EL BLOG SE PRESENTA...

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Al cumplir los cuarenta, mi creador comenzó a hacerse las típicas preguntas asociadas a aquella edad: «¿qué he hecho con mi vida hasta ahora?», «¿qué pienso hacer a partir de ahora con ella?». Esas cuestiones fueron el motor de un blog con un carácter más bien “autobiográfico”, una suerte de “registro de recuerdos” que pretendía anotar algunas de sus vivencias personales y su impacto en él. Sin embargo, aquellas primeras páginas se expresaban en función del autoconcepto y el estado de ánimo del autor. Si ambos eran bajos, el estilo de cada publicación traslucía ese sentir.
Con el tiempo, aquel proyecto acabó en vía muerta.
Dos años después, mi autor retomó aquel cuaderno de bitácora para reconstruirlo desde sus cimientos e intentar corregir sus defectos. ¡Y nací yo!
En mis inicios, fui un medio para satisfacer el deseo de compartir vivencias y reflexiones personales, así como textos y vídeos variados que gustaban a mi creador. Este navío quería traer a puerto todas aquellas mercancías que pudieran enriquecer a los que paseasen por sus páginas.
Con el paso del tiempo me he dado cuenta que soy todo eso y algo más. Si, sigo siendo el saco en el que se introducen todas aquellas vivencias, reflexiones, textos y videos que han enriquecido de una u otra manera a mi autor. Pero además, combinando palabras propias y prestadas, me estoy convirtiendo en el relato de un itinerario en el que mi creador describe su transformación. En mi se ha reunido todo aquello que ha formado parte (de alguna manera) de un proceso de ensanchamiento humano y espiritual, un proceso de evolución que aún continúa.

¡Bienvenidos!


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domingo, 21 de agosto de 2016

CAMINAR HACIA LA PROPIA SOMBRA

En el mes de mayo de 2010, algunos días después de haber terminado mi estancia en el monasterio, decidí hacer el Camino de Santiago (quien quiera releer aquella vivencia monástica desde el comienzo puede hacerlo en: La entrada en el desierto). Uno de los motivos para aquella peregrinación fue poder dedicar algún tiempo a reflexionar sobre la experiencia vivida con los monjes.
 
Por desgracia, durante aquellos días de peregrinación lo que menos hice fue meditar aquella experiencia. La razón de ello se volvió más que evidente tras un par de días de marcha: si le das demasiado a la cabeza cuando andas, corres el riesgo de no ver alguna de las flechas que señalen un desvío y extraviarte o, peor aún, perderte alguna de las maravillas que el camino te ofrece a cada paso. Luego, en los albergues, tampoco se suele disfrutar de muchos espacios para la intimidad y la reflexión. Fue ya en Madrid, cuando regresé de la peregrinación, cuando pude revisar aquellas anotaciones hechas en el monasterio.
 
El propio Camino daba material suficiente para la reflexión.
 
Hacer meditaciones en el Camino y sobre el Camino da para mucho… ¡hasta para escribir un libro! En efecto, el Camino es una invitación a la alegoría, a las comparaciones, al paralelismo con la vida y al símbolo. Y releyendo hoy toda aquella experiencia tan sólo se me ocurre decir una cosa: ¡qué terriblemente fácil resulta caer en el “onanismo mental”! (bueno, así me gusta llamarlo a mí).
 
Yendo hacia Santiago de Compostela por el Camino Primitivo, yo había planificado inicialmente hacer la ruta oficial desde Lugo, que sale de esta ciudad, pasa por San Román da Retorta y termina en Melide, lugar donde se une al Camino Francés.
 
Unos días antes, un peregrino belga me animó a cambiar mis planes y seguir por una ruta alternativa, que pasa por Friol y converge en el Camino del Norte unos kilómetros antes de llegar a Sobrado dos Monxes. Esta ruta estaba peor señalizada y las posibilidades de perderte eran muchas, pero se trataba de una senda apenas conocida y sin apenas peregrinos. Me resultó difícil no negarme a esta invitación ya que me permitía disfrutar de la tranquilidad de un camino poco frecuentado antes de unirme en Arzúa a esa riada humana que es el Camino Francés.
 
Aquella era la cuarta vez que pasaba por el monasterio de Sobrado dos Monxes. La primera lo hice con una “macro-peregrinación” organizada por la Delegación Diocesana de Juventud de Madrid. Las dos veces siguientes lo hice albergándome en su hospedería, y desde mi última visita a este monasterio habían transcurrido poco más de dos años. Ahora llegaba allí como fruto de una decisión de última hora, ya que nunca había considerado la posibilidad de pasar por este monasterio.
 
Pues bien, en Sobrado me reencontré con un cura que procedía de Madrid y al que ya conocía de sus tiempos de Seminario. Unos años después de ordenarse como sacerdote entró en aquel monasterio y terminó haciéndose monje.
 
Antes de continuar con mi camino pude cruzar unas palabras con él.
 
Recuerdo que me dijo un par de cosas. La primera tenía que ver con su propia experiencia como peregrino, ya que unos años atrás él también tuvo la oportunidad de hacer el Camino. Se trataba de una imagen que se le había quedado muy grabada. Cuando alguien va haciendo el Camino de Santiago, andando por el Camino Francés, por el de la Costa o por el Camino Primitivo, se encuentra con un fenómeno tan evidente que a veces pasa inadvertido, pero que tiene poco desperdicio cuando se medita con atención: el sol siempre sale a espaldas del peregrino y su propia sombra queda por delante mientras va caminando. Esta es una señal que confirma que el camino que se anda es el acertado. Aunque no tengas flechas que te lo indiquen, el camino que haces será el correcto mientras tengas tu propia sombra por delante de ti. Luego, al despedirse, me dijo una frase que quedó grabada en mi memoria: «Ahora tu continúa con tu camino, que yo me quedaré aquí, haciendo el mío».
 
Como ya he dicho, caer en la “masturbatio mentis” es muy sencillo, pero, bien mirado… tiene mucha miga: ¡un camino que se hace dentro de los muros de un monasterio y, luego, caminar hacia la propia sombra!
 
Cuando uno se detiene a meditar un poco sobre el Camino de Santiago no es muy difícil verlo como una metáfora de la vida misma. En el fondo, todos somos peregrinos. Andamos por diferentes senderos y en diferentes sentidos. Unos pueden acercarse a la meta y otros pueden alejarse (conscientemente o no) de ella. Unos prefieren caminar sin buscar indicaciones, simplemente dejándose llevar por su instinto, mientras que otros buscan alguna flecha que les indique el camino correcto, y no encontrarla puede generarles incertidumbre y miedo de haber errado.
 
Cada quien puede sacar de todo esto la moraleja que mejor le parezca. Yo siempre he estado demasiado obsesionado por encontrar el camino, por hallar mi camino, por hacer mi camino. Sin embargo, hoy tengo la sensación de que el camino más importante a seguir es aquel que me lleva a mí mismo: esa sombra es el camino que he de seguir.
 
¡Aunque igual esta es también otra “pajilla mental”!
 

domingo, 17 de abril de 2016

LOS ÚLTIMOS DÍAS

 
Bueno… todo llega a su fin, y este recorrido por las notas de aquel diario que escribí en el monasterio también tiene que hacerlo. Probablemente escriba dentro de algunas semanas lo que ha supuesto para mí el recuerdo de aquellos días… pero esa será ya otra historia.
 
 
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6 de abril de 2010 (Martes de la octava de Pascua).
 
Ayer lunes por la tarde, el maestro de novicios y yo mantuvimos una breve conversación. No pudimos tenerla el domingo, como suele ser costumbre desde que estoy aquí, ya que fue un día con un ritmo muy diferente al habitual. Aquella tarde de domingo de resurrección, después de nona, salimos a dar una vuelta fuera del monasterio. Tras mes y medio sin salir de estos muros, el paseo no estuvo nada mal.
 
Hoy hemos estado hablando de todo lo vivido durante la Semana Santa. Al final me ha planteado unas cuestiones para reflexionarlas en los próximos días. Recordando los cinco verbos que sintetizan la dinámica de los Ejercicios de San Ignacio, me ha señalado cómo el final de dicha dinámica es el encuentro con el Señor y la disposición a… ¿a qué? ¿A la vida monástica?, ¿podría ser este mi camino de vida?, ¿si o no?, ¿por qué si y por qué no?
 
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11 de abril de 2010 (Segundo domingo de Pascua).
 
