EL BLOG SE PRESENTA...

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Al cumplir los cuarenta, mi creador comenzó a hacerse las típicas preguntas asociadas a aquella edad: «¿qué he hecho con mi vida hasta ahora?», «¿qué pienso hacer a partir de ahora con ella?». Esas cuestiones fueron el motor de un blog con un carácter más bien “autobiográfico”, una suerte de “registro de recuerdos” que pretendía anotar algunas de sus vivencias personales y su impacto en él. Sin embargo, aquellas primeras páginas se expresaban en función del autoconcepto y el estado de ánimo del autor. Si ambos eran bajos, el estilo de cada publicación traslucía ese sentir.
Con el tiempo, aquel proyecto acabó en vía muerta.
Dos años después, mi autor retomó aquel cuaderno de bitácora para reconstruirlo desde sus cimientos e intentar corregir sus defectos. ¡Y nací yo!
En mis inicios, fui un medio para satisfacer el deseo de compartir vivencias y reflexiones personales, así como textos y vídeos variados que gustaban a mi creador. Este navío quería traer a puerto todas aquellas mercancías que pudieran enriquecer a los que paseasen por sus páginas.
Con el paso del tiempo me he dado cuenta que soy todo eso y algo más. Si, sigo siendo el saco en el que se introducen todas aquellas vivencias, reflexiones, textos y videos que han enriquecido de una u otra manera a mi autor. Pero además, combinando palabras propias y prestadas, me estoy convirtiendo en el relato de un itinerario en el que mi creador describe su transformación. En mi se ha reunido todo aquello que ha formado parte (de alguna manera) de un proceso de ensanchamiento humano y espiritual, un proceso de evolución que aún continúa.

¡Bienvenidos!


miércoles, 21 de febrero de 2018

21 MENSAJES PARA TRANSMITIR A CADA MIEMBRO DE LA SIGUIENTE GENERACION

¿Qué les podemos dejar a nuestros hijos? Hace un par de meses encontré en una conocida red social este material del psicólogo argentino Alejandro Jodorowsky. Me parece un buen rosario de consejos para dejar como legado.
 
 
1. Eres un ser deseado. Estás aquí porque el Universo lo quiso.
 
2. Siente que eres libre de ser lo que eres, no permitas que nada ni nadie te etiquete, ni te imponga guiones que no se corresponden con tu autenticidad.
 
3. Cada ancestro de tu árbol es un don que hay dentro de ti para ser usado a tu favor y al de todo el Universo.
 
4. Aprende a no pedir amor, simplemente ama.
 
5. Cree en los pequeños milagros de cada día y atiende a las coincidencias, en ellas hay mensajes ocultos que te guían en el correcto camino.
 
6. Cada día, haz un acto generoso con alguien cercano.
 
7. Si en tu árbol genealógico hubo traumas, sánalos actuando.
 
8. Déjate guiar por tu cuerpo, es sabio. Él te alertará de las situaciones de las que debas alejarte, sintiendo tensión y malestar. También te dirá cuando estás alineado con lo que eres, sintiendo relajación y bienestar.
 
9. No contamines tu cuerpo con tóxicos o una mala alimentación.
 
10. En cuanto puedas, sé independiente. Trabaja utilizando tu creatividad y hazte adulto.
 
11. Escribe un poema cada día.
 
12. Busca y provoca situaciones que te hagan reír.
 
13. Tiende a compartir, a colaborar a ser solidario.
 
14. Cuando tengas problemas, puedes analizarlos, puedes hablarlos, pero ten por seguro que hasta que no actúes no se producirá la transformación.
 
15. Siente GRATITUD por todo lo que te regala el Universo.
 
16. Recuerda que nada en este plano de existencia perece, sino que se transforma.
 
17. Lee, estudia, conoce… experimenta por ti mismo.
 
18. No te apegues a nada material. No consumas lo que no necesitas.
 
19. Tampoco te apegues a ninguna creencia. Lo mismo que tu cuerpo se renueva constantemente, también lo deben hacer las ideas.
 
20. Siembra cada día las semillas que te lleguen de dentro o de fuera. Las semillas pueden ser palabras, caricias, belleza, acciones. Ellas son los gérmenes de más sabiduría, amor, arte y salud.
 
21. Cuida con mimo el territorio que está más allá de tu cuerpo, tu casa, tu barrio, tu ciudad… el planeta y el Universo.
 
 

lunes, 12 de febrero de 2018

SIMPLEMENTE SER

De la correspondencia que mantuvieron Henry Thoreau y Harrison Blake entre 1848 y 1861, únicamente se han conservado las cartas del primero. De Blake nos ha llegado tan sólo la primera, la que iniciaba aquel diálogo que duró más de una década. La carta finaliza con estas palabras:
 
Lo venero porque se abstiene de la acción, y abre su alma con el objetivo de poder ser. En mitad de un mundo de actores bulliciosos y superficiales, es noble hacerse a un lado y decir: «Simplemente quiero ser». Si pudiese plantarme enseguida sobre la verdad, reduciendo al mínimo mis necesidades, me vería inmediatamente más cerca de la naturaleza, más cerca de mis compañeros... y la vida sería infinitamente más rica. Pero ¡heme aquí!, temblando en la orilla...
 
 
“Simplemente querer ser”. El único inconveniente que yo le veo a esto es que, en primer lugar, se necesita dar respuesta a una pregunta: ¿ser qué?... o mejor, ¿ser quién? Muchos recordaremos aquella pregunta que de pequeños nos hacían: “y tú de mayor, ¿qué quieres ser?”, una cuestión que hablaba de la profesión, de lo que queríamos hacer. ¿Cuántos respondimos: “quiero ser yo mismo”?
 
Necesitaríamos más de una vida para responder con rotundidad a esa cuestión tan esencial como evitada: ¿QUIÉN SOY YO? Sólo se necesita hacer un sencillo ejercicio para demostrar esto. Hágase esta pregunta: ¿quién soy yo? La primera respuesta será sencilla: Yo soy… (diga su nombre). Continuemos. Vuélvase a repetir: ¿quién soy yo? Soy… (diga su profesión o los estudios que ha realizado). Vuélvase a repetir: ¿quién soy yo? Puede que ahora tenga que pensar más. Puede que describa su estado civil, si tiene o no familia. Cada vez que dé una respuesta, siga preguntándose “¿quién soy yo?”. Cada vez costará más dar una contestación: hago esto o aquello, me he dedicado a tal o cual cosa. Llegará un momento en el que comenzará a profundizar: puede que hable de lo que siente, lo que piensa, lo que cree, lo que le hace moverse en una determinada dirección. Puede que hable de sus miedos, de sus esperanzas, de sus frustraciones.
 
Pues eso es lo que soy: mi historia, lo que pienso de mí, mis temores y frustraciones, mis expectativas y aspiraciones, mis relaciones pasadas y presentes.
 
En su respuesta a Blake, Thoreau habla la coherencia entre pensamiento y acción; habla de aventurarse en el cambio, de vivir como hombres nuevos; habla de apearse de los viejos esquemas mentales, los de siempre, de intentar no “revivir patéticamente lo viejo”, admitiéndolo y soportándolo; habla de la simplicidad como principio de sabiduría vital; habla de explorar la profundidad de nuestras propias raíces, de no negarse a ver lo real; habla de vivir el presente, de sí mismo, de lo que cree, vive y ama.
 
Así escribe Thoreau:
 
Creo firmemente en 1a correspondencia entre la vida exterior y la vida interior; así como tengo la certeza de que aunque algunos hombres consigan vivir una vida virtuosa, el resto seguirá sin advertirlo. La diferencia y la distancia son una misma cosa. Vivir una vida auténtica es como viajar a un país lejano y encontrarnos progresivamente rodeados por nuevos escenarios y hombres; y cuando me hallo rodeado por los más ancianos, me doy cuenta de que de ninguna forma estoy viviendo una vida nueva o mejor. El exterior es sólo la representación de lo que hay dentro. Los hábitos no esconden al hombre, sino que lo muestran; ellos son sus auténticos ropajes. No me incumben las curiosas razones que puedan aducir para atenerse a ellos. Las circunstancias no son rígidas e inflexibles; sí lo son, sin embargo, nuestros hábitos.
 
A veces tenemos la tendencia a hablar con ligereza, como si una vida divina fuera a injertarse o a aparecer en nuestro presente como una oportuna fundación. Esto podría tener sentido si pudiéramos reconstruir nuestra antigua vida, excluyendo de ella todo el calor de nuestros afectos, dejándolos marchitar, como el mirlo construye su morada sobre el nido del cuclillo, y allí incuba sus huevos, que son los únicos que eclosionan. Pero lo cierto es que nosotros -y aquí se halla la línea de demarcación- incubamos ambos huevos. Y ya que el cuclillo lo aventaja en un día, su cría, al nacer, expulsa a las crías del mirlo. No hay otra solución: destruir el huevo del cuclillo o construir un nido nuevo.
 
