EL BLOG SE PRESENTA...

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Al cumplir los cuarenta, mi creador comenzó a hacerse las típicas preguntas asociadas a aquella edad: «¿qué he hecho con mi vida hasta ahora?», «¿qué pienso hacer a partir de ahora con ella?». Esas cuestiones fueron el motor de un blog con un carácter más bien “autobiográfico”, una suerte de “registro de recuerdos” que pretendía anotar algunas de sus vivencias personales y su impacto en él. Sin embargo, aquellas primeras páginas se expresaban en función del autoconcepto y el estado de ánimo del autor. Si ambos eran bajos, el estilo de cada publicación traslucía ese sentir.
Con el tiempo, aquel proyecto acabó en vía muerta.
Dos años después, mi autor retomó aquel cuaderno de bitácora para reconstruirlo desde sus cimientos e intentar corregir sus defectos. ¡Y nací yo!
En mis inicios, fui un medio para satisfacer el deseo de compartir vivencias y reflexiones personales, así como textos y vídeos variados que gustaban a mi creador. Este navío quería traer a puerto todas aquellas mercancías que pudieran enriquecer a los que paseasen por sus páginas.
Con el paso del tiempo me he dado cuenta que soy todo eso y algo más. Si, sigo siendo el saco en el que se introducen todas aquellas vivencias, reflexiones, textos y videos que han enriquecido de una u otra manera a mi autor. Pero además, combinando palabras propias y prestadas, me estoy convirtiendo en el relato de un itinerario en el que mi creador describe su transformación. En mi se ha reunido todo aquello que ha formado parte (de alguna manera) de un proceso de ensanchamiento humano y espiritual, un proceso de evolución que aún continúa.

¡Bienvenidos!


domingo, 3 de febrero de 2019

LA ÚNICA PREGUNTA NECESARIA

Las últimas semanas vengo leyendo libros que hablan de meditación y de contemplación. Casi todo lo que leo, da vueltas a una misma idea: hay un yo auténtico que se encuentra en lo más oculto de nosotros mismos. Hoy me gustaría comenzar con unas palabras de Pablo d’Ors. En su práctica de meditación llegó al descubrimiento de ese “yo auténtico”, un yo que se encuentra en todos y cada uno de nosotros, pero que siempre suele estar enmascarado por humo y por construcciones ilusorias que nosotros mismos hemos fabricado.
 
La forma que tuvo de llegar a este convencimiento fue planteándose la única pregunta necesaria: ¿quién soy yo? Dejaré hablar a d’Ors:
 
Al intentar responder, me percaté de que cualquier atributo que pusiera a ese “yo soy”, cualquiera, pasaba a ser, bien mirado, escandalosamente falso. Porque yo podía decir, por ejemplo, “soy Pablo d'Ors”; pero lo cierto es que también sería quien soy si sustituyera mi nombre por otro. De igual modo, podía decir “soy escritor”; pero, entonces, ¿significaría eso que yo no sería quien de hecho soy si no escribiera? O, “soy cristiano”, en cuyo caso, ¿dejaría de ser yo mismo si renegase de mi fe? Cualquier atributo que se ponga al yo, aun el más sublime, resulta radicalmente insuficiente. La mejor definición de mí a la que hasta ahora he llegado es “yo soy”. Simplemente. Hacer meditación es recrearse y holgar en este “yo soy”.
 
Esta holganza o recreación, si procede por los cauces oportunos, produce el mejor de los propósitos posibles: aliviar el sufrimiento del mundo. Uno se sienta a meditar con sus miserias para, gracias a un proceso de expiación interna, llegar a ese “yo soy”. Y uno se sienta con el “yo soy” para alimentar la compasión. Pero no es sencillo llegar a este punto, puesto que nunca terminamos de purgar.
 
Pablo d'Ors, Biografía del silencio. Siruela, Madrid 2017, p.70-71.
 
Yo no poseo una experiencia de meditación como la de Pablo d’Ors, y en mis “prospecciones” he llegado al siguiente punto: soy lo que se me ha enseñado a ser, lo correcto, lo “normal”; soy lo que los demás esperan de mí, soy lo que resulta más atractivo o aprobable a los ojos de la gente; soy lo que quiero aparentar, la imagen que he diseñado para venderme mejor; soy fruto de una Historia (con mayúscula), heredero de las esperanzas y los miedos de mis ancestros (los más cercanos y los más lejanos); soy el producto de mi propia historia, esa historia con minúscula, la de cada día, esa en la que crezco o menguo; soy lo que pienso y lo que siento; soy abundancia y necesidad, miseria y tesoro, multitud y soledad, coherencia y contradicción. Soy yo y también todo lo contrario.
 
Si me recreo en todo esto, según Pablo d’Ors, el efecto que producirá es el alivio del sufrimiento, porque lo que nos suele hace sufrir son nuestras resistencias a la realidad. Y es nuestra propia realidad a la que más nos solemos resistir. Quizá ese es el motivo por el cual una mirada compasiva, una mirada capaz de contemplar con cierta ironía y humor lo que somos, es la única capaz de arrancarnos las máscaras. Recuerdo una pequeña historia que ilustra muy bien esto último:
 
Un discípulo preguntó a Hejasi: “Quiero saber que es lo más divertido de los seres humanos”.
Hejasi contestó: “Piensan siempre al contrario: tienen prisa por crecer, y después suspiran por la infancia perdida. Pierden la salud para tener dinero y después pierden el dinero para tener salud. Piensan tan ansiosamente en el futuro que descuidan el presente, y así, no viven ni el presente ni el futuro. Viven como si no fueran a morir nunca y mueren como si no hubiesen vivido”.
 
Al hilo de todo esto, acude ahora a mi memoria uno de los textos bíblicos más hermosos que he tenido la oportunidad de leer y “rumiar”: se trata del salmo 138. En esta oración, el salmista se dirige a un Dios del que es imposible esconderse, que nos conoce mucho mejor y con más hondura de lo que nosotros mismos podemos llegar a conocernos. Dice así:
 
Señor, tú me sondeas y me conoces;
me conoces cuando me siento o me levanto,
de lejos penetras mis pensamientos;
distingues mi camino y mi descanso,
todas mis sendas te son familiares.
No ha llegado la palabra a mi lengua,
y ya, Señor, te la sabes toda.
Me estrechas detrás y delante,
me cubres con tu palma.
Tanto saber me sobrepasa,
es sublime, y no lo abarco.
 
¿Adónde iré lejos de tu aliento,
adónde escaparé de tu mirada?
Si escalo el cielo, allí estás tú;
si me acuesto en el abismo, allí te encuentro;
si vuelo hasta el margen de la aurora,
si emigro hasta el confín del mar,
allí me alcanzará tu izquierda,
me agarrará tu derecha.
Si digo: «Que al menos la tiniebla me encubra,
que la luz se haga noche en torno a mí»,
ni la tiniebla es oscura para ti,
la noche es clara como el día.
 
Tú has creado mis entrañas,
me has tejido en el seno materno.
(…) Conocías hasta el fondo de mi alma,
no desconocías mis huesos.
Cuando, en lo oculto, me iba formando,
y entretejiendo en lo profundo de la tierra,
tus ojos veían mis acciones,
se escribían todas en tu libro;
calculados estaban mis días
antes que llegase el primero.
¡Qué incomparables encuentro tus designios,
Dios mío, qué inmenso es su conjunto! (…)
 
 
¿No sería extraordinario llegar a conocerme con la hondura con la que me conoce el Dios del salmista? Esta es una idea que resulta fascinante, pero al mismo tiempo, parece extraordinariamente difícil. Puedo continuar preguntándome: ¿quién soy?, ¿qué más puedo esperar encontrarme?, ¿soy algo más, algo que aún no puedo vislumbrar, algo que se encuentra en lo más íntimo y lo más oculto de mí mismo? Yo aún no soy capaz de contestar a esta cuestión, por lo que me gustaría dejar la respuesta al monje cisterciense norteamericano Thomas Merton. Donde Pablo d’Ors habla de meditación, Merton habla de contemplación, pero el efecto es semejante: el despertar del yo real que, simplemente, es.
 
Existe una oposición irreductible entre el yo profundo y trascendente que despierta sólo en la contemplación y el yo superficial y exterior que identificamos por lo general con la primera persona del singular. Debemos recordar que este “yo” superficial no es nuestro yo real. Es nuestra “individualidad” y nuestro “yo empírico”, pero no es realmente la persona escondida y misteriosa en la que subsistimos a los ojos de Dios. El “yo” que actúa en el mundo, piensa sobre sí, observa sus propias reacciones y habla de sí no es el verdadero “yo” (…) Es, en la mejor de las hipótesis, la vestidura, la máscara, el disfraz de ese “sí mismo” misterioso y desconocido que la mayor parte de nosotros no descubrimos hasta que morimos. Nuestro yo exterior y superficial (…) está condenado a desaparecer tan completamente como el humo de una chimenea. Es totalmente frágil y evanescente. La contemplación es precisamente la conciencia de que este “yo” es en realidad “no yo”, y el despertar del “yo” desconocido que está fuera del alcance de la observación y la reflexión y que es incapaz de hablar acerca de sí. Ni siquiera puede decir “yo” con la seguridad y la impertinencia del otro, ya que su verdadera naturaleza consiste en estar oculto y ser anónimo y no identificado en la sociedad, donde las personas hablan de sí mismas y unas de otras. En semejante mundo, el verdadero “yo” permanece invisible e incapaz de expresarse, porque tiene mucho que decir y, al mismo tiempo, ni una sola palabra sobre sí mismo.
 
Nada podría ser más ajeno a la contemplación que el Cogito ergo sum (“Pienso, luego existo”) de Descartes. Esta es la declaración de un ser alienado, exiliado de su propia profundidad espiritual, obligado a buscar algún consuelo en una prueba de su propia existencia (!) basada en la observación de que “piensa”. Si su pensamiento es necesario como un medio a través del cual llega al concepto de su existencia, entonces, de hecho, tan sólo se está alejando aún más de su verdadero. Se está reduciendo a un concepto. Está haciendo que le resulte imposible experimentar directamente el misterio de su propio ser.
 
La contemplación, (…) es la comprensión experiencial de la realidad como subjetiva, no tanto “mía” (que significaría “perteneciente al yo exterior”) cuanto “yo mismo” en el misterio de la existencia. La contemplación no llega a la realidad después de un proceso de deducción, sino por un despertar intuitivo en el que nuestra realidad libre y personal se hace plenamente consciente de su profundidad existencial (…).
 
Para el contemplativo no hay cogito (“pienso”) ni ergo (“luego”), sino únicamente SUM (“existo”). No en el sentido de una afirmación vana de nuestra individualidad como fundamentalmente real, sino en la humilde compresión de nuestro ser misterioso como personas en quienes Dios vive con infinita dulzura y poder inalienable.
 
Thomas Merton, Nuevas semillas de contemplación, Sal terrae, Santander 2003, p. 29-31.
 

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