EL BLOG SE PRESENTA...

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Al cumplir los cuarenta, mi creador comenzó a hacerse las típicas preguntas asociadas a aquella edad: «¿qué he hecho con mi vida hasta ahora?», «¿qué pienso hacer a partir de ahora con ella?». Esas cuestiones fueron el motor de un blog con un carácter más bien “autobiográfico”, una suerte de “registro de recuerdos” que pretendía anotar algunas de sus vivencias personales y su impacto en él. Sin embargo, aquellas primeras páginas se expresaban en función del autoconcepto y el estado de ánimo del autor. Si ambos eran bajos, el estilo de cada publicación traslucía ese sentir.
Con el tiempo, aquel proyecto acabó en vía muerta.
Dos años después, mi autor retomó aquel cuaderno de bitácora para reconstruirlo desde sus cimientos e intentar corregir sus defectos. ¡Y nací yo!
En mis inicios, fui un medio para satisfacer el deseo de compartir vivencias y reflexiones personales, así como textos y vídeos variados que gustaban a mi creador. Este navío quería traer a puerto todas aquellas mercancías que pudieran enriquecer a los que paseasen por sus páginas.
Con el paso del tiempo me he dado cuenta que soy todo eso y algo más. Si, sigo siendo el saco en el que se introducen todas aquellas vivencias, reflexiones, textos y videos que han enriquecido de una u otra manera a mi autor. Pero además, combinando palabras propias y prestadas, me estoy convirtiendo en el relato de un itinerario en el que mi creador describe su transformación. En mi se ha reunido todo aquello que ha formado parte (de alguna manera) de un proceso de ensanchamiento humano y espiritual, un proceso de evolución que aún continúa.

¡Bienvenidos!


lunes, 25 de febrero de 2019

EGO

La semana pasada embarqué en este navío un fragmento de santa Teresa de Jesús (si quieres leerlo, haz click en este enlace). Aquel texto hablaba de conocimiento propio, de reconocimiento de nuestro “humus”. La santa tenía la certeza de que Dios habita en lo más íntimo de nuestro ser y es allí donde es posible una experiencia honda de encuentro con El. Teresa aconsejaba repetidamente comenzar en el camino de oración conociendo ese lugar de encuentro, o sea, conocer y considerar lo que somos.
 
El problema de observarse demasiado el propio ombligo es acabar dando vueltas entorno al ego (a mí me gusta llamarlo “ego-centripetismo”). Alguien como Pablo d’Ors propone un método (basado en su experiencia de meditación) para salir de ese egocentrismo.
 
«Para bien o para mal, desde mi más temprana adolescencia he sido alguien muy interesado en profundizar en mi propia identidad. Por eso he sido un ávido lector. Por eso cursé Filosofía y Teología en mi juventud. El peligro de una inclinación de este género es, por supuesto, el egocentrismo; pero gracias al sentarse, respirar y nada más, comencé a percatarme de que esta tendencia podía erradicarse no ya por la vía de la lucha y la renuncia, como se me había enseñado en la tradición cristiana, a la que pertenezco, sino por la del ridículo y la extenuación. Porque todo egocentrismo, también el mío, llevado a su extremo más radical, muestra su ridiculez e inviabilidad» (Pablo d'Ors, Biografía del silencio. Siruela, Madrid 2017, p. 12).
 
Según esto, no es cuestión de luchar contra el ego, o de renunciar a uno mismo, sino de reírse de nuestra inclinación a ver al yo como centro del universo.
 
La semana pasada, Santa Teresa hablaba de considerarse a uno mismo considerando también la grandeza del Dios que viene a habitarnos. De forma análoga, alguien que no sea creyente y que, con actitud contemplativa, observe un espacio natural, un cielo estrellado o la fuerza de los elementos, puede comprender lo pequeño, lo inmensamente pequeño que es ese microcosmos al que llamamos “yo y mi circunstancia”.
 
Esta semana he tenido la ocasión de leer un texto del monje cisterciense Thomas Merton (un texto atravesado en ocasiones de gran ironía). El monje estadounidense afirmaba que la vocación de todo ser humano no es otra sino ser lo que somos. Él llegó a afirmar: “para mí, ser santo significa ser yo mismo”.
 
Sin embargo, conocer y alcanzar nuestra propia identidad nunca será posible desde la separación de Dios o desde el aislamiento de los otros seres humanos. Crear y creer en un yo diferente al resto del común de los mortales no solo sería una mentira, sino incluso peligroso.
 
