecer en Baviera. «Et lux in tenebris lucet». Y la luz brilla en medio de la oscuridad.
 
 
 
Estuve muchas horas despedazando la tierra helada. El guardia pasaba junto a mí y me insultaba, pero yo continuaba charlando con mi amada. La presentía a mi lado, conmigo, cada vez con más intensidad. Sentía que casi podía tocarla, que si extendía mi mano cogería la suya. Fue una sensación terriblemente viva: ella estaba allí realmente. En ese mismo instante un pájaro alzó un breve vuelo y se posó frente a mí, sobre el montón de tierra que había extraído de la zanja, y se me quedó mirando fijamente.
 
Fuente: Viktor Frankl, El hombre en busca de sentido.
Ed. Herder, Barcelona, 2004, p. 68
 

domingo, 5 de julio de 2015

¿BELLEZA EN MEDIO DEL DOLOR?

La semana pasada publiqué un fragmento del libro de Frankl “El hombre en busca de sentido”. El libro plantea una cuestión que nunca nos atrevemos a formular: ¿cómo en medio del sufrimiento más extremo puede un hombre salir adelante?; ¿cómo aceptar, en medio del horror de un campo de concentración, que la vida sea digna de ser vivida?
 
Hoy quiero proseguir con estas líneas del libro del psiquiatra austríaco.
 
 
Esta intensificación de la vida interior defendía al prisionero contra el vacío, la desolación y la pobreza espiritual de su existencia actual, al tiempo que le permitía evadirse devolviéndole a su vida pasada. Al dar rienda suelta a su imaginación, ésta se recreaba en algunos sucesos del pasado, casi nunca en los más llamativos o notorios. Por el contrario, se entretenía con ternura en los pequeños sucesos cotidianos y en las cosas insignificantes. La nostalgia los transfiguraba y los recuerdos adquirían un matiz especial. El mundo que los acogió y su propia existencia parecían muy distantes y, sin embargo, el alma corría hacia ellos llena de añoranza: yo me veía en la parada del autobús, al cerrar la puerta de mi apartamento, contestando al teléfono, encendía las luces… Con frecuencia nuestros recuerdos volaban hacia esos pequeños detalles hogareños con tanta intensidad que casi nos hacían llorar.
 

A medida que la vida interior de los prisioneros se hacía más honda, apreciábamos la belleza del arte y la naturaleza, quizá por primera vez, o con una emoción desconocida. Bajo la viveza de esas experiencias estéticas conseguíamos incluso olvidarnos de las terribles circunstancias de nuestro entorno. Si alguien hubiese visto nuestros rostros radiantes de encanto durante el viaje que nos trasladaba de Auschwitz a un campo de Baviera, cuando contemplábamos las montañas de Salzburgo, con sus picos bañados por la luz crepuscular, asomados por los ventanucos del vagón del tren, nunca hubiese creído que se trataba de unos hombres sin ninguna esperanza de vida y de libertad. A pesar de este hecho —o quizá precisamente por esto— nos embrujaba la belleza de la naturaleza, de la que el cautiverio nos privó durante tanto tiempo. Hasta en el propio campo podía suceder que cualquiera de los prisioneros atrayese la atención de su camarada de trabajo a su lado señalándole una hermosa vista de la luz del crepúsculo a través de las altas copas de los bosques bávaros (igual que en la famosa acuarela de Durero). En esos mismos bosques nosotros construíamos un almacén de municiones secreto. Una tarde, ya de regreso en los barracones, derrengados sobre el suelo, muertos de cansancio, con el cuenco de sopa entre las manos, entró de repente uno de los prisioneros para urgirnos a salir al patio y contemplar una maravillosa puesta de sol. Allí, de pie, vimos hacia el oeste unos densos nubarrones y el cielo entero plagado de nubes que continuamente variaban de forma y de color, desde el azul acero al rojo bermellón. Esa luminosidad menguante contrastaba de forma hiriente con el gris desolador de los barracones, especialmente cuando los charcos del suelo fangoso reflejaban el resplandor de aquel cielo tan bello. Luego, tras unos minutos de silencio y emoción, un prisionero le dijo a otro: «¡Qué hermoso podría ser el mundo…!»

Fuente: Viktor Frankl, El hombre en busca de sentido.
Ed. Herder, Barcelona, 2004, pp. 67-68

 

domingo, 28 de junio de 2015

EL REFUGIO INTERIOR

Después de una larguísima temporada ausente por motivos familiares, regreso a este blog. Quisiera compartir algunos fragmentos del libro “El hombre en busca de sentido”, de del psiquiatra austríaco Viktor Frankl. Escrito en 1945, tras sobrevivir al holocausto nazi, describe la vida del prisionero de un campo de concentración desde la perspectiva de un psiquiatra. Incluso en las condiciones más extremas de deshumanización y sufrimiento, el libro afirma que el hombre puede encontrar una razón para vivir, basada en su dimensión espiritual.
 
A pesar del primitivismo físico y mental imperantes a la fuerza, en la vida del campo de concentración aún era posible desarrollar una profunda vida espiritual. Frankl afirmaba que las personas de mayor sensibilidad, acostumbradas a una rica vivencia intelectual, sufrieron muchísimo ya que su constitución era endeble o enfermiza, sin embargo, el daño infligido a su ser íntimo fue mucho menor, al ser capaces de abstraerse del terrible entorno y sumergirse en un mundo de riqueza interior y de libertad de espíritu.
 
