EL BLOG SE PRESENTA...

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Al cumplir los cuarenta, mi creador comenzó a hacerse las típicas preguntas asociadas a aquella edad: «¿qué he hecho con mi vida hasta ahora?», «¿qué pienso hacer a partir de ahora con ella?». Esas cuestiones fueron el motor de un blog con un carácter más bien “autobiográfico”, una suerte de “registro de recuerdos” que pretendía anotar algunas de sus vivencias personales y su impacto en él. Sin embargo, aquellas primeras páginas se expresaban en función del autoconcepto y el estado de ánimo del autor. Si ambos eran bajos, el estilo de cada publicación traslucía ese sentir.
Con el tiempo, aquel proyecto acabó en vía muerta.
Dos años después, mi autor retomó aquel cuaderno de bitácora para reconstruirlo desde sus cimientos e intentar corregir sus defectos. ¡Y nací yo!
En mis inicios, fui un medio para satisfacer el deseo de compartir vivencias y reflexiones personales, así como textos y vídeos variados que gustaban a mi creador. Este navío quería traer a puerto todas aquellas mercancías que pudieran enriquecer a los que paseasen por sus páginas.
Con el paso del tiempo me he dado cuenta que soy todo eso y algo más. Si, sigo siendo el saco en el que se introducen todas aquellas vivencias, reflexiones, textos y videos que han enriquecido de una u otra manera a mi autor. Pero además, combinando palabras propias y prestadas, me estoy convirtiendo en el relato de un itinerario en el que mi creador describe su transformación. En mi se ha reunido todo aquello que ha formado parte (de alguna manera) de un proceso de ensanchamiento humano y espiritual, un proceso de evolución que aún continúa.

¡Bienvenidos!


domingo, 6 de noviembre de 2016

EL CAMINO

Había una vez un príncipe llamado Tsao. Era un joven robusto, de gran belleza y de inteligencia brillante, y que, sin embargo, vivía en estado de perpetua desdicha y rabia. Se mezclaba en indignas peleas en los barrios bajos de la capital, bebía y llevaba una vida disoluta que le ocupaba cada una de las noches de su vida, sumiéndolo en la infelicidad.
 
Cierta noche, en el rincón de una mugrienta taberna, con la mente abrumada por el sufrimiento y después de haberse emborrachado a más no poder, rodeó por el talle a una criada adolescente que pasaba a su lado y quiso llevársela al jergón de un cuartucho. Ella se resistió. Hostigado por unos compañeros tan borrachos como él, que le desafiaban entre risas a que sometiera a la muchacha, la golpeó hasta dejarla inerte sobre una mesa. A continuación abandonó el lugar huyendo de la claridad gris del día que empezaba a despuntar.
 
Marchó con la mirada perdida, sin ver nada del mundo que se despertaba, y salió de la ciudad. Cuando las brumas del alcohol se disiparon en su mente, se halló en campo abierto, camino de las montañas del oeste. Entonces su existencia le resultó tan vergonzosa y desoladora que decidió abandonar para siempre los palacios perfumados que poblaban sus días y los bajos fondos que llenaban sus noches. Sólo la soledad le parecía deseable a partir de ese momento. Mientras caminaba hacia las montañas de inaccesibles cimas con la cara golpeada por el viento y los ojos ardiéndole de tanto enjugarse las lágrimas, deseó incluso encontrarse con algún animal salvaje que le atravesara el pecho con sus garras y pusiera así fin a su andar errante, mas ninguno vio.
 
A los tres días de agotadora huida, llegó al pie de los montes. Tras un breve descanso nocturno, inició la ascensión. Poco a poco dejó entre los arbustos sus vestidos bordados convertidos en harapos; a los soles y a las tempestades entregó la seducción de su rostro; y a la rudeza de las rocas, la potencia agresiva de su cuerpo. Se instaló en una cueva y durante tres años se alimentó de frutos, raíces y nueces silvestres sin esperar otra cosa que la muerte. Pero la muerte no llegó.
 
Entonces trepó más arriba, donde sólo escasas briznas de hierba surgían entre las rocas, y mientras subía hacia las alturas, donde no llegaban los senderos, su antigua vida de desenfreno se le antojó tan lejana que dudó haber sido él quien la había vivido. Las mujeres, el lujo y el vino ya no le importaban. Se dijo que tal vez se hubiera convertido en un espíritu del viento, y eso le hizo reír. Verdaderamente, cualquiera que pasara entre las rocas donde vivía le hubiera tomado por un loco viéndole vagar desnudo, sostenido por sus flacas piernas, con su terrosa cabellera que se le confundía con la barba. A veces, con los ojos relucientes como dos estrellas negras entre la maraña de su rostro, se quedaba largas horas inmóvil, contemplando la cima nevada de la montaña, donde no esperaba que llegara nadie.
 
Aquella cima le llenaba de una paz infinita. Durante quince años no supo por qué, hasta que un día llegó alguien desde las nieves perpetuas: un hombre casi transparente de lo pálido y delgado que estaba. Iba vestido con una túnica roja que ni viento polvoriento ni rama espinosa parecían haber rozado jamás. El hombre era uno de esos inmortales que vivían en otro tiempo en lo más alto de la montaña del oeste. Tsao no se extrañó de verle. El inmortal se sentó a algunos pasos de él, sobre una piedra. Tsao se acercó y se sentó enfrente, como para entablar una conversación, pero no se le ocurrió nada que tu-viera ganas de decir. A su alrededor no había más que el viento y la luz del cielo.
 
— ¿Te acuerdas de que fuiste un príncipe? —le preguntó su visitante, con voz clara y apacible—.
—¿Príncipe? —le contestó Tsao—.
— No sé lo que significa esa palabra.
— ¿Qué buscas en estas montañas?
— Nada —respondió Tsao—. Sigo mi camino.
— ¿Y dónde se encuentra tu camino? Tsao levantó la cabeza y señaló el cielo.
— ¿Y dónde se encuentra el cielo? —preguntó el hombre. Tsao posó la mano sobre su pecho y señaló así su corazón. Entonces el hombre sonrió.
— Bienvenido al hogar de los inmortales —dijo.
 
Y se marcharon juntos hacia la cima.
 
Fuente: Henri Gougaud. Cuentos del extremo oriente.
Sígueme. Salamanca, 2004, pp. 19-21.
 

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