La
semana pasada publiqué un fragmento del libro de Frankl “El hombre en busca de
sentido”. El libro plantea una cuestión que nunca nos atrevemos a formular: ¿cómo
en medio del sufrimiento más extremo puede un hombre salir adelante?; ¿cómo aceptar,
en medio del horror de un campo de concentración, que la vida sea digna de ser
vivida?
Hoy
quiero proseguir con estas líneas del libro del psiquiatra austríaco.
Esta
intensificación de la vida interior defendía al prisionero contra el vacío, la
desolación y la pobreza espiritual de su existencia actual, al tiempo que le
permitía evadirse devolviéndole a su vida pasada. Al dar rienda suelta a su
imaginación, ésta se recreaba en algunos sucesos del pasado, casi nunca en los
más llamativos o notorios. Por el contrario, se entretenía con ternura en los
pequeños sucesos cotidianos y en las cosas insignificantes. La nostalgia los transfiguraba
y los recuerdos adquirían un matiz especial. El mundo que los acogió y su
propia existencia parecían muy distantes y, sin embargo, el alma corría hacia
ellos llena de añoranza: yo me veía en la parada del autobús, al cerrar la
puerta de mi apartamento, contestando al teléfono, encendía las luces… Con
frecuencia nuestros recuerdos volaban hacia esos pequeños detalles hogareños
con tanta intensidad que casi nos hacían llorar.
A medida que la vida interior de los prisioneros se hacía más honda, apreciábamos la belleza del arte y la naturaleza, quizá por primera vez, o con una emoción desconocida. Bajo la viveza de esas experiencias estéticas conseguíamos incluso olvidarnos de las terribles circunstancias de nuestro entorno. Si alguien hubiese visto nuestros rostros radiantes de encanto durante el viaje que nos trasladaba de Auschwitz a un campo de Baviera, cuando contemplábamos las montañas de Salzburgo, con sus picos bañados por la luz crepuscular, asomados por los ventanucos del vagón del tren, nunca hubiese creído que se trataba de unos hombres sin ninguna esperanza de vida y de libertad. A pesar de este hecho —o quizá precisamente por esto— nos embrujaba la belleza de la naturaleza, de la que el cautiverio nos privó durante tanto tiempo. Hasta en el propio campo podía suceder que cualquiera de los prisioneros atrayese la atención de su camarada de trabajo a su lado señalándole una hermosa vista de la luz del crepúsculo a través de las altas copas de los bosques bávaros (igual que en la famosa acuarela de Durero). En esos mismos bosques nosotros construíamos un almacén de municiones secreto. Una tarde, ya de regreso en los barracones, derrengados sobre el suelo, muertos de cansancio, con el cuenco de sopa entre las manos, entró de repente uno de los prisioneros para urgirnos a salir al patio y contemplar una maravillosa puesta de sol. Allí, de pie, vimos hacia el oeste unos densos nubarrones y el cielo entero plagado de nubes que continuamente variaban de forma y de color, desde el azul acero al rojo bermellón. Esa luminosidad menguante contrastaba de forma hiriente con el gris desolador de los barracones, especialmente cuando los charcos del suelo fangoso reflejaban el resplandor de aquel cielo tan bello. Luego, tras unos minutos de silencio y emoción, un prisionero le dijo a otro: «¡Qué hermoso podría ser el mundo…!»
Fuente: Viktor
Frankl, El hombre en busca de sentido.
Ed. Herder,
Barcelona, 2004, pp. 67-68
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