La semana pasada publiqué un post musical con motivo del día de San Valentín. Una letra muy bonita, muy bien traída… en fin, perfecto para un día como ese. Sin embargo, hoy no quiero hablar del amor de películas o canciones… sino de eso otro que, en mi humilde opinión, se aproxima mucho más a la llana realidad, esa de carne y hueso que sangra y suda.
Hacer voluntariado en una unidad de cuidados paliativos de un centro hospitalario es (en ocasiones lo es) todo un privilegio por las personas a las que conoces y por las conversaciones que puedes tener con enfermos y familiares.
Hace un par de semanas pasé por la habitación de uno de los pacientes de aquella unidad. El hombre se encontraba postrado en la cama, con el nivel de conciencia reducido por efecto de la sedación. La esposa se encontraba a su lado, sentada en el sillón. Cuando entré se mostró un tanto sorprendida por la presencia de una persona que, hasta ese instante, no había entrado en la habitación de su esposo. Ante su gesto, me presenté como voluntario del centro y me ofrecí para hacerla un rato de compañía, para que pudiera hablar, sentirse acompañada y desahogarse, si así lo precisaba.
El rato que pasé con ella hizo recuerdo de su historia y compartió conmigo su vida con el hombre que ahora se hallaba en cama acercándose a la muerte. Habló de buenos y de malos momentos, habló de los ocho años de enfermedad por la que habían tenido que pasar, de las dificultades por las que habían atravesado. Habló de su separación y su divorcio, que había durado cinco años. Habló de su reconciliación, de su segundo matrimonio, de lo buen padre y compañero que había sido todos aquellos años. Habló de que, al final, con lo que ella se quedaría sería con todos los buenos instantes que había tenido la oportunidad de vivir junto a él, y de que lo único que lamentaba era haber perdido los cinco años que estuvieron divorciados.
Tras los últimos años de lucha contra la enfermedad, ya en el tramo final de la vida de su esposo, ambos tuvieron la oportunidad de decirse mutuamente algo que muchas veces olvidamos decir a los seres que queremos: ninguno de los dos lamentaba haber compartido su vida con el otro, con sus luces y sus sombras. Ella lo dijo con unas palabras que me impresionaron: “Cuarenta veces que naciera, cuarenta veces que me volvería a casar con él”. En mi humilde opinión (que yo no tengo pareja), ni un millón de días de San Valentín pueden sustituir una frase como esa.
Pocas veces nos acordamos de decir cosas así... muchas veces perdemos la oportunidad de hacerlo.
Esta y otras experiencias en paliativos han hecho que todos los días piense en la muerte, pero no lo hago con temor o con morbo. Acordarme de la muerte me recuerda mi finitud, me recuerda que no puedo desaprovechar mi tiempo ni mis oportunidades. Acordarme de la muerte me recuerda que lo más importante es amar y sentirse amado.
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