EL BLOG SE PRESENTA...

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Al cumplir los cuarenta, mi creador comenzó a hacerse las típicas preguntas asociadas a aquella edad: «¿qué he hecho con mi vida hasta ahora?», «¿qué pienso hacer a partir de ahora con ella?». Esas cuestiones fueron el motor de un blog con un carácter más bien “autobiográfico”, una suerte de “registro de recuerdos” que pretendía anotar algunas de sus vivencias personales y su impacto en él. Sin embargo, aquellas primeras páginas se expresaban en función del autoconcepto y el estado de ánimo del autor. Si ambos eran bajos, el estilo de cada publicación traslucía ese sentir.
Con el tiempo, aquel proyecto acabó en vía muerta.
Dos años después, mi autor retomó aquel cuaderno de bitácora para reconstruirlo desde sus cimientos e intentar corregir sus defectos. ¡Y nací yo!
En mis inicios, fui un medio para satisfacer el deseo de compartir vivencias y reflexiones personales, así como textos y vídeos variados que gustaban a mi creador. Este navío quería traer a puerto todas aquellas mercancías que pudieran enriquecer a los que paseasen por sus páginas.
Con el paso del tiempo me he dado cuenta que soy todo eso y algo más. Si, sigo siendo el saco en el que se introducen todas aquellas vivencias, reflexiones, textos y videos que han enriquecido de una u otra manera a mi autor. Pero además, combinando palabras propias y prestadas, me estoy convirtiendo en el relato de un itinerario en el que mi creador describe su transformación. En mi se ha reunido todo aquello que ha formado parte (de alguna manera) de un proceso de ensanchamiento humano y espiritual, un proceso de evolución que aún continúa.

¡Bienvenidos!


domingo, 30 de agosto de 2015

LA PREGUNTA

Hasta los niños sabían quién era Dofú Seringué Taibá M’Ba­ye. Por supuesto que todavía no eran capaces de apreciar sus en­señanzas, y sin embargo, cuando salía a la puerta de su choza a respirar al sol el aire de la mañana, todos le llamaban por su nombre, le rodeaban y le suplicaban, tirándole de su viejo ves­tido de algodón:
 
— ¡Dofú Seringué, cuéntanos algo! ¡Dofú Seringué, canta, canta!
 
Dofú Seringué se sentaba en el suelo polvoriento, levantaba el índice y contaba y cantaba.
 
Así transcurría la primera hora del día. Después llegaban los hombres apasionados por la sa­biduría. Del norte, donde estaba el gran río; del sur, donde es­taba el bosque; del mar del oeste, de las montañas de levante, todos los días llegaban peregrinos que habían oído hablar de su infinito saber. Se sentaban ante él, en su cabaña, formando un semicírculo, y hasta la noche escuchaban su palabra poderosa, sus juicios venerables, sus silencios sutiles y también sus risas entrecortadas, pues Dofú Seringué Taibá M’Baye era de esos sabios de quienes hasta las risas son provechosas.
 
Pero una tarde, mientras él dirigía tranquilamente la pala­bra a un auditorio boquiabierto, con un cántaro lleno de agua fresca a un lado y un fuego donde ardían hierbas aromáticas al otro, un rumor atravesado por chillidos de mujeres y carreras de niños invadió de pronto la aldea. Dofú Seringué alzó las cejas y estiró el cuello. En el marco de la puerta apareció un crío sin aliento, con los ojos brillantes y la boca abierta, que gritó, señalando al sol que se ponía detrás de él entre dos árboles:
 
— ¡Viene Puló Kangadó, el pastor loco!
 
La noticia era importante. Puló Kangadó era tan conocido en el país como Dofú Seringué. Pero todo lo que Dofú Serin­gué tenía de amable y buen compañero, lo tenía Puló Kangadó de solitario, arisco y espantoso. Era alto, muy delgado, no son­reía nunca y andaba a grandes zancadas ruidosas, cargado con el sable colgado a la cintura de su andrajoso bubú, con la larga lanza que no abandonaba jamás su mano izquierda y con las piezas de chatarra oxidada recogidas a lo largo de los caminos que llevaba atadas alrededor del cuello, como trofeos. Le lla­maban el pastor loco porque contaban que pasaba las noches sin dormir, al contrario que toda persona decente, e interro­gando a las estrellas. Además, no hablaba más que para plantear preguntas a las cuales nadie encontraba respuesta, cosa que disgustaba enormemente a los sabios. Dofú Seringué y sus discípulos reunidos oyeron de repente su fuerte voz fuera, en el aire de la tarde:
 
— ¡Dejadme pasar, niños, dejadme pasar! ¡Que uno de voso­tros me conduzca a casa de Dofú Seringué! ¡El venerable Dofú Seringué, a él es a quien busco!
— Te llevaremos si antes nos dices una verdad verdadera —respondieron unas vocecitas risueñas.
— ¿Una verdad verdadera? Todas las cosas nuevas son her­mosas ¡menos una!
— ¿Cuál, Puló Kangadó, cuál?
— ¡La muerte!
 
Apenas salió esta palabra de su boca, Puló Kangadó fran­queó el umbral de la cabaña donde Dofú Seringué enseñaba los misterios de la vida. Saludó a la concurrencia y, abriéndo­se paso a rodillazos y golpes de cadera, fue a sentarse delante de aquel a quien deseaba escuchar, entre el cántaro de agua y las brasas del hogar. Dofú Seringué le preguntó:
 
— ¿Qué quieres, hombre?
— En realidad, no gran cosa, venerable maestro —contestó el otro con su áspera voz sonora. Yo ya tengo lo que Dios no tie­ne y puedo lo que Dios no puede.
 
 
Dofú Seringué bajó la cara para disimular una sonrisa di­vertida, mientras los hombres, con gestos de enorme sorpresa, se volvían hacia aquel hombre huraño, plantado impasible en medio de ellos, que les sacaba a todos más de una cabeza.
 
— ¿Qué es lo que tienes, hombre, que Dios no posea? —pre­guntó el viejo sabio, sin levantar la mirada.
— Un padre y una madre, venerable maestro. Según dicen, Dios no los tiene.
 
Dofú Seringué dejó escapar una risita entre dientes.
 
— Es cierto —dijo—. ¿Y qué puedes hacer que no esté al al­cance de Dios?
— Él lo sabe todo y lo ve todo. En cambio, yo puedo ser ig­norante. Y puedo estar ciego —respondió el pastor loco con ca­ra de evidente orgullo, poniendo aún más de relieve su gran estatura.
— También es cierto —admitió Dofú Seringué—. ¿Y qué pue­do hacer por ti, que pareces saber más de lo que yo he sabido nunca?
 
Puló Kangadó contestó:
 
— Un enigma me atormenta, venerable maestro.
 
Inclinó su enorme cuerpo hacia el fuego, tomó entre sus manos una brasa tan roja como el sol poniente y la arrojó en el cántaro. Al momento salió del agua un vivo silbido y una bre­ve voluta de vapor. Puló Kangadó permaneció un instante en silencio, se aseguró de que nadie se había perdido ni uno de sus gestos y dijo:
 
—Venerable maestro, me gustaría saber cuál de los dos, el agua o el fuego, ha hecho ese «¡chuf!» que acabamos de oír.
 
Dofú Seringué le contempló un momento fijamente, pen­sativo, después su mirada se perdió a lo lejos
 
— Eso merece ser meditado —dijo.
 
Volvió a bajar la cabeza. A su alrededor, sus discípulos do­blaron la espalda y todos se sumieron en un silencio tan per­plejo y profundo que se oía la mano de Puló Kangadó resbalando por el mango de su lanza erguida.

Cayó la noche. La luna apareció en el cielo, y después las estrellas. En la plaza desierta ya sólo vagaban algunos perros cansinos. Los más viejos de los que meditaban, con la barbi­lla sobre el pecho, se abandonaban al sueño que el enigma sin respuesta no podía ya contener. Puló Kangadó era el único que se mantenía aún con la cabeza alta y los ojos abiertos de par en par, espiando el menor movimiento del maestro, obstinada­mente inmóvil y mudo. No obstante, se le cayó la lanza, signo de que también le invadía una disimulada somnolencia. La lanza rebotó ruidosamente en el poste de la cabaña y se clavó en la pared. Entonces Dofú Seringué, por fin, volvió a levantar la cabeza y dijo, con mirada viva y cara alegre, mientras todos parecían despertarse sobresaltados:
 
— Puló Kangadó, hijo mío, acabo de descubrir cuál de los dos, la brasa o el agua, produjo ese silbido que te atormenta. Pero antes de que te lo enseñe, tienes que contestar a la pre­gunta que voy a hacerte.
 
Alzó su larga mano de erudito y de un súbito golpe estam­pó una sonora bofetada en la huesuda mejilla del alto pastor. Luego se inclinó hacia delante, afable y malicioso, y preguntó:
 
— Dime, ¿cuál de las dos, mi mano o tu mejilla, ha hecho ese «¡plas!» que acabamos de oír?
 
Puló Kangadó se quedó totalmente pasmado un momento y después abrió la boca y dijo:
 
— Eso merece ser meditado, venerable maestro.
 
Y se marchó en la noche a interrogar a las estrellas.
 
Fuente: Henri Gougaud, Cuentos africanos,
Ediciones Sígueme, Salamanca, 2003, pp. 115-118.
 

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