Pero quizá sea mejor dejar hablar a Merton.
 
«Para llegar a ser yo mismo tengo que dejar de ser lo que siempre pensé que quería ser; para encontrarme a mí mismo tengo que salir de mí, y para vivir tengo que morir.
 
Esto se debe a que he nacido en el egoísmo, y por eso mis naturales esfuerzos por hacerme más real y más yo mismo me hacen menos real y menos yo mimo, porque giran en torno a una mentira.
 
Quienes no conocen nada de Dios, y cuyas vidas están centradas en sí mismos, se imaginan que sólo pueden encontrarse a sí mismos afirmando sus deseos, ambiciones y apetitos en una lucha con el resto del mundo. Tratan de hacerse reales imponiéndose a otras personas, apropiándose de una parte de la limitada cantidad de bienes creados y acentuando así la diferencia entre ellos y otras personas que tienen menos que ellos o nada en absoluto.
 
Sólo pueden concebir una manera de hacerse reales: separarse de los otros y construir una barrera de contraste y distinción entre ellos y los demás. No saben que la realidad no debe ser buscada en la división, sino en la unidad, ya que somos “miembros unos de otros”.
 
Quien vive en la división no es una persona, sino tan sólo un “individuo”.
 


Tengo lo que vosotros no tenéis. Soy lo que vosotros no sois. He conseguido lo que vosotros no habéis podido conseguir y me he apropiado de lo que vosotros no tendréis jamás. Por eso vosotros sufrís y yo soy feliz, vosotros sois despreciados y yo soy elogiado, vosotros morís y yo vivo; vosotros sois nada y yo soy algo, y soy tanto más porque vosotros no sois nada. De esta manera paso mi vida admirando la distancia entre vosotros y yo; a veces esto me ayuda incluso a olvidar a las personas que tienen lo que yo no tengo, han tomado lo que yo no tomé, debido a mi lentitud, se han apropiado de lo que estaba fuera de mi alcance, son elogiadas como yo no puedo serlo y viven de mi muerte…
 
Quien vive en la división vive en la muerte. No puede encontrarse a sí mismo, Porque está perdido; ha dejado de ser una realidad. La persona que cree ser es un mal sueño. Y cuando muera, descubrirá que había dejado de existir hacía mucho, porque Dios, que es la realidad infinita y en cuya mirada está el ser de todo cuanto existe, le dirá: “No te conozco”.
 
Y ahora reflexiono sobre la enfermedad del orgullo espiritual. Pienso en la peculiar irrealidad que penetra en el corazón de los santos y devora su santidad antes de que esté madura. Hay algo de este gusano en el corazón de todos los religiosos. Tan pronto como realizan algo que saben que es bueno a los ojos de Dios, tienden a apropiarse de esa realidad y hacerla suya. Tiende a destruir sus virtudes reivindicándolas para sí y revistiendo la íntima ilusión de sí mismos con valores que pertenecen a Dios. ¿Quién puede escapar al secreto deseo de respirar una atmósfera diferente de la del resto de los seres humanos? ¿Quién puede hacer obras buenas sin buscar en ellas alguna agradable distinción del común de los pecadores de este mundo?
 
Esta enfermedad es aún más peligrosa cuando consigue aparecer como humildad. Cuando un orgulloso se cree humilde, es un caso perdido.
 
Supongamos que un hombre ha hecho muchas cosas que a su naturaleza le resultaba difícil aceptar. Ha superado pruebas difíciles, ha trabajado mucho y, por la gracia de Dios, ha llegado a poseer un hábito de fortaleza y abnegación gracias al cual, finalmente, el trabajo y los sufrimientos se hacen llevaderos. Es razonable pensar que su conciencia esté en paz. Pero, antes de que pueda percatarse de ello, la limpia paz de una voluntad unida a Dios se convierte en la complacencia de una voluntad que ama su propia excelencia.
 
El placer que siente en su corazón cuando realiza cosas difíciles y consigue hacerlas bien, le dice secretamente: “Soy un santo”. Al mismo tiempo, parece que otros reconocen que es diferente de ellos. Lo admiran o, quizá, lo evitan -¡el dulce homenaje de los pecadores! El placer se convierte en un fuego devorador. El calor de ese fuego es muy semejante al amor de Dios, porque es alimentado por las mismas virtudes que mantienen la llama de la caridad. Arde en el fuego de la admiración de sí mismo, paro piensa: “Es el fuego del amor de Dios”.
 