El cambio es el cambio. Ninguna vida nueva ocupa viejos cuerpos decadentes. La vida nace, crece y florece. Los hombres intentan revivir patéticamente lo viejo, y por eso lo aceptan y soportan. ¿Por qué aguantar en el hospicio pudiendo ir al cielo? Es como embalsamarse, nada más. Dejad de lado vuestros ungüentos y sudarios, y entrad en el cuerpo de un recién nacido. Podéis ver en las catacumbas de Egipto el resultado de aquel experimento. Conocemos su final.
 
Creo firmemente en la simplicidad. Es asombroso y triste ver cómo incluso los hombres más sabios pasan sus días ocupados en asuntos triviales que creen que han de atender, en detrimento de otros asuntos más importantes que creen su deber omitir. Cuando un matemático desea hallar la solución de un problema difícil, empieza por deshacerse de todas las dificultades de la ecuación, reduciéndola a sus términos más sencillos. Hagamos lo propio y simplifiquemos el problema de la existencia, y diferenciemos entre lo necesario y lo real. Sondeemos la tierra para ver hacia dónde se extienden nuestras principales raíces. Me basaré siempre en los hechos. ¿Por qué negarse a ver? ¿Por qué no utilizar nuestros propios ojos? ¿O es que los hombres lo ignoran todo? Conozco a muchos a los que es difícil engañar cuando se trata de asuntos comunes, muy desconfiados de los cantos de sirena, que disponen responsablemente de su dinero y saben cómo gastarlo, que disfrutan fama de prudentes y cautelosos, y que, no obstante, aceptan vivir gran parte de su existencia tras un mostrador, como cajeros de un banco, y brillan y se oxidan y finalmente desaparecen. Si saben algo, ¿por qué diablos lo hacen? ¿Saben qué es el pan? ¿Y para qué sirve? ¿Saben qué es la vida? Si supieran algo, cuán rápido dejarían de frecuentar para siempre los lugares donde ahora se los conoce tan bien.
 
Esta vida, nuestra respetable vida diaria, sobre la cual se halla tan bien plantado el hombre de buen sentido..., y sobre la que descansan nuestras instituciones, es en realidad la más pura ilusión, que se desvanecerá como el edificio sin cimientos de una visión. Sin embargo, un minúsculo resplandor de realidad que a veces ilumina la oscuridad de los días de todos los hombres nos revela algo más consistente y perdurable que el diamante, la piedra angular del mundo.
(…)
Mi vida real es un hecho sobre el que no tengo razones para congratularme conmigo mismo, pero tengo respeto por mi fe y mis aspiraciones. De ellas le hablo ahora. La posición de cada uno es demasiado simple para ser descrita. No he prestado ningún juramento. No tengo un esquema para entender la sociedad, la Naturaleza o Dios. Soy, simplemente lo que soy, o comienzo a serlo. Vivo en el presente. El pasado es sólo un recuerdo para mí, y el futuro una anticipación. Amo la vida, amo el cambio más que sus modalidades. En la historia no está escrita cómo el malo se hizo mejor. Creo en algo, y no hay más. Sé que soy. Sé que existe otro, más sabio que yo, que se interesa por mí, de quién soy su criatura y, de alguna manera, su igual. Sé que el reto merece la pena, que las cosas van bien. No he recibido ninguna mala noticia.


Sólo alguien que ha viajado al interior de sí mismo, que ha sido capaz de buscarse, de conocer bien de qué está hecho, alguien que “ha roído sus propios huesos una y otra vez” puede permitirse el privilegio de concluir su carta con estos consejos:
 
Si busca persuadir a alguien de que hace mal, actúe bien. Que no le importe si no lo convence. Los hombres creen en lo que ven. Consigamos que vean.
 
Siga con su vida, persista en ella, gire a su alrededor, como hace un perro alrededor del coche de su amo. Haga lo que ame. Conozca bien de qué está hecho, roa sus propios huesos, entiérrelos y desentiérrelos para roerlos de nuevo. No sea demasiado moral. Sería como hacer trampas con uno mismo. Sitúese por encima de los principios morales. No sea simplemente bueno, sea bueno por algo. Todas las fábulas tienen su moraleja, pero a los inocentes lo que les gusta es escuchar la historia.
 
No permita que nada se interponga entre usted y la luz. Respete a los hombres sólo como hermanos. Cuando emprenda viaje a la Ciudad Celestial, no porte carta de recomendación alguna. Cuando llame, pida ver a Dios, y nunca a los sirvientes. En aquello que más le importe, no piense que dispone de compañeros de viaje. Dese cuenta de que está solo en el mundo.
 
 
Nada más puedo decir.
 
