EL BLOG SE PRESENTA...

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Al cumplir los cuarenta, mi creador comenzó a hacerse las típicas preguntas asociadas a aquella edad: «¿qué he hecho con mi vida hasta ahora?», «¿qué pienso hacer a partir de ahora con ella?». Esas cuestiones fueron el motor de un blog con un carácter más bien “autobiográfico”, una suerte de “registro de recuerdos” que pretendía anotar algunas de sus vivencias personales y su impacto en él. Sin embargo, aquellas primeras páginas se expresaban en función del autoconcepto y el estado de ánimo del autor. Si ambos eran bajos, el estilo de cada publicación traslucía ese sentir.
Con el tiempo, aquel proyecto acabó en vía muerta.
Dos años después, mi autor retomó aquel cuaderno de bitácora para reconstruirlo desde sus cimientos e intentar corregir sus defectos. ¡Y nací yo!
En mis inicios, fui un medio para satisfacer el deseo de compartir vivencias y reflexiones personales, así como textos y vídeos variados que gustaban a mi creador. Este navío quería traer a puerto todas aquellas mercancías que pudieran enriquecer a los que paseasen por sus páginas.
Con el paso del tiempo me he dado cuenta que soy todo eso y algo más. Si, sigo siendo el saco en el que se introducen todas aquellas vivencias, reflexiones, textos y videos que han enriquecido de una u otra manera a mi autor. Pero además, combinando palabras propias y prestadas, me estoy convirtiendo en el relato de un itinerario en el que mi creador describe su transformación. En mi se ha reunido todo aquello que ha formado parte (de alguna manera) de un proceso de ensanchamiento humano y espiritual, un proceso de evolución que aún continúa.

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sábado, 25 de mayo de 2019

LA TAZA DE TÉ (TERCERA PARTE): EL NUEVO PARADIGMA

Dijo el maestro de té: “hay que vaciar bien la taza si se quiere llenarla”.

*   *   *
 
Ha llegado el momento de explicar el título que ha encabezado las últimas tres publicaciones y la frase que antecede a estas líneas puede dar una pista muy valiosa.
 
Contemplamos y juzgamos nuestro mundo de dos maneras: bien en función de imágenes preconcebidas, suposiciones, creencias y opiniones o bien basándonos en la acumulación de observaciones, en la aceptación de unos hechos más o menos mensurables. Aunque cueste aceptarlo, de estos dos mecanismos, el más común a la hora de valorar lo que nos circunda y a los que nos rodean suele ser el primero.
 
Teorías, dogmas, principios éticos, normas morales, cánones estéticos o ideologías de cualquier tipo, son las herramientas más habituales a la hora de dar una explicación de lo que nos rodea. El objetivo último es el de dar una explicación armoniosa y con sentido. En no pocas ocasiones, esta forma de ver la realidad se ajusta a nuestro sentir, a nuestras necesidades o a nuestras esperanzas. Seguro que podríamos encontrar más de un ejemplo de esto: de lo que debe ser lo bueno, lo correcto, lo justo, lo que debe ser el hombre, la sociedad, Dios… Y al hacerlo, la interpretación de nuestro mundo es, en cierto modo, hechura de nuestras manos. La realidad es (por qué no decirlo) lo que decidimos que sea.
 
¿Puede que en ello radique nuestra resistencia a la novedad, al cambio o a lo diferente? Lo ignoro, pero lo que sí es seguro es que uno de los ejercicios más difíciles que debe hacer un ser humano es renunciar a su cosmovisión, a la personal comprensión de su universo, vaciándose de ideas preconcebidas o de prejuicios. El ejercicio de “vaciar la taza de té” para que pueda llenarse de un contenido nuevo es el que más resistencia genera en el ser humano. Así, cuando hay una incoherencia entre las evidencias y la idea preconcebida o la creencia, no es infrecuente encontrarse con el rechazando de lo evidente.
 
Hoy vamos a terminar la narración de Carl Sagan que comencé hace unas cuantas semanas. En ella se narra la historia de Johannes Kepler, un astrónomo que tuvo que vaciar su “taza de té” y aceptar valientemente los hechos incontestables, renunciando a su visión de un universo “de formas geométricas perfectas”, en armonía con su idea del Dios creador.
 
En la última publicación de este blog (para leer la última publicación, haga click en este enlace: La armonía de los mundos), nos quedamos en el momento en que Kepler acudía a Praga para aceptar la oferta colaboración con Tycho Brahe, aquel que podría aportarle los datos que confirmasen sus teorías. El final de la historia supuso para Kepler la renuncia a su “armoniosa” concepción del universo.
 
 
Kepler, un maestro de escuela provinciano, de orígenes humildes, desconocido de todos excepto de unos pocos matemáticos sintió desconfianza ante el ofrecimiento de Tycho Brahe. Pero otros tomaron la decisión por él. En 1598 lo arrastró uno de los muchos temblores premonitorios de la venidera guerra de los Treinta Años. El archiduque católico local, inamovible en sus creencias dogmáticas, juró que prefería “convertir el país en un desierto que gobernar sobre herejes”. Los protestantes fueron excluidos del poder político y económico, la escuela de Kepler clausurada, y prohibidas las oraciones, libros e himnos considerados heréticos. Después, se sometió a los ciudadanos a exámenes individuales sobre la firmeza de sus convicciones religiosas privadas: quienes se negaban a profesar la fe católica y romana eran multados con un diezmo de sus ingresos, y condenados, bajo pena de muerte, al exilio perpetuo de Graz. Kepler eligió el exilio: “Nunca aprendí a ser hipócrita. La fe es para mí algo serio. No juego con ella.” Al dejar Graz, Kepler, su mujer y su hijastro emprendieron el duro camino de Praga. Su matrimonio no era feliz. Su mujer, crónicamente enferma y que acababa de perder a dos niños pequeños, fue calificada de “estúpida, malhumorada, solitaria, melancólica”. No había entendido nada del trabajo de su marido; provenía de la pequeña nobleza rural y despreciaba la profesión indigente de él. Por su parte él la sermoneaba y la ignoraba alternativamente; “mis estudios me hicieron a veces desconsiderado, pero aprendí la lección, aprendí a tener paciencia con ella. Cuando veía que se tomaba mis palabras a pecho, prefería morderme el propio dedo a continuar ofendiéndola”. Pero Kepler seguía preocupado con su trabajo.
 