Piensa que su orgullo es el Espíritu Santo.
 
El dulce calor del placer se convierte en el criterio de todas sus obras. El gusto que encuentras en los actos que lo hacen admirable a sus propios ojos le lleva a ayunar, a orar, a ocultarse en la soledad, a escribir muchos libros, a construir iglesias y hospitales o a fundar mil organizaciones. Y cuando consigue lo que quiere, piensa que su sentimiento de satisfacción es la unción del Espíritu Santo. Y la secreta voz del placer canta en su corazón: Non sum sicut caeteri homines (“No soy como los demás hombres”: Lc 18, 9-14).
 
Una vez que comienza a avanzar por este camino, no hay límites para el mal que, llevado de la satisfacción de sí mismo, Puede hacer en nombre de Dios y de Su amor y para tolerar el consejo de otra persona –o las órdenes de un superior. Cuando alguien se opone a sus deseos, junta humildemente las manos y parece aceptarlo por el momento, pero en su corazón dice: “Soy perseguido por hombres mundanos, incapaces de comprender a quien está guiado por el Espíritu de Dios. Con los santos siempre ha sido así”.
 
Y, habiéndose hecho un mártir, es diez veces más testarudo que antes.
 
Cuando tal persona se cree que es un profeta o un mensajero de Dios, o que tiene la misión de reformar el mundo, las consecuencias son terribles… Es capaz de destruir la religión y hacer que el nombre de Dios resulte odioso para los hombres.
 
De alguna manera, tengo que buscar mi identidad no sólo en Dios, sino también en los otros.
 
Jamás podré encontrarme a mí mismo si me aíslo del resto de la humanidad como si perteneciera a una especie diferente».
 
Thomas Merton, Nuevas semillas de contemplación. Sal Terrae, Santander 2003, pp.67-70.
 

domingo, 17 de febrero de 2019

MORADA

Estas últimas semanas he hablado mucho de meditación, de conocimiento personal o de conocimiento de los propios procesos mentales. Alguna de mis viejas amistades me podría reprochar que todo eso no tiene mucho que ver con la religiosidad o incluso con la espiritualidad en la que he crecido y vivido. Puede que tengan razón en eso de que no tiene nada que ver con una religiosidad concreta. Sin embargo, estoy convencido (cada vez más) de que el cultivo de una espiritualidad con pretensiones de seriedad debe comenzar por el humilde cimiento de lo que ya somos: con una comprensión profunda de nosotros mismos.
 
Esta tarde, dirigido a todas aquellas viejas amistades, quisiera traer aquí un texto de Santa Teresa de Ávila (doctora de la Iglesia y maestra de oración), perteneciente a las Moradas del Castillo Interior, concretamente del segundo capítulo de las Primeras Moradas. En él, Teresa se dirige a sus monjas para hablarles del alma, que compara con un castillo de múltiples habitaciones. En la más profunda de dichas estancias habita Dios y es en ese lugar donde el encuentro más directo con él se puede dar. Por todas las estancias del alma se puede andar más o menos tiempo, pero es en la primera de dichas estancias en la que más tiempo se debe estar. Así lo cuenta la santa:
 
 
“Pues tornemos ahora a nuestro castillo de muchas moradas. No habéis de entender estas moradas una en pos de otra, como cosa en hilada (en hilera, en fila), sino poned los ojos en el centro, que es la pieza o palacio adonde está el rey, y considerar como un palmito (el palmito es una planta cuyas hojas recuerdan a la palma, que se cultiva en especial en Andalucía y Valencia, y cuya médula e hijuelos son comestibles), que para llegar a lo que es de comer tiene muchas coberturas que todo lo sabroso cercan. Así acá, enrededor de esta pieza están muchas, y encima lo mismo. Porque las cosas del alma siempre se han de considerar con plenitud y anchura y grandeza (…), y a todas partes de ella se comunica este sol que está en este palacio. Esto importa mucho a cualquier alma que tenga oración, poca o mucha, que no la arrincone ni apriete. Déjela andar por estas moradas, arriba y abajo y a los lados, pues Dios la dio tan gran dignidad; no se estruje en estar mucho tiempo en una pieza sola. ¡Oh que si es en el propio conocimiento!”
 
