EL BLOG SE PRESENTA...

EL BLOG SE PRESENTA...

Al cumplir los cuarenta, mi creador comenzó a hacerse las típicas preguntas asociadas a aquella edad: «¿qué he hecho con mi vida hasta ahora?», «¿qué pienso hacer a partir de ahora con ella?». Esas cuestiones fueron el motor de un blog con un carácter más bien “autobiográfico”, una suerte de “registro de recuerdos” que pretendía anotar algunas de sus vivencias personales y su impacto en él. Sin embargo, aquellas primeras páginas se expresaban en función del autoconcepto y el estado de ánimo del autor. Si ambos eran bajos, el estilo de cada publicación traslucía ese sentir.
Con el tiempo, aquel proyecto acabó en vía muerta.
Dos años después, mi autor retomó aquel cuaderno de bitácora para reconstruirlo desde sus cimientos e intentar corregir sus defectos. ¡Y nací yo!
En mis inicios, fui un medio para satisfacer el deseo de compartir vivencias y reflexiones personales, así como textos y vídeos variados que gustaban a mi creador. Este navío quería traer a puerto todas aquellas mercancías que pudieran enriquecer a los que paseasen por sus páginas.
Con el paso del tiempo me he dado cuenta que soy todo eso y algo más. Si, sigo siendo el saco en el que se introducen todas aquellas vivencias, reflexiones, textos y videos que han enriquecido de una u otra manera a mi autor. Pero además, combinando palabras propias y prestadas, me estoy convirtiendo en el relato de un itinerario en el que mi creador describe su transformación. En mi se ha reunido todo aquello que ha formado parte (de alguna manera) de un proceso de ensanchamiento humano y espiritual, un proceso de evolución que aún continúa.

¡Bienvenidos!


lunes, 25 de febrero de 2019

EGO

La semana pasada embarqué en este navío un fragmento de santa Teresa de Jesús (si quieres leerlo, haz click en este enlace). Aquel texto hablaba de conocimiento propio, de reconocimiento de nuestro “humus”. La santa tenía la certeza de que Dios habita en lo más íntimo de nuestro ser y es allí donde es posible una experiencia honda de encuentro con El. Teresa aconsejaba repetidamente comenzar en el camino de oración conociendo ese lugar de encuentro, o sea, conocer y considerar lo que somos.
 
El problema de observarse demasiado el propio ombligo es acabar dando vueltas entorno al ego (a mí me gusta llamarlo “ego-centripetismo”). Alguien como Pablo d’Ors propone un método (basado en su experiencia de meditación) para salir de ese egocentrismo.
 
«Para bien o para mal, desde mi más temprana adolescencia he sido alguien muy interesado en profundizar en mi propia identidad. Por eso he sido un ávido lector. Por eso cursé Filosofía y Teología en mi juventud. El peligro de una inclinación de este género es, por supuesto, el egocentrismo; pero gracias al sentarse, respirar y nada más, comencé a percatarme de que esta tendencia podía erradicarse no ya por la vía de la lucha y la renuncia, como se me había enseñado en la tradición cristiana, a la que pertenezco, sino por la del ridículo y la extenuación. Porque todo egocentrismo, también el mío, llevado a su extremo más radical, muestra su ridiculez e inviabilidad» (Pablo d'Ors, Biografía del silencio. Siruela, Madrid 2017, p. 12).
 
Según esto, no es cuestión de luchar contra el ego, o de renunciar a uno mismo, sino de reírse de nuestra inclinación a ver al yo como centro del universo.
 
La semana pasada, Santa Teresa hablaba de considerarse a uno mismo considerando también la grandeza del Dios que viene a habitarnos. De forma análoga, alguien que no sea creyente y que, con actitud contemplativa, observe un espacio natural, un cielo estrellado o la fuerza de los elementos, puede comprender lo pequeño, lo inmensamente pequeño que es ese microcosmos al que llamamos “yo y mi circunstancia”.
 
Esta semana he tenido la ocasión de leer un texto del monje cisterciense Thomas Merton (un texto atravesado en ocasiones de gran ironía). El monje estadounidense afirmaba que la vocación de todo ser humano no es otra sino ser lo que somos. Él llegó a afirmar: “para mí, ser santo significa ser yo mismo”.
 
Sin embargo, conocer y alcanzar nuestra propia identidad nunca será posible desde la separación de Dios o desde el aislamiento de los otros seres humanos. Crear y creer en un yo diferente al resto del común de los mortales no solo sería una mentira, sino incluso peligroso.
 
Pero quizá sea mejor dejar hablar a Merton.
 
«Para llegar a ser yo mismo tengo que dejar de ser lo que siempre pensé que quería ser; para encontrarme a mí mismo tengo que salir de mí, y para vivir tengo que morir.
 
Esto se debe a que he nacido en el egoísmo, y por eso mis naturales esfuerzos por hacerme más real y más yo mismo me hacen menos real y menos yo mimo, porque giran en torno a una mentira.
 
Quienes no conocen nada de Dios, y cuyas vidas están centradas en sí mismos, se imaginan que sólo pueden encontrarse a sí mismos afirmando sus deseos, ambiciones y apetitos en una lucha con el resto del mundo. Tratan de hacerse reales imponiéndose a otras personas, apropiándose de una parte de la limitada cantidad de bienes creados y acentuando así la diferencia entre ellos y otras personas que tienen menos que ellos o nada en absoluto.
 
