EL BLOG SE PRESENTA...

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Al cumplir los cuarenta, mi creador comenzó a hacerse las típicas preguntas asociadas a aquella edad: «¿qué he hecho con mi vida hasta ahora?», «¿qué pienso hacer a partir de ahora con ella?». Esas cuestiones fueron el motor de un blog con un carácter más bien “autobiográfico”, una suerte de “registro de recuerdos” que pretendía anotar algunas de sus vivencias personales y su impacto en él. Sin embargo, aquellas primeras páginas se expresaban en función del autoconcepto y el estado de ánimo del autor. Si ambos eran bajos, el estilo de cada publicación traslucía ese sentir.
Con el tiempo, aquel proyecto acabó en vía muerta.
Dos años después, mi autor retomó aquel cuaderno de bitácora para reconstruirlo desde sus cimientos e intentar corregir sus defectos. ¡Y nací yo!
En mis inicios, fui un medio para satisfacer el deseo de compartir vivencias y reflexiones personales, así como textos y vídeos variados que gustaban a mi creador. Este navío quería traer a puerto todas aquellas mercancías que pudieran enriquecer a los que paseasen por sus páginas.
Con el paso del tiempo me he dado cuenta que soy todo eso y algo más. Si, sigo siendo el saco en el que se introducen todas aquellas vivencias, reflexiones, textos y videos que han enriquecido de una u otra manera a mi autor. Pero además, combinando palabras propias y prestadas, me estoy convirtiendo en el relato de un itinerario en el que mi creador describe su transformación. En mi se ha reunido todo aquello que ha formado parte (de alguna manera) de un proceso de ensanchamiento humano y espiritual, un proceso de evolución que aún continúa.

¡Bienvenidos!


sábado, 25 de mayo de 2019

LA TAZA DE TÉ (TERCERA PARTE): EL NUEVO PARADIGMA

Dijo el maestro de té: “hay que vaciar bien la taza si se quiere llenarla”.

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Ha llegado el momento de explicar el título que ha encabezado las últimas tres publicaciones y la frase que antecede a estas líneas puede dar una pista muy valiosa.
 
Contemplamos y juzgamos nuestro mundo de dos maneras: bien en función de imágenes preconcebidas, suposiciones, creencias y opiniones o bien basándonos en la acumulación de observaciones, en la aceptación de unos hechos más o menos mensurables. Aunque cueste aceptarlo, de estos dos mecanismos, el más común a la hora de valorar lo que nos circunda y a los que nos rodean suele ser el primero.
 
Teorías, dogmas, principios éticos, normas morales, cánones estéticos o ideologías de cualquier tipo, son las herramientas más habituales a la hora de dar una explicación de lo que nos rodea. El objetivo último es el de dar una explicación armoniosa y con sentido. En no pocas ocasiones, esta forma de ver la realidad se ajusta a nuestro sentir, a nuestras necesidades o a nuestras esperanzas. Seguro que podríamos encontrar más de un ejemplo de esto: de lo que debe ser lo bueno, lo correcto, lo justo, lo que debe ser el hombre, la sociedad, Dios… Y al hacerlo, la interpretación de nuestro mundo es, en cierto modo, hechura de nuestras manos. La realidad es (por qué no decirlo) lo que decidimos que sea.
 
¿Puede que en ello radique nuestra resistencia a la novedad, al cambio o a lo diferente? Lo ignoro, pero lo que sí es seguro es que uno de los ejercicios más difíciles que debe hacer un ser humano es renunciar a su cosmovisión, a la personal comprensión de su universo, vaciándose de ideas preconcebidas o de prejuicios. El ejercicio de “vaciar la taza de té” para que pueda llenarse de un contenido nuevo es el que más resistencia genera en el ser humano. Así, cuando hay una incoherencia entre las evidencias y la idea preconcebida o la creencia, no es infrecuente encontrarse con el rechazando de lo evidente.
 