Para aclarar esta cuestión, Frankl recurre a una experiencia personal. Como cada mañana, antes del alba, los prisioneros se dirigían andando hacia su lugar de trabajo. Los guardianes les conducían a culatazos de sus rifles sin dejar en ningún momento de chillarles. El hombre que marchaba al lado de Frankl le susurró: «¡Si nuestras mujeres nos vieran ahora! Espero que ellas estén mejor en sus campos y desconozcan nuestra situación». Sus palabras avivaron en Frankl el recuerdo de su esposa.
 
El psiquiatra austriaco continúa con las siguientes palabras:
 
 
Durante kilómetros caminábamos a trompicones, resbalando en el hielo y sosteniéndonos continuamente el uno al otro, sin decir palabra alguna, pero mi compañero y yo sabíamos que ambos pensábamos en nuestras mujeres. De vez en cuando levantaba la vista al cielo y contemplaba el diluirse de las estrellas al tiempo que  primer albor rosáceo de la mañana se dejaba ver tras una oscura franja de nubes. Pero mi mente se aferraba a la imagen de mi esposa, imaginándola con una asombrosa precisión. Me respondía, me sonreía me miraba con su mirada cálida y franca. Real o irreal, su mirada lucía más que el sol del amanecer. En ese estado de embriaguez nostálgica se cruzó por mi mente un pensamiento que me petrificó pues por primera vez comprendí la sólida verdad dispersa en las canciones de tantos poetas o proclamada en la brillante sabiduría de tantos pensadores y de los filósofos: el amor es la meta última y más alta a la que puede aspirar el hombre. Entonces percibí en toda su hondura el significado del mayor secreto que la poesía, el pensamiento y las creencias humanas intentan comunicarnos: la salvación del hombre sólo es posible en el amor y a través del amor. Intuí cómo un hombre, despojado de todo, puede saborear la felicidad —aunque sólo sea un suspiro de felicidad— si contempla el rostro de su ser querido. Aun cuando el hombre se encuentre en una situación de desolación absoluta, sin posibilidad de expresarse por medio de una acción positiva, cuando su único horizonte vital de soportar correctamente —con dignidad— el sufrimiento omnipresente, aun en esa situación ese hombre puede realizarse en la amorosa contemplación de la imagen de su persona amada. Ahora sí entiendo el sentido y el significado de aquellas palabras: «Los ángeles se abandonan en la contemplación eterna de la gloria infinita».
 
 
Delante de mí un hombre tropezó y se desplomó, los que le seguían cayeron sobre él. El guardián se acercó a toda prisa y sacudión el látigo sobre aquellos cuerpos esparcidos por el suelo. Este incidente distrajo mi mente de sus pensamientos un largo instante, pero enseguida mi alma encontró de nuevo el camino para regresar a ese otro fantástico mundo, y olvidándome nuevamente de la cruda realidad de la vida en cautiverio, reanudé la conversación con mi amada: yo le preguntaba y ella contestaba; después preguntaba ella y respondía yo.
 
«¡Alto!» Esa orden significaba que habíamos alcanzado el lugar del trabajo. Nos abalanzamos dentro de la oscura caseta con la esperanza de encontrar alguna herramienta en buen estado. Cada prisionero se hizo con una piqueta y una pala.
 
«¿No podéis daros más prisa, cerdos?» En unos minutos reanudamos el trabajo en la zanja justo donde lo habíamos dejado el día anterior. El suelo helado crujía bajo la acción de las piquetas, y saltaban chispas. Los hombres permanecían en silencio, como con el cerebro entumecido o anestesiado.
 
Mi mente todavía se aferraba a la imagen de mi mujer. De pronto me asaltó una inquietud: no sabía si aún vivía. Sin embargo, ahora estaba convencido de una cosa, algo que había aprendido demasiado bien: el amor trasciende la persona física del ser amado y encuentra su sentido más profundo en el ser espiritual del otro, en su yo íntimo. Que esté o no presente esa persona, que continúe viva o no, de algún modo pierde su importancia. Ignoraba si mi mujer vivía y carecía de medios para averiguarlo (a lo largo de mi cautiverio jamás tuvimos contacto postal con el exterior); aunque en ese momento esa cuestión tan vital dejó de importarme. No sentía ninguna necesidad de comprobarlo: nada podía afectar a la fuerza de mi amor, de mis pensamientos o de la mirada amorosa de su figura espiritualizada. Si por aquel entonces hubiera conocido la muerte de mi mujer, creo que aun así me habría entregado —insensible a la realidad— a la contemplación de su imagen y mentalmente habría conversado con ella con la misma viveza y satisfacción. «Sella conmigo tu corazón… pues fuerte como la muerte es el amor» (Cantar de los Cantares 8,6).
 
Fuente: Viktor Frankl, El hombre en busca de sentido.
Ed. Herder, Barcelona, 2004, pp. 64-65
 
Viktor Frankl sobrevivió al Holocausto, pero tanto su esposa como sus padres fallecieron en los campos de concentración.