 
Esta primera estancia es la del propio conocimiento y la humildad. Si hablamos de “humildad”, debemos considerar su raíz latina: la palabra humus, “tierra”. De este modo, la humildad de la que habla la santa abulense tiene más que ver con la consideración de nuestro propio barro que con la sumisión o la minusvaloración. Este autoconocimiento (usando un lenguaje más moderno) nunca se debería dejar, según santa Teresa, por muy “elevados” que estemos en esto de la oración. “Este es el camino –concluirá la santa-, y si podemos ir por lo seguro y llano, ¿para qué hemos de querer alas para volar?”.
 
Aunque la persona que ora busque el diálogo con Dios, el conocimiento de sí mismo no debe abandonarse. Sin embargo, para no caer en una especie de autocontemplación narcisista, o en un “ombliguismo”, la santa pone a Dios como primera y última referencia para reconocer lo que somos.
 
De esta consideración se derivarían dos beneficios. El primero: reconocernos finitos frente a lo infinito, colocándonos en el lugar que nos corresponde, sin endiosarnos. Esa finitud es conocida por Aquel que la ha creado y, aun así, ese Aquel quiere encontrarse con su criatura en lo más íntimo de ella. De esto se deriva el segundo beneficio: sacarnos de una dinámica negativista en la que podemos dejarnos caer una dinámica a la que nos puede arrastrar una baja autoestima o una concepción errónea de la humildad (extremo, por cierto, este último que la misma tradición cristiana ha fomentado en no pocas ocasiones).
 
Pero lo mejor es que deje que Teresa de Jesús termine de explicarlo con sus propias palabras:
 
 
“… no se estruje en estar mucho tiempo en una pieza sola. ¡Oh que si es en el propio conocimiento! Que con cuán necesario es esto (miren que me entiendan), aun a las que las tiene el Señor en la misma morada que El está, que jamás por encumbrada que esté le cumple otra cosa ni podrá aunque quiera; que la humildad siempre labra como la abeja en la colmena la miel, que sin esto todo va perdido.
 
Mas consideremos que la abeja no deja de salir a volar para traer flores; así el alma en el propio conocimiento, créame y vuele algunas veces a considerar la grandeza y majestad de su Dios. Aquí hallará su bajeza mejor que en sí misma, y más libre de las sabandijas adonde entran en las primeras piezas, que es el propio conocimiento; que aunque, como digo, es harta misericordia de Dios que se ejercite en esto, tanto es lo de más como lo de menos suelen decir. Y créanme, que con la virtud de Dios obraremos muy mejor virtud que muy atadas a nuestra tierra.
 
No sé si queda dado bien a entender, porque es cosa tan importante este conocernos que no querría en ello hubiese jamás relajación, por subidas que estéis en los cielos; pues mientras estamos en esta tierra no hay cosa que más nos importe que la humildad. Y así torno a decir que es muy bueno y muy rebueno tratar de entrar primero en el aposento adonde se trata de esto, que volar a los demás; porque éste es el camino, y si podemos ir por lo seguro y llano, ¿para qué hemos de querer alas para volar?; mas que busque cómo aprovechar más en esto; y a mi parecer jamás nos acabamos de conocer si no procuramos conocer a Dios; mirando su grandeza, acudamos a nuestra bajeza; y mirando su limpieza, veremos nuestra suciedad; considerando su humildad, veremos cuán lejos estamos de ser humildes.
 
Hay dos ganancias de esto: la primera, está claro que parece una cosa blanca muy más blanca cabe la negra, y al contrario la negra cabe la blanca; la segunda es, porque nuestro entendimiento y voluntad se hace más noble y más aparejado para todo bien tratando a vueltas de sí con Dios; y si nunca salimos de nuestro cieno de miserias, es mucho inconveniente. Así (…), metidos siempre en la miseria de nuestra tierra, nunca la corriente saldrá del cieno de temores, de pusilanimidad y cobardía: de mirar si me miran, no me miran; si, yendo por este camino, me sucederá mal; si osaré comenzar aquella obra, si será soberbia; si es bien que una persona tan miserable trate de cosa tan alta como la oración; si me tendrán por mejor si no voy por el camino de todos; que no son buenos los extremos, aunque sea en virtud; que, como soy tan pecadora, será caer de más alto; quizá no iré adelante y haré daño a los buenos; que una como yo no ha menester particularidades.
 
