Es un hecho que el ser humano necesita vivir la realidad que le rodea con un mínimo de sentido, con una mínima lógica, con un orden. En resumen: necesitamos que nuestro mundo posea cierto grado de armonía.
No son pocos los que tiemblan cuando esa armonía es cuestionada, ya que se construye sobre idealizaciones más o menos elegantes que son fruto de anhelos, de necesidades o de principios ideológicos, filosóficos, éticos o estéticos.
Sin embargo, es siempre la realidad testaruda la que se encarga de demostrar que nuestras ideas preconcebidas no terminan de explicar lo que sucede a nuestro alrededor; que nuestra manera de dar un orden a nuestra vida, a nuestras relaciones o a nuestro mundo es, en ocasiones, un “fantasma” que hemos fabricado nosotros mismos, una criatura hecha a nuestra medida, a nuestra propia imagen y semejanza. Al final, suele ser la evidencia, con su extraