EL BLOG SE PRESENTA...

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Al cumplir los cuarenta, mi creador comenzó a hacerse las típicas preguntas asociadas a aquella edad: «¿qué he hecho con mi vida hasta ahora?», «¿qué pienso hacer a partir de ahora con ella?». Esas cuestiones fueron el motor de un blog con un carácter más bien “autobiográfico”, una suerte de “registro de recuerdos” que pretendía anotar algunas de sus vivencias personales y su impacto en él. Sin embargo, aquellas primeras páginas se expresaban en función del autoconcepto y el estado de ánimo del autor. Si ambos eran bajos, el estilo de cada publicación traslucía ese sentir.
Con el tiempo, aquel proyecto acabó en vía muerta.
Dos años después, mi autor retomó aquel cuaderno de bitácora para reconstruirlo desde sus cimientos e intentar corregir sus defectos. ¡Y nací yo!
En mis inicios, fui un medio para satisfacer el deseo de compartir vivencias y reflexiones personales, así como textos y vídeos variados que gustaban a mi creador. Este navío quería traer a puerto todas aquellas mercancías que pudieran enriquecer a los que paseasen por sus páginas.
Con el paso del tiempo me he dado cuenta que soy todo eso y algo más. Si, sigo siendo el saco en el que se introducen todas aquellas vivencias, reflexiones, textos y videos que han enriquecido de una u otra manera a mi autor. Pero además, combinando palabras propias y prestadas, me estoy convirtiendo en el relato de un itinerario en el que mi creador describe su transformación. En mi se ha reunido todo aquello que ha formado parte (de alguna manera) de un proceso de ensanchamiento humano y espiritual, un proceso de evolución que aún continúa.

¡Bienvenidos!


domingo, 26 de febrero de 2017

CUANDO TODO VA MAL

Un hereje está huyendo de la enardecida multitud que lo quiere lapidar.
 
En su alocada carrera no es consciente del precipicio que tiene enfrente y cae en él. Por suerte, consigue agarrarse a un arbusto que hay justo en el borde del abismo. Y así, queda suspendido sobre el vacío, colgado de la frágil rama.
 
Al mirar hacia abajo ve dos enormes tigres, que saltando y babeando, esperan impacientes que caiga para comérselo.
 
Luego mira hacia arriba y descubre que dos ratas están royendo el tallo del cual permanece colgado, y un poco más lejos distingue a la furiosa multitud, que viene corriendo hacia él para ajusticiarlo.
 
Entonces se da cuenta de que a su derecha hay una mata de fresas cargada de frutos. Extiende un brazo, toma dos fresas, se las lleva a la boca y saboreándolas con gran placer; exclama extasiado:
 
— ¡Deliciosas!

domingo, 19 de febrero de 2017

CINCO SEMANAS

Hace ya más de un mes que no publico nada en este espacio… y ya lo echaba de menos. Después de haber dedicado estas últimas cinco semanas a otros asuntos que requerían de mí mucha más atención, regreso con alguna de mis mercaderías. Tras tanto tiempo, esta tarde quiero traer en mi navío un relato que hace muchos años pude leer en un libro de cuentos africanos, y que seguro ayudará a pasar un rato agradable.
 
 
Había una vez un anciano centenario que tenía dos hijos. Los tres vivían en una vieja cabaña al fondo de una callejuela, entre los últimos muros de las afueras y el basurero. Eran desgraciados y estaban descontentos de la vida.
 
Una tarde los dos hermanos volvieron a su casucha sin ni siquiera un mendrugo, una lechuga o un palo de regaliz que morder. Se sentaron en el suelo y se quedaron cabizbajos, escuchando los ruidos de sus estómagos vacíos. Su padre se sentó a la mesa y, ante su cuenco lleno de crepúsculo, reflexionó largamente. Por fin dijo:
 
— Hijos, tengo mucha hambre.
 
Los dos muchachos gruñeron. Una mosca se puso a zumbar a su alrededor, exploró sus orejas y la punta de su nariz, y volvió a marcharse por el ventanuco. El viejo masculló:
 
—Detesto tener hambre. Y todavía detesto más, hijos míos, veros escuálidos y harapientos.
 
Los tres al unísono dieron un suspiro que le partiría el corazón a la luna. Un perro aulló a lo lejos.
 
— Vendedme, hijos —propuso finalmente el viejo.
 
Los hijos pensaron: «Se ha vuelto loco». El padre les dirigió una mirada penetrante y siguió tranquilamente con su idea.
 
— Llevadme al mercado, ponedme sobre una manta y colgadme al cuello un letrero en el que hayáis escrito con buena letra: «Se vende sabio a buen precio». Guardo en mi cabeza un tesoro de consejos, de sensatez y de respuestas que no han servido para nada. Mi comprador podrá consultarme sobre todo. Resolveré sus perplejidades. Además, a mi edad, mantenerme le costará poco. Me visto con nada, no como más que un gato viejo, duermo donde sea, de pie, sentado o acostado. Pensándolo bien, soy un buen negocio. Lo dicho. Vosotros me venderéis y con el dinero que ganéis podréis vivir cómodamente, si sabéis invertirlo como es debido. Ahora, buenas noches.
 
Y se durmió sentado.
 
 
A la mañana siguiente, como la voluntad de un padre era indiscutible, los dos hermanos llevaron al suyo al mercado. Un rico comerciante encontró atrayente la oferta y pagó por él mil dinares de oro. Tener en su casa a un sabio centenario bien valía ese precio, a su entender. Lo llevó a su palacete montado en un asno alquilado y lo instaló en una habitación vacía, al fondo de la casa. Quiso comprobar su talento en seguida.
 