¡Oh válgame Dios, hijas, qué de almas debe el demonio de haber hecho perder mucho por aquí! Que todo esto les parece humildad, y otras muchas cosas que pudiera decir, y viene de no acabar de entendernos; tuerce el propio conocimiento y, si nunca salimos de nosotros mismos, no me espanto, que esto y más se puede temer. Por eso digo, hijas, que pongamos los ojos en Cristo, nuestro bien, y allí deprenderemos la verdadera humildad, y en sus santos, y ennoblecerse ha el entendimiento como he dicho y no hará el propio conocimiento ratero y cobarde (“ratero” haría referencia la incapacidad de poner los ojos en algo más elevado); que, aunque ésta es la primera morada, es muy rica y de tan gran precio, que si se descabulle de las sabandijas de ella, no se quedará sin pasar adelante".
 
Moradas del Castillo Interior, Primeras moradas, capítulo 2, parágrafos 8 a 11 (enlace: https://mercaba.org/FICHAS/Santos/TdeJesus/moradas_02.htm#CAPÍTULO 2).
 
 
 

sábado, 9 de febrero de 2019

DECEPCIÓN

Hace algún tiempo le escuché a alguien decir que lo que más le cuesta al hombre de nuestro “mundo moderno y desarrollado” es hacer silencio, entrar en su propio desierto, enfrentarse con lo que es. Esa es una experiencia que, para algunos, puede llegar a ser aterradora.
 
En el trabajo que he realizado en los últimos años en cuidados paliativos, o en la formación que he recibido en counselling, he aprendido a hacer eso que algunos llaman “entrar en el pozo”. Cuando se acompaña a alguien que sufre y se quiere comprender su universo de miedos y esperanzas, tiene que hacerse un proceso semejante: descender al pozo ajeno, ponerse los zapatos del otro durante un tramo del camino para comprender dónde le aprietan. Eso es a lo que se suele llamar “empatía”.
 
Sin embargo, es en ese instante en el que desciendes al pozo donde se encuentra la persona a la que acompañas cuando descubres que tú también tienes tu propio pozo, que posees tus propios miedos y esperanzas. Puede que sean parecidos a los que la otra persona te está transmitiendo, o quizá sean exactamente los mismos.
 
Yo me he encontrado con mi particular “pozo” cuando me he sentado frente a algunos enfermos que no tienen familia y a los que les queda poco tiempo de vida. Hablo de esas personas que, por circunstancias vitales, han perdido todos esos vínculos por fallecimientos, por enfrentamientos o por la simple distancia y, cuando llega el momento de enfrentarse con una enfermedad que no va a curar y que les va a llevar a la muerte, se encuentran en la más absoluta soledad.
 
Esas personas, como si me encontrase frente a un espejo, me devuelven el reflejo de un temor: mi forma de ser, mi carácter poco social, mi predilección por la soledad, la pérdida de relaciones con algunos de mis familiares o amigos. Yo también me enfrento a la posibilidad de un futuro en soledad y a una muerte también en soledad.
 
¿Debe ser esto un motivo de sufrimiento para mí? Hoy en día no tengo la respuesta. Sólo sé que entrar en el propio pozo supone una decisión llena de mucho coraje y que no todos son capaces de adentrase en él.
 
En la última publicación de este blog, Pablo d’Ors afirmaba que sentarse con el propio “yo soy” alimenta la compasión (que no tiene nada que ver con el “compadecimiento”). Esa compasión es la que te hace mirar de cara tu humanidad, tu fragilidad o tus desengaños para atreverse a amarlos. En el fragmento que sigue a estas líneas, Pablo d’Ors concluye que sentarse frente al propio “yo soy” supone también vivir, necesariamente, un proceso de decepción en el que descubrimos que la vida no se ajusta (ni se ha ajustado nunca, ni lo hará) a nuestras ideas, esperanzas y apetencias. Sólo la vía de la decepción y del ridículo nos permite despertar y liberarnos del pesado disfraz que nos hemos fabricado, de la idea que hemos construido de nosotros mismos, de lo que nuestra vida debe ser y a la que se han terminado ajustando todas nuestras expectativas.
 
