EL BLOG SE PRESENTA...

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Al cumplir los cuarenta, mi creador comenzó a hacerse las típicas preguntas asociadas a aquella edad: «¿qué he hecho con mi vida hasta ahora?», «¿qué pienso hacer a partir de ahora con ella?». Esas cuestiones fueron el motor de un blog con un carácter más bien “autobiográfico”, una suerte de “registro de recuerdos” que pretendía anotar algunas de sus vivencias personales y su impacto en él. Sin embargo, aquellas primeras páginas se expresaban en función del autoconcepto y el estado de ánimo del autor. Si ambos eran bajos, el estilo de cada publicación traslucía ese sentir.
Con el tiempo, aquel proyecto acabó en vía muerta.
Dos años después, mi autor retomó aquel cuaderno de bitácora para reconstruirlo desde sus cimientos e intentar corregir sus defectos. ¡Y nací yo!
En mis inicios, fui un medio para satisfacer el deseo de compartir vivencias y reflexiones personales, así como textos y vídeos variados que gustaban a mi creador. Este navío quería traer a puerto todas aquellas mercancías que pudieran enriquecer a los que paseasen por sus páginas.
Con el paso del tiempo me he dado cuenta que soy todo eso y algo más. Si, sigo siendo el saco en el que se introducen todas aquellas vivencias, reflexiones, textos y videos que han enriquecido de una u otra manera a mi autor. Pero además, combinando palabras propias y prestadas, me estoy convirtiendo en el relato de un itinerario en el que mi creador describe su transformación. En mi se ha reunido todo aquello que ha formado parte (de alguna manera) de un proceso de ensanchamiento humano y espiritual, un proceso de evolución que aún continúa.

¡Bienvenidos!


domingo, 4 de septiembre de 2016

HOSPITALIDAD

Mi peregrinación hacia Santiago de Compostela la comencé en Irún. Desde esa ciudad parten dos ramales del Camino: uno es el Camino Vasco Interior, que confluye en el Camino Francés a la altura de Santo Domingo de la Calzada, y el otro es el Camino del Norte, que transcurre a lo largo de toda la cornisa cantábrica bordeando la costa. Antes de salir de Madrid lo único que tenía seguro era la elección de esta última ruta, la Ruta del Norte. El resto era para mí un sinnúmero de incertidumbres.
 
Con casi doce quilos de peso en la mochila no sabía cómo reaccionaría mi espalda tras varias horas de caminata durante muchos días seguidos. Luego estaba la experiencia de tener que compartir habitación en un albergue con más gente: ¿cómo llevaría la falta de intimidad en esos lugares y la convivencia con desconocidos? Además, a pesar de que había tenido la oportunidad de entrenarme en Madrid andando más de quince kilómetros cada día con el calzado que iba a emplear, mis caminatas habían sido demasiado “domésticas”, realizadas sobre aceras lisas y con pocas pendientes. Ahora, sobre terrenos irregulares y no tan llanos, ¿cómo reaccionarían mis piernas y mis pies? Reconozco que en ocasiones como esta me aflora con mucha facilidad el lado “cobarde”, pero ya que había comenzado esta aventura, sólo me quedaba seguir hacia delante hasta donde Dios quisiera llevarme.
 
De aquel incierto inicio del Camino hacia Santiago tengo un recuerdo que hoy me gustaría traer a este blog.
 
Tras bajar del autobús que me llevó desde Madrid hasta Donosti, me subí al “topo”, el tren que me llevaría hasta Irún. Este finaliza su trayecto en Endaya, pero decidí bajarme justo en la parada anterior, en la estación del Puente de Santiago, para comenzar el camino desde allí hacia el albergue. Esto era para mí un gesto puramente simbólico: de esa manera iniciaría el Camino del Norte desde su Kilómetro Cero en territorio español.
 
 
La hospitalera del albergue en Irún (así se les llama a los encargados de acoger a los peregrinos en los albergues del Camino) era francesa. Ella hablaba español bastante bien, pero de vez en cuando no encontraba la palabra adecuada para decir una determinada cosa, por lo que intentaba explicarme la idea dando más rodeos. Viendo su dificultad para expresarse, se me ocurrió decirle que yo entendía algo el francés, ya que lo había aprendido en el bachillerato. ¡Para qué decirle más! A partir de ese instante comenzó a hablarme casi exclusivamente en su idioma. Aquella circunstancia debió ser un pequeño regalo para la mujer, cansada de tener que hablar todos los días o en inglés o en español.
 
Para mí la dificultad no estaba en poder comprenderla, sino en responder en su lengua. Han pasado ya muchos años desde que dejé de estudiar francés, y encontrar las palabras para expresarme siempre me resulta difícil, ya que la falta de práctica ha hecho que olvide muchas expresiones. Por eso, siempre que me encuentro con un francés que habla algo de español, prefiero ocultarle que conozco su lengua. Evidentemente, haber hecho lo mismo en aquella situación me hubiera supuesto un menor cansancio mental, pero no hubiese dejado de convertirme en una especie de “insolidario idiomático”.
 
Sin embargo, por pasarme de listo, me tocó esforzarme en aquella ocasión. La hospitalera me alentaba a hablar en su lengua, y para animarme me dijo algo (en francés, por supuesto) que más tarde me dio para reflexionar. Fue más o menos lo siguiente: «para aprender otra lengua, es necesaria la inmersión en esa lengua, y si no recuerdas una palabra, preguntando a tu interlocutor la encontrarás, y si dudas del significado de algo, la persona con la que hablas te lo aclarará».
 
La moraleja de esta historia sea quizá demasiado fácil: no valen excusas para decir “no puedo”, sólo metiéndose uno en harina puede conocer hasta dónde puede o no puede llegar… Bueno, quizá esa pueda ser una de las moralejas… o quizá sea otra, no lo sé.
 
Al hilo de este recuerdo del Camino de Santiago me vengo a dar cuenta de un pequeño detalle: la hospitalidad no es un hecho unidireccional. De igual manera que aquella mujer mostró hospitalidad conmigo, yo también tenía la oportunidad de serlo con ella hablándole en su lengua y permitiéndola sentirse como en su tierra. Pero también en esta historia puedo reconocer hasta qué punto la pereza y la comodidad pueden transformarme en alguien “inhóspito”. Detrás de muchas de mis excusas nunca ha habido un auténtico “no puedo”, sino un genuino “no quiero”.
 
“Qui habet aures audiendi…”
 

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