Se imaginó que los dominios de Tycho serían un refugio para los males del momento, el lugar donde se confirmaría su Misterio Cósmico. Aspiraba a convertirse en un colega del gran Tycho Brahe, quien durante treinta y cinco años se había dedicado, antes de la invención del telescopio, a la medición de un universo de relojería, ordenado y preciso. Las expectativas de Kepler nunca se cumplieron. El propio Tycho era un personaje extravagante, adornado con una nariz de oro, pues perdió la original en un duelo de estudiantes disputando con otro la preeminencia matemática. A su alrededor se movía un bullicioso séquito de ayudantes, aduladores, parientes lejanos y parásitos varios. Las juergas inacabables, sus insinuaciones e intrigas, sus mofas crueles contra aquel piadoso y erudito patán llegado del campo deprimían y entristecían a Kepler: “Tycho es... extraordinariamente rico, pero no sabe hacer uso de su riqueza. Uno cualquiera de sus instrumentos vale más que toda mi fortuna y la de mi familia reunidas.”
 
Kepler estaba impaciente por conocer los datos astronómicos de Tycho, pero Tycho se limitaba a arrojarle de vez en cuando algún fragmento: “Tycho no me dio oportunidad de compartir sus experiencias. Se limitaba a mencionarme, durante una comida y entre otros temas de conversación, como si fuera de paso, hoy la cifra del apogeo de un planeta, mañana los nodos de otro... Tycho posee las mejores observaciones... También tiene colaboradores. Solamente carece del arquitecto que haría uso de todo este material.” Tycho era el mayor genio observador de la época y Kepler el mayor teórico. Cada uno sabía que por sí solo sería incapaz de conseguir la síntesis de un sistema del mundo coherente y preciso, sistema que ambos consideraban inminente. Pero Tycho no estaba dispuesto a regalar toda la labor de si vida a un rival en potencia, mucho más joven. Se negaba también, por algún motivo, a compartir la autoría de los resultados conseguidos con su colaboración, si los hubiera. El nacimiento de la ciencia moderna -hija de la teoría y de la observación- se balanceaba al borde de este precipicio de desconfianza mutua. Durante los dieciocho meses que Tycho iba a vivir aún, los dos se pelearon y se reconciliaron repetidamente. En una cena ofrecida por el barón de Rosenberg, Tycho, que había bebido mucho vino, “dio más valor a la cortesía que a su salud” y resistió los impulsos de su cuerpo por levantarse y excusarse unos minutos ante el barón. La consecuente infección urinaria empeoró cuando Tycho se negó resueltamente a moderar sus comidas y sus bebidas. En su lecho de muerte legó sus observaciones a Kepler, y “en la última noche de su lento delirio iba repitiendo una y otra vez estas palabras, como si compusiera un poema: ‘que no crean que he vivido en vano... Que no crean que he vivido en vano.’”
 
Kepler, convertido después de la muerte de Tycho en el nuevo matemático imperial, consiguió arrancar a la recalcitrante familia de Tycho las observaciones del astrónomo. (…)
 
Tycho realizó sus observaciones del movimiento aparente entre las constelaciones de Marte y de otros planetas a lo largo de muchos años. Estos datos, de las últimas décadas anteriores a la invención del telescopio, fueron los más exactos obtenidos hasta entonces. Kepler trabajó con una intensidad apasionada para comprenderlos: ¿Qué movimiento real descrito por la Tierra y por Marte alrededor del Sol podía explicar, dentro de la precisión de las medidas, el movimiento aparente de Marte en el cielo, incluyendo los rizos retrógrados que describe sobre el fondo de las constelaciones? Tycho había recomendado a Kepler que estudiara Marte porque su movimiento aparente parecía el más anómalo, el más difícil de conciliar con una órbita formada por círculos. (…)
 
Pitágoras, en el siglo sexto a. de C., Platón, Tolomeo y todos los astrónomos cristianos anteriores a Kepler, daban por sentado que los planetas se movían siguiendo caminos circulares. El círculo se consideraba una forma geométrica “perfecta”, y también los planetas colocados en lo alto de los cielos, lejos de la "corrupción" terrenal, se consideraban “perfectos” en un sentido místico. Galileo, Tycho y Copérnico creían igualmente en un movimiento circular y uniforme de los planetas, y el último de ellos afirmaba que “la mente se estremece sólo de pensar en otra cosa”, porque “sería indigno imaginar algo así en una Creación organizada de la mejor manera posible”. Así pues, Kepler intentó al principio explicar las observaciones suponiendo que la Tierra y Marte se movían en órbitas circulares alrededor del Sol.
 
Después de tres años de cálculos creyó haber encontrado los valores correctos de una órbita circular marciana, que coincidía con diez de las observaciones de Tycho con un error de dos minutos de arco. Ahora bien, hay 60 minutos de arco en un grado angular, y 90 grados en un ángulo recto desde el horizonte al cenit. Por lo tanto, unos cuantos minutos de arco constituyen una cantidad muy pequeña para medir, sobre todo sin un telescopio. Es una quinceava parte del diámetro angular de la luna llena vista desde la Tierra. Pero el éxtasis inminente de Kepler pronto se convirtió en tristeza, porque dos de las observaciones adicionales de Tycho eran incompatibles con la órbita de Kepler con una diferencia de ocho minutos de arco.
 
“La Divina Providencia nos ha concedido un observador tan diligente en la persona de Tycho Brahe que sus observaciones condenan este cálculo a un error de ocho minutos; es cosa buena que aceptemos el regalo de Dios con ánimo agradecido... Si yo hubiera creído que podíamos ignorar esos ocho minutos hubiera apañado mi hipótesis de modo correspondiente. Pero esos ocho minutos, al no estar permitido ignorarlos, señalaron el camino hacia una completa reforma de la astronomía.”
 
La diferencia entre una órbita circular y la órbita real solamente podía distinguirse con mediciones precisas y con una valerosa aceptación de los hechos: “El universo lleva impreso el ornamento de sus proporciones armónicas, pero hay que acomodar las armonías a la experiencia.” Kepler quedó muy afectado al verse en la necesidad de abandonar una órbita circular y de poner en duda su fe en el Divino Geómetra. Una vez expulsados del establo de la astronomía los círculos y las espirales, sólo le quedó, como dijo él, “una carretada de estiércol”, un circulo alargado, algo así como un óvalo.
 