 
“Todo el mundo parece sediento de alguna cosa, y casi todos van corriendo de aquí para allá buscando encontrarla y saciarse con ella. En la meditación se reconoce que yo soy sed, no solamente que tengo sed; y se procura acabar con esas locas carreras o, al menos, ralentizar el paso. El agua está en la sed. Es preciso entrar en el propio pozo. Esta profundización nada tiene que ver con la técnica psicoanalítica del recuerdo, ni con la llamada composición de lugar, un método tan querido por la tradición ignaciana. ¿Qué entonces?
 
Entrar en el propio pozo supone vivir un largo proceso de decepción, y ello porque todo sin excepción, una vez conseguido, nos decepciona de un modo u otro. Nos decepciona la obra de arte que creamos, por intenso que haya podido ser el proceso de creación o hermoso el resultado final. Nos decepciona la mujer o el hombre con quien nos casamos, porque al final no resultó ser como creímos. Nos decepciona la casa que hemos construido, las vacaciones que proyectamos, el hijo que tuvimos y que no se ajusta a lo que esperábamos de él. Nos decepciona, en fin, la comunidad en la que vivimos, el Dios en quien creemos, que no atiende a nuestros reclamos, y hasta nosotros mismos, que tan prometedores éramos en nuestra juventud y que, bien mirado, tan poco hemos logrado llevar a término. Todo esto, y tantas otras cosas más, nos decepciona porque no se ajusta a la idea que nos habíamos hecho. El problema radica, por tanto, en esa idea que nos habíamos hecho. Lo que decepciona, en consecuencia, son las ideas. El descubrimiento de la desilusión es nuestro principal maestro. Todo lo que me desilusiona es mi amigo.
 
Cuando dejas de esperar que tu pareja se ajuste al patrón o idea que te has hecho de ella, dejas de sufrir por su causa. Cuando dejas de esperar que la obra que estás realizando se ajuste al patrón o idea que te has hecho de ella, dejas de sufrir por este motivo. La vida se nos va en el esfuerzo por ajustarla a nuestras ideas y apetencias. Y esto sucede incluso después de una prolongada práctica de meditación.
 
No hay que dar falsas esperanzas a nadie; es un flaco favor. Hay que entrar en la raíz de la desilusión, que no es otra que la perniciosa fabricación de una ilusión. La mejor ayuda que podemos prestarle a alguien es acompañarle en el proceso de desilusión que todo el mundo sufre de una manera u otra y casi constantemente. Ayudar a alguien es hacerle ver que sus esfuerzos están seguramente desencaminados. Decirle: "Sufres porque te das de bruces contra un muro. Pero te das contra un muro porque no es por ahí por donde debes pasar". No deberíamos chocar contra la mayoría de los muros contra los que de hecho chocamos. Esos muros no deberían estar ahí, no deberíamos haberlos construido.
 
Siempre estamos buscando soluciones. Nunca aprendemos que no hay solución. Nuestras soluciones son solo parches, y así vamos por la vida: de parche en parche. Pero si no hay solución, en buena lógica es que tampoco hay problema. O que el problema y la solución son la misma y única cosa. Por eso, lo mejor que se puede hacer cuando se tiene un problema es vivirlo.
 
Nos batimos en duelos que no son los nuestros. Naufragamos en mares por los que nunca deberíamos haber navegado. Vivimos vidas que no son las nuestras, y por eso morimos desconcertados. Lo triste no es morir sino hacerlo sin haber vivido. Quien verdaderamente ha vivido, siempre está dispuesto a morir; sabe que ha cumplido su misión.
 
(…) No se trata fundamentalmente de ser más feliz o mejor (…), sino de ser quien eres. Estás bien con lo que eres, eso es lo que se debe comprender. Ver que estás bien como estás, eso es despertar”.
 
Pablo d'Ors, Biografía del silencio. Siruela, Madrid 2017. p.71-75.
 

domingo, 3 de febrero de 2019

LA ÚNICA PREGUNTA NECESARIA

Las últimas semanas vengo leyendo libros que hablan de meditación y de contemplación. Casi todo lo que leo, da vueltas a una misma idea: hay un yo auténtico que se encuentra en lo más oculto de nosotros mismos. Hoy me gustaría comenzar con unas palabras de Pablo d’Ors. En su práctica de meditación llegó al descubrimiento de ese “yo auténtico”, un yo que se encuentra en todos y cada uno de nosotros, pero que siempre suele estar enmascarado por humo y por construcciones ilusorias que nosotros mismos hemos fabricado.
 