Hoy vamos a terminar la narración de Carl Sagan que comencé hace unas cuantas semanas. En ella se narra la historia de Johannes Kepler, un astrónomo que tuvo que vaciar su “taza de té” y aceptar valientemente los hechos incontestables, renunciando a su visión de un universo “de formas geométricas perfectas”, en armonía con su idea del Dios creador.
 
En la última publicación de este blog (para leer la última publicación, haga click en este enlace: La armonía de los mundos), nos quedamos en el momento en que Kepler acudía a Praga para aceptar la oferta colaboración con Tycho Brahe, aquel que podría aportarle los datos que confirmasen sus teorías. El final de la historia supuso para Kepler la renuncia a su “armoniosa” concepción del universo.
 
 
Kepler, un maestro de escuela provinciano, de orígenes humildes, desconocido de todos excepto de unos pocos matemáticos sintió desconfianza ante el ofrecimiento de Tycho Brahe. Pero otros tomaron la decisión por él. En 1598 lo arrastró uno de los muchos temblores premonitorios de la venidera guerra de los Treinta Años. El archiduque católico local, inamovible en sus creencias dogmáticas, juró que prefería “convertir el país en un desierto que gobernar sobre herejes”. Los protestantes fueron excluidos del poder político y económico, la escuela de Kepler clausurada, y prohibidas las oraciones, libros e himnos considerados heréticos. Después, se sometió a los ciudadanos a exámenes individuales sobre la firmeza de sus convicciones religiosas privadas: quienes se negaban a profesar la fe católica y romana eran multados con un diezmo de sus ingresos, y condenados, bajo pena de muerte, al exilio perpetuo de Graz. Kepler eligió el exilio: “Nunca aprendí a ser hipócrita. La fe es para mí algo serio. No juego con ella.” Al dejar Graz, Kepler, su mujer y su hijastro emprendieron el duro camino de Praga. Su matrimonio no era feliz. Su mujer, crónicamente enferma y que acababa de perder a dos niños pequeños, fue calificada de “estúpida, malhumorada, solitaria, melancólica”. No había entendido nada del trabajo de su marido; provenía de la pequeña nobleza rural y despreciaba la profesión indigente de él. Por su parte él la sermoneaba y la ignoraba alternativamente; “mis estudios me hicieron a veces desconsiderado, pero aprendí la lección, aprendí a tener paciencia con ella. Cuando veía que se tomaba mis palabras a pecho, prefería morderme el propio dedo a continuar ofendiéndola”. Pero Kepler seguía preocupado con su trabajo.
 
Se imaginó que los dominios de Tycho serían un refugio para los males del momento, el lugar donde se confirmaría su Misterio Cósmico. Aspiraba a convertirse en un colega del gran Tycho Brahe, quien durante treinta y cinco años se había dedicado, antes de la invención del telescopio, a la medición de un universo de relojería, ordenado y preciso. Las expectativas de Kepler nunca se cumplieron. El propio Tycho era un personaje extravagante, adornado con una nariz de oro, pues perdió la original en un duelo de estudiantes disputando con otro la preeminencia matemática. A su alrededor se movía un bullicioso séquito de ayudantes, aduladores, parientes lejanos y parásitos varios. Las juergas inacabables, sus insinuaciones e intrigas, sus mofas crueles contra aquel piadoso y erudito patán llegado del campo deprimían y entristecían a Kepler: “Tycho es... extraordinariamente rico, pero no sabe hacer uso de su riqueza. Uno cualquiera de sus instrumentos vale más que toda mi fortuna y la de mi familia reunidas.”
 
Kepler estaba impaciente por conocer los datos astronómicos de Tycho, pero Tycho se limitaba a arrojarle de vez en cuando algún fragmento: “Tycho no me dio oportunidad de compartir sus experiencias. Se limitaba a mencionarme, durante una comida y entre otros temas de conversación, como si fuera de paso, hoy la cifra del apogeo de un planeta, mañana los nodos de otro... Tycho posee las mejores observaciones... También tiene colaboradores. Solamente carece del arquitecto que haría uso de todo este material.” Tycho era el mayor genio observador de la época y Kepler el mayor teórico. Cada uno sabía que por sí solo sería incapaz de conseguir la síntesis de un sistema del mundo coherente y preciso, sistema que ambos consideraban inminente. Pero Tycho no estaba dispuesto a regalar toda la labor de si vida a un rival en potencia, mucho más joven. Se negaba también, por algún motivo, a compartir la autoría de los resultados conseguidos con su colaboración, si los hubiera. El nacimiento de la ciencia moderna -hija de la teoría y de la observación- se balanceaba al borde de este precipicio de desconfianza mutua. Durante los dieciocho meses que Tycho iba a vivir aún, los dos se pelearon y se reconciliaron repetidamente. En una cena ofrecida por el barón de Rosenberg, Tycho, que había bebido mucho vino, “dio más valor a la cortesía que a su salud” y resistió los impulsos de su cuerpo por levantarse y excusarse unos minutos ante el barón. La consecuente infección urinaria empeoró cuando Tycho se negó resueltamente a moderar sus comidas y sus bebidas. En su lecho de muerte legó sus observaciones a Kepler, y “en la última noche de su lento delirio iba repitiendo una y otra vez estas palabras, como si compusiera un poema: ‘que no crean que he vivido en vano... Que no crean que he vivido en vano.’”
 
Kepler, convertido después de la muerte de Tycho en el nuevo matemático imperial, consiguió arrancar a la recalcitrante familia de Tycho las observaciones del astrónomo. (…)
 
Tycho realizó sus observaciones del movimiento aparente entre las constelaciones de Marte y de otros planetas a lo largo de muchos años. Estos datos, de las últimas décadas anteriores a la invención del telescopio, fueron los más exactos obtenidos hasta entonces. Kepler trabajó con una intensidad apasionada para comprenderlos: ¿Qué movimiento real descrito por la Tierra y por Marte alrededor del Sol podía explicar, dentro de la precisión de las medidas, el movimiento aparente de Marte en el cielo, incluyendo los rizos retrógrados que describe sobre el fondo de las constelaciones? Tycho había recomendado a Kepler que estudiara Marte porque su movimiento aparente parecía el más anómalo, el más difícil de conciliar con una órbita formada por círculos. (…)
 
Pitágoras, en el siglo sexto a. de C., Platón, Tolomeo y todos los astrónomos cristianos anteriores a Kepler, daban por sentado que los planetas se movían siguiendo caminos circulares. El círculo se consideraba una forma geométrica “perfecta”, y también los planetas colocados en lo alto de los cielos, lejos de la "corrupción" terrenal, se consideraban “perfectos” en un sentido místico. Galileo, Tycho y Copérnico creían igualmente en un movimiento circular y uniforme de los planetas, y el último de ellos afirmaba que “la mente se estremece sólo de pensar en otra cosa”, porque “sería indigno imaginar algo así en una Creación organizada de la mejor manera posible”. Así pues, Kepler intentó al principio explicar las observaciones suponiendo que la Tierra y Marte se movían en órbitas circulares alrededor del Sol.
 
Después de tres años de cálculos creyó haber encontrado los valores correctos de una órbita circular marciana, que coincidía con diez de las observaciones de Tycho con un error de dos minutos de arco. Ahora bien, hay 60 minutos de arco en un grado angular, y 90 grados en un ángulo recto desde el horizonte al cenit. Por lo tanto, unos cuantos minutos de arco constituyen una cantidad muy pequeña para medir, sobre todo sin un telescopio. Es una quinceava parte del diámetro angular de la luna llena vista desde la Tierra. Pero el éxtasis inminente de Kepler pronto se convirtió en tristeza, porque dos de las observaciones adicionales de Tycho eran incompatibles con la órbita de Kepler con una diferencia de ocho minutos de arco.
 