Ya ha terminado la octava de Pascua. La semana próxima vendrán a recogerme para regresar a Madrid. ¡Sólo me quedan siete días para marcharme! Ya han transcurrido casi dos meses, y a veces tengo la sensación de haber permanecido aquí mucho más tiempo. Han sido demasiado intensas las experiencias vividas en este lugar. Cuando uno entra en el desierto y deja que hable… su voz resuena demasiado fuerte.
 
Algo de tristeza me invade, aunque no sé distinguir muy bien la razón de la misma. ¿Quizá por volver de nuevo a lo cotidiano, o por marcharme de aquí sin tener claro que este sea mi camino? En uno de los libros que he leído estos días encontré esta frase: «La nota característica de la conversión es la alegría». ¿Y dónde está?
 
Acude ahora a mi cabeza un recuerdo del pasado. Fue mi primer día de prácticas en el hospital. Ese primer día tenía algo de temor, sin embargo, al final de la jornada, sentí una extraña sensación de felicidad. Esa sensación era fruto de una certeza: ¡sí, aquello era lo mío! En este monasterio he descubierto mucho, quizá no todo. He tenido momentos de malestar y momentos de gran sosiego, pero nada que se aproximase a la sensación de aquel primer día de prácticas hospitalarias.
 
 
«La nota característica de la conversión es la alegría». ¿En qué clase “conversión” estoy pensando?, ¿en la de cambiar una forma de actividad por otra? ¿Es esa la “conversión de vida”? ¿O quizá se trata de ver mi vida con otra mirada, o mejor, desde otra mirada?
 
¿Incertidumbres? ¡TENGO TODAS LAS DEL MUNDO!
 
Ayer sábado tuvimos un encuentro con las comunidades de religiosos y religiosas de la diócesis. No dejé de sentirme un poco descolocado durante todo el día. Estaba viviendo con los monjes, pero no me sentía uno de ellos.
 
Han pasado casi dos meses, y al final de mi estancia en este monasterio sigo haciéndome demasiadas preguntas.
 
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13 de abril de 2010 (Martes de la segunda semana de Pascua).
 
Ayer lunes hablé con el maestro de novicios sobre las cuestiones con las que terminamos nuestra conversación de la semana pasada. Por un lado, en el monasterio no me siento del todo mal. ¿Es quizá esa una señal de vocación monástica?, ¿o simplemente lo que me agrada es un “modus vivendi”?
 
Sólo hay una cosa que no me termina de convencer: ese muro que nos separa del exterior. Algo me llama a estar fuera de él. ¿De dónde nace ese deseo? ¿Viene de Dios o de mi interior? El otro día volví a leer estas palabras:
 
«El deseo está en el punto de partida de nuestra búsqueda, y se irá purificando de elementos que lo contaminan, para que se pueda concretar en las elecciones precisas que unifican nuestra persona entorno a las propuestas que Dios nos irá mostrando junto con una nueva percepción de la realidad».
 
Aún resuena en mi cabeza aquella oración del Vía crucis de este viernes Santo:
 
«Dios de la esperanza, permítenos que seamos el medio por el que tu lleves el consuelo a los desesperanzados, los sometidos, los que sufren, los angustiados. Que seamos siempre mensajeros del ánimo de Dios. Amén».
 
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20 de abril de 2010 (Lunes de la tercera semana de Pascua).
 
Ayer por la tarde llegaba a Madrid. Televisión, ordenador, horarios urbanos, ruido de tráfico por la calle. Añoro el silencio y los horarios del monasterio. Sin embargo, lo que más necesito ahora es tiempo y (sobre todo) distancia, tanto de Madrid como de un monasterio. Necesito un “terreno neutral” para poder pensar en todo lo vivido durante estos dos meses.
 
Quizá sea un buen momento para hacer el Camino de Santiago.
 
 
¿CONTINUARÁ?
 

domingo, 10 de abril de 2016

UNA CRUZ PARA VIERNES SANTO (2ª PARTE)

Continúa desde Una cruz para Viernes Santo (1ª parte)


Acabamos de finalizar el Vía Crucis. En la octava estación (Jesús y las hijas de Jerusalén) yo he tenido que leer la siguiente oración:
 
Dios de la esperanza, permítenos que seamos el medio por el que tu lleves el consuelo a los desesperanzados, los sometidos, los que sufren, los angustiados. Que seamos siempre mensajeros del ánimo de Dios. Amén.
 
Mensajeros del ánimo de Dios… estas palabras suenan a programa de vida.
 
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Acabo de salir un rato a pasear por el bosque y he llevado conmigo el libro de Benjamín González Buelta. Hablando de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio, describe con cinco verbos la creación de «un nuevo espacio desde el que mirar». En cuanto lo he leído he venido al escritorio para poderlos anotar. Los cinco verbos son los siguientes:
 
1) Apartarse: de amigos y de conocidos. Con ello se toma distancia de la manera habitual de vivir; alejándonos de «toda solicitud terrena» (actividades, sueños, preocupaciones y proyectos).
2) Mudarse: cambiar de espacio donde los objetos que nos rodean no nos recuerden constantemente las visiones viejas que corren por nuestros circuitos interiores.
3) Buscar: …lo que tanto se desea.
4) Acercarse: acción para encontramos con Dios, con todo lo que somos.
5) Disponerse: Dios llega hasta el espacio que nosotros le dejamos disponible en nuestra intimidad y en nuestro cuerpo. Y, ojo: «no fuerza ninguna puerta, ningún sentimiento, ninguna fibra, ninguna neurona».
 
¿Por qué tengo la sensación de que los cuatro primeros verbos los he ido viviendo en los días que llevo en este monasterio? Pero, ¿y qué sucede con el quinto? Al final se habla de no mover a la persona hacia ninguna opción concreta, pues lo más importante es que «el Señor mismo se comunique a la su ánima devota abrazándola en su amor y alabanza, y disponiéndola por la vía que mejor podrá servirle adelante» (Ejercicios Espirituales de Ignacio de Loyola, parágrafo 15). ¿Y ahora qué?, ¿me quedo a la espera de una nueva señal que me indique el camino?, ¿o me conformo con lo que he encontrado en este monasterio y acepto que este es “mi camino”?
 
Solo hay una sombra: que me embelese con los descubrimientos de hoy y que todas estas palabras las emplee como justificación para no decidirme. ¡Ya he empleado esa “puerta trasera” en el pasado! A pesar de todo, cada minuto que pasa siento mayor paz. No sé porqué, pero estas preguntas no me inquietan en este instante.
 
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Ya hemos cenado. Ha sido algo ligero, pero me ha permitido reponer las energías de una jornada más dura de lo que hubiera podido imaginar.
 
Conforme ha transcurrido la mañana de hoy, más alegre me he ido sintiendo. Una sensación de gozo un tanto impropia de un Viernes Santo. En el rezo de sexta recitábamos el salmo 108. Al llegar a la frase que dice: «Dios ha dicho desde su santuario: “me apoderaré victorioso de Siquem…”», algo ha saltado en mi interior. Pero, ¿no se habíamos leído este salmo ayer? Sin embargo, el sentimiento que se respiraba hoy en él era más gozoso, mientras que ayer era de desolación, como si un terremoto hubiera sacudido la tierra. Al comparar los dos salmos (se trataba de los 60 y 108) he podido descubrir que ambos son exactamente iguales a partir del séptimo u octavo versículo, pero su comienzo es totalmente diferente. Al rezar ayer el salmo 60 y el 108 hoy, cada uno ha expresado mi sentir en cada uno de estos dos días. Los dos salmos parecen haber reflejado mis estados de ánimo en ambas jornadas.
 
Hoy mi corazón exultaba con estas palabras: «voy a cantar y a tocar para ti: ¡despierta gloria mía!». ¡Hoy he notado que algo se ha transformado dentro de mí!
 

Desde hace muchos años lo he intentado racionalizar todo, y pasarlo todo por el tamiz de mi cabeza. Entender mi vida, explicar lo que me rodea, dudar de lo que no sea capaz de concebir, tenerlo controlado todo. Al final me he transformado en un individuo que duda de la vida, de los demás, de Dios, y hasta de sí mismo. Creyente en las formas, agnóstico en el fondo. Y aún así he terminado en este monasterio, y he vivido todo lo que he vivido, y hay demasiadas cosas que han escapado a mi control. Podrían atribuirse todas al azar, pero aún así siguen siendo inconcebibles. ¡Soy incapaz de explicarlas!
 
Esta tarde, después de la comida, que ha consistido en un trozo de pan y un vaso de agua, he subido para poder descansar unos minutos recostado en la cama. Serían entorno a las tres de la tarde. En ese momento ha ocurrido algo, una sensación muy difícil de explicar con palabras. Mi cabeza no paraba de dar vueltas sobre todo lo sucedido en estos últimos días, y sin embargo, había un sentimiento de quietud en medio de la ebullición. ¿De dónde tantas coincidencias? Y todas orientadas a un único fin: abandonarme a una única certeza, Dios.
 
Y en mi interior le he gritado: ¿quién eres?, ¿qué buscas de mí?
 
¡¿Por qué yo?!
 
Y ha aflorado el llanto.
 
Sólo he podido decir: ¡creo, creo, creo!
 
 
CONTINUARÁ…

domingo, 3 de abril de 2016

UNA CRUZ PARA VIERNES SANTO (1ª PARTE)

 
Hace ahora una semana de la celebración de la última Semana Santa. Estas fechas traen a mi recuerdo los días vividos en un monasterio de la orden del Císter en el año 2010. De entre aquellos días, el más intenso fue el Viernes Santo. Hoy traigo a este blog la primera parte de mis anotaciones de aquella jornada en mi diario.
 
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2 de abril de 2010 (Viernes Santo).
 
Después del rezo de tercia, el maestro de novicios nos ha convocado para asignarnos trabajo para esta mañana. Cuando nos lo ha dicho, el novicio y yo nos hemos quedado un tanto extrañados (¿no se suponía que hoy era día de fiesta?). En fin, ¡obediencia es obediencia! Mi labor para hoy consistía en terminar de arrancar los chupones de los manzanos de la huerta para después quemarlos. Es una tarea que el miércoles dejé sin terminar y un trabajo relativamente duro en el campo (sobre todo cuando no se está acostumbrado a hacerlo). Mi mayor preocupación era que hoy tenía en el estómago tan sólo un trozo de pan y un tazón de café con leche del desayuno. El Viernes Santo la comunidad ayuna, ¡y lo hace en serio! Si me hubiese dado una lipotimia, los monjes tendrían que haber salido a recogerme con una pala.
 
Mientras me ponía el mono de trabajo, no hacía más que pensar en esta contrariedad. Lo que hoy me apetecía era meditar sobre el misterio de la cruz en cualquier rincón del monasterio, en la capilla, el escritorio o caminando por el bosque. ¿Por qué gastarme trabajando en la huerta? ¡Y además con el ayuno a cuestas! Pensaba en estas cosas, y sentía cómo iba invadiéndome el desasosiego y la rabia. Era un fastidio tener que trabajar en esta mañana, ¡y encima con la preocupación de sufrir un desmayo en la huerta!
 
De pronto me pregunté de dónde procedía toda esta ira. ¿Por qué mi queja? El día en que Jesús fue entregado a sus enemigos para ser crucificado, supongo que tampoco se le permitió hacer lo que más le apetecía. ¿No quería yo meditar este Viernes Santo sobre el misterio de la cruz? ¡Ea pues, a “meditar” sobre la cruz, pero viviendo y cargando con “esta cruz”!
 
¡Hágase!
 
Cuando ya estaba preparado para salir de mi habitación e ir a trabajar, llamaron a la puerta. Era el maestro de novicios que, bastante inquieto y apesadumbrado, venía a pedirme disculpas. Todo ha sido un error suyo: para hoy no habría trabajo ninguno. Sin embargo, este error ha sido motivo de gracia para mí.
 
Zumbaban en mi cabeza las palabras que había estado refunfuñando para mis adentros tan sólo unos minutos antes: «me apetece, no me apetece, me apetece, no me apetece…». ¿Cuántas veces habré empleado estas mágicas palabras para justificar mi inacción o para huir del compromiso simplemente porque “me apetecía” o porque “no me apetecía”?
 
En ese instante, he sentido como si una luz se hubiera hecho en mi mente: el camino andado hasta hoy en el monasterio se ha mostrado como una senda en la que se han iluminado espacios oscuros dentro de mí. De pronto, han acudido a mi memoria diferentes acontecimientos sucedidos durante el mes y medio que llevo aquí viviendo.
 
Primero fueron aquellas dos camisetas desteñidas que revelaron todas aquellas cosas a las que, en el fondo, me gusta estar atado: los hábitos adquiridos desde hace tanto tiempo, las creencias, las personas, los objetos, los libros, los ahorros, o todo lo que constituye un “tesoro” del que me cuesta desprenderme.
 
¿Y aquella tarde de domingo que tuvimos exposición del santísimo? Entonces pude reconocer mi deseo de ser centro de las miradas de admiración de todo el mundo, y de que me aclamen diciendo: «¡maestro, maestro!».
 
Por si no bastara con eso, ayer jueves llegó al monasterio un joven que viene a hacer una experiencia de unos pocos días en la comunidad. Observándole, algo ardía en mi interior. «¡Mírale! –me decía a mí mismo–, pero si canta alguno de los salmos sin mirar al libro… ¡Será para demostrar que se los sabe de memoria!... ¡Yo sí que me los sé de memoria, que para algo llevo tantos años viniendo a monasterios!... Pero, ¿quién se creerá este?... Seguro que yo sé más que él… y soy más especial que él a los ojos de… ¿de quién?... ¡de los monjes, por supuesto!». En estos razonamientos me he quedado enredado desde ayer. Y ahora me doy cuenta de que siempre he procurado mostrarme bueno a los ojos de otros para alcanzar el premio más deseado: ser especial ante su mirada, ser acariciado por todos.
 
Yo que ya había creído que no iban a aparecer más lugares oscuros en mi interior y ahora sale este otro nuevo: los celos, la envidia, la profunda tristeza que en mí provoca que pueda haber otro mejor que yo. Quizá por ese motivo he aprendido a ocultarme. ¿Parece contradictorio? Si anhelo las miradas, ¿porque las evito? La razón puede que sea muy simple: inflarme por el orgullo de ser admirado puede producir, antes o después, un gran sufrimiento cuando descubra que hay gente que puede ser igual o mejor que yo. Semejante “humillación” puede ser demasiado dolorosa. Ese fue posiblemente el motivo real de la tristeza de ayer durante la celebración de la penitencia.
 
Ya van tres “mecanismos” reconocidos, ¿quedaba algo más por iluminar? Por supuesto, esta mañana ha tocado reconocer esas “palabras mágicas” (me apetece o no me apetece) con las que siempre me justifico.
 
He anotado estas cosas en una hoja de papel de la siguiente manera:
 
Apegos
 
Miradas                                         Celos
 
Apetencias
 
Es curiosa la figura que tengo ahora delante de mis ojos: las cuatro palabras configuran una especie de cruz. ¿Es esto lo que soy? ¿Es este “el hombre”? La experiencia pascual supone pasar por la cruz para llegar a la vida plena, y dicha experiencia es un proceso liberador. ¿Es esto lo que he de “crucificar”? ¿Es de esto de lo que debo ser liberado?
 
Ahora estoy recordando una cosa. Hace algunos años me explicaron el Eneagrama. El “pecado” específico de alguien como yo es la avaricia. Durante mucho tiempo no he entendido muy bien el significado de esto. ¡Ahora creo que lo comprendo! Avaro es todo aquel que acapara dinero, pero también miradas, prestigio, conocimientos. Avaro es igualmente el mezquino, aquel que no quiere abrir su mano para dar de lo que tiene, para que otros tomen de lo que posee.
 
 
 

domingo, 27 de marzo de 2016

EL DÍA QUE LA TIERRA FUE SACUDIDA

Continúa desde La conversión
 
Acabada ya la Semana Santa, retomo mis anotaciones en un monasterio de la orden del Císter. Las próximas publicaciones pertenecen a los apuntes realizados durante la Semana santo del año 2010.
 
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30 de marzo de 2010 (Martes Santo).
 
El pasado domingo compartía con el maestro de novicios mis últimos “descubrimientos”: de cómo a mis cuarenta años de edad aún sigo viviendo como un adolescente, de cómo tengo miedo a vivir, a ser plenamente adulto. Esta mañana, en la eucaristía, el abad ha hablado precisamente de la adolescencia, describiéndola como la etapa de la vida en la que todo son proyectos que aún no se han hecho realidad. Reflexionando esas palabras, reconozco que mi historia ha sido exactamente eso: un conjunto de buenos propósitos que he dejado siempre a medias.
 
Pienso en todos esos proyectos que he iniciado y que nunca he concluido: mi itinerario en el seminario, aquel proyecto de catequesis juvenil en la parroquia, los cursos para auxiliares de enfermería, aquella chica con la que salí una temporada… Todo comenzaba bien, con ánimo incluso, pero al cabo de un tiempo venían las dudas, los temores. Al final llegaba el abandono, siempre justificado por un millar de razones. Sin embargo, la única razón auténtica no ha sido otra sino vivir la vida sin responsabilidades. Vamos, igual que un adolescente.
 
A punto de celebrar estas fechas del triduo pascual, la cruz es una invitación (¡casi un imperativo!) a vivir como adulto, sin temores. La cruz significa morir a lo que he sido hasta ahora. Si no sigo este camino, sólo queda caer de nuevo bajo el dominio del miedo, o empleando el lenguaje del Nuevo Testamento: bajo el «poder de las tinieblas». En el evangelio de Juan, el sentimiento de Jesús ante esta “caída” es el de una profunda conmoción y tristeza.
 
Cuando hoy hemos recitado el cántico de Isaías en laudes (Is 38, 12b-14), me he sentido identificado con los sentimientos del profeta:
 
De la noche a la mañana
acabas conmigo;
sollozo hasta el amanecer.
Me quiebras los huesos como un león,
de la noche a la mañana
acabas conmigo.
Estoy piando como una golondrina,
gimo como una paloma.
Se me cansan los ojos de mirar al cielo.
¡Señor, sácame de esta tribulación!
 
¿Cómo puede ser que sufra esta desolación? ¿Cuál es el poder que tienen sobre mí mis temores? ¿Por qué ante la invitación a olvidarme de ellos, sólo siento angustia?
 
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1 de abril de 2010 (Jueves Santo).
 
Sigo sufriendo un auténtico bombardeo a través de los salmos.
 
Venid a ver las obras del Señor,
los prodigios que hace en la tierra;
acaba con las guerras hasta los confines de la tierra;
rompe los arcos, quiebra las lanzas, quema los escudos.
¡Rendíos, reconoced que yo soy Dios,
encumbrado sobre los pueblos,
encumbrado sobre la tierra! (Sal 46, 9-11).
 
¿Cómo poder resistirme? ¿Tan sólo cabe la rendición? ¿Qué supone esa rendición? ¿Por qué sólo puedo pensar en el precio que debo pagar por ella?
 
Al mediodía, hemos tenido la celebración penitencial comunitaria. Mientras intentaba hacer un examen de conciencia para la confesión, en mi interior resonaba el salmo 139, que habíamos recitado en laudes:
 
¿A dónde podré ir lejos de tu espíritu,
a dónde escaparé de tu presencia?
 
Si subo hasta el cielo, allí estás tú;
si me acuesto en el Abismo, allí te encuentro.
Si vuelo sobre las alas de la aurora,
y me instalo en el confín del mar,
también allí me alcanzará tu mano
y me agarrará tu derecha.
 
Aunque diga: «Que la tiniebla me encubra,
y la luz se haga noche en torno a mí»,
no es oscura la tiniebla para ti,
pues ante ti la noche brilla como el día.
 
En medio de esta tormenta, a mi mente ha acudido la escena de Pilatos mostrando a Jesús ensangrentado tras ser azotado, con la corona de espinas en su cabeza. «Ecce homo!», ¡este es el hombre!: un despojo, alguien ante quien se oculta el rostro. Y siento que yo también me estoy convirtiendo en eso mismo. Experimento cómo Dios me está despojando de todas mis protecciones, de mis blindajes… y me está despellejando. Me siento tan lleno de temores, ¡me siento tan cobarde!
 
Sólo ha habido lágrimas. No he podido confesarme.
 
Esta tarde, he gritado en silencio con estas palabras del salmo:
 
Has sacudido nuestra tierra,
la has agrietado:
repara sus brechas,
pues se está debilitando (Sal 60,4).
 
 

domingo, 13 de marzo de 2016

LA CONVERSIÓN

 
Cuando llega la cuaresma recuerdo los dos meses que pasé en un monasterio de la orden del Císter. De mis anotaciones sobre lo ocurrido en el transcurso de aquellos días hoy quiero recuperar algunas líneas para este blog.
 
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28 de marzo de 2010 (Domingo de Ramos).
 
Hoy he leído un fragmento de la vida de San Ignacio de Loyola. Frente al río Cardoner, tuvo la siguiente experiencia:
 
«Estando allí sentado, se le empezaron a abrir los ojos del entendimiento; y no que viese alguna visión, sino entendiendo y conociendo muchas cosas, tanto de cosas espirituales como de cosas de la fe y letras; y esto con una ilustración tan grande, que le parecían todas las cosas nuevas».
 
Esa es, según parece, la experiencia del cambio de mirada, la experiencia de la conversión: se hace la luz y en ese instante todo adquiere un sentido nuevo.
 
 
Hoy he llegado a una conclusión. Creo que es la única certeza a la que he podido llegar en estos días: en lo profundo de mi ser, tengo miedo a vivir. De este hecho se deriva una necesidad: la de vivir en una eterna adolescencia. A fin de cuentas el adolescente es alguien al que aún no se le exige tomar decisiones vitales; para el adolescente, todas las vías permanecen abiertas. Pero vivir en la eterna adolescencia sólo es posible si no se crece, sólo es posible si no se avanza.
 
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29 de marzo de 2010 (Lunes Santo).
 
Hoy he comenzado a leer uno de los libritos que me dejó el maestro de novicios el primer día. Se trata de una guía para el discernimiento vocacional monástico. Este librito no me es desconocido ya que tuve la ocasión de leerlo hace casi dos años. En aquella ocasión aprovechaba unos días para viajar por el norte de España, albergándome en las hospederías de diferentes monasterios. En uno de ellos, un monasterio femenino, la hospedera me lo ofreció para que lo leyese los días que estuve allí.
 
Me divierte recordar las circunstancias en las que me lo ofreció.
 
Ya son muchos los años que paso algunos días de mis vacaciones yendo a monasterios para apartarme del ruido, las prisas de la ciudad y los lugares de vacaciones usuales. Al entrar en la capilla, tengo por costumbre hacer una reverencia frente al altar, al estilo de los monjes. Un día en el comedor, la hospedera me preguntó: «¿tu has sido monje?». Y ante mi expresión, entre la risa y el asombro, ella añadió: «te lo digo porque tienes una forma de inclinarte al entrar en la capilla que es muy de monje. Yo no se lo he visto ni a los curas que vienen por aquí a pasar unos días de retiro. ¿De veras que no te has planteado ser monje?».
 
¡Hay que fastidiarse! ¡Como si los gestos y las reverencias fuesen indicativos de una vocación monástica!
 
Ya puesta en la pastoral vocacional, aquella monja me entregó este manualito, el que nuevamente tengo entre mí manos. Esta vez lo hago en nuevas circunstancias. Es bueno que lo vuelva a leer en este momento. Quizá pueda darme alguna pista para hallar alguna respuesta.
 
Aún recuerdo las dos frases con las que se encabeza el primer capítulo de este libro. Ambas son de San Bernardo y hablan sobre la conversión. La primera dice así: «La conversión del corazón no es obra de los hombres, sino de Dios». La segunda es la que más me gusta: «La conversión no se realiza en un solo día. ¡Ojalá pueda llevarse a cabo a lo largo de nuestra vida!»
 
 
 
 

domingo, 6 de marzo de 2016

INTERROGACIONES (2ª PARTE)

 
¿Y si continúo con un par de páginas del diario que escribí en el monasterio?
 
 
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26 de marzo de 2010 (Viernes de la quinta semana de Cuaresma).
 
¡Ya estamos en Semana Santa! Bueno, casi, porque el próximo domingo es ya Domingo de Ramos.
 
En la homilía de esta mañana, el sacerdote ha dado una clave interesante: el meollo de la cuaresma consiste en dejarse enseñar, ser dócil a la acción y la enseñanza de Dios. Parece que he venido al desierto de este monasterio en la época precisa, pero ¿qué me queda por aprender? ¿En qué se debe pensar que he de ser dócil? Tengo el presentimiento de que he sido traído aquí con un propósito, pero ¿cuál? ¿Lo he alcanzado o aún queda algo más por ver?
 
El final del camino de esta Cuaresma es la Pascua, que a fin de cuentas es el recuerdo de la historia de un acto liberador. Si lo he hecho bien, el camino cuaresmal me habrá preparado para lo que ha de venir estos días: la liberación. Pero, ¿de qué?, y ¿para qué?
 
