EL BLOG SE PRESENTA...

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Al cumplir los cuarenta, mi creador comenzó a hacerse las típicas preguntas asociadas a aquella edad: «¿qué he hecho con mi vida hasta ahora?», «¿qué pienso hacer a partir de ahora con ella?». Esas cuestiones fueron el motor de un blog con un carácter más bien “autobiográfico”, una suerte de “registro de recuerdos” que pretendía anotar algunas de sus vivencias personales y su impacto en él. Sin embargo, aquellas primeras páginas se expresaban en función del autoconcepto y el estado de ánimo del autor. Si ambos eran bajos, el estilo de cada publicación traslucía ese sentir.
Con el tiempo, aquel proyecto acabó en vía muerta.
Dos años después, mi autor retomó aquel cuaderno de bitácora para reconstruirlo desde sus cimientos e intentar corregir sus defectos. ¡Y nací yo!
En mis inicios, fui un medio para satisfacer el deseo de compartir vivencias y reflexiones personales, así como textos y vídeos variados que gustaban a mi creador. Este navío quería traer a puerto todas aquellas mercancías que pudieran enriquecer a los que paseasen por sus páginas.
Con el paso del tiempo me he dado cuenta que soy todo eso y algo más. Si, sigo siendo el saco en el que se introducen todas aquellas vivencias, reflexiones, textos y videos que han enriquecido de una u otra manera a mi autor. Pero además, combinando palabras propias y prestadas, me estoy convirtiendo en el relato de un itinerario en el que mi creador describe su transformación. En mi se ha reunido todo aquello que ha formado parte (de alguna manera) de un proceso de ensanchamiento humano y espiritual, un proceso de evolución que aún continúa.

¡Bienvenidos!


lunes, 26 de marzo de 2018

TODO ES PARA BIEN

En esta vida ni todo es blanco ni todo es negro, y no tenemos tanta capacidad de ver el futuro como para saber si lo malo se terminará transformando en algo positivo para nosotros. Para ilustrar esta idea traigo este relato del que ya no recuerdo su procedencia.
 
 
El rey que reinaba en aquella época tenía como consejero a su tío Pratapsingh. El soberano se había felicitado siempre por la perspicacia del viejo y le respetaba por ello. Sin embargo, el sabio tenía la irritante costumbre de considerar siempre los obstáculos como bienvenidos. Pasara lo que pasara, de la alegría a las desgracias, decía: «Todo es para bien», y su inconsecuente optimismo contrariaba mucho a su amo y pariente próximo.
 
— ¿Cómo te atreves a pretender que todo es para bien —le dijo un día, exasperado—, cuando el año ha sido duro, la sequía ha vaciado los graneros y amenaza hambruna?
— Señor, todo lo que Dios hace está bien hecho. Nosotros ignoramos qué utilidad tienen nuestras desgracias, pero, gracias a Dios, deben tenerla, a la fuerza.
— ¿Incluso la epidemia que devastó nuestras ciudades y pueblos el año pasado?
— Señor, si todos esos muertos de ayer vivieran aún, ¿cómo ibas a alimentarlos con la escasa cosecha del año?
 
El rey seguía dubitativo. Al ver que sacudía la cabeza, el consejero le contó lo siguiente:
 
Un día, un joven capturó un caballo salvaje y le construyó un cercado delante de la granja de su padre, que no dijo nada. Acudieron todos los vecinos, admiraron al animal y juntaron las manos, mientras repetían:
 
— ¡Qué suerte tienes!
— ¿Quién sabe? —decía el padre.
 
El hijo quiso montar al soberbio semental, intentó ponerle una silla sobre el lomo y, al no conseguirlo, se arriesgó a montar a pelo. El animal dio una coz y el hombre cayó y se rompió la pierna derecha.
 