 
Kepler comprendió al final que su fascinación por el círculo había sido un engaño. La Tierra era un planeta, como Copérnico había dicho, y para Kepler era del todo evidente que la perfección de una Tierra arrasada por las guerras, las pestes, el hambre y la infelicidad, dejaba mucho que desear. Kepler fue una de las primeras personas desde la antigüedad en proponer que los planetas son objetos materiales compuestos, como la Tierra, de sustancia imperfecta. Y si los planetas eran “imperfectos”, ¿por qué no habían de serlo también sus órbitas? Probó con varias curvas ovaladas, las calculó y las desechó, cometió algunos errores aritméticos (que al principio le llevaron a rechazar la solución correcta), pero meses después y ya un tanto desesperado probó la fórmula de una elipse, codificada por primera vez en la Biblioteca de Alejandría por Apolonio de Pérgamo. Descubrió que encajaba maravillosamente con las observaciones de Tycho: “la verdad de la naturaleza, que yo había rechazado y echado de casa, volvió sigilosamente por la puerta trasera, y se presentó disfrazada para que yo la aceptara... Ah, ¡qué pájaro más necio he sido!”
 
Carl Sagan, Cosmos, Editorial Planeta, Barcelona 1980, pp. 58-61.

domingo, 5 de mayo de 2019

LA TAZA DE TÉ (SEGUNDA PARTE): LA ARMONÍA DE LOS MUNDOS

Es un hecho que el ser humano necesita vivir la realidad que le rodea con un mínimo de sentido, con una mínima lógica, con un orden. En resumen: necesitamos que nuestro mundo posea cierto grado de armonía.
 
No son pocos los que tiemblan cuando esa armonía es cuestionada, ya que se construye sobre idealizaciones más o menos elegantes que son fruto de anhelos, de necesidades o de principios ideológicos, filosóficos, éticos o estéticos.
 
Sin embargo, es siempre la realidad testaruda la que se encarga de demostrar que nuestras ideas preconcebidas no terminan de explicar lo que sucede a nuestro alrededor; que nuestra manera de dar un orden a nuestra vida, a nuestras relaciones o a nuestro mundo es, en ocasiones, un “fantasma” que hemos fabricado nosotros mismos, una criatura hecha a nuestra medida, a nuestra propia imagen y semejanza. Al final, suele ser la evidencia, con su extraordinaria simplicidad, la que nos despierta de nuestros sueños y nos abre a lo que verdaderamente es.
 
Tras dos semanas sin dejar publicaciones en este blog, vuelvo a retomar un relato del científico y divulgador norteamericano Carl Sagan, y lo haré en el punto en el que lo dejé la última vez (para leer la última publicación, haga click en este enlace). Terminábamos la última publicación hablando de una época en la que los cielos estaban habitados por ángeles, demonios y por la mano de Dios, que hacía girar las esferas planetarias. Sin embargo, la búsqueda de respuestas por parte de un hombre desencadenaría la revolución científica moderna.
 
Este que sigue, es el breve relato de la vida de aquel hombre, el relato no sólo de una revolución en la comprensión de nuestro sistema solar, sino en toda la manera de pensar la realidad.
 
 
«Johannes Kepler nació en Alemania en 1571 y fue enviado de niño a la escuela del seminario protestante de la ciudad provincial de Maulbronn para que siguiese la carrera eclesiástica. Era este seminario una especie de campo de entrenamiento donde adiestraban mentes jóvenes en el uso del armamento teológico contra la fortaleza del catolicismo romano. Kepler, tenaz, inteligente y ferozmente independiente soportó dos inhóspitos años en la desolación de Maulbronn, convirtiéndose en una persona solitaria e introvertida, cuyos pensamientos se centraban en su supuesta indignidad ante los ojos de Dios. Se arrepintió de miles de pecados no más perversos que los de otros y desesperaba de llegar a alcanzar la salvación.
 
Pero Dios se convirtió para él en algo más que una cólera divina deseosa de propiciación. El Dios de Kepler fue el poder creativo del Cosmos. La curiosidad del niño conquistó su propio temor. Quiso conocer la escatología del mundo; se atrevió a contemplar la mente de Dios. Estas visiones peligrosas, al principio tan insustanciales como un recuerdo, llegaron a ser la obsesión de toda una vida. Las apetencias cargadas de hibris de un niño seminarista iban a sacar a Europa del enclaustramiento propio del pensamiento medieval.
 
Las ciencias de la antigüedad clásica habían sido silenciadas hacía más de mil años, pero en la baja Edad Media algunos ecos débiles de esas voces, conservados por los estudiosos árabes, empezaron a insinuarse en los planes educativos europeos. En Maulbronn, Kepler sintió sus reverberaciones estudiando, a la vez que teología, griego y latín, música y matemáticas. Pensó que en la geometría de Euclides vislumbraba una imagen de la perfección y del esplendor cósmico. Más tarde escribió: “La Geometría existía antes de la Creación. Es co-eterna con la mente de Dios... La Geometría ofreció a Dios un modelo para la Creación... La Geometría es Dios mismo.”
 
En medio de los éxtasis matemáticos de Kepler, y a pesar de su vida aislada, las imperfecciones del mundo exterior deben de haber modelado también su carácter. La superstición era una panacea ampliamente accesible para la gente desvalida ante las miserias del hambre, de la peste y de los terribles conflictos doctrinales. Para muchos la única certidumbre eran las estrellas, y los antiguos conceptos astrológicos prosperaron en los patios y en las tabernas de una Europa acosada por el miedo. Kepler, cuya actitud hacia la astrología fue ambigua toda su vida, se preguntaba por la posible existencia de formas ocultas bajo el caos aparente de la vida diaria. Si el mundo lo había ingeniado Dios, ¿no valía la pena examinarlo cuidadosamente? ¿No era el conjunto de la creación una expresión de las armonías presentes en la mente de Dios? El libro de la Naturaleza había esperado más de un milenio para encontrar un lector.
 
En 1589, Kepler dejó Maulbronn para seguir los estudios de sacerdote en la gran Universidad de Tübingen, y este paso fue para él una liberación. Confrontado a las corrientes intelectuales más vitales de su tiempo, su genio fue inmediatamente reconocido por sus profesores, uno de los cuales introdujo al joven estudiante en los peligrosos misterios de la hipótesis de Copérnico.
 
Un universo heliocéntrico hizo vibrar la cuerda religiosa de Kepler, y se abrazó a ella con fervor. El Sol era una metáfora de Dios, alrededor de la cual giraba todo lo demás. Antes de ser ordenado se le hizo una atractiva oferta para un empleo secular que acabó aceptando, quizás porque sabía que sus actitudes para la carrera eclesiástica no eran excesivas. Le destinaron a Graz, en Austria, para enseñar matemáticas en la escuela secundaria, y poco después empezó a preparar almanaques astronómicos y meteorológicos y a confeccionar horóscopos. “Dios proporciona a cada animal sus medios de sustento -escribió-, y al astrónomo le ha proporcionado la astrología.”
 