La forma que tuvo de llegar a este convencimiento fue planteándose la única pregunta necesaria: ¿quién soy yo? Dejaré hablar a d’Ors:
 
Al intentar responder, me percaté de que cualquier atributo que pusiera a ese “yo soy”, cualquiera, pasaba a ser, bien mirado, escandalosamente falso. Porque yo podía decir, por ejemplo, “soy Pablo d'Ors”; pero lo cierto es que también sería quien soy si sustituyera mi nombre por otro. De igual modo, podía decir “soy escritor”; pero, entonces, ¿significaría eso que yo no sería quien de hecho soy si no escribiera? O, “soy cristiano”, en cuyo caso, ¿dejaría de ser yo mismo si renegase de mi fe? Cualquier atributo que se ponga al yo, aun el más sublime, resulta radicalmente insuficiente. La mejor definición de mí a la que hasta ahora he llegado es “yo soy”. Simplemente. Hacer meditación es recrearse y holgar en este “yo soy”.
 
Esta holganza o recreación, si procede por los cauces oportunos, produce el mejor de los propósitos posibles: aliviar el sufrimiento del mundo. Uno se sienta a meditar con sus miserias para, gracias a un proceso de expiación interna, llegar a ese “yo soy”. Y uno se sienta con el “yo soy” para alimentar la compasión. Pero no es sencillo llegar a este punto, puesto que nunca terminamos de purgar.
 
Pablo d'Ors, Biografía del silencio. Siruela, Madrid 2017, p.70-71.
 
Yo no poseo una experiencia de meditación como la de Pablo d’Ors, y en mis “prospecciones” he llegado al siguiente punto: soy lo que se me ha enseñado a ser, lo correcto, lo “normal”; soy lo que los demás esperan de mí, soy lo que resulta más atractivo o aprobable a los ojos de la gente; soy lo que quiero aparentar, la imagen que he diseñado para venderme mejor; soy fruto de una Historia (con mayúscula), heredero de las esperanzas y los miedos de mis ancestros (los más cercanos y los más lejanos); soy el producto de mi propia historia, esa historia con minúscula, la de cada día, esa en la que crezco o menguo; soy lo que pienso y lo que siento; soy abundancia y necesidad, miseria y tesoro, multitud y soledad, coherencia y contradicción. Soy yo y también todo lo contrario.
 
Si me recreo en todo esto, según Pablo d’Ors, el efecto que producirá es el alivio del sufrimiento, porque lo que nos suele hace sufrir son nuestras resistencias a la realidad. Y es nuestra propia realidad a la que más nos solemos resistir. Quizá ese es el motivo por el cual una mirada compasiva, una mirada capaz de contemplar con cierta ironía y humor lo que somos, es la única capaz de arrancarnos las máscaras. Recuerdo una pequeña historia que ilustra muy bien esto último:
 
Un discípulo preguntó a Hejasi: “Quiero saber que es lo más divertido de los seres humanos”.
Hejasi contestó: “Piensan siempre al contrario: tienen prisa por crecer, y después suspiran por la infancia perdida. Pierden la salud para tener dinero y después pierden el dinero para tener salud. Piensan tan ansiosamente en el futuro que descuidan el presente, y así, no viven ni el presente ni el futuro. Viven como si no fueran a morir nunca y mueren como si no hubiesen vivido”.
 
Al hilo de todo esto, acude ahora a mi memoria uno de los textos bíblicos más hermosos que he tenido la oportunidad de leer y “rumiar”: se trata del salmo 138. En esta oración, el salmista se dirige a un Dios del que es imposible esconderse, que nos conoce mucho mejor y con más hondura de lo que nosotros mismos podemos llegar a conocernos. Dice así:
 
Señor, tú me sondeas y me conoces;
me conoces cuando me siento o me levanto,
de lejos penetras mis pensamientos;
distingues mi camino y mi descanso,
todas mis sendas te son familiares.
No ha llegado la palabra a mi lengua,
y ya, Señor, te la sabes toda.
Me estrechas detrás y delante,
me cubres con tu palma.
Tanto saber me sobrepasa,
es sublime, y no lo abarco.
 
¿Adónde iré lejos de tu aliento,
adónde escaparé de tu mirada?
Si escalo el cielo, allí estás tú;
si me acuesto en el abismo, allí te encuentro;
si vuelo hasta el margen de la aurora,
si emigro hasta el confín del mar,
allí me alcanzará tu izquierda,
me agarrará tu derecha.
Si digo: «Que al menos la tiniebla me encubra,
que la luz se haga noche en torno a mí»,
ni la tiniebla es oscura para ti,
la noche es clara como el día.
 
