Todo niño quiere ser hombre, todo hombre quiere ser rey, todo rey quiere ser Dios. Sólo Dios quiso ser niño (Leonardo Boff).
Estas palabras de Leonardo Boff, que evocan la reciente Navidad, me parecen extraordinarias para comenzar hoy. Todo ser humano aspira siempre a convertirse en algo que todavía no es, algo más fuerte, algo más rápido, algo que puede llegar más alto. Sin embargo, no conviene confundir “superación” con “superioridad”. Hablar de la legítima y sana aspiración de desarrollar el potencial que todo ser humano pueda tener no es lo mismo que el afán de doblegar la realidad (o a los demás) a los propios deseos. Lo segundo se podría resumir con el verbo “poseer”. Lo primero, con “desplegar” o “disfrutar”.
Las líneas que siguen a continuación hablan de atreverse profundizar en lo que somos, de ahondar en la realidad que negamos, de explorar en búsqueda del tesoro que se encuentra enterrado en nuestro propio jardín y no en lejanas tierras.
Resulta curioso constatar cómo aquello que debería ser lo más elemental es para muchos de nosotros, de hecho, tan costoso. Lo que urge aprender es que no somos dioses, que no podemos -ni debemos- someter la vida a nuestros caprichos; que no es el mundo quien debe ajustarse a nuestros deseos, sino nuestros deseos a las posibilidades que ofrece el mundo (…).
A los seres humanos nos caracteriza un desmedido afán por poseer cosas, ideas, personas... ¡Somos insaciables! Cuanto menos somos, más queremos tener. (…) Es en la nada donde el ser brilla en todo su esplendor. Por eso, conviene dejar de una vez por todas de desear cosas y de acumularlas; conviene comenzar a abrir los regalos que la vida nos hace para, acto seguido, simplemente disfrutarlos. (…) Porque todo, cualquier cosa, está ahí para nuestro crecimiento y regocijo. Tanto más deseemos y acumulemos, tanto más nos alejamos de la fuente de la dicha. ¡Párate! ¡Mira!, (…) y si secundo estos imperativos y, efectivamente, me paro y miro, ¡ah!, entonces surge el milagro.
Casi nunca nos damos cuenta de que el problema que nos preocupa no suele ser nuestro problema real. Tras el problema aparente está siempre el problema auténtico, palpitante, intacto. Las soluciones que damos a los problemas aparentes son siempre completamente inútiles, puesto que son también aparentes. Es así como vamos de falsos problemas en falsos problemas, y de falsas soluciones en falsas soluciones. Destruimos la punta del iceberg y creemos que nos hemos liberado del iceberg entero. ¿Quieres conocer tu iceberg?, esa es la pregunta más interesante. No es difícil: basta dejar de revolverse entre las olas y ponerse a bucear. Basta tomar aire y tener la cabeza bajo el agua. Una vez ahí, basta abrir los ojos y mirar.
Por grande que sea nuestro iceberg, cualquier iceberg, es solo agua. Basta una fuente de calor lo suficientemente potente para que se vaya deshaciendo. El hielo siempre se deshace al calor. Tardará mucho tiempo si el iceberg es voluminoso, pero se deshará si mantenemos activa y cercana esa fuente de calor. Lo único que hace falta es cierta curiosidad por conocer el propio iceberg. Cuanto más se observa uno a sí mismo, más se desmorona lo que creemos ser y menos sabemos quiénes somos. Hay que mantenerse en esa ignorancia, soportarla, hacerse amigo de ella, aceptar que estamos perdidos y que hemos estado vagando sin rumbo. Posiblemente hemos perdido el tiempo, la vida incluso, pero esas pérdidas nos han conducido hasta donde ahora estamos (…): has sido un vagabundo, pero puedes convertirte en un peregrino. ¿Quieres?
Pablo d'Ors, Biografía del silencio. Siruela, Madrid 2017. p.53-56.
Si quieres leer una
historia sobre tesoros enterrados en tu propio hogar, haz click aquí.