Kepler fue un brillante pensador y un lúcido escritor, pero fue un desastre como profesor. Refunfuñaba. Se perdía en digresiones. A veces era totalmente incomprensible. Su primer año en Graz atrajo a un puñado escaso de alumnos; al año siguiente no había ninguno. Le distraía de aquel trabajo un incesante clamor interior de asociaciones y de especulaciones que rivalizaban por captar su atención. Y una tarde de verano, sumido en los intersticios de una de sus interminables clases, le visitó una revelación que iba a alterar radicalmente el futuro de la astronomía. Quizás dejó una frase a la mitad, y yo sospecho que sus alumnos, poco atentos, deseosos de acabar el día apenas se dieron cuenta de aquel momento histórico.
 
En la época de Kepler sólo se conocían seis planetas: Mercurio, Venus, la Tierra, Marte, Júpiter y Saturno. Kepler se preguntaba por qué eran sólo seis. ¿Por qué no eran veinte o cien? ¿Por qué sus órbitas presentaban el espaciamiento que Copérnico había deducido? Nunca hasta entonces se había preguntado nadie cuestiones de este tipo. Se conocía la existencia de cinco sólidos regulares o "platónicos", cuyos lados eran polígonos regulares, tal como los conocían los antiguos matemáticos griegos posteriores a Pitágoras. Kepler pensó que los dos números estaban conectados, que la razón de que hubiera sólo seis planetas era porque había sólo cinco sólidos regulares, y que esos sólidos, inscritos o anidados uno dentro de otro, determinarían las distancias del sol a los planetas. Creyó haber reconocido en esas formas perfectas las estructuras invisibles que sostenían las esferas de los seis planetas. Llamó a su revelación El Misterio Cósmico. La conexión entre los sólidos de Pitágoras y la disposición de los planetas sólo permitía una explicación: la Mano de Dios, el Geómetra.
 
Kepler estaba asombrado de que él, que se creía inmerso en el pecado, hubiera sido elegido por orden divina para realizar ese descubrimiento. Presentó una propuesta para que el duque de Württemberg le diera una ayuda a la investigación, ofreciéndose para supervisar la construcción de sus sólidos anidados en un modelo tridimensional que permitiera vislumbrar a otros la grandeza de la sagrada geometría. Añadió que podía fabricarse de plata y de piedras preciosas y que serviría también de cáliz ducal. La propuesta fue rechazada con el amable consejo de que antes construyera un ejemplar menos caro, de papel, a lo cual puso en seguida manos a la obra: "El placer intenso que he experimentado con este descubrimiento no puede expresarse con palabras... No prescindí de ningún cálculo por difícil que fuera. Dediqué días y noches a los trabajos matemáticos hasta comprobar que mi hipótesis coincidía con las órbitas de Copérnico o hasta que mi alegría se desvaneciera en el aire." Pero a pesar de todos sus esfuerzos, los sólidos y las órbitas planetarias no encajaban bien. Sin embargo, la elegancia y la grandiosidad de la teoría le persuadieron de que las observaciones debían de ser erróneas, conclusión a la que han llegado muchos otros teóricos en la historia de la ciencia cuando las observaciones se han mostrado recalcitrantes. Había entonces un solo hombre en el mundo que tenía acceso a observaciones más exactas de las posiciones planetarias aparentes, un noble danés que se había exiliado y había aceptado el empleo de matemático imperial de la corte del sacro emperador romano, Rodolfo II. Ese hombre era Tycho Brahe. Casualmente y por sugerencia de Rodolfo, acababa de invitar a Kepler, cuya fama matemática estaba creciendo, a que se reuniera con él en Praga.»
 
Carl Sagan, Cosmos, Editorial Planeta, Barcelona 1980, pp. 53-58.
 

sábado, 13 de abril de 2019

LA TAZA DE TÉ (PRIMERA PARTE): EL ASTRÓLOGO

Durante las próximas semanas quisiera compartir uno de los relatos del científico y divulgador estadounidense Carl Sagan, perteneciente a su serie Cosmos.
 
Esta historia comienza en Egipto, en tiempos de la gran biblioteca de Alejandría, un tiempo en que los límites entre astronomía y astrología eran difusos; un tiempo en que los astros no sólo regía el hado de los hombres, sino que definían su carácter y hasta su naturaleza física; un tiempo en que aquellos que miraban al cielo para desentrañar el destino de los hombres, también investigaban, interpretaban e intentaban dar una explicación a los movimientos del universo.
 
La narración nos lleva luego de la mano a través de quince siglos de historia (unos años en los que sólo podía aceptarse un universo que se adecuara a lo que los dogmas afirmaban) para conducirnos al momento en que unos pocos hombres fueron capaces de enfrentarse a la forma de comprender el universo impuesta por la Iglesia.
 
«La astrología popular moderna proviene directamente de Claudio Tolomeo, que no tiene ninguna relación con los reyes del mismo nombre. Trabajó en la Biblioteca de Alejandría en el siglo segundo. Todas esas cuestiones arcanas sobre los planetas ascendentes en tal o cual "casa" lunar o solar o sobre la "Era de Acuario" proceden de Tolomeo, que codificó la tradición astrológica babilónica. He aquí un horóscopo típico de la época de Tolomeo, escrito en griego sobre papiro, para una niña pequeña nacida el año 150: "Nacimiento de Filoe, año décimo de Antonio César, 15 a 16 de Famenot, primera hora de la noche. El Sol en Piscis, Júpiter y Mercurio en Aries, Saturno en Cáncer, Marte en Leo, Venus y la Luna en Acuario, horóscopo, Capricornio." La manera de enumerar los meses y los años ha cambiado mucho más a lo largo de los siglos que las sutilezas astrológicas. Un típico pasaje de la obra astrológica de Tolomeo, el Tetrabiblos, dice: "Cuando Saturno está en Oriente da a sus individuos un aspecto moreno de piel, robusto, de cabello oscuro y rizado, barbudo, con ojos de tamaño moderado, de estatura media, y en el temperamento los dota de un exceso de húmedo y de frío." Tolomeo creía no sólo que las formas de comportamiento estaban influidas por los planetas y las estrellas, sino también que la estatura, la complexión, el carácter nacional e incluso las anormalidades físicas congénitas estaban determinadas por las estrellas. En este punto parece que los astrólogos modernos han adoptado una postura más cautelosa.
 