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Aún no sé cómo, pero el mismo día que los jóvenes de mi parroquia vinieron al monasterio a hacernos una visita, en el espacio de oración personal después del rezo de vísperas acudió a mi mente la imagen de Cristo ante Pilatos. En el texto del evangelio de Juan este pregunta a Jesús: «¿de dónde vienes tú?». Desde ese día no he dejado de hacerme esa misma pregunta: ¿de dónde vengo yo?, o mejor dicho, ¿quién soy yo? Quizá sea esa la única pregunta que merece la pena hacerse.
 
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En el libro del jesuita Benjamín González Buelta he leído dos fragmentos que han hecho que por un instante deje de hacerme preguntas:
 
Necesitamos hacer la experiencia de Dios, encontrarnos cara a cara con él, para decir, en las múltiples situaciones de nuestro mundo secular, como Jacob en su camino desconocido: «Dios estaba aquí, y yo no lo sabía» (Gn 28, 16)…
 
Benjamín Glez. Buelta, “Ver o perecer”, Sal Terrae, pag. 61.
 
No se trata de que cambie la realidad, sino la manera de mirarla.
 
Benjamín Glez. Buelta, “Ver o perecer”, Sal Terrae, pag. 67.
 
Creo que gasto demasiado tiempo haciéndome demasiadas preguntas: ¿de dónde vengo?... ¿hacia dónde debo dirigirme?... ¿me equivocaré en mi decisión?... De lo que se trata es de mirar la realidad con ojos nuevos. Mirarla para ser capaz de ver.
 
Dios está ahí y aún no me he enterado.
 
 
 

domingo, 28 de febrero de 2016

INTERROGACIONES (1ª PARTE)

Continúa desde Mi reino por una mirada
 
La cuaresma se ha convertido, desde hace seis años, en un tiempo especial para mí, ya que me recuerda los dos meses que pasé en un monasterio de la orden del Císter. Tras una pausa de varias semanas, vuelvo a recuperar las anotaciones de aquel diario que redactaba por las tardes en el escritorio del noviciado. Allí anotaba las cosas que me sucedían durante la jornada, mis reflexiones o fragmentos de lecturas que me llamaron la atención. Muchas de aquellas líneas me provocan hoy una sonrisa (y hasta un cierto rubor) por su ingenuidad. Sin embargo, son parte de mi historia y no puedo comprender mucho de lo que ahora soy y pienso si prescindo de la experiencia con aquellos monjes.
 
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22 de marzo de 2010 (Lunes de la quinta semana de Cuaresma).
 
Esta tarde he recordado aquel texto del profeta Oseas (Os 2,16-17) en el que habla del pueblo de Israel como de una esposa, y que dice:
 
… yo voy a seducirla;
la llevaré al desierto
y le hablaré al corazón
 
… y ella me responderá allí
como en los días de su juventud,
como el día en que salió de Egipto.
 
En las circunstancias que ahora vivo, no puedo evitar asociar una vez más estas palabras a un momento pasado de mi vida: el tiempo en que yo decidí ser sacerdote. Ahora me encuentro en este “desierto” que es el monasterio y en medio de su silencio escucho mensajes por todas partes. Y ¿de qué me hablan?, ¿de retornar al pasado, a aquellos días? Sin embargo, cuanto más miro hacia ese pasado, más a la defensiva me pongo. ¿Por qué semejante idea me llena de desasosiego?
 
Este sábado, en la homilía, el sacerdote trajo un curioso ejemplo que llamó poderosamente mi atención: la vida es como el juego de la oca, en el que, unas veces, se puede caer en una casilla que te permita avanzar, pero en otras ocasiones puedes terminar en una que te devuelve al comienzo, aunque ya tengas mucho camino andado. ¿He caído en una de esas casillas?, ¿a qué punto me hace regresar?
 
Y por si eso no bastase, ayer, en una de las lecturas en las vigilias, se hablaba de la libertad y de cómo esta implica la posibilidad del dolor. Eso explicaría el miedo a ser plenamente libres, ya que tomar decisiones trae consigo la posibilidad de equivocarse, y eso puede hacer daño. El libro del Éxodo, para hablar de esto mismo, emplea una imagen muy elocuente: «añorar las cebollas de Egipto», desear ser esclavos antes que libres, ya que la libertad conlleva riesgos y falta de certidumbres. Porque ¿no es la seguridad, la estabilidad y la certeza lo que más ansía el hombre? Y, ¿no es perder eso lo que más temor le produce?
 
Cuando me invaden las dudas y los temores, yo también añoro las “cebollas de Egipto”. De nuevo tengo hoy ante mí un camino, este camino monástico, pero al mismo tiempo temo los riesgos que su elección conlleva. Comienzo a recordar instantes del pasado, oportunidades perdidas, y deseo retornar a ellas, creyendo que así seré más libre. Pero ¿y si esas “oportunidades perdidas” no son más que una ilusión? ¿Y si opto por “otro” camino creyendo que me va a hacer más libre pero al final termina encadenándome a lo “socialmente adecuado”? Al final, el fruto de tanta duda no ha sido otro que andar años huyendo de compromisos, de los demás, de Dios, y hasta de mí mismo.
 
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Aún no se me van de la cabeza aquellas palabras que leí hace varios días:
 
"Cuando nosotros miramos a Dios podemos reducirlo a la estrechez de nuestro ángulo de mira, dejando en la sombra dimensiones fundamentales de su misterio vuelto generosamente hacia nosotros; podemos apresarlo en nuestras limitadas imágenes religiosas del pasado que nos acompañaron en un trayecto del viaje, pero en las que ya no cabe la nueva etapa que iniciamos".
 
Ciertas imágenes de Dios las asocio inevitablemente a momentos concretos de mi pasado, y son tan exigentes que su sólo recuerdo me produce una opresión en el pecho difícil de describir. ¿Ha llegado para mí el momento de superar esas imágenes? Si es así, ¿cómo hacerlo?
 
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¡Ya ha pasado un mes desde que llegué al monasterio!
 
A pesar del cansancio o de las distracciones, en el tiempo que llevo aquí he iniciado un camino de oración. O quizá sea mejor hablar de “reinicio”, ya que he vuelto a encontrarme con una práctica perdida hace tiempo (hasta es posible que nunca la haya aprendido correctamente). Pienso que es lo más positivo que he obtenido de estos días.
 
¿He sacado algo más en claro? Sólo un montón de dudas y temores. ¿Miedo a seguir un camino?, ¿cuál es ese camino?, ¿hacia dónde me conduce?, ¿hasta aquí?, ¿a otro lugar más allá de estos muros? De todas formas hay una intuición que crece en mí cada día más: que Dios me busca (¡hasta siento que me persigue y me acosa!) para encontrarme con él.
 
 
 

domingo, 10 de enero de 2016

MI REINO POR… UNA MIRADA

Continúa desde El grito en el silencio
 
Hace más de cinco años consideré la posibilidad de hacerme monje y viví dos meses en un monasterio de la orden cisterciense para probar ese tipo de vida. De mis anotaciones diarias sobre lo que me sucedía allí, hoy quiero recuperar algunas de sus líneas para este blog.
 
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21 de marzo de 2010 (Quinto domingo de Cuaresma).
 
Hasta llegar aquí, nunca he llegado a comprender muy bien el sentido de la exposición del Santísimo, que sólo ha sido para mí una ceremonia en la que me colocaban delante el pan consagrado para contemplarlo. Al final, necesitaba rellenar ese espacio de tiempo con una lectura para no tener la sensación de estar perdiéndolo. Era incapaz de ir más allá. Sin embargo, la exposición ha adquirido un significado nuevo desde que estoy aquí, aunque creo que la cosa ya empezó antes.
 
Hace unos cuantos meses visité otro monasterio cercano a Madrid con dos amigos. Son un matrimonio muy especial. El es invidente y ella sólo conserva visión parcial en uno de sus ojos. Para ellos el momento de la exposición del Santísimo tampoco tenía mucho sentido, ya que siempre lo habían entendido como un acto puramente visual y al que nadie les había aproximado de otra manera. Era lógico pues que dos invidentes no supiesen qué hacer con ese momento.
 