“La Divina Providencia nos ha concedido un observador tan diligente en la persona de Tycho Brahe que sus observaciones condenan este cálculo a un error de ocho minutos; es cosa buena que aceptemos el regalo de Dios con ánimo agradecido... Si yo hubiera creído que podíamos ignorar esos ocho minutos hubiera apañado mi hipótesis de modo correspondiente. Pero esos ocho minutos, al no estar permitido ignorarlos, señalaron el camino hacia una completa reforma de la astronomía.”
 
La diferencia entre una órbita circular y la órbita real solamente podía distinguirse con mediciones precisas y con una valerosa aceptación de los hechos: “El universo lleva impreso el ornamento de sus proporciones armónicas, pero hay que acomodar las armonías a la experiencia.” Kepler quedó muy afectado al verse en la necesidad de abandonar una órbita circular y de poner en duda su fe en el Divino Geómetra. Una vez expulsados del establo de la astronomía los círculos y las espirales, sólo le quedó, como dijo él, “una carretada de estiércol”, un circulo alargado, algo así como un óvalo.
 
 
Kepler comprendió al final que su fascinación por el círculo había sido un engaño. La Tierra era un planeta, como Copérnico había dicho, y para Kepler era del todo evidente que la perfección de una Tierra arrasada por las guerras, las pestes, el hambre y la infelicidad, dejaba mucho que desear. Kepler fue una de las primeras personas desde la antigüedad en proponer que los planetas son objetos materiales compuestos, como la Tierra, de sustancia imperfecta. Y si los planetas eran “imperfectos”, ¿por qué no habían de serlo también sus órbitas? Probó con varias curvas ovaladas, las calculó y las desechó, cometió algunos errores aritméticos (que al principio le llevaron a rechazar la solución correcta), pero meses después y ya un tanto desesperado probó la fórmula de una elipse, codificada por primera vez en la Biblioteca de Alejandría por Apolonio de Pérgamo. Descubrió que encajaba maravillosamente con las observaciones de Tycho: “la verdad de la naturaleza, que yo había rechazado y echado de casa, volvió sigilosamente por la puerta trasera, y se presentó disfrazada para que yo la aceptara... Ah, ¡qué pájaro más necio he sido!”
 
Carl Sagan, Cosmos, Editorial Planeta, Barcelona 1980, pp. 58-61.

domingo, 5 de mayo de 2019

LA TAZA DE TÉ (SEGUNDA PARTE): LA ARMONÍA DE LOS MUNDOS

Es un hecho que el ser humano necesita vivir la realidad que le rodea con un mínimo de sentido, con una mínima lógica, con un orden. En resumen: necesitamos que nuestro mundo posea cierto grado de armonía.
 
No son pocos los que tiemblan cuando esa armonía es cuestionada, ya que se construye sobre idealizaciones más o menos elegantes que son fruto de anhelos, de necesidades o de principios ideológicos, filosóficos, éticos o estéticos.
 
Sin embargo, es siempre la realidad testaruda la que se encarga de demostrar que nuestras ideas preconcebidas no terminan de explicar lo que sucede a nuestro alrededor; que nuestra manera de dar un orden a nuestra vida, a nuestras relaciones o a nuestro mundo es, en ocasiones, un “fantasma” que hemos fabricado nosotros mismos, una criatura hecha a nuestra medida, a nuestra propia imagen y semejanza. Al final, suele ser la evidencia, con su extraordinaria simplicidad, la que nos despierta de nuestros sueños y nos abre a lo que verdaderamente es.
 
Tras dos semanas sin dejar publicaciones en este blog, vuelvo a retomar un relato del científico y divulgador norteamericano Carl Sagan, y lo haré en el punto en el que lo dejé la última vez (para leer la última publicación, haga click en este enlace). Terminábamos la última publicación hablando de una época en la que los cielos estaban habitados por ángeles, demonios y por la mano de Dios, que hacía girar las esferas planetarias. Sin embargo, la búsqueda de respuestas por parte de un hombre desencadenaría la revolución científica moderna.
 
Este que sigue, es el breve relato de la vida de aquel hombre, el relato no sólo de una revolución en la comprensión de nuestro sistema solar, sino en toda la manera de pensar la realidad.
 
 
«Johannes Kepler nació en Alemania en 1571 y fue enviado de niño a la escuela del seminario protestante de la ciudad provincial de Maulbronn para que siguiese la carrera eclesiástica. Era este seminario una especie de campo de entrenamiento donde adiestraban mentes jóvenes en el uso del armamento teológico contra la fortaleza del catolicismo romano. Kepler, tenaz, inteligente y ferozmente independiente soportó dos inhóspitos años en la desolación de Maulbronn, convirtiéndose en una persona solitaria e introvertida, cuyos pensamientos se centraban en su supuesta indignidad ante los ojos de Dios. Se arrepintió de miles de pecados no más perversos que los de otros y desesperaba de llegar a alcanzar la salvación.
 
Pero Dios se convirtió para él en algo más que una cólera divina deseosa de propiciación. El Dios de Kepler fue el poder creativo del Cosmos. La curiosidad del niño conquistó su propio temor. Quiso conocer la escatología del mundo; se atrevió a contemplar la mente de Dios. Estas visiones peligrosas, al principio tan insustanciales como un recuerdo, llegaron a ser la obsesión de toda una vida. Las apetencias cargadas de hibris de un niño seminarista iban a sacar a Europa del enclaustramiento propio del pensamiento medieval.
 
Las ciencias de la antigüedad clásica habían sido silenciadas hacía más de mil años, pero en la baja Edad Media algunos ecos débiles de esas voces, conservados por los estudiosos árabes, empezaron a insinuarse en los planes educativos europeos. En Maulbronn, Kepler sintió sus reverberaciones estudiando, a la vez que teología, griego y latín, música y matemáticas. Pensó que en la geometría de Euclides vislumbraba una imagen de la perfección y del esplendor cósmico. Más tarde escribió: “La Geometría existía antes de la Creación. Es co-eterna con la mente de Dios... La Geometría ofreció a Dios un modelo para la Creación... La Geometría es Dios mismo.”
 
En medio de los éxtasis matemáticos de Kepler, y a pesar de su vida aislada, las imperfecciones del mundo exterior deben de haber modelado también su carácter. La superstición era una panacea ampliamente accesible para la gente desvalida ante las miserias del hambre, de la peste y de los terribles conflictos doctrinales. Para muchos la única certidumbre eran las estrellas, y los antiguos conceptos astrológicos prosperaron en los patios y en las tabernas de una Europa acosada por el miedo. Kepler, cuya actitud hacia la astrología fue ambigua toda su vida, se preguntaba por la posible existencia de formas ocultas bajo el caos aparente de la vida diaria. Si el mundo lo había ingeniado Dios, ¿no valía la pena examinarlo cuidadosamente? ¿No era el conjunto de la creación una expresión de las armonías presentes en la mente de Dios? El libro de la Naturaleza había esperado más de un milenio para encontrar un lector.
 
En 1589, Kepler dejó Maulbronn para seguir los estudios de sacerdote en la gran Universidad de Tübingen, y este paso fue para él una liberación. Confrontado a las corrientes intelectuales más vitales de su tiempo, su genio fue inmediatamente reconocido por sus profesores, uno de los cuales introdujo al joven estudiante en los peligrosos misterios de la hipótesis de Copérnico.
 
Un universo heliocéntrico hizo vibrar la cuerda religiosa de Kepler, y se abrazó a ella con fervor. El Sol era una metáfora de Dios, alrededor de la cual giraba todo lo demás. Antes de ser ordenado se le hizo una atractiva oferta para un empleo secular que acabó aceptando, quizás porque sabía que sus actitudes para la carrera eclesiástica no eran excesivas. Le destinaron a Graz, en Austria, para enseñar matemáticas en la escuela secundaria, y poco después empezó a preparar almanaques astronómicos y meteorológicos y a confeccionar horóscopos. “Dios proporciona a cada animal sus medios de sustento -escribió-, y al astrónomo le ha proporcionado la astrología.”
 