 
Pero los astrólogos modernos se han olvidado de la precesión de los equinoccios, que Tolomeo conocía. Ignoran la refracción atmosférica sobre la cual Tolomeo escribió. Apenas prestan atención a todas las lunas y planetas, asteroides y cometas, quasars y pulsars, galaxias en explosión, estrellas simbióticas, variables cataclismáticas y fuentes de rayos X que se han descubierto desde la época de Tolomeo. La astronomía es una ciencia: el estudio del universo como tal. La astrología es una seudociencia: una pretensión, a falta de pruebas contundentes, de que los demás planetas influyen en nuestras vidas cotidianas. En tiempos de Tolomeo la distinción entre astronomía y astrología no era clara. Hoy si lo es.
 
Tolomeo, en su calidad de astrónomo, puso nombre a las estrellas, catalogó su brillo, dio buenas razones para creer que la Tierra es una esfera, estableció normas para predecir eclipses, y quizás lo más importante, intentó comprender por qué los planetas presentan ese extraño movimiento errante contra el fondo de las constelaciones lejanas. Desarrolló un modelo de predicción para entender los movimientos planetarios y de codificar el mensaje de los cielos. El estudio de los cielos sumía a Tolomeo en una especie de éxtasis. "Soy mortal -escribió- y sé que nací para un día. Pero cuando sigo a mi capricho la apretada multitud de las estrellas en su curso circular, mis pies ya no tocan la Tierra..."
 
Tolomeo creía que la Tierra era el centro del Universo; que el Sol, la Luna, las estrellas y los planetas giraban alrededor de la Tierra. Esta es la idea más natural del mundo. La Tierra parece fija, solida, inmóvil, en cambio nosotros podemos ver cómo los cuerpos celestes salen y se ponen cada día. Toda cultura ha pasado por la hipótesis geocéntrica. Como escribió Johannes Kepler, "es por lo tanto imposible que la razón, sin una instrucción previa, pueda dejar de imaginar que la Tierra es una especie de casa inmensa con la bóveda del cielo situada sobre ella; una casa inmóvil dentro de la cual el Sol, que es tan pequeño, pasa de una región a otra como un pájaro errante a través del aire". Pero, ¿cómo explicar el movimiento aparente de los planetas, por ejemplo el de Marte, que era conocido miles de años antes de la época de Tolomeo? (Uno de los epítetos que los antiguos egipcios dieron a Marte, sekded-ef em khetkhet, significa "que viaja hacia atrás", y es una clara referencia a su aparente movimiento retrógrado o rizado).
 
El modelo de movimientos planetarios de Tolomeo puede representarse con una pequeña máquina, como las que existían en tiempos de Tolomeo para un propósito similar. El problema era imaginar un movimiento "real" de los planetas, tal como se veían desde allí arriba, en el "exterior", y que reprodujera con una gran exactitud el movimiento aparente de los planetas visto desde aquí abajo, en el interior.
 
Se supuso que los planetas giraban alrededor de la Tierra unidos a esferas perfectas y transparentes. Pero no estaban sujetos directamente a las esferas sino indirectamente, a través de una especie de rueda excéntrica. La esfera gira, la pequeña rueda entra en rotación, y Marte, visto desde la tierra, va rizando el rizo. Este modelo permitió predecir de modo razonablemente exacto el movimiento planetario, con una exactitud suficiente para la precisión de las mediciones disponibles en la época de Tolomeo, e incluso muchos siglos después.
 
Las esferas etéreas de Tolomeo, que los astrónomos medievales imaginaban de cristal, nos permiten hablar todavía hoy de la música de las esferas y de un séptimo cielo (había un "cielo" o esfera para la Luna, Mercurio, Venus, el Sol, Marte, Júpiter y Saturno, y otro más para las estrellas). Si la Tierra era el centro del universo, si la creación tomaba como eje los acontecimientos terrenales, si se pensaba que los cielos estaban construidos con principios del todo ajenos a la Tierra, poco estimulo quedaba entonces para las observaciones astronómicas. El modelo de Tolomeo, que la Iglesia apoyó durante toda la Edad de la Barbarie, contribuyó a frenar el ascenso de la astronomía durante un milenio. Por fin, en 1543, un clérigo polaco llamado Nicolás Copérnico publicó una hipótesis totalmente diferente para explicar el movimiento aparente de los planetas. Su rasgo más audaz fue proponer que el Sol, y no la Tierra, estaba en el centro del universo. La Tierra quedó degradada a la categoría de un planeta más, el tercero desde el Sol, que se movía en una perfecta órbita circular. (Tolomeo había tomado en consideración un modelo heliocéntrico de este tipo, pero lo desechó inmediatamente; partiendo de la física de Aristóteles, la rotación violenta de la Tierra que este modelo implicaba parecía contraria a la observación).
 

El modelo permitía explicar el movimiento aparente de los planetas por lo menos tan bien como las esferas de Tolomeo. Pero molestó a mucha gente. En 1616 la Iglesia católica colocó el libro de Copérnico en su lista de libros prohibidos "hasta su corrección" por censores eclesiásticos locales, donde permaneció hasta 1835. Martin Lutero le calificó de "astrólogo advenedizo... Este estúpido quiere trastocar toda la ciencia astronómica. Pero la Sagrada Escritura nos dice que Josué ordenó pararse al Sol, y no a la Tierra". Incluso algunos de los admiradores de Copérnico dijeron que él no había creído realmente en un universo centrado en el Sol, sino que se había limitado a proponerlo como un artificio para calcular los movimientos de los planetas.
 
El enfrentamiento histórico entre las dos concepciones del Cosmos -centrado en la Tierra o centrado en el Sol- alcanzó su punto culminante en los siglos dieciséis y diecisiete en la persona de un hombre que, como Tolomeo, era astrólogo y astrónomo a la vez. Vivió en una época en que el espíritu humano estaba aprisionado y la mente encadenada; en que las formulaciones eclesiásticas hechas un milenio o dos antes sobre cuestiones científicas se consideraban más fidedignas que los descubrimientos contemporáneos realizados con técnicas inaccesibles en la antigüedad; en que toda desviación incluso en materias teológicas arcanas, con respecto a las preferencias doxológicas dominantes tanto católicas como protestantes, se castigaba con la humillación, la tributación, el exilio, la tortura o la muerte. Los cielos estaban habitados por ángeles, demonios y por la mano de Dios, que hacía girar las esferas planetarias de cristal. No había lugar en la ciencia para la idea de que subyaciendo a los fenómenos de la Naturaleza pudiese haber leyes físicas. Pero el esfuerzo valiente y solitario de este hombre iba a desencadenar la revolución científica moderna».
 
