Ante los sueños sólo caben dos actitudes... Este hermoso cuento habla de eso mismo: de sueños... y de actitudes frente a ellos.
En la ciudad de Ispahan, en Persia, vivía hace tiempo un campesino muy pobre, que no tenía más que una humilde casita baja del color de la tierra dorada por el sol. Delante de la casa había un pedregal y, en su extremo, una fuente y una higuera. Eso era todo lo que poseía.
Este hombre, que trabajaba mucho para recoger poco, tenía costumbre de dormir la siesta a la sombra de la higuera cuando el reloj de sol medio borrado que estaba sobre la fachada indicaba el mediodía. Y sucedió que una tarde, mientras sesteaba con la nuca apoyada en el tronco del árbol, tuvo un hermoso sueño. Se vio caminando por una ciudad populosa, vasta y magnífica. A lo largo de la calle por la que marchaba despreocupado había tiendas rebosantes de frutos y especias, de cueros y telas multicolores. A lo lejos, minaretes, cúpulas y palacios de color dorado se recortaban en el cielo azul. Nuestro hombre, contemplando con arrobo aquellas riquezas y bellezas, y los rostros afables de la gente a su alrededor, llegó pronto, radiante por la felicidad de ese sueño bendito, a la orilla de un río atravesado por un puente de piedra. Se acercó al puente y se detuvo, maravillado, al pie del primer mojón. Allí, en un gran cofre abierto, halló un prodigioso tesoro de piezas de oro y piedras preciosas. Entonces oyó una voz que le dijo:
— Estás en la gran ciudad de El Cairo, en Egipto. Estos tesoros te están destinados, amigo.
Apenas escuchó estas palabras en su interior, se despertó bajo su higuera, en Ispahan.
Al momento pensó que Alá le amaba y deseaba enriquecerle. «En realidad —se dijo—, este sueño no puede ser más que el fruto de su indulgente bondad». Entonces preparó su petate, escondió la llave de la casucha entre dos piedras del muro y se marchó de inmediato a la tierra de Egipto, a buscar el tesoro prometido.
El viaje fue largo y peligroso, pero había sido agraciado por la naturaleza con unos andares firmes y una salud de hierro. Escapó de los bandoleros, de los animales salvajes y de las trampas del camino y, al cabo de tres duras semanas, llegó por fin a la gran ciudad de El Cairo. Encontró la ciudad exactamente como la había visto en su sueño: sus pies hollaron las mismas calles. Caminó entre la misma multitud despreocupada, a lo largo de las tiendas que desbordaban de todos los bienes del mundo. Se dejó guiar por los mismos minaretes, a lo lejos, bajo el cielo límpido. Llegó así a la orilla del mismo río al que atravesaba el mismo puente de piedra. A la entrada del puente estaba el mismo mojón. Corrió hacia él, con las manos extendidas ya hacia la suerte, pero casi inmediatamente se agarró la cabeza gimiendo. Allí no había más que un mendigo, que extendió la mano hacia él esperando un mendrugo de pan. Del tesoro, ni el menor rastro.
Entonces nuestro cazador de sueños, en el límite de sus fuerzas y de sus recursos, se desesperó. «Para qué voy a vivir a partir de ahora —se dijo—. Ya no puede ocurrirme nada deseable en este mundo». Con la cara empapada de lágrimas, pasó las piernas por encima del parapeto, decidido a arrojarse al río. El mendigo le agarró por la punta del pie, le echó sobre el em-pedrado del puente, le agarró por los hombros y le dijo:
— Pobre loco, ¿por qué tienes tanta prisa por morir?
El otro, sollozando, se lo contó todo: el sueño, su esperanza de encontrar un tesoro, su largo viaje. Entonces el mendigo se echó a reír a carcajadas, se golpeó la frente con la palma de la mano y le dijo, señalando a su alrededor como un bufón en plena actuación:
— He aquí al más perfecto idiota de la tierra. ¡Qué locura haber emprendido un viaje tan peligroso fiándose de un sueño! Yo me creía poca cosa pero, a tu lado, buen hombre, me siento sabio como un santo derviche. Yo, quien te habla, hace años que todas las noches sueño que me encuentro en una ciudad desconocida. Creo que su nombre es Ispahan. En ella hay una casita baja del color de la tierra dorada por el sol, con la fachada pobremente adornada con un reloj de sol medio borrado. Delante de la casa se ve un pedregal y, en su extremo, una fuente y una higuera. Todas las noches, en mi sueño, cavo un hoyo profundo al pie de la higuera y descubro un cofre lleno hasta los bordes de piezas de oro y de piedras preciosas. ¿Acaso he soñado nunca con correr hacia ese espejismo? No. Yo soy un hombre razonable. Me he quedado mendigando tranquilamente mi sustento sobre este puente tan transitado. Los sueños, sueños son. Donde Dios te ha puesto, allí debes permanecer. Vete, medita y en el futuro no seas tan ingenuo y te irá mejor.
El campesino reconoció en la descripción su casa y su higuera. Con la cara súbitamente radiante, abrazó al mendigo, que se quedó estupefacto por ese acceso de entusiasmo, y regresó a Ispahan, corriendo y saltando como movido por una alegría inagotable. Cuando llegó a su casa, no se tomó ni el tiempo de abrir la puerta, sino que agarró un pico y cavó un gran hoyo al pie de su higuera, hasta que descubrió un inmenso tesoro. Entonces, arrojándose rostro a tierra, exclamó:
— ¡Alá es grande y yo soy su hijo!
Fuente: Henri Gougaud, Cuentos
africanos,
Ediciones Sígueme, Salamanca, 2003,
pp. 143-145.
Wouuuu espectacular! Me déjaste pensando. Los sueños se cumplen no te quepa la menor duda, lo importante es seguirlos hasta encontrarlos. Beso amigo!!
ResponderEliminar¡¡Hola Carmen!! ¡¡Cuánto tiempo!! Este cuento tiene mucha miga. Habla de sueños, pero también de tesoros que tenemos enterrados en el jardín de nuestra propia casa (hablo en sentido figurativo, no vayas ahora a sacar una pala y ponerte a cavar). No es necesario alejarse mucho de allí para encontrar la mayor riqueza.
EliminarCuando lo leí por primera vez, me encantó. No me he podido resistir a colgarlo esta semana aquí.