Aquel fin de semana, el superior del monasterio les dejó acercarse para poder palpar la custodia, así podrían tener una “imagen” táctil de aquello que los demás podemos ver sin problema. Además aquel monje les habló de algo que había aprendido observando a la gente en ese momento de oración: muchos permanecían con los ojos cerrados. Así pues, lo que lo esencial no estaba en el mirar, sino en el sentirse mirados. ¡Y creo que hasta hoy no he sabido entender estas palabras!

 
Todos los domingos, después de las vísperas, los monjes tienen aquí la exposición del Santísimo. Mi primer domingo en este monasterio sólo pude cerrar los ojos y adentrarme en mis pensamientos, ya que no tenía ningún libro a mano para pasar ese rato. Entonces acudió a mí la imagen de aquel fin de semana que compartí con mis amigos invidentes. Fue curioso, pero una extraña sensación de calor se posó en mi pecho. Sentía cercana a aquella pareja, pero esa cercanía no se quedó sólo en ellos, sino que se extendió a muchas otras personas conocidas. Me envolvió un extraño sentimiento de “comunión” con todos ellos. Esa es una de las dimensiones de la eucaristía: la comunión, y yo la estaba “sintiendo” en ese preciso instante.
 
Después de aquella tarde, reconozco que me gustan cada vez más estos momentos de exposición. Sin embargo, el pasado domingo hice un curioso descubrimiento. Todo comenzó cuando ese mismo día leí estas líneas:
 
Cuando nosotros miramos a Dios podemos reducirlo a la estrechez de nuestro ángulo de mira, dejando en la sombra dimensiones fundamentales de su misterio vuelto generosamente hacia nosotros; podemos apresarlo en nuestras limitadas imágenes religiosas del pasado que nos acompañaron en un trayecto del viaje, pero en las que ya no cabe la nueva etapa que iniciamos. Lo más importante es que Dios nos mire y que en su mirada descubramos cada día la novedad que es él para nosotros y que somos nosotros llegando desde él.
 
La idea de las miradas rondó mi cabeza toda esa tarde. Al final de la misma, como de costumbre, volvíamos a tener exposición del Santísimo. En esta ocasión me imaginé saliendo de mi cuerpo y observándome desde fuera. Allí me encontraba yo, de rodillas, sentado sobre mis talones con las manos reposando sobre el regazo palmas arriba, con los ojos cerrados y una expresión de paz en el rostro. En esta imagen me deleitaba, pero no quise detenerme ahí y continué paseando con mi imaginación por la capilla. Los monjes se encontraban también en actitud orante. Uno de los hermanos abría por un instante los ojos saliendo de su oración, y me observaba. Y mi imaginación me introdujo en su mente por un instante. «Fíjate –se decía–, ¡qué expresión de paz, de serenidad, de profundidad contemplativa!». De golpe, el recuerdo del texto que había leído unas horas antes me hizo volver a la realidad: «lo más importante es que Dios nos mire». ¡Y, sin embargo, lo que más me importaba en ese instante era cómo me podrían estar viendo los demás! Ahora en mi interior sólo oía una carcajada.
 
Y es que, cuando era un niño, yo quería ser de mayor superhéroe. Crecí lleno de complejos, ya que los compañeros de colegio me hacían centro de sus burlas; pero, al mismo tiempo, para intentar compensarlos, también creció en mí el sueño de ser no sólo mirado, sino admirado por los demás. Ahora que ya soy mayor, me gusta imaginarme como un maestro en su cátedra, enseñando a un grupo de discípulos deslumbrado por mis palabras o mis gestos. Y cuando lo que imagino pasa a convertirse en una realidad, bien sea dando un curso, o haciendo una aguda reflexión en alguno de los grupos de la parroquia, o diciendo “ingeniosidades” de las mías para provocar unas risas, mi satisfacción llega a su máximo límite.
 
La mirada de los demás: esa ha sido una de mis mayores preocupaciones en esta vida, y que esa mirada no sea de reproche o de desprecio, sino de complacencia.
 
De estas cosas he hablado esta tarde con el maestro de novicios. Y como hoy domingo hemos leído el evangelio de Juan sobre la mujer adúltera, me ha invitado a hacerme la siguiente pregunta: «¿puedes imaginarte cómo pudo haber sido la mirada que Jesús dirigió a aquella mujer tras salvarse de ser apedreada?».
 
Releo una vez más las líneas del pasado domingo: «Lo más importante es que Dios nos mire y que en su mirada descubramos cada día la novedad que es él para nosotros y que somos nosotros llegando desde él». Se parece a aquello que un día le dijo un joven con una deficiencia física a su novia: «cuando tú me miras, en tus ojos yo no me veo enfermo».
 
He ahí un sentido para la contemplación: de lo que se trata es de ser mirado por Dios, descubrir y aceptar lo que El ve en mí, y ser aquello que El ve en mí.
 
 

domingo, 3 de enero de 2016

EL GRITO EN EL SILENCIO

Continúa desde ¿Monjes inútiles somos?
 
Hace más de cinco años consideré la posibilidad de convertirme en monje y probé a vivir dos meses en un monasterio de la orden cisterciense. De aquellas anotaciones sobre lo ocurrido en el transcurso de cada día, hoy quiero recuperar algunas de sus líneas para este blog.
 
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15 de marzo de 2010 (Cuarto domingo de Cuaresma)
 
El pasado viernes por la tarde han llegado los chicos de confirmación de mi parroquia en Madrid para pasar el fin de semana en la hospedería del monasterio. Han venido acompañados del párroco y de sus catequistas. Por desgracia, hasta ayer sábado no pude saludarles. Hoy he podido tener con ellos un breve encuentro en la hospedería, después de la comida.
 
Y este fin de semana me he sentido bastante revuelto.
 
La primera razón de ello viene de ayer sábado, el día en que recojo mi ropa limpia. Dos camisetas blancas han dejado de serlo porque el monje encargado de la lavandería las ha debido mezclar con prendas de color en la lavadora. Por si no fuera bastante con eso, los pantalones han llegado llenos de manchas blancas, posiblemente por culpa del exceso de cal que tiene el agua de aquí.
 
Vale que todo esto sea una soberana estupidez, pero los pensamientos han venido encadenados uno detrás de otro. Primero, mi gusto por la ropa en condiciones (lo blanco, blanco, y lo marrón, marrón, y no a la inversa). Luego he recordado a mi madre y sus incesantes consejos sobre la forma de lavar la ropa (¡nunca se mezclan prendas de color junto con las blancas!). Después, su preocupación por tener mi ropa en condiciones, y el cuidado que ha tenido siempre conmigo; finalmente han venido más recuerdos de mi madre, de mi hermana... Reconozco que en Madrid me llevo a matar con ellas, pero ahora las echo de menos. ¡Y pensar que algún día puedan faltarme…!
 
La segunda razón de mi malestar se ha originado esta tarde, cuando hablaba con los jóvenes. Al toque de la campana llamando al rezo de nona, he saltado de la silla con la intención de salir disparado hacia la capilla. Ya me he acostumbrado a hacerlo en estos días. Sin embargo, esta tarde he sentido una resistencia dentro mí, un deseo de quedarme allí más tiempo y no acudir a la oración. Ha sido un claro sentimiento de rebeldía. Cuando he llegado a la capilla, la oración ya estaba a punto de acabar. He entrado deprisa, pasando delante de todos los monjes con la mirada clavada en el suelo. Confieso que me he sentido culpable.
 
El resto de la tarde ha sido duro. En mi mente sólo daban vueltas los acontecimientos de este fin de semana. Al final, sólo acudía a mi cabeza una palabra: apegos. Apego a mi madre y a mi hermana; apego a mi auto-imagen de «niño obediente» que no quiere ser rebelde; apego a las costumbres de toda la vida; apego a «mis cosas»; apego a mis espacios físicos o temporales… apegos, apegos, apegos, sólo apegos. ¡A cuántas cosas me siento profundamente encadenado!
 
 
El silencio de este monasterio me está destrozando. El desierto del que me hablaron el primer día, lo estoy comenzando a experimentar como algo que me devasta. Esta mañana, en vigilias, rezábamos el salmo 28. En un momento del mismo se dice:
 
La voz del Señor (que he descubierto que es silencio) es potente,
la voz del Señor es espléndida.
La voz del Señor descuaja los cedros,
el Señor descuaja los cedros del Líbano;
hace brincar al Líbano como a un novillo,
y al Hermón como una cría de búfalo.
La voz del Señor lanza llamas de fuego.
La voz del Señor sacude el desierto,
el Señor sacude el desierto de Cadés.
La voz del señor retuerce los árboles,
el Señor arrasa los bosques. (Sal 28, 4-9)
 
Y es así como me encuentro hoy: arrancado de mi suelo, retorcido, sacudido, arrasado, descortezado. ¿Acaso va a ser ese el efecto de la voz de Dios en mí? Hasta vísperas sólo he sentido un hondo dolor. Después ya no he podido reprimir el llanto.
 
