En una pasada publicación de este blog (Cuarenta veces que naciera), ya tuve la ocasión de contar que soy voluntario en un centro hospitalario de Madrid. Dicha institución cuenta con una unidad de cuidados paliativos… y no creo que deba explicar qué tipo de enfermos son los que ocupan este tipo de servicios hospitalarios.
Desde hace un mes, paso cada miércoles por la habitación de una paciente que apenas recibe visitas ya que es soltera y su único familiar cercano es una cuñada que se acerca siempre que puede y se lo permiten sus obligaciones. Sin embargo, estas visitas no siempre son suficientes y esta paciente agradece sobremanera la presencia de los voluntarios del servicio de paliativos que se acercan por su habitación a conversar un rato con ella.
El pasado miércoles me acerqué a verla. En los últimos días esta mujer había empeorado. Se encontraba en cama y parecía estar dormida. Se percibía en su aspecto que la enfermedad estaba progresando, ya que presentaba una ictericia muy llamativa. Al tocarla el brazo, abrió los ojos y me sonrió. Su mirada también se veía afectada por la ictericia, que teñía el blanco de sus ojos de un color amarillento. Se la veía sin muchas fuerzas y darse la vuelta en la cama parecía resultarle algo muy difícil.
“¿Quieres que me quede un rato contigo?”, le pregunté. “Si…”, fue su breve respuesta. Me senté al lado de su cama y tomé su mano entre las mías. Y así me quedé un buen rato. Ella sólo sonreía y musitaba de vez en cuando: “Gracias…”. Finalmente terminó cerrando sus ojos mientras mantenía dibujada su sonrisa en la boca.
En una situación como esta no dejaba de recordar aquello que suele decirse: ¡qué incómodo puede ser mantener un silencio así durante mucho tiempo! Sin embargo, nunca me he sentido más cómodo que en esta ocasión. No necesitaba dar palabras de ánimo a esa persona, no necesitaba darle conversación. Sostener su mano entre las mías era suficiente. Parecerá muy poco, pero era muchísimo para aquella paciente. No necesitábamos más… ni ella ni yo. Aquel silencio y aquel gesto de ternura, su mano entre las mías, lo eran todo y aquella mujer no parecía necesitar nada más.
Durante aquellos minutos repitió su agradecimiento en un par de ocasiones más.
Esa experiencia me da que pensar. ¿Resulta tan complicado acompañar a un enfermo grave manteniendo el silencio y la sola presencia? ¿La soledad se llena con conversaciones? ¿Es inútil el silencio? Puedo asegurar que ese rato que permanecí con esta enferma no me sentí en absoluto inútil.
Es cierto… un gesto, una actitud, valen más que mil palabras de consuelo.
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