Tú has creado mis entrañas,
me has tejido en el seno materno.
(…) Conocías hasta el fondo de mi alma,
no desconocías mis huesos.
Cuando, en lo oculto, me iba formando,
y entretejiendo en lo profundo de la tierra,
tus ojos veían mis acciones,
se escribían todas en tu libro;
calculados estaban mis días
antes que llegase el primero.
¡Qué incomparables encuentro tus designios,
Dios mío, qué inmenso es su conjunto! (…)
 
 
¿No sería extraordinario llegar a conocerme con la hondura con la que me conoce el Dios del salmista? Esta es una idea que resulta fascinante, pero al mismo tiempo, parece extraordinariamente difícil. Puedo continuar preguntándome: ¿quién soy?, ¿qué más puedo esperar encontrarme?, ¿soy algo más, algo que aún no puedo vislumbrar, algo que se encuentra en lo más íntimo y lo más oculto de mí mismo? Yo aún no soy capaz de contestar a esta cuestión, por lo que me gustaría dejar la respuesta al monje cisterciense norteamericano Thomas Merton. Donde Pablo d’Ors habla de meditación, Merton habla de contemplación, pero el efecto es semejante: el despertar del yo real que, simplemente, es.
 
Existe una oposición irreductible entre el yo profundo y trascendente que despierta sólo en la contemplación y el yo superficial y exterior que identificamos por lo general con la primera persona del singular. Debemos recordar que este “yo” superficial no es nuestro yo real. Es nuestra “individualidad” y nuestro “yo empírico”, pero no es realmente la persona escondida y misteriosa en la que subsistimos a los ojos de Dios. El “yo” que actúa en el mundo, piensa sobre sí, observa sus propias reacciones y habla de sí no es el verdadero “yo” (…) Es, en la mejor de las hipótesis, la vestidura, la máscara, el disfraz de ese “sí mismo” misterioso y desconocido que la mayor parte de nosotros no descubrimos hasta que morimos. Nuestro yo exterior y superficial (…) está condenado a desaparecer tan completamente como el humo de una chimenea. Es totalmente frágil y evanescente. La contemplación es precisamente la conciencia de que este “yo” es en realidad “no yo”, y el despertar del “yo” desconocido que está fuera del alcance de la observación y la reflexión y que es incapaz de hablar acerca de sí. Ni siquiera puede decir “yo” con la seguridad y la impertinencia del otro, ya que su verdadera naturaleza consiste en estar oculto y ser anónimo y no identificado en la sociedad, donde las personas hablan de sí mismas y unas de otras. En semejante mundo, el verdadero “yo” permanece invisible e incapaz de expresarse, porque tiene mucho que decir y, al mismo tiempo, ni una sola palabra sobre sí mismo.
 
Nada podría ser más ajeno a la contemplación que el Cogito ergo sum (“Pienso, luego existo”) de Descartes. Esta es la declaración de un ser alienado, exiliado de su propia profundidad espiritual, obligado a buscar algún consuelo en una prueba de su propia existencia (!) basada en la observación de que “piensa”. Si su pensamiento es necesario como un medio a través del cual llega al concepto de su existencia, entonces, de hecho, tan sólo se está alejando aún más de su verdadero. Se está reduciendo a un concepto. Está haciendo que le resulte imposible experimentar directamente el misterio de su propio ser.
 
La contemplación, (…) es la comprensión experiencial de la realidad como subjetiva, no tanto “mía” (que significaría “perteneciente al yo exterior”) cuanto “yo mismo” en el misterio de la existencia. La contemplación no llega a la realidad después de un proceso de deducción, sino por un despertar intuitivo en el que nuestra realidad libre y personal se hace plenamente consciente de su profundidad existencial (…).
 
Para el contemplativo no hay cogito (“pienso”) ni ergo (“luego”), sino únicamente SUM (“existo”). No en el sentido de una afirmación vana de nuestra individualidad como fundamentalmente real, sino en la humilde compresión de nuestro ser misterioso como personas en quienes Dios vive con infinita dulzura y poder inalienable.
 
Thomas Merton, Nuevas semillas de contemplación, Sal terrae, Santander 2003, p. 29-31.