— La paz contigo —le dijo—. Padre, necesito que me aconsejes. Prueba esta miel. Tengo intención de comprar varios miles de tarros de ella. ¿Es de buenas flores?
 
El hombre la olfateó, le dio un lametón, inspiró profundamente y contestó:
 
— Es agradable al paladar, señor, pero me temo que no sea saludable. Está hecha de un polen que huele a muerto.
 
— Pero si no has hecho más que probarla —se admiró el comerciante—. ¿Cómo puedes saber eso?
 
— Entérate de esto, señor: el saber es el esposo, el sabor es la esposa y su hija es la verdad.
 
— Tengo mis dudas —replicó el otro.
 
Fue a visitar al dueño de las abejas y le preguntó dónde estaban colocadas sus colmenas. El hombre le señaló un bosquecillo de olivos próximo al muro de un cementerio. El comerciante, maravillado, regresó a toda prisa y abrazó al abuelo.
 
—¡Oh sabio! —le dijo—, ¡oh, ornato principal de mi morada!
 
— Señor —le respondió el viejo—, Dios me guarde de ser lo que dices. No quiero ser un adorno. Quiero, si es posible, ser útil de vez en cuando. Sírvete de mí o déjame en paz.
 
— Anciano —dijo el comerciante—, tus palabras son tan apropiadas que se merecen una cena regia.
 
Y mandó que le sirvieran una comida a base de pan tierno y cordero asado. En los primeros días del verano, volvió a verle.
 
— ¡Qué puedo hacer por ti, señor? —le preguntó el sabio.
 
— Corre la cortina y mira afuera. ¿Qué ves?
 
— Un jardín, hermosos árboles...
 
— ¡Qué más ves?
 
— Una yegua, señor, de crines soberbias y finos miembros. De buena raza.
 
— Me gustaría comprarla.
 
— Sería un error, señor. Nació de una madre al borde de la edad crítica.
 
El comerciante protestó:
 
— ¡Eso es imposible, anciano!
 
Corrió a interrogar al vendedor del animal. El sabio había acertado otra vez. Cuando regresó, admirado, le dijo:
 
— ¡Gracias, abuelo! Tu ojo ve lo invisible. Te ofrezco un suplemento de pan y de cordero.
 
— ¿No tienes otra cosa, señor? —suspiró el viejo.
 
Al comienzo del otoño, una mañana hubo mucho jaleo en la casa. Sentado sobre su alfombra, el viejo sabio escuchó, cerró los ojos y sonrió. Su amo fue a verle, elegantemente ataviado, y le deseó con alegría los buenos días.
 
— Me caso —le dijo—. ¡Escucha los cantos! Padre sabio, quiero presentarte a la reina de este día, a mi adorada novia. Acércate, gacela mía. Francamente, abuelo, ¿qué te parece?
 
— Es hermosa, señor. Eso es evidente. No puedo decir más.
 
— No pareces muy convencido —contestó el otro con mirada de inquietud—. No olvides que debes decirme toda la verdad.
 
— Sí, debo decírtela, por desgracia. Por tanto, tengo que hablar. Allá voy: tu gacela es hija de una famosa prostituta.
 
— ¿Cómo te atreves a decir eso? ¡Su abuelo era un príncipe!
 
— Compruébalo.
 
El que estaba a punto de casarse salió a toda prisa y regresó descompuesto. Aquella noche el viejo cenó pan y cordero.
 
 
Una semana después fueron sus hijos a visitarle. Los mil dinares de oro de la venta del sabio habían cambiado sus vidas. Habían comprado una elegante tienda de comestibles.
 
— ¿Eres feliz, padre? ¿Tu amo es un buen hombre?
 
— Lo es, hijos míos. Me cuida y me honra. Cada vez que le doy un consejo juicioso, manda que me sirvan una cena de pan tierno y cordero asado. Le estoy agradecido por ello, ya que es el regalo más adecuado por su parte. ¿Qué mejor podría ofrecer el hijo de un cocinero y una panadera?
 
Mientras decía esto, el dueño de la casa pasaba por el pasillo y le oyó, se sonrojó, rugió, echó chispas por las orejas y por poco explota.
 
— ¡Maldición! —se dijo—. ¿Será posible que yo sea un hijo del pueblo bajo?
 
Fue corriendo a casa de su madre, que era hermana del sultán, y cuando estuvo ante ella, le preguntó:
 
— Madre, ¿quién soy?
 
— Hijo mío —le contestó ella—, tendré que confesártelo, ya que me lo preguntas. En mi juventud, no podía darle un hijo a tu padre. Estaba desesperada y él no podía dormir. Entonces te compramos por mil dinares de oro a una panadera que acababa de darte a luz. Su marido, si mal no recuerdo, era cocinero en la calle de los Asadores.
 
— ¿Me comprasteis, madre mía? ¿Por mil dinares de oro? ¡Es verdad!
 
Y se marchó con una carcajada. En cuanto volvió a su casa, fue a dar un abrazo a su sabio padre, pero no fue capaz de articular palabra debido a la risa que le entró.
 
— Por fin has aprendido la alegre humildad y sabes quién eres —le dijo el sabio—. Ya no tienes necesidad de mis servicios. Adiós, pues. Me voy a ayudar a mis hijos a la tienda. Me necesitan. Venden esa miel que huele a cementerio. ¡El trabajo no se acaba nunca!
 
Salió, se desperezó bajo el sol del jardín y, con el paso comedido de un lozano centenario, desapareció entre los árboles.