 

domingo, 13 de diciembre de 2015

¿MONJES INÚTILES SOMOS?

 
Hace más de cinco años consideré la posibilidad de convertirme en monje y probé a vivir dos meses en un monasterio de la orden cisterciense. De aquellas anotaciones sobre lo ocurrido en el transcurso de cada día, hoy quiero recuperar algunas de sus líneas para este blog.
 
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9 de marzo de 2010 (Martes de la tercera semana de Cuaresma).
 
El trabajo de esta mañana ha estado dedicado, una vez más, tras una semana entera haciendo lo mismo, a pelar naranjas para la elaboración de la mermelada con la que estos monjes se ganan la vida. Todavía me impresiona verlos a todos (incluido el abad) pelando fruta en completo silencio. Pero lo mejor de todo es que he aprendido a estar centrado en el trabajo. Cuando estoy con la fruta, o envasando la mermelada, o incluso fregando las cacerolas, sólo tengo ante mí esa tarea. No hay en ese instante nada más que pueda distraerme. Este hecho hace que mi mente no divague demasiado y que en mi cabeza se hagan instantes de silencio. Sin embargo, debo reconocer que no todo es tan perfecto, ya que en algunas ocasiones acuden a mi mente, sin saber muy bien cómo, recuerdos de Madrid, palabras escuchadas aquí o situaciones vividas en estos días.
 
El maestro de novicios me recomendó al poco de llegar a este monasterio que dejase de hacer lectio con textos del Antiguo Testamento. En Madrid ya realizaba una lectura de la Biblia, y cada mañana leía un capítulo. Había comenzado por el libro del Génesis y ya andaba por el Segundo libro de Samuel. Sin embargo, a comienzos de este mes he iniciado la lectura del evangelio de Mateo, aunque no la estoy haciendo por capítulos. Aquí los objetivos de ese tipo no funcionan. Sólo leo lo que me da tiempo a meditar en el espacio que tenemos tras las vigilias. Si puedo meditar dos líneas, sólo dos líneas; si me da tiempo a leer una página entera, leo la página entera. El único objetivo es hacerlo reposadamente, dándome cuenta de lo que leo y de los pensamientos y sentimientos que en mí suscita la lectura.
 
 
La verdad es que noto cómo crece en mí un cierto deseo de profundizar en el estudio de la Biblia, sin embargo temo que este sólo sea fruto de una necesidad meramente intelectual. En esa trampa ya he caído en otras ocasiones: sólo intelectualizar, darle demasiado a la cabeza para extraer conclusiones morales, u obtener buenos materiales para sentar doctrina delante de otros.
 
Luego, en la oración personal me sigo sintiendo como el que está dando sus primeros pasos. Lo que más me sigue costando es guardar silencio interior en esos momentos, ya que, a veces, me es imposible controlar las idas y venidas de mi imaginación.
 
Afortunadamente he podido sacar tiempo para poder leer algunas páginas de dos de los libros que traje al monasterio. Uno de ellos es una recopilación de textos de Thomas Merton sobre el camino monástico. En la introducción, escrita por Raymond Panikkar, he podido leer lo siguiente:
 
Todo ser humano tiene una dimensión monástica, pero cada uno la realiza de distinto modo y la practica en distintos grados de pureza.
 
Esta frase viene a reforzar una interrogante que me ha surgido al hilo de la lectura de los libros que aquí me han dejado. Lo que he podido leer hasta hoy trata de la experiencia del encuentro con Cristo, del seguimiento, de la fe. Pero, ¿eso es lo específico del monje? Tengo en ocasiones la sensación de que lo que se dice en los primeros capítulos de estos libros no se refieren exclusivamente a la vida monástica (y eso que son libros sobre vida monástica). ¿Dónde está entonces la especificidad de esta forma de vivir?
 
La tarea peculiar del monje en el mundo actual es la de mantener viva la experiencia contemplativa y conservar abierto el camino para que el hombre moderno de la técnica recobre la integridad de su propia profundidad interior (Thomas Merton: Diario de Asia).
 
Ya desde antes de venir al monasterio no he dejado de hacerme la misma pregunta: ¿para qué sirve un monje? El abad tiene una respuesta muy curiosa a esta cuestión: «La gente dice de nosotros que no servimos para nada... y la verdad es que tienen toda la razón». O sea, que un monje NO SIRVE PARA NADA. ¿Entonces que hacen aquí?
 
Todo esto me hace pensar en la costumbre de valorar a todos los seres humanos por lo que hacen, por su “utilidad”. Al final, la pregunta es la misma: ¿eres útil o no? Y sin embargo, este hecho no deja de inquietarme: ¿no es ese el criterio que empleamos para excluir a tantos hombres y mujeres en nuestro mundo?
 
El cristiano, a mi entender, es aquel que sacrifica la media verdad por la verdad total; alguien que abandona un concepto incompleto e imperfecto de la vida por una vida unificada, integra y estructuralmente perfecta. Sin embargo, emprender una vida así no es el fin del itinerario, sino solamente el comienzo al que deberá seguir un largo viaje. Una angustiosa y a veces peligrosa búsqueda. El monje es, o por lo menos tendría que ser, el cristiano más comprometido en esta búsqueda. Su camino lo lleva a través de desiertos y paraísos de los que no existen mapas. Vive en regiones desconocidas de soledad, de vacío, de alegría, de perplejidad y de admiración (Thomas Merton).
 
El monje resulta ser, a la luz de esto, un hombre que busca, o mejor, que está comprometido con una búsqueda (a veces difícil, angustiosa, peligrosa e incomprendida). El monje no es alguien que busca hacer algo concreto, o estar en un lugar determinado. El monje es alguien en busca del ser, de un ser unificado, íntegro, consumado, completo.
 
Pero, ¿sólo el que elige ser monje puede seguir este camino?
 
 

domingo, 29 de noviembre de 2015

REFLEXIONES JUNTO A UNA ESCOBA

 
Hace más de cinco años consideré la posibilidad de convertirme en monje y para discernir esa vocación hice una experiencia de vida en un monasterio de la orden cisterciense. Por las tardes, en el escritorio del noviciado, dedicaba algunos minutos a escribir en un pequeño cuaderno lo ocurrido en el transcurso del día. De aquellas anotaciones plagadas de ocurrencias más o menos ingenuas, de vivencias y de lecciones aprendidas durante esos días, hoy quiero recuperar algunas de sus líneas para este blog.
 
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Martes, 24 de febrero de 2010 (Martes de la primera semana de Cuaresma).
 
Hoy ha sido mi primer día de trabajo, ya que ayer lunes la comunidad tuvo retiro y no se trabajó en el monasterio. La tarea que me han encomendado ha consistido en la limpieza del garaje. Me han dejado solo, barriendo el barro que, tras estos días de lluvia, ha venido pegado a las ruedas de la furgoneta. Antes de empezar, el maestro de novicios me ha explicado que el trabajo es una extensión de la vida de oración de un monje. Pero, ¿cómo orar mientras se barre un suelo?
 
Con esta pregunta he comenzado mi tarea, y me he puesto a meditar en todo lo sucedido durante estos tres días que llevo aquí, en las cosas que he escuchado en las homilías, o en las breves palabras que haya podido cruzar con alguno de los monjes. En medio de mis reflexiones, ha aparecido en mi mente un pensamiento “graciosillo” (por definirlo de alguna manera). En ocasiones me vienen estas ideas, y no sé de dónde me surgen. A veces son ingeniosísimas, pero otras son auténticas payasadas. Pues bien, la “genialidad” en esta ocasión ha sido la siguiente: que la naturaleza del garaje es como la del palo de un gallinero: siempre lleno de porquería. Con semejantes ocurrencias a lo único a lo que aspiro es a la risa ajena y, lo confieso, disfruto un montón si lo consigo.
 
En ese momento apareció en el garaje el cocinero de la comunidad. Y ya que estaba allí, quise poner a prueba la ingeniosidad de mi ocurrencia, por lo que empecé a decirle: «me estoy dando cuenta de que la naturaleza de los garajes es como la naturaleza de…». Sin dejarme concluir la frase, me interrumpió el monje para decir: «…como la naturaleza del hombre, ¿verdad?». «Hombre –repuse– yo iba a decir que es como la naturaleza del palo de un gallinero, siempre lleno de porquería».
 