Carl Sagan, Cosmos, Editorial Planeta, Barcelona 1980, pp. 50-53.
 
 
 


miércoles, 27 de marzo de 2019

SUPOSICIONES

Lo más habitual en nuestra forma de entender lo que nos rodea y a los que nos rodean es que comencemos lanzando hipótesis. Al decir esto no me cuesta nada emplear la primera persona del plural, porque yo también soy demasiado propenso a conjeturar, imaginar y dar demasiadas cosas por supuesto.
 
Es más rápido, más cómodo, más sencillo suponer que comprobar. Además, estamos predispuestos a buscar explicaciones que tengan algún tipo de correspondencia lógica con lo que ya conocemos (por ejemplo: si hay nubes, hay agua). Luego, conforme vamos obteniendo más datos, pulimos y mejoramos nuestra percepción de la realidad, dándonos cuenta de lo equivocados que podíamos estar en un principio.
 
Sin embargo, esta forma de explicar y dar un sentido a lo que nos rodea puede distorsionar la realidad. ¿Quién no ha imaginado alguna vez que la mirada de alguien que teníamos delante estaba cargada de malas intenciones? ¿Quién no ha pensado alguna vez que los demás podrían estar riéndose de uno mismo o que uno mismo estaba aburriendo a los demás con su conversación? ¿Quién no ha sido capaz de profetizar un suceso (“seguro que me va a suceder…”) al menos un par de veces al día? ¡Y no nos detenemos en estas pequeñeces! Prejuzgamos individuos, grupos, razas y hasta naciones. E incluso somos capaces de hablar de Dios, de lo que piensa de nosotros o de aquellos que no actúan según sus designios.
 
No es malo suponer, es una forma rápida de comprender y dar sentido a lo que nos rodea. Lo malo está en no querer apearse de las suposiciones sin contrastarlas o, al menos, no tener la suficiente humildad para reconocer que ciertas realidades escapan a nuestra comprensión.
 
El relato que sigue a continuación, una historia que narraba el célebre científico y divulgador Carl Sagan, habla de cómo hasta la ciencia (el paradigma del conocimiento basado en los datos objetivos) puede dejarse llevar por la imaginación. Sagan describe muy acertadamente (y con cierto tono de humor) nuestra manera de comprender la realidad que nos rodea y la facilidad con la que podemos llegar a equivocarnos.
 
 
«Venus tiene casi la misma masa, el mismo tamaño y la misma densidad que la Tierra. Al ser el planeta más próximo a nosotros, durante siglos se le ha considerado como hermano de la Tierra. ¿Cómo es en realidad nuestro planeta hermano? ¿Puede que al estar algo más cerca del Sol sea un planeta suave, veraniego, un poco más cálido que la Tierra? ¿Posee cráteres de impacto, o los eliminó todos la erosión? ¿Hay volcanes? ¿Montañas? ¿Océanos? ¿Vida?
 
La primera persona que contempló Venus a través del telescopio fue Galileo en 1609. Vio un disco absolutamente uniforme. Galileo observó que presentaba, como la Luna, fases sucesivas, desde un fino creciente hasta un disco completo, y por la misma razón que ella: a veces vemos principalmente el lado nocturno de Venus y otras el lado diurno; digamos también que este descubrimiento reforzó la idea de que la Tierra gira alrededor del Sol y no al revés. A medida que los telescopios ópticos aumentaban de tamaño y que mejoró su resolución (la capacidad para distinguir detalles finos), fueron sistemáticamente orientados hacia Venus. Pero no lo hicieron mejor que Galileo. Era evidente que Venus estaba cubierto por una densa capa de nubes que impiden la visión. Cuando contemplamos el planeta en el cielo matutino o vespertino, estamos viendo la luz del Sol reflejada en las nubes de Venus. Pero después de su descubrimiento y durante siglos, la composición de esas nubes fue totalmente desconocida. La ausencia de algo visible en Venus llevó a algunos científicos a la curiosa conclusión de que su superficie era un pantano, como la de la Tierra en el período carbonífero. El argumento -suponiendo que se merezca este calificativo- era más o menos el siguiente:
 
-No puedo ver nada en Venus.
-¿Por qué?
-Porque Venus está totalmente cubierto de nubes.
-¿De qué están formadas las nubes?
-De agua, por supuesto.
-Entonces, ¿por qué son las nubes de Venus más espesas que las de la Tierra?
-Porque allí hay más agua.
-Pues si hay más agua en las nubes también habrá más agua en la superficie. ¿Qué tipo de superficies son muy húmedas?
-Los pantanos.
 
Y si hay pantanos, ¿no puede haber también en Venus cicadáceas y libélulas y hasta dinosaurios? Observación: No podía verse absolutamente nada en Venus. Conclusión: El planeta tenía que estar cubierto de vida. Las nubes uniformes de Venus reflejaban nuestras propias predisposiciones. Nosotros estamos vivos y nos excita la posibilidad de que haya vida en otros lugares. Pero sólo un cuidadoso acopio y valoración de datos puede decirnos qué mundo determinado está habitado. En el caso de Venus nuestras predisposiciones no quedan complacidas.
 
La primera pista real sobre la naturaleza de Venus se obtuvo trabajando con un prisma de vidrio o con una superficie plana, llamada red de difracción, en la que se ha grabado un conjunto de líneas finas, regularmente espaciadas. Cuando un haz intenso de luz blanca y corriente pasa a través de una hendidura estrecha y después atraviesa un prisma o una red, se esparce formando un arco iris de colores, llamado espectro. El espectro se extiende desde las frecuencias altas de la luz visible hasta las bajas: violeta, azul, verde, amarillo, anaranjado y rojo. Como estos colores pueden verse, se les llamó el espectro de la luz visible. Pero hay mucha más luz que la del pequeño segmento del espectro que alcanzamos a ver. En las frecuencias más altas, debajo del violeta, existe una parte del espectro llamada ultravioleta: es un tipo de luz perfectamente real, portadora de muerte para los microbios. Para nosotros es invisible, pero la detectan con facilidad los abejorros y las células fotoeléctricas. En el mundo hay muchas más cosas de las que vemos. Debajo del ultravioleta está la parte de rayos X del espectro, y debajo de los rayos X están los rayos gamma. En las frecuencias más bajas, al otro lado del rojo, está la parte infrarroja del espectro. Se descubrió al colocar un termómetro sensible en una zona situada más allá del rojo, en la cual de acuerdo con nuestra vista hay oscuridad: la temperatura del termómetro aumentó. Caía luz sobre el termómetro, aunque esta luz fuera invisible para nuestros ojos. Las serpientes de cascabel y los semiconductores contaminados detectan perfectamente la radiación infrarroja. Debajo del infrarrojo está la vasta región espectral de las ondas de radio. Todos estos tipos, desde los rayos gamma hasta las ondas de radio, son igualmente respetables. Todos son útiles en astronomía. Pero a causa de las limitaciones de nuestros ojos tenemos un prejuicio en favor, una propensión hacia esa franja fina de arco iris que llamamos el espectro de luz visible.
 