— Es un error intentar encerrar a un semental rebosante de vida que amenaza con romper la cerca, tu choza y hasta tu cabeza de una coz —dijeron los vecinos al padre—. ¡Mira a tu hijo lisiado! ¿Podrá volver a andar sin cojear? ¡Qué desgracia!
 
El padre respondió: — ¿Quién sabe?
 
Los aldeanos se indignaron ante lo que tomaron por indiferencia hacia el hijo.
 
Ocurrió, sin embargo, que el reino vecino declaró la guerra al suyo y los sargentos de reclutamiento recorrieron pueblos y aldeas para enrolar de oficio a los jóvenes válidos. El hijo cojo se quedó junto a su padre y los vecinos, cuyos hijos habían tenido que partir, decían al padre:
 
— ¿Qué suerte que tu hijo se haya roto la pierna, así se ha quedado contigo y no arriesga sus veinte años por una disputa de reyes!
 
El padre seguía contestando: — ¿Quién sabe?
 
El caballo no soportó estar separado de los suyos mucho tiempo, rompió el cercado y se escapó. Los hijos de los aldeanos regresaron todos de la guerra cargados de dinero contante y sonante, de gloria y de botín. Entonces, los felices aldeanos dijeron al hombre cuyo hijo no había sido reclutado:
 
— Decididamente, no tienes suerte: ya no tienes caballo, tu hijo cojea y no ha recibido soldada ni botín con los que enriquecer a su familia.
 
El hombre sacudió la cabeza y murmuró: — ¿Quién sabe?
 
Por la mañana, el semental volvió, seguido por cincuenta caballos tan espléndidos todos como él, que se quedaron allí quietos, puesto que habían escogido a sus amos, y ya no hubo que cerrar la puerta tras ellos.
 
— ¿Habéis visto qué maravilla? —dijeron los vecinos, atónitos y envidiosos.
 
El hombre siguió contestando: — ¿Quién sabe?
 
Pratapsingh interrumpió ahí su historia. El rey torció el gesto, cazó una mosca imaginaria delante de su nariz y prefirió cambiar de conversación.
 
— Tenemos que organizar una partida de caza de jabalí antes de la recogida del algodón. Hay que proteger a los cosechadores y evitar que sean heridos por algún jabalí viejo, celoso de su tranquilidad.
— Sí, señor, me ocuparé de ello ahora mismo.
 
 
CONTINUARÁ…

domingo, 18 de marzo de 2018

CAMINOS (O CUANDO SE CREE HABER COMPRENDIDO LA VOLUNTAD DE DIOS)

Como creo que ya he dicho en otro lugar de este blog, una de las cinco experiencias que más han marcado mi vida ha sido mi paso por el Seminario diocesano, el lugar donde se forman los futuros sacerdotes católicos. Mi paso por aquel lugar no sólo condicionó la manera de vivir y valorar gran cantidad de acontecimientos de mi historia, sino muchas de mis decisiones.
 
La pregunta que mejor podría definir aquellos años de seminarista fue esta: ¿cuál es el camino que he de seguir? Dicho con otras palabras más piadosas la cuestión quedaba así: ¿cuál es el sendero que Dios quiere para mí, el que El desea que yo siga? Al hilo de esta interrogante, el razonamiento siguió una línea un tanto perversa: “¿y si no ando por ese camino?, ¿dejaré de hacer entonces la voluntad de Dios?”, “si me atrevo a explorar otros caminos distintos de este, ¿iré en contra de sus deseos?”. Por desgracia, hasta no hace mucho tiempo estas preguntas no han dejado de rondarme la cabeza.
 
¡Qué bueno sería que, a la hora de responder cuestiones así, la vida te lo pusiera todo igual de fácil que a un peregrino en Pola de Siero!
 
