EL BLOG SE PRESENTA...

EL BLOG SE PRESENTA...

Al cumplir los cuarenta, mi creador comenzó a hacerse las típicas preguntas asociadas a aquella edad: «¿qué he hecho con mi vida hasta ahora?», «¿qué pienso hacer a partir de ahora con ella?». Esas cuestiones fueron el motor de un blog con un carácter más bien “autobiográfico”, una suerte de “registro de recuerdos” que pretendía anotar algunas de sus vivencias personales y su impacto en él. Sin embargo, aquellas primeras páginas se expresaban en función del autoconcepto y el estado de ánimo del autor. Si ambos eran bajos, el estilo de cada publicación traslucía ese sentir.
Con el tiempo, aquel proyecto acabó en vía muerta.
Dos años después, mi autor retomó aquel cuaderno de bitácora para reconstruirlo desde sus cimientos e intentar corregir sus defectos. ¡Y nací yo!
En mis inicios, fui un medio para satisfacer el deseo de compartir vivencias y reflexiones personales, así como textos y vídeos variados que gustaban a mi creador. Este navío quería traer a puerto todas aquellas mercancías que pudieran enriquecer a los que paseasen por sus páginas.
Con el paso del tiempo me he dado cuenta que soy todo eso y algo más. Si, sigo siendo el saco en el que se introducen todas aquellas vivencias, reflexiones, textos y videos que han enriquecido de una u otra manera a mi autor. Pero además, combinando palabras propias y prestadas, me estoy convirtiendo en el relato de un itinerario en el que mi creador describe su transformación. En mi se ha reunido todo aquello que ha formado parte (de alguna manera) de un proceso de ensanchamiento humano y espiritual, un proceso de evolución que aún continúa.

¡Bienvenidos!


domingo, 19 de marzo de 2017

ESPECTACULAR

De vez en cuando se descubren bellezas como la que hoy quiero compartir. Cuando se encuentra algo tan hermoso es muy difícil resistirse a compartirlo. Este coro interpreta el tema “África” del grupo estadounidense Toto. Simplemente es mágico.
 
 
 

domingo, 12 de marzo de 2017

LA ESENCIA DE LA SABIDURÍA

El viejo rey había muerto demasiado pronto. Su joven hijo era aún inmaduro, y subió al trono preocupado por estar tan poco formado para la carga que le incumbía. Tenía la penosa impresión de que la corona le resbalaba de la cabeza, porque era demasiado ancha y demasiado pesada. Se atrevió a decirlo, y los consejeros se tranquilizaron, al pensar: «Su conciencia de no saber, de no estar preparado, le predispone a ser un buen rey, capaz de aceptar un consejo, de escuchar sugerencias sin precipitarse a decidir, de reconocer un error y de estar dispuesto a corregirlo. Alegrémonos por el reino». Él, preocupado por instruirse, hizo acudir a todos los hombres cultos del reino: eruditos, monjes y sabios reconocidos, tomó a algunos como consejeros y pidió a los otros que fueran por todo el mundo para buscar y traer toda la ciencia conocida en su época, a fin de extraer de ella el conocimiento, la sabiduría incluso.
 
Unos partieron tan lejos como la tierra podía llevarlos, otros tomaron las rutas marítimas hasta los confines del horizonte. Dieciséis años después, regresaron cargados de rollos, de libros, de sellos y de símbolos. El palacio, con lo grande que era, no podía contener una abundancia de ciencia tan prodigiosa. ¡El que había vuelto de China había traído, él solo, a lomos de innumerables dromedarios, los veintitrés mil volúmenes de la enciclopedia Cang-Xi, además de las obras de Lao Tsé, Confucio, Mencio y muchos otros, tanto famosos como desconocidos!
 
El rey recorrió a caballo la ciudad del saber, que había tenido que hacer construir para recibir semejante abundancia. Se quedó satisfecho con sus mensajeros, pero comprendió que una sola vida no bastaba para leerlo y comprenderlo todo. Pidió, pues, a los letrados que leyeran los libros en su lugar, sacaran de ellos el meollo fundamental y redactaran, para cada ciencia, una obra accesible.
 