Kepler fue un brillante pensador y un lúcido escritor, pero fue un desastre como profesor. Refunfuñaba. Se perdía en digresiones. A veces era totalmente incomprensible. Su primer año en Graz atrajo a un puñado escaso de alumnos; al año siguiente no había ninguno. Le distraía de aquel trabajo un incesante clamor interior de asociaciones y de especulaciones que rivalizaban por captar su atención. Y una tarde de verano, sumido en los intersticios de una de sus interminables clases, le visitó una revelación que iba a alterar radicalmente el futuro de la astronomía. Quizás dejó una frase a la mitad, y yo sospecho que sus alumnos, poco atentos, deseosos de acabar el día apenas se dieron cuenta de aquel momento histórico.
 
En la época de Kepler sólo se conocían seis planetas: Mercurio, Venus, la Tierra, Marte, Júpiter y Saturno. Kepler se preguntaba por qué eran sólo seis. ¿Por qué no eran veinte o cien? ¿Por qué sus órbitas presentaban el espaciamiento que Copérnico había deducido? Nunca hasta entonces se había preguntado nadie cuestiones de este tipo. Se conocía la existencia de cinco sólidos regulares o "platónicos", cuyos lados eran polígonos regulares, tal como los conocían los antiguos matemáticos griegos posteriores a Pitágoras. Kepler pensó que los dos números estaban conectados, que la razón de que hubiera sólo seis planetas era porque había sólo cinco sólidos regulares, y que esos sólidos, inscritos o anidados uno dentro de otro, determinarían las distancias del sol a los planetas. Creyó haber reconocido en esas formas perfectas las estructuras invisibles que sostenían las esferas de los seis planetas. Llamó a su revelación El Misterio Cósmico. La conexión entre los sólidos de Pitágoras y la disposición de los planetas sólo permitía una explicación: la Mano de Dios, el Geómetra.
 
Kepler estaba asombrado de que él, que se creía inmerso en el pecado, hubiera sido elegido por orden divina para realizar ese descubrimiento. Presentó una propuesta para que el duque de Württemberg le diera una ayuda a la investigación, ofreciéndose para supervisar la construcción de sus sólidos anidados en un modelo tridimensional que permitiera vislumbrar a otros la grandeza de la sagrada geometría. Añadió que podía fabricarse de plata y de piedras preciosas y que serviría también de cáliz ducal. La propuesta fue rechazada con el amable consejo de que antes construyera un ejemplar menos caro, de papel, a lo cual puso en seguida manos a la obra: "El placer intenso que he experimentado con este descubrimiento no puede expresarse con palabras... No prescindí de ningún cálculo por difícil que fuera. Dediqué días y noches a los trabajos matemáticos hasta comprobar que mi hipótesis coincidía con las órbitas de Copérnico o hasta que mi alegría se desvaneciera en el aire." Pero a pesar de todos sus esfuerzos, los sólidos y las órbitas planetarias no encajaban bien. Sin embargo, la elegancia y la grandiosidad de la teoría le persuadieron de que las observaciones debían de ser erróneas, conclusión a la que han llegado muchos otros teóricos en la historia de la ciencia cuando las observaciones se han mostrado recalcitrantes. Había entonces un solo hombre en el mundo que tenía acceso a observaciones más exactas de las posiciones planetarias aparentes, un noble danés que se había exiliado y había aceptado el empleo de matemático imperial de la corte del sacro emperador romano, Rodolfo II. Ese hombre era Tycho Brahe. Casualmente y por sugerencia de Rodolfo, acababa de invitar a Kepler, cuya fama matemática estaba creciendo, a que se reuniera con él en Praga.»
 
Carl Sagan, Cosmos, Editorial Planeta, Barcelona 1980, pp. 53-58.