Antes de llegar a Oviedo, viniendo desde la costa por el Camino de Santiago, pasamos por Siero. Recuerdo que lo más característico del tramo desde esta localidad hasta la capital del Principado de Asturias era la exagerada profusión de flechas amarillas que te indicaban el sendero. A nuestro paso por el albergue de Siero, el hospitalero nos avisó: “como de aquí a Oviedo os perdáis por el camino, ¡soy capaz de buscaros y correros a gorrazos hasta Santiago!”. Es cierto: creo que no exagero si digo que la densidad de flechas por metro cuadrado era de más seis. ¡Cómo para perderse!
 
Lo triste es que en esta vida no hay flechas que te indiquen con tanta facilidad la dirección correcta. Y la cosa se complica aún más cuando metes en el juego la “voluntad divina”. Durante mis años de seminarista, sólo supe entender que cumplir la voluntad de Dios consistía en responder a su llamada para hacerme sacerdote. Interpretadas las preguntas desde esa clave, la infidelidad consistiría en no cumplir dicha tarea: no consagrarme al servicio de Dios y de una comunidad eclesial.
 
Esas palabras del Evangelio que dicen: “el que pretenda salvar su vida, la perderá…” han pesado sobre mí durante mucho tiempo. Eso ha sido así porque, cada vez que las he leído, las he interpretado dentro de un determinado contexto en el que el temor a no seguir aquel camino, a desobedecer su voluntad sobre mí vida, podría suponer perderme para siempre.
 
Los años me han permitido entender que una cosa sí que es cierta: la vida no se desperdicia por dejar de cumplir una determinada “misión” o por desviar los pasos de un camino que creemos definido previamente por una voluntad superior. Se desperdicia mucha más vida intentando averiguar ese rumbo y pretendiendo no equivocarse con la elección. El que anhele seguridad y certeza en sus elecciones, seguro que perderá el tiempo.
 
 
¿Cuál es el camino a seguir? ¿Merece la pena obsesionarse con esta pregunta? Después de todo, nadie te puede indicar con absoluta certeza el camino que debes andar, ni siquiera alguien que sea capaz de oír claramente “la voz de Dios y sus designios”. Tu propio camino lo vas encontrando paso a paso. Mejor dicho: lo vas haciendo paso a paso (como una vez dijo el poeta). Al final, esto de la voluntad de Dios tiene más que ver con el ser de las cosas que con las cosas que hacer. Lo que uno “debe hacer en esta vida” tiene mucho que ver con lo que uno es. Lo primero es ser (o mejor dicho, comprender quién eres). El resto se dará por añadidura. De esta forma, el “camino” va transformándose en un “lugar natural”, ese espacio en el que te sabes lleno porque haces aquello que eres. Y aun esta imagen se me antoja limitada, ya que puede hacernos olvidar que hasta ese “espacio natural” puede verse sometido a las leyes del cambio.

lunes, 12 de marzo de 2018

FELIZ (HAPPY)

Pues sí, hoy tengo motivo para estar contento. ¡Esta es la publicación número 100 de este blog!
 
Y como llegar a este punto ha supuesto mucho esfuerzo, este “centenario” lo voy a celebrar descansando un poco. Por esta razón hoy vengo en “modo cómodo” y quiero compartir este video: una versión del conocido tema de Pharrell Williams interpretada por Walk off the Earth.
 
Espero que lo disfruten.
 
 

lunes, 5 de marzo de 2018

TEMOR DE DIOS

Esta expresión de “temor de Dios” es la que más me ha costado entender desde siempre. Una primera interpretación, quizá la más “natural”, es la que entiende dicho temor como el miedo a la ira o al castigo divino cuando se infringe algún mandamiento de su ley, o cuando se hace algo en contra de su voluntad. Este primer significado hablaría de un Dios justiciero, que castiga los pecados e infidelidades del hombre. Hablamos de un Dios amenazador al que algunos no les importará seguir. A mí me cuesta hacerlo.
 
Para dulcificar este primer sentido, hace tiempo que vengo escuchando a algunos hablar del temor no a la condena o al correctivo, sino a defraudar a quién nos ama y a quién decimos amar. Al final, el miedo sigue siendo el motor de la fe.
 