Pasaron ocho años hasta que los letrados pudieron llevar al rey una biblioteca constituida sólo por los resúmenes de toda la ciencia humana. El rey recorrió a pie la inmensa biblioteca así formada. Ya no era muy joven, veía que la vejez se acercaba a marchas forzadas, y comprendió que no tendría tiempo en esta vida de leer y asimilar todo aquello. Por eso pidió a los letrados que habían estudiado los textos, que escribieran un artículo por cada ciencia, yendo directamente a lo esencial.

 
Pasaron ocho años hasta que todos los artículos estuvieron preparados, pues bastantes eruditos de los que habían partido al fin del mundo a recopilar toda aquella ciencia habían muerto ya, y los letrados jóvenes que retomaban la tarea en marcha tenían primero que releerlo todo, antes de escribir un articulo.
 
Por fin, un libro de varios volúmenes fue enviado al viejo rey, enfermo en su lecho, y él pidió que cada uno resumiera su artículo en una frase.
 
Resumir una ciencia en pocas palabras no es cosa fácil, y se necesitaron ocho años más hasta que se formó un libro que contenía una frase sobre cada una de las ciencias y las sabidurías estudiadas.
 
Al viejo consejero que le llevó el libro, el rey, que se moría, le murmuró:
 
— Dime una sola frase que resuma todo este saber, toda esta sabiduría. ¡Una sola frase antes de mi muerte!
 
— Señor —dijo el consejero—, toda la sabiduría del mundo se contiene en tres palabras: «Vivir el momento».

domingo, 26 de febrero de 2017

CUANDO TODO VA MAL

Un hereje está huyendo de la enardecida multitud que lo quiere lapidar.
 
En su alocada carrera no es consciente del precipicio que tiene enfrente y cae en él. Por suerte, consigue agarrarse a un arbusto que hay justo en el borde del abismo. Y así, queda suspendido sobre el vacío, colgado de la frágil rama.
 
Al mirar hacia abajo ve dos enormes tigres, que saltando y babeando, esperan impacientes que caiga para comérselo.
 
Luego mira hacia arriba y descubre que dos ratas están royendo el tallo del cual permanece colgado, y un poco más lejos distingue a la furiosa multitud, que viene corriendo hacia él para ajusticiarlo.
 
Entonces se da cuenta de que a su derecha hay una mata de fresas cargada de frutos. Extiende un brazo, toma dos fresas, se las lleva a la boca y saboreándolas con gran placer; exclama extasiado:
 
— ¡Deliciosas!

domingo, 19 de febrero de 2017

CINCO SEMANAS

Hace ya más de un mes que no publico nada en este espacio… y ya lo echaba de menos. Después de haber dedicado estas últimas cinco semanas a otros asuntos que requerían de mí mucha más atención, regreso con alguna de mis mercaderías. Tras tanto tiempo, esta tarde quiero traer en mi navío un relato que hace muchos años pude leer en un libro de cuentos africanos, y que seguro ayudará a pasar un rato agradable.
 
 
Había una vez un anciano centenario que tenía dos hijos. Los tres vivían en una vieja cabaña al fondo de una callejuela, entre los últimos muros de las afueras y el basurero. Eran desgraciados y estaban descontentos de la vida.
 
Una tarde los dos hermanos volvieron a su casucha sin ni siquiera un mendrugo, una lechuga o un palo de regaliz que morder. Se sentaron en el suelo y se quedaron cabizbajos, escuchando los ruidos de sus estómagos vacíos. Su padre se sentó a la mesa y, ante su cuenco lleno de crepúsculo, reflexionó largamente. Por fin dijo:
 
— Hijos, tengo mucha hambre.
 
Los dos muchachos gruñeron. Una mosca se puso a zumbar a su alrededor, exploró sus orejas y la punta de su nariz, y volvió a marcharse por el ventanuco. El viejo masculló:
 
—Detesto tener hambre. Y todavía detesto más, hijos míos, veros escuálidos y harapientos.
 
Los tres al unísono dieron un suspiro que le partiría el corazón a la luna. Un perro aulló a lo lejos.
 
— Vendedme, hijos —propuso finalmente el viejo.
 
Los hijos pensaron: «Se ha vuelto loco». El padre les dirigió una mirada penetrante y siguió tranquilamente con su idea.
 
— Llevadme al mercado, ponedme sobre una manta y colgadme al cuello un letrero en el que hayáis escrito con buena letra: «Se vende sabio a buen precio». Guardo en mi cabeza un tesoro de consejos, de sensatez y de respuestas que no han servido para nada. Mi comprador podrá consultarme sobre todo. Resolveré sus perplejidades. Además, a mi edad, mantenerme le costará poco. Me visto con nada, no como más que un gato viejo, duermo donde sea, de pie, sentado o acostado. Pensándolo bien, soy un buen negocio. Lo dicho. Vosotros me venderéis y con el dinero que ganéis podréis vivir cómodamente, si sabéis invertirlo como es debido. Ahora, buenas noches.
 
Y se durmió sentado.
 
 
A la mañana siguiente, como la voluntad de un padre era indiscutible, los dos hermanos llevaron al suyo al mercado. Un rico comerciante encontró atrayente la oferta y pagó por él mil dinares de oro. Tener en su casa a un sabio centenario bien valía ese precio, a su entender. Lo llevó a su palacete montado en un asno alquilado y lo instaló en una habitación vacía, al fondo de la casa. Quiso comprobar su talento en seguida.
 
— La paz contigo —le dijo—. Padre, necesito que me aconsejes. Prueba esta miel. Tengo intención de comprar varios miles de tarros de ella. ¿Es de buenas flores?
 
El hombre la olfateó, le dio un lametón, inspiró profundamente y contestó:
 
— Es agradable al paladar, señor, pero me temo que no sea saludable. Está hecha de un polen que huele a muerto.
 
— Pero si no has hecho más que probarla —se admiró el comerciante—. ¿Cómo puedes saber eso?
 
— Entérate de esto, señor: el saber es el esposo, el sabor es la esposa y su hija es la verdad.
 
— Tengo mis dudas —replicó el otro.
 
Fue a visitar al dueño de las abejas y le preguntó dónde estaban colocadas sus colmenas. El hombre le señaló un bosquecillo de olivos próximo al muro de un cementerio. El comerciante, maravillado, regresó a toda prisa y abrazó al abuelo.
 
—¡Oh sabio! —le dijo—, ¡oh, ornato principal de mi morada!
 
— Señor —le respondió el viejo—, Dios me guarde de ser lo que dices. No quiero ser un adorno. Quiero, si es posible, ser útil de vez en cuando. Sírvete de mí o déjame en paz.
 
— Anciano —dijo el comerciante—, tus palabras son tan apropiadas que se merecen una cena regia.
 
Y mandó que le sirvieran una comida a base de pan tierno y cordero asado. En los primeros días del verano, volvió a verle.
 
— ¡Qué puedo hacer por ti, señor? —le preguntó el sabio.
 
— Corre la cortina y mira afuera. ¿Qué ves?
 
— Un jardín, hermosos árboles...
 
— ¡Qué más ves?
 
— Una yegua, señor, de crines soberbias y finos miembros. De buena raza.
 
— Me gustaría comprarla.
 
— Sería un error, señor. Nació de una madre al borde de la edad crítica.
 
El comerciante protestó:
 
— ¡Eso es imposible, anciano!
 
Corrió a interrogar al vendedor del animal. El sabio había acertado otra vez. Cuando regresó, admirado, le dijo:
 
— ¡Gracias, abuelo! Tu ojo ve lo invisible. Te ofrezco un suplemento de pan y de cordero.
 
— ¿No tienes otra cosa, señor? —suspiró el viejo.
 
Al comienzo del otoño, una mañana hubo mucho jaleo en la casa. Sentado sobre su alfombra, el viejo sabio escuchó, cerró los ojos y sonrió. Su amo fue a verle, elegantemente ataviado, y le deseó con alegría los buenos días.
 
— Me caso —le dijo—. ¡Escucha los cantos! Padre sabio, quiero presentarte a la reina de este día, a mi adorada novia. Acércate, gacela mía. Francamente, abuelo, ¿qué te parece?
 
— Es hermosa, señor. Eso es evidente. No puedo decir más.
 
— No pareces muy convencido —contestó el otro con mirada de inquietud—. No olvides que debes decirme toda la verdad.
 
— Sí, debo decírtela, por desgracia. Por tanto, tengo que hablar. Allá voy: tu gacela es hija de una famosa prostituta.
 
