En esta vida ni todo es blanco ni todo es negro, y no tenemos tanta capacidad de ver el futuro como para saber si lo malo se terminará transformando en algo positivo para nosotros. Para ilustrar esta idea traigo este relato del que ya no recuerdo su procedencia.
El rey que reinaba en aquella época tenía como consejero a su tío Pratapsingh. El soberano se había felicitado siempre por la perspicacia del viejo y le respetaba por ello. Sin embargo, el sabio tenía la irritante costumbre de considerar siempre los obstáculos como bienvenidos. Pasara lo que pasara, de la alegría a las desgracias, decía: «Todo es para bien», y su inconsecuente optimismo contrariaba mucho a su amo y pariente próximo.
— ¿Cómo te atreves a pretender que todo es para bien —le dijo un día, exasperado—, cuando el año ha sido duro, la sequía ha vaciado los graneros y amenaza hambruna?
— Señor, todo lo que Dios hace está bien hecho. Nosotros ignoramos qué utilidad tienen nuestras desgracias, pero, gracias a Dios, deben tenerla, a la fuerza.
— ¿Incluso la epidemia que devastó nuestras ciudades y pueblos el año pasado?
— Señor, si todos esos muertos de ayer vivieran aún, ¿cómo ibas a alimentarlos con la escasa cosecha del año?
El rey seguía dubitativo. Al ver que sacudía la cabeza, el consejero le contó lo siguiente:
Un día, un joven capturó un caballo salvaje y le construyó un cercado delante de la granja de su padre, que no dijo nada. Acudieron todos los vecinos, admiraron al animal y juntaron las manos, mientras repetían:
— ¡Qué suerte tienes!
— ¿Quién sabe? —decía el padre.
El hijo quiso montar al soberbio semental, intentó ponerle una silla sobre el lomo y, al no conseguirlo, se arriesgó a montar a pelo. El animal dio una coz y el hombre cayó y se rompió la pierna derecha.
— Es un error intentar encerrar a un semental rebosante de vida que amenaza con romper la cerca, tu choza y hasta tu cabeza de una coz —dijeron los vecinos al padre—. ¡Mira a tu hijo lisiado! ¿Podrá volver a andar sin cojear? ¡Qué desgracia!
El padre respondió:
— ¿Quién sabe?
Los aldeanos se indignaron ante lo que tomaron por indiferencia hacia el hijo.
Ocurrió, sin embargo, que el reino vecino declaró la guerra al suyo y los sargentos de reclutamiento recorrieron pueblos y aldeas para enrolar de oficio a los jóvenes válidos. El hijo cojo se quedó junto a su padre y los vecinos, cuyos hijos habían tenido que partir, decían al padre:
— ¿Qué suerte que tu hijo se haya roto la pierna, así se ha quedado contigo y no arriesga sus veinte años por una disputa de reyes!
El padre seguía contestando:
— ¿Quién sabe?
El caballo no soportó estar separado de los suyos mucho tiempo, rompió el cercado y se escapó. Los hijos de los aldeanos regresaron todos de la guerra cargados de dinero contante y sonante, de gloria y de botín. Entonces, los felices aldeanos dijeron al hombre cuyo hijo no había sido reclutado:
— Decididamente, no tienes suerte: ya no tienes caballo, tu hijo cojea y no ha recibido soldada ni botín con los que enriquecer a su familia.
El hombre sacudió la cabeza y murmuró:
— ¿Quién sabe?
Por la mañana, el semental volvió, seguido por cincuenta caballos tan espléndidos todos como él, que se quedaron allí quietos, puesto que habían escogido a sus amos, y ya no hubo que cerrar la puerta tras ellos.
— ¿Habéis visto qué maravilla? —dijeron los vecinos, atónitos y envidiosos.
El hombre siguió contestando:
— ¿Quién sabe?
Pratapsingh interrumpió ahí su historia. El rey torció el gesto, cazó una mosca imaginaria delante de su nariz y prefirió cambiar de conversación.
— Tenemos que organizar una partida de caza de jabalí antes de la recogida del algodón. Hay que proteger a los cosechadores y evitar que sean heridos por algún jabalí viejo, celoso de su tranquilidad.
— Sí, señor, me ocuparé de ello ahora mismo.
CONTINUARÁ…