Fuente: Henry David Thoreau, Cartas a un buscador de sí mismo. Errata naturae, Madrid 2013, pp. 14-19.
 

lunes, 5 de febrero de 2018

PEREGRINO, NO HAY CAMINO…

Una de mis mayores preocupaciones durante gran parte de mi vida ha sido averiguar lo que Dios podía estar pidiendo de mí en cada momento, conocer su voluntad, ser capaz de reconocer el camino correcto, el que podía ser agradable a sus ojos. Esta historia, como todas, tiene un punto de arranque.
 
Sin ánimo de entrar en mucho detalle, ya que sería algo demasiado largo de contar, sólo diré que, siendo joven, me tocó vivir un acontecimiento en apariencia intrascendente pero que determinó algo más de la mitad de mi vida.
 
El suceso en cuestión ocurrió cuando apenas tenía recién cumplidos los veinte años de edad. Aquella situación me hizo tomar la decisión de convertirme en sacerdote de la Iglesia católica. Pasé dos años formándome en el Seminario, hasta que un día me asaltaron las dudas y sentí que no iba a ser capaz de continuar por aquella senda. Había algo en aquel camino que no encajaba en mí. Finalmente, decidí tirar la toalla y abandonar el Seminario.
 
De unos años a esta parte me cuesta creer en un Dios que llame para una determinada misión en esta vida, que convoque para caminar un determinado camino, que su voluntad consista en que sigamos esa determinada senda que él ha trazado para nosotros. Me resulta difícil imaginar a Dios diciendo: “te he elegido para que hagas tal o cual cosa, para que realices esta o aquella misión”, porque al final parece que lo que debemos ser equivale a lo que debemos hacer. Habrá personas que no estén de acuerdo con lo que digo y que quieran creer en un Señor que tiene decidido un plan para todos nosotros. No sé, igual tiene razón y estoy completamente equivocado. No obstante, creo que tengo el derecho a la duda… al menos de momento.
 
 
En mi caso, nunca terminé de verme capaz de asumir esa tarea que yo suponía que Dios me asignaba. Al final, terminé asustándome y huyendo de la misión, esquivando al Dios que me enviaba, quizá por miedo a decepcionarle, quizá por temor a su castigo. Al final, acabé como Jonás, corriendo en la dirección opuesta, o como Moisés frente a la zarza ardiendo, preguntándole a Dios: «vamos a ver… ¿tú estás de verdad seguro de que estoy preparado para este pastel?, ¿y por qué no te buscas a otro?».
 
Durante mis años de seminarista (y todavía muchos años después de aquello), he tenido una relación con Dios que se asemejaba a la de una pelea. En el libro del Génesis (Gn 32, 23-33) hay un relato que describe bastante bien esta relación con Dios. El texto dice así:
 
Aquella noche se levantó, (…) y cruzó el vado del Yaboc. (…) Y habiéndose quedado Jacob solo, estuvo luchando alguien con él hasta rayar el alba. Pero viendo que no le podía, le tocó en la articulación femoral, y se dislocó el fémur de Jacob mientras luchaba con aquél. Éste le dijo:
– «Suéltame, que ha rayado el alba».
Jacob respondió:
– «No te suelto hasta que no me hayas bendecido».
(…)
Jacob le preguntó:
– «Dime por favor tu nombre».
– «¿Para qué preguntas por mi nombre?». Y le bendijo allí mismo.
 
Esta descripción del encuentro con Dios como un combate no es ajena para mí: unas veces soy el que se zafa de alguien que intenta agarrarle hasta conseguir lo que quiere, otras soy el que pretende que Dios se doblegue a mis propios deseos. Para evitar perder en este combate, la estrategia siempre ha consistido en el regateo o en la huida.
 
En cualquier caso, la lucha empleaba unas armas muy particulares: las “señales”, aquellos signos que, según su interpretación, o bien ratificaban una voluntad divina que al final no terminaba de aceptar del todo, o bien me servían para defenderme en mi postura.
 
Y así han transcurrido los años, combatiendo, intentando “negociar” las mejores condiciones para mí, buscando acomodar mi voluntad a la suya, adecuando “su voluntad” a la mía, siempre con miedo a encontrarme con “señales” que ratificasen su voluntad. Al final, tras mucho tiempo de tira y afloja, de lucha y de huidas he terminado descubriendo una cosa muy simple: que nunca he combatido contra Dios, sino que he batallado conmigo mismo. He luchado contra alguien a quién desconocía, siempre me he intentado zafar del “oponente”, creyendo que este era el Dios de la exigencia.
 
Sin embargo, con el transcurso de los años voy descubriendo que la clave de este “negocio” no consiste en “hacer” algo que pueda ser interpretado como “su voluntad”, sino en (simplemente) ser.