En cualquier caso, ¿no estamos ante un Dios con sentimientos demasiado “humanos” (celoso, con sentido de la apropiación, capaz de resentimiento) en relación con un ser humano temeroso de decepcionarle? La imagen de un Dios que reprocha, que echa en cara nuestra falta de amor hacia él, hace comprensible ese viejo aforismo ateo: no fue Dios quien creó al hombre a su imagen y semejanza, sino al revés, somos nosotros los que fabricamos imágenes de Dios demasiado “humanizadas”. No niego la necesidad de acudir a la analogía para poder hablar de Dios, pero en ocasiones nuestras propias palabras se convierten en una trampa.
 
No hace mucho tiempo, escuché a un sacerdote hablar de ese “temor de Dios” de una forma diferente a los dos últimos significados. El “temor” no hablaría del miedo sino del asombro, de la capacidad de sobrecogimiento. Esta forma de entender el “temor” habla de una vivencia común a todos los seres humanos, algo que está en la raíz de toda experiencia religiosa. Explicaré esta idea a través de la siguiente foto.
 
 
Esta fotografía (el campo ultraprofundo de Hubble) fue captada por el telescopio espacial Hubble, en órbita alrededor de la Tierra. Desde este telescopio se divisó un fragmento de cielo durante casi un millón de segundos, alrededor de once días, consiguiendo esta imagen increíblemente profunda del universo, donde se pueden ver objetos muy lejanos y apenas visibles. En los planos más cercanos de la fotografía pueden apreciarse algunas estrellas de nuestra propia Vía Láctea. Sin embargo, lo verdaderamente fascinante de esta imagen es que, más allá de estas estrellas en primer plano, lo que se aprecian son galaxias. De hecho, algunas de las galaxias más lejanas nunca vistas hasta la fecha son de esta imagen y están a trece mil millones de años luz de distancia.
 
Se estima que en esta fotografía aparecen 10.000 galaxias y cada una contiene miles de millones de estrellas, cada una tan grande como el Sol. Estamos pues ante una imagen de un universo increíblemente grande que nos hace descubrir lo extremadamente pequeños que somos los seres humanos.
 
Frente a semejante fotografía yo sólo soy capaz de sentir sobrecogimiento y fascinación. Damos demasiada importancia a nuestros pequeños “universos”, aquellos en los que habitualmente nos movemos, sin ser conscientes de lo minúsculos y frágiles que somos en comparación con esta inmensidad.
 
Este asombro es una de las expresiones de lo espiritual en el hombre. De hecho podría considerarse como la base de la experiencia espiritual. El animal observa, mira, pero no se admira de la realidad. Esto es lo que nos caracteriza como verdaderamente humanos. Según Francesc Torralba (F. Torralba, Inteligencia Espiritual, Plataforma Editorial, Barcelona, 2010), sin esta capacidad de maravillarse, de admirarse ante la realidad, el hombre nunca hubiera filosofado, ya que todo le parecería obvio y evidente. Esta misma fascinación es igualmente la madre de las ciencias naturales, ya que la admiración frente a los procesos de la naturaleza es lo que genera el deseo de explicarlos, de dar razón de ellos. Este deseo está en la raíz del desarrollo científico. De esta admiración surge también la sorpresa de vivir, ya que el ser humano toma conciencia de que existe pudiendo no existir, de que es un ser contingente. El hombre reconoce de esta forma su carácter efímero, relativo e insignificante, percibiéndose como una minúscula (casi ridícula) partícula del Todo.
 
Yo no sé usted, pero después de contemplar esta fotografía, me quedo con el último significado del “temor de Dios”: ese asombro, esa fascinación, ese sobrecogimiento frente a lo que es inmensamente mayor, frente a lo totalmente Otro, frente al misterio “tremendum et fascinans” del que hablaba Rudolf Otto. Y cualquier palabra que proceda de los labios del ser humano para describirlo siempre se quedará demasiado corta.