En 1844, el filósofo Auguste Comte estaba buscando un ejemplo de un tipo de conocimiento que siempre estaría oculto. Escogió la composición de las estrellas y de los planetas lejanos. Pensó que nunca los podríamos visitar físicamente, y que al no tener en la mano muestra alguna de ellos, nos veríamos privados para siempre de conocer su composición. Pero a los tres años solamente de la muerte de Comte, se descubrió que un espectro puede ser utilizado para determinar la composición química de los objetos distantes. Diferentes moléculas o elementos químicos absorben diferentes frecuencias o colores de luz, a veces en la zona visible y a veces en algún otro lugar del espectro. En el espectro de una atmósfera planetaria, una línea oscura aislada representa una imagen de la hendidura en la que falta luz: la absorción de luz solar durante su breve paso a través del aire de otro mundo. Cada tipo de línea está compuesta por una clase particular de moléculas o átomos. Cada sustancia tiene su firma espectral característica. Los gases en Venus pueden ser identificados desde la Tierra, a 60 millones de kilómetros de distancia. Podemos adivinar la composición del Sol (en el cual se descubrió por primera vez el helio, nombrado a partir de Helios, el dios griego del Sol); la composición de estrellas magnéticas A ricas en europio; de galaxias lejanas analizadas a partir de la luz que envían colectivamente los cien mil millones de estrellas integrantes. La astronomía espectroscópica es una técnica casi mágica. A mí aún me asombra. Auguste Comte escogió un ejempló especialmente inoportuno».
 
(Si el lector no ha sido capaz de comprender lo leído hasta este punto, puede encontrar una explicación "sencilla" es los siguientes enlaces: Espectroscopía para astronomía; Espectroscopía - Cómo detectar elementos químicos en el universo).
 
«Si Venus estuviera totalmente empapado resultaría fácil ver las líneas de vapor de agua en su espectro. Pero las primeras observaciones espectroscópicas, intentadas en el observatorio de Monte Wilson hacia 1920, no descubrieron ni un indicio, ni un rastro de vapor de agua sobre las nubes de Venus, sugiriendo la presencia de una superficie árida, como un desierto, coronada por nubes en movimiento de polvo fino de silicato. Estudios posteriores revelaron la existencia de enormes cantidades de dióxido de carbono en la atmósfera, con lo que algunos científicos supusieron que toda el agua del planeta se había combinado con hidrocarbonos para formar dióxido de carbono, y que por tanto la superficie de Venus era un inmenso campo petrolífero, un mar de petróleo que abarcaba todo el planeta. Otros llegaron a la conclusión de que la ausencia de vapor de agua sobre las nubes se debía a que las nubes estaban muy frías y toda el agua se había condensado en forma de gotitas, que no presentan la misma estructura de línea espectral que el vapor de agua. Sugirieron que el planeta estaba totalmente cubierto de agua, a excepción quizás de alguna que otra isla incrustada de caliza, como los acantilados de Dover. Pero a causa de las grandes cantidades de dióxido de carbono presentes en la atmósfera, el mar no podía ser de agua normal; la química física exigía que el agua fuese carbónica. Venus, proponían ellos, tenía un vasto océano de seltz.
 
El primer indicio sobre la verdadera situación del planeta no provino de los estudios espectroscópicos en la parte visible del espectro o en la del infrarrojo cercano, sino más bien de la región de (las ondas de) radio. Un radiotelescopio funciona más como un fotómetro que como una cámara fotográfica. Se apunta hacia una región bastante extensa del cielo y registra la cantidad de energía, en una frecuencia de radio dada, que llega a la Tierra. Estamos acostumbrados a las señales de radio que transmiten ciertas variedades de vida inteligente, a saber, las que operan las estaciones de radio y televisión. Pero hay otras muchas razones para que los objetos naturales emitan ondas de radio. Una de ellas es que estén calientes. Cuando en 1956 se enfocó hacia Venus un radiotelescopio primitivo, se descubrió que el planeta emitía ondas de radio como si estuviera a una temperatura muy alta. Pero la demostración real de que la superficie de Venus es impresionantemente caliente se obtuvo cuando la nave espacial soviética de la serie Venera penetró por primera vez en las nubes oscurecedoras y aterrizó sobre la misteriosa e inaccesible superficie del planeta más próximo. Resultó que Venus está terriblemente caliente. No hay pantanos, ni campos petrolíferos, ni océanos de seltz. Con datos insuficientes es fácil equivocarse».
 
Carl Sagan, Cosmos, Editorial Planeta, Barcelona 1980, pp. 91-94.
 

domingo, 17 de marzo de 2019

DOGMAS

Dentro de mí conviven dos maneras de pensar: una es la de un creyente, la otra es la de alguien escéptico. Hoy voy a dejar suelto al escéptico.
 
Hay una pregunta que no deja de darme la lata: ¿cómo es posible que creamos ciegamente en cosas de las que tenemos poca o ninguna información? ¿Cómo, a partir de un puñado de suposiciones, somos capaces de construir edificios conceptuales y formas de entender la realidad que pueden llegar a ser inamovibles? ¿Qué extraño poder tiene sobre nosotros una creencia para que nos lleve a rechazar a otras personas por el hecho de no entender la realidad de la misma manera en que la entendemos nosotros? ¿Cómo puede hacernos negar incluso lo evidente?
 
Un "dogma" es un punto esencial en un sistema de pensamiento (una religión, una filosofía o una doctrina política) que se considera cierto y que no puede ponerse en duda. En mi opinión, eso que algunos llaman “dogmatismo” no es una actitud patrimonio de credos o de doctrinas religiosas. Es algo que forma parte de la naturaleza misma del pensamiento humano. Para poner un ejemplo de esto que digo, me gustaría subir hoy a este navío dos textos que hablan de dogmatismo y de negación de la evidencia. Curiosamente ninguno de los dos habla de religiones.
 