Sólo pueden concebir una manera de hacerse reales: separarse de los otros y construir una barrera de contraste y distinción entre ellos y los demás. No saben que la realidad no debe ser buscada en la división, sino en la unidad, ya que somos “miembros unos de otros”.
 
Quien vive en la división no es una persona, sino tan sólo un “individuo”.
 


Tengo lo que vosotros no tenéis. Soy lo que vosotros no sois. He conseguido lo que vosotros no habéis podido conseguir y me he apropiado de lo que vosotros no tendréis jamás. Por eso vosotros sufrís y yo soy feliz, vosotros sois despreciados y yo soy elogiado, vosotros morís y yo vivo; vosotros sois nada y yo soy algo, y soy tanto más porque vosotros no sois nada. De esta manera paso mi vida admirando la distancia entre vosotros y yo; a veces esto me ayuda incluso a olvidar a las personas que tienen lo que yo no tengo, han tomado lo que yo no tomé, debido a mi lentitud, se han apropiado de lo que estaba fuera de mi alcance, son elogiadas como yo no puedo serlo y viven de mi muerte…
 
Quien vive en la división vive en la muerte. No puede encontrarse a sí mismo, Porque está perdido; ha dejado de ser una realidad. La persona que cree ser es un mal sueño. Y cuando muera, descubrirá que había dejado de existir hacía mucho, porque Dios, que es la realidad infinita y en cuya mirada está el ser de todo cuanto existe, le dirá: “No te conozco”.
 
Y ahora reflexiono sobre la enfermedad del orgullo espiritual. Pienso en la peculiar irrealidad que penetra en el corazón de los santos y devora su santidad antes de que esté madura. Hay algo de este gusano en el corazón de todos los religiosos. Tan pronto como realizan algo que saben que es bueno a los ojos de Dios, tienden a apropiarse de esa realidad y hacerla suya. Tiende a destruir sus virtudes reivindicándolas para sí y revistiendo la íntima ilusión de sí mismos con valores que pertenecen a Dios. ¿Quién puede escapar al secreto deseo de respirar una atmósfera diferente de la del resto de los seres humanos? ¿Quién puede hacer obras buenas sin buscar en ellas alguna agradable distinción del común de los pecadores de este mundo?
 
Esta enfermedad es aún más peligrosa cuando consigue aparecer como humildad. Cuando un orgulloso se cree humilde, es un caso perdido.
 
Supongamos que un hombre ha hecho muchas cosas que a su naturaleza le resultaba difícil aceptar. Ha superado pruebas difíciles, ha trabajado mucho y, por la gracia de Dios, ha llegado a poseer un hábito de fortaleza y abnegación gracias al cual, finalmente, el trabajo y los sufrimientos se hacen llevaderos. Es razonable pensar que su conciencia esté en paz. Pero, antes de que pueda percatarse de ello, la limpia paz de una voluntad unida a Dios se convierte en la complacencia de una voluntad que ama su propia excelencia.
 
El placer que siente en su corazón cuando realiza cosas difíciles y consigue hacerlas bien, le dice secretamente: “Soy un santo”. Al mismo tiempo, parece que otros reconocen que es diferente de ellos. Lo admiran o, quizá, lo evitan -¡el dulce homenaje de los pecadores! El placer se convierte en un fuego devorador. El calor de ese fuego es muy semejante al amor de Dios, porque es alimentado por las mismas virtudes que mantienen la llama de la caridad. Arde en el fuego de la admiración de sí mismo, paro piensa: “Es el fuego del amor de Dios”.
 
Piensa que su orgullo es el Espíritu Santo.
 
El dulce calor del placer se convierte en el criterio de todas sus obras. El gusto que encuentras en los actos que lo hacen admirable a sus propios ojos le lleva a ayunar, a orar, a ocultarse en la soledad, a escribir muchos libros, a construir iglesias y hospitales o a fundar mil organizaciones. Y cuando consigue lo que quiere, piensa que su sentimiento de satisfacción es la unción del Espíritu Santo. Y la secreta voz del placer canta en su corazón: Non sum sicut caeteri homines (“No soy como los demás hombres”: Lc 18, 9-14).
 
Una vez que comienza a avanzar por este camino, no hay límites para el mal que, llevado de la satisfacción de sí mismo, Puede hacer en nombre de Dios y de Su amor y para tolerar el consejo de otra persona –o las órdenes de un superior. Cuando alguien se opone a sus deseos, junta humildemente las manos y parece aceptarlo por el momento, pero en su corazón dice: “Soy perseguido por hombres mundanos, incapaces de comprender a quien está guiado por el Espíritu de Dios. Con los santos siempre ha sido así”.
 
Y, habiéndose hecho un mártir, es diez veces más testarudo que antes.
 
Cuando tal persona se cree que es un profeta o un mensajero de Dios, o que tiene la misión de reformar el mundo, las consecuencias son terribles… Es capaz de destruir la religión y hacer que el nombre de Dios resulte odioso para los hombres.
 
De alguna manera, tengo que buscar mi identidad no sólo en Dios, sino también en los otros.
 
Jamás podré encontrarme a mí mismo si me aíslo del resto de la humanidad como si perteneciera a una especie diferente».
 
Thomas Merton, Nuevas semillas de contemplación. Sal Terrae, Santander 2003, pp.67-70.
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario