Continúa desde ¿Monjes inútiles somos?
Hace más de cinco años consideré la posibilidad de convertirme en monje y probé a vivir dos meses en un monasterio de la orden cisterciense. De aquellas anotaciones sobre lo ocurrido en el transcurso de cada día, hoy quiero recuperar algunas de sus líneas para este blog.
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15 de marzo de 2010 (Cuarto domingo de Cuaresma)
El pasado viernes por la tarde han llegado los chicos de confirmación de mi parroquia en Madrid para pasar el fin de semana en la hospedería del monasterio. Han venido acompañados del párroco y de sus catequistas. Por desgracia, hasta ayer sábado no pude saludarles. Hoy he podido tener con ellos un breve encuentro en la hospedería, después de la comida.
Y este fin de semana me he sentido bastante revuelto.
La primera razón de ello viene de ayer sábado, el día en que recojo mi ropa limpia. Dos camisetas blancas han dejado de serlo porque el monje encargado de la lavandería las ha debido mezclar con prendas de color en la lavadora. Por si no fuera bastante con eso, los pantalones han llegado llenos de manchas blancas, posiblemente por culpa del exceso de cal que tiene el agua de aquí.
Vale que todo esto sea una soberana estupidez, pero los pensamientos han venido encadenados uno detrás de otro. Primero, mi gusto por la ropa en condiciones (lo blanco, blanco, y lo marrón, marrón, y no a la inversa). Luego he recordado a mi madre y sus incesantes consejos sobre la forma de lavar la ropa (¡nunca se mezclan prendas de color junto con las blancas!). Después, su preocupación por tener mi ropa en condiciones, y el cuidado que ha tenido siempre conmigo; finalmente han venido más recuerdos de mi madre, de mi hermana... Reconozco que en Madrid me llevo a matar con ellas, pero ahora las echo de menos. ¡Y pensar que algún día puedan faltarme…!
La segunda razón de mi malestar se ha originado esta tarde, cuando hablaba con los jóvenes. Al toque de la campana llamando al rezo de nona, he saltado de la silla con la intención de salir disparado hacia la capilla. Ya me he acostumbrado a hacerlo en estos días. Sin embargo, esta tarde he sentido una resistencia dentro mí, un deseo de quedarme allí más tiempo y no acudir a la oración. Ha sido un claro sentimiento de rebeldía. Cuando he llegado a la capilla, la oración ya estaba a punto de acabar. He entrado deprisa, pasando delante de todos los monjes con la mirada clavada en el suelo. Confieso que me he sentido culpable.
El resto de la tarde ha sido duro. En mi mente sólo daban vueltas los acontecimientos de este fin de semana. Al final, sólo acudía a mi cabeza una palabra: apegos. Apego a mi madre y a mi hermana; apego a mi auto-imagen de «niño obediente» que no quiere ser rebelde; apego a las costumbres de toda la vida; apego a «mis cosas»; apego a mis espacios físicos o temporales… apegos, apegos, apegos, sólo apegos. ¡A cuántas cosas me siento profundamente encadenado!
El silencio de este monasterio me está destrozando. El desierto del que me hablaron el primer día, lo estoy comenzando a experimentar como algo que me devasta. Esta mañana, en vigilias, rezábamos el salmo 28. En un momento del mismo se dice:
La voz del Señor (que he descubierto que es silencio) es potente,
la voz del Señor es espléndida.
La voz del Señor descuaja los cedros,
el Señor descuaja los cedros del Líbano;
hace brincar al Líbano como a un novillo,
y al Hermón como una cría de búfalo.
La voz del Señor lanza llamas de fuego.
La voz del Señor sacude el desierto,
el Señor sacude el desierto de Cadés.
La voz del señor retuerce los árboles,
el Señor arrasa los bosques. (Sal 28, 4-9)
Y es así como me encuentro hoy: arrancado de mi suelo, retorcido, sacudido, arrasado, descortezado. ¿Acaso va a ser ese el efecto de la voz de Dios en mí?
Hasta vísperas sólo he sentido un hondo dolor. Después ya no he podido reprimir el llanto.
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