El primero pertenece al célebre libro de Stephen Hawking, “Brevísima historia del tiempo” y en él se nos cuenta cómo hasta los grandes científicos pueden dejarse llevar por su concepción de la realidad a la hora aceptar lo que se revela como evidente.
 
«El descubrimiento de que el universo se está expandiendo fue una de las grandes revoluciones intelectuales del siglo XX. Visto retrospectivamente, sorprende que nadie lo hubiera pensado antes. Newton, y otros, deberían haber advertido que un universo estático sería inestable ya que, si en alguna época el universo hubiera sido estático, la atracción gravitatoria mutua de todas las estrellas y galaxias no hubiera tardado en empezarlo a contraer. Incluso si el universo se estuviera expandiendo lentamente, la fuerza de la gravedad haría que finalmente dejara de expandirse y, también en este caso, se empezara a contraer. Sin embargo, si el universo se estuviera expandiendo con un ritmo superior a un cierto valor crítico, la gravedad nunca sería lo suficientemente intensa para detenerlo y el universo se seguiría expandiendo indefinidamente. En cierto modo, es lo que ocurre cuando lanzamos un cohete desde la superficie de la tierra. Si su velocidad es baja, la gravedad acabará por detenerlo y volverá a caer. En cambio, si tiene una velocidad superior a cierto valor crítico (de unos once kilómetros por segundo), la gravedad no será lo suficientemente intensa para hacerlo volver, y seguirá alejándose de la tierra para siempre.
 
Este comportamiento del universo hubiera podido ser predicho a partir de la teoría newtoniana de la gravedad en cualquier momento del siglo XIX, del XVIII o, incluso, a finales del XVII. Sin embargo, la creencia en un universo estático era tan firme que persistió hasta bien entrado el siglo XX. Incluso Einstein, cuando formuló la teoría general de la relatividad en 1915, estaba tan convencido de que el universo era estático que modificó su teoría para hacerlo posible, introduciendo en sus ecuaciones un factor espúreo denominado constante cosmológica. Esta constante tiene el efecto de una fuerza “antigravitatoria” que, a diferencia de las otras fuerzas, no procedería de ninguna fuente en particular, sino que estaría imbuida en la misma fábrica del espacio-tiempo y, como consecuencia de ella, el espacio-tiempo tendría una tendencia innata a expandirse. Ajustando el valor de la constante cosmológica, Einstein podía variar la intensidad de esta tendencia y vio que era posible ajustarla de manera que anulara exactamente la atracción de toda la materia del universo, de modo que éste fuera estático. Posteriormente desautorizó la constante cosmológica y la calificó como “el mayor error que había cometido”. (…) En la actualidad tenemos motivos para pensar que, al fin y al cabo, tal vez acertó al introducirla. Pero lo que debió de molestar a Einstein fue haber permitido que su creencia en un universo estático se impusiera a lo que su teoría parecía predecir: que el universo está en expansión».
 
Stephen Hawking y Leonard Mlodinow, Brevísima historia del tiempo, Crítica, Barcelona 2005, pp. 78-79.
 
 
La segunda historia la narraba el célebre científico y divulgador norteamericano Carl Sagan, en su conocida serie de televisión “Cosmos”. En ella podremos comprobar cómo las actitudes dogmáticas no pertenecen únicamente a sacerdotes o a fanáticos.
 
«Un libro popular, Mundos en colisión, publicado en 1950 por un psiquiatra llamado Immanuel Velikovsky, afirma que ha habido grandes colisiones recientes desde Saturno hasta Venus. Según el autor, un objeto de masa planetaria, que él llama cometa, se habría formado de alguna manera en el sistema de Júpiter. Hace unos 3500 años se precipitó hacia el sistema solar interior y tuvo repetidos encuentros con la Tierra y Marte, consecuencias accidentales de los cuales fueron la división del Mar Rojo que permitió a Moisés y a los israelitas escapar del Faraón, y el cese de la rotación de la Tierra por orden de Josué. También produjo, según Velikovsky, vulcanismos y diluvios importantes. Velikovsky imagina que el cometa, después de un complicado juego de billar interplanetario, quedó instalado en una órbita estable, casi circular, convirtiéndose en el planeta Venus, planeta que, según él, no había existido antes.
 
 
Estas ideas son muy probablemente equivocadas, como ya he discutido con una cierta extensión en otro lugar. Los astrónomos no se oponen a la idea de grandes colisiones, sino a la de grandes colisiones recientes. En cualquier modelo del sistema solar es imposible mostrar el tamaño de los planetas a la misma escala que sus órbitas, porque los planetas serían entonces tan pequeños que apenas se verían. Si los planetas aparecieran realmente a escala, como granos de polvo, comprenderíamos fácilmente que la posibilidad de colisión de un determinado cometa con la Tierra en unos pocos miles de años es extraordinariamente baja. Además, Venus es un planeta rocoso, metálico, pobre en hidrógeno. No hay fuentes de energía para poder expulsar de Júpiter cometas o planetas. Si uno de ellos pasara por la Tierra no podría "detener" la rotación de la Tierra, y mucho menos ponerla de nuevo en marcha al cabo de veinticuatro horas. Ninguna prueba geológica apoya la idea de una frecuencia inusual de vulcanismo o de diluvios hace 3500 años. En Mesopotamia hay inscripciones referidas a Venus de fecha anterior a la época en que Velikovsky dice que Venus pasó de cometa a planeta. Es muy improbable que un objeto con una órbita tan elíptica pudiera pasar con rapidez a la órbita actual de Venus, que es un círculo casi perfecto. Etcétera.
 
Muchas hipótesis propuestas tanto por científicos como por no científicos resultan al final erróneas. Para ser aceptadas, todas las ideas nuevas deben superar normas rigurosas de evidencia. Lo peor del caso Velikovsky no es que su hipótesis fuera errónea, o estuviese en contradicción con los hechos firmemente establecidos, sino que ciertas personas que se llamaban a sí mismas científicos intentaron suprimir el trabajo de Velikovsky. La ciencia es una creación del libre examen, y a él está consagrada: toda hipótesis, por extraña que sea, merece ser considerada en lo que tiene de meritorio. La eliminación de ideas incómodas puede ser normal en religión y en política, pero no es el camino hacia el conocimiento; no tiene cabida en la empresa científica. No sabemos por adelantado quién dará con nuevos conceptos fundamentales».
 
Carl Sagan, Cosmos, Editorial Planeta, Barcelona 1980, pp. 90-91.