— ¿Cómo te atreves a decir eso? ¡Su abuelo era un príncipe!
 
— Compruébalo.
 
El que estaba a punto de casarse salió a toda prisa y regresó descompuesto. Aquella noche el viejo cenó pan y cordero.
 
 
Una semana después fueron sus hijos a visitarle. Los mil dinares de oro de la venta del sabio habían cambiado sus vidas. Habían comprado una elegante tienda de comestibles.
 
— ¿Eres feliz, padre? ¿Tu amo es un buen hombre?
 
— Lo es, hijos míos. Me cuida y me honra. Cada vez que le doy un consejo juicioso, manda que me sirvan una cena de pan tierno y cordero asado. Le estoy agradecido por ello, ya que es el regalo más adecuado por su parte. ¿Qué mejor podría ofrecer el hijo de un cocinero y una panadera?
 
Mientras decía esto, el dueño de la casa pasaba por el pasillo y le oyó, se sonrojó, rugió, echó chispas por las orejas y por poco explota.
 
— ¡Maldición! —se dijo—. ¿Será posible que yo sea un hijo del pueblo bajo?
 
Fue corriendo a casa de su madre, que era hermana del sultán, y cuando estuvo ante ella, le preguntó:
 
— Madre, ¿quién soy?
 
— Hijo mío —le contestó ella—, tendré que confesártelo, ya que me lo preguntas. En mi juventud, no podía darle un hijo a tu padre. Estaba desesperada y él no podía dormir. Entonces te compramos por mil dinares de oro a una panadera que acababa de darte a luz. Su marido, si mal no recuerdo, era cocinero en la calle de los Asadores.
 
— ¿Me comprasteis, madre mía? ¿Por mil dinares de oro? ¡Es verdad!
 
Y se marchó con una carcajada. En cuanto volvió a su casa, fue a dar un abrazo a su sabio padre, pero no fue capaz de articular palabra debido a la risa que le entró.
 
— Por fin has aprendido la alegre humildad y sabes quién eres —le dijo el sabio—. Ya no tienes necesidad de mis servicios. Adiós, pues. Me voy a ayudar a mis hijos a la tienda. Me necesitan. Venden esa miel que huele a cementerio. ¡El trabajo no se acaba nunca!
 
Salió, se desperezó bajo el sol del jardín y, con el paso comedido de un lozano centenario, desapareció entre los árboles.
 
 

domingo, 15 de enero de 2017

LO BUENO DE NO HACERSE ENTENDER

No tengo la intención de aficionarme a la publicación de cuentos e historias de Nasrudín, pero estas últimas semanas no tengo mucho tiempo para pensar qué voy o qué no voy a publicar. Lo cierto es que las ocurrencias de este loco errante son ideales para reír... o para pensar. Hoy, esta historia me ha recordado una situación vivida hace pocos días.
 
En una reunión intenté expresar mi opinión sobre unos textos que estábamos leyendo. Una de dos, o bien no me expresé adecuadamente, o bien lo que dije se interpretó de mala forma, ya que mis palabras despertaron cierto escándalo en un par de personas. Aquella circunstancia me ha hecho reflexionar: puede que en ocasiones esté un tanto espeso a la hora de hacer comentarios personales, dado que la gente no parece comprenderme, pero cuando esas situaciones se dan, a veces prefiero que la gente no entienda nada de lo que he dicho, porque cuando veo sus gestos y cómo se remueven en sus asientos me hacen sospechar un cierto grado de intolerancia a mis palabras.
 
 
Bueno, me dejo de historias y paso al relato del mulá.
 
 
Un anciano sabio había llegado al pueblo proveniente de más allá de Ashsharq, un lejano territorio de Oriente. Sus exposiciones filosóficas eran tan abstrusas y, sin embargo, tan fascinantes que los parroquianos de la casa de té llegaron a pensar que quizá podría llegar a revelarles los misterios de la vida. Nasrudín lo escuchó durante un rato.
 
- Sabrá usted (le dijo) que he tenido experiencias parecidas a las que usted vivió durante sus viajes. Yo también he sido un maestro errante.
 
- Cuénteme algo de eso, si es imprescindible, dijo el anciano algo molesto por la interrupción.
 
- Oh, sí, debo hacerlo (dijo el Mulá), por ejemplo, en un viaje que hice por el Kurdistán era bienvenido por dondequiera que fuese. Me hospedaba en un monasterio tras otro, donde los derviches escuchaban atentamente mis palabras. Me daban alojamiento gratuitamente en las posadas y comidas en las casas de té. En todas partes la gente al verme quedaba impresionada.
 
El anciano monje comenzaba a impacientarse ante tanta propaganda personal:
 
- ¿Nadie se opuso en ningún momento a algo de lo que usted decía?, preguntó agresivamente.
 
- Oh, sí, dijo Nasrudín. Una vez en un pueblo fui golpeado, introducido al cepo y finalmente expulsado del lugar.
 
- ¿Cuál fue el motivo?
 
- Bueno, verá usted, ocurrió que en esa ciudad la gente comprendía turco, el idioma con el que yo impartía mis enseñanzas.
 
- ¿Y qué sucedía con aquella gente que lo recibía tan bien?
 
- Ah, ésos eran kurdos; tienen su propio idioma. Estaba a salvo mientras estuviera entre ellos.
 

domingo, 8 de enero de 2017

EL MIEDO.

Después de esta “pausa navideña”, regreso por este zoco a traer de nuevo mis humildes mercaderías. Hace mucho tiempo que no cuelgo en este blog un cuentecito de mi amigo Nasrudín. Ahora no recuerdo dónde encontré este relato, pero es de esas historias que tanto me gusta compartir para dar que pensar un poquito. Cuenta lo siguiente:
 
 
Nasrudín estaba caminando por un camino solitario una noche a la luz de la luna cuando escuchó un ronquido, en algún lugar, que parecía estar abajo suyo. De repente, le dio miedo y estaba a punto de salir corriendo cuando tropezó con un derviche acostado en una celda que se había excavado para él, en parte subterránea.
 
“¿Quién eres?”, preguntó el Mulá.
 
“Soy un derviche, y este es mi lugar de contemplación”.
 
“Vas a tener que dejarme compartirlo. Tu ronquido me asustó demasiado y no puedo seguir adelante esta noche”.
 
“Toma, entonces, la otra punta de esta manta y acuéstate aquí”, dijo el derviche sin entusiasmo. “Por favor, permanece en silencio, porque estoy manteniendo una vigilia. Es una parte de una complicada serie de ejercicios. Mañana tengo que cambiar la rutina y no puedo soportar la interrupción”.
 
Nasrudín se durmió por un rato. Luego se despertó y sintió su boca seca como un desierto.
 
“Tengo sed”, le dijo al derviche.
 
“Entonces, vuelve por el camino, donde hay un arroyo”.
 
“No, todavía tengo miedo”.
 
“Entonces, tendré que ir yo en tu lugar”, dijo el derviche. “Después de todo, proveer agua es una obligación sagrada en el Este”.
 
“No, no vayas. Voy a tener miedo si me quedo solo”.
 
“Toma este cuchillo, entonces, para defenderte”, dijo el derviche.
 

En ausencia del anacoreta, Nasrudín se asustó todavía más, ocasionándole una ansiedad que trató de contrarrestar imaginándose cómo atacaría cualquier demonio que lo amenazara. En ese momento volvió el derviche.
 
“¡Mantén tu distancia o te mato!”, dijo Nasrudín.
 
“Pero, ¡si soy el derviche!”.
 
“No me importa quién eres, podrías ser un demonio disfrazado”.
 
“¡Pero vine a traerte el agua! ¿No te acuerdas? ¡Tienes sed!”.
 
“¡No trates de congraciarte conmigo, demonio!”.
 
“¡Pero esa es mi celda, la que estás ocupando!”.
 
“Mala suerte para ti, ¿no es así? Vas a tener que encontrarte otra”.
 
“Supongo que sí”, dijo el derviche. “Pero, no sé qué pensar de todo esto”.
 
“Te puedo decir una cosa, dijo Nasrudín, y es que el miedo es tiene muchas direcciones”.
 
“Ciertamente. Parece ser más fuerte que la sed, o la salud, o la propiedad ajena”, dijo el derviche.
 
“¡Y no tienes que tenerlo tú mismo para sufrir por su causa!”, dijo Nasrudín.