El chiste se fastidió, pero semejante respuesta hizo que cambiara el rumbo de mi reflexión. ¡Qué extrañas situaciones pueden enseñarte algo nuevo! Continué con mi tarea, pero ahora meditando sobre “las suciedades” en el interior del hombre, y sobre la forma que Dios tiene de limpiarlas.
 
Llegando a la puerta del garaje, la corriente de aire empujaba de nuevo hacia el interior la suciedad que ya tenía barrida. «Qué fastidio –pensaba yo para mis adentros–, cuanto más cerca de la puerta se está, más me estorba el viento, haciendo que el polvo retorne al interior. Este viento, ¿podría simbolizar las contradicciones?... ¿o tal vez las tentaciones de la vida que vuelven a ensuciar el interior?... O, quizás, lo que parece viento en contra que impide esa limpieza, pueda interpretarse como un medio del que Dios se aprovecha para ayudarse en la tarea de barrer mejor las “suciedades” del alma, recogiendo ese polvo de otra forma… ¿Cuáles son esos “vientos en contra”?... ¿Dios limpia el barro de mi interior de la misma forma?... Igual creo que el viento es algo negativo, cuando en realidad es algo de lo que también Dios se sirve… Ahora bien, ¿cómo saber discernir esos vientos…?».

En esta “tarea mental” he estado empleando toda la mañana, hasta que la campana nos ha avisado del final del trabajo. Tocaba volver a la habitación para ducharse y acudir al rezo de sexta.
 
Esta tarde, en el escritorio, he estado leyendo uno de los libros que me ha dejado el maestro de novicios. Las siguientes líneas me han llamado la atención:
 
Lo que Dios espera del monje como respuesta a su llamada y como acogida a su don es una habitual actitud de atención, de docilidad y de disponibilidad. Cuando nos dejamos llevar del mucho hablar, no somos capaces de escuchar; nos llenamos de nuestros propios negocios, y estos nos llenan y nos proyectan hacia fuera.
 
¡Esto si que es bueno! «Cuando nos dejamos llevar del mucho hablar… nos llenamos de nuestros propios negocios...», o cuando nos llenamos de nuestros pensamientos, o cuando le damos vueltas a los símbolos.
 
Me siento como un estúpido: ¿qué he hecho durante toda esta mañana sino perderme en disquisiciones sin fin concreto?
 
Tengo la sensación de que aquí estoy encontrándome con cosas que no esperaba.

CONTINUARÁ...

domingo, 22 de noviembre de 2015

LA ENTRADA EN EL DESIERTO (3ª PARTE)

Continúa desde La entrada en el desierto (2ª parte)
 
Esta mañana, el timbre ha tocado a las 4:30 de la madrugada, con tiempo justo para lavarme, arreglar la cama y bajar para el primer rezo de la jornada: las vigilias. En alguna de mis visitas a la hospedería de este monasterio he acudido a esta oración, pero nunca ha sido lo habitual. Tendré que acostumbrarme a hacerlo todos los días a partir de ahora.
 
Tras vigilias he bajado de nuevo al escritorio del noviciado para hacer lo que aquí los monjes denominan “lectio”: una forma de orar con la Biblia haciendo una lectura continuada, reposada y meditada de la misma. Este rato de “lectio” me ha gustado, ya que en Madrid tengo pocas posibilidades de encontrar estos espacios tranquilos para leer y meditar lo leído. A lo máximo que llego es a hacer una lectura continuada de la Palabra, pero sin meditarla apenas.
 
Antes de las 7:30, un nuevo toque del timbre nos ha recordado la hora de laudes. Entre semana, las laudes y la eucaristía se celebran juntas, pero como hoy es domingo, sólo hemos rezado laudes. Al terminar, hemos pasado a la sala capitular, para escuchar la charla que el abad dirige a la comunidad este día. Luego hemos ido al refectorio a desayunar. Lo cierto es que ya tenía bastante hambre después de estar levantado y en ayunas más de tres horas y media.
 
Hasta la hora de la misa, he paseado un poco por el claustro y por el bosque que hay en la parte trasera del monasterio; en fin, he intentado llenar de nuevo el tiempo lo mejor posible. La misa la hemos celebrado a las 11:30. Al finalizar, he tenido una conversación con el maestro de novicios para compartir mis primeras impresiones de la vida en la clausura.
 
 
Antes de sexta, he aprovechado a subir a la habitación a dejar una cosa. En el pasillo donde está mi habitación, me he encontrado con uno de los monjes. Me ha preguntado si estaba allí para hacer el mes de prueba. Yo le he contestado que pasaré allí toda la cuaresma. Sólo me ha respondido con una frase: «Pues entra en el desierto... ¡y que te hable!».
 

domingo, 1 de noviembre de 2015

LA ENTRADA EN EL DESIERTO (2ª PARTE)

 
Entorno a las 15:30h, después de la siesta (que yo no pude hacer por estar deshaciendo mi equipaje), bajamos de nuevo a la capilla para el rezo de nona. Nuevamente me senté en el espacio reservado a los huéspedes. Después de acabado el rezo, cuando la capilla quedó vacía, el maestro de novicios se me acercó y me indicó el lugar que deberé ocupar junto a los monjes. Además me entregó los libros con los salmos y los himnos que emplearé para el rezo de las horas.
 
Después de dejar colocado todo en mi asiento, bajé al escritorio del noviciado para ocupar en él una mesa. Al monasterio he traído una Biblia y además unos libros que pretendía leer en los ratos libres que puedan quedarme. Sin embargo, el maestro de novicios me ha dejado otras cosas para estudiar. Debo reconocer que me ha contrariado un poco no poder utilizar lo que he traído. Son tres libros y un par de cuadernillos para el estudio de la Biblia que han ocupado un espacio en mi equipaje. De haberlo sabido, me hubiera ahorrado cargar con ellos; no obstante, lo he acabado aceptando. Supongo que esto también forma parte de la vida del monasterio: tener que hacer, a veces, cosas contra la propia apetencia o que nada tienen que ver con lo que habías proyectado. Pero, ¿por qué pensar que este es el único lugar donde tales situaciones suceden? La vida en el exterior también tiene sus pequeñas contrariedades que debes aceptar, por mucho que enoje el tener que hacerlo.
 
En el escritorio, organicé un poco mi mesa y luego pasé el resto de la tarde leyendo. La verdad es que este espacio no está mal. Es como la sala de lectura de una biblioteca, pero con vistas al huerto del monasterio. Ahora lo ocupamos cuatro personas: un novicio, el maestro de novicios, mi compañero de prueba y yo. El ambiente me vendrá bien para centrarme en la lectura, ya que cuando estoy solo, tiendo a dispersarme demasiado.
 
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Pasadas las 18:30h sonó el timbre que avisaba para vísperas. Vuelta a la capilla. Sin embargo, ahora ya ocupaba un lugar entre los monjes en el coro. Es una sensación extraña, ya que siempre me he sentado en la zona de los huéspedes. Aún me noto raro. La distancia entre el sitio que siempre he ocupado y el que ahora ocupo es, psicológicamente, más grande de lo que podría haber imaginado nunca. Antes yo estaba allí, y ahora estoy en este lado. La perspectiva se me hace extraña.
 
Tras la hora de vísperas, los monjes tienen un espacio de tiempo para la oración personal. Durante todo ese rato no paré de darle vueltas a la cabeza preguntándome: «¿qué demonios estoy haciendo yo aquí?». Al final terminaba concluyendo lo mismo: «a fin de cuentas, si no hago esta prueba, no sabré nunca en qué consiste este tipo de vida».
 
A las 19:30h pasadas, abandonamos la capilla y nos dirigimos de nuevo al refectorio. En las cenas hay plato único y fruta. Afortunadamente no estoy acostumbrado a cenar mucho por las noches. Luego de terminar, tuve que fregar mi plato ya que aquí cada uno se friega el suyo en la cena. Después me dediqué a dar vueltas por el claustro. Aún no sé muy bien qué hacer con estos espacios de tiempo muerto, puede que con el paso de los días vaya aprendiendo a rellenarlos.
 
A las 20:30h estábamos de nuevo en la capilla para el rezo de completas, la última oración comunitaria de la jornada. Después del canto de la Salve, recibimos la bendición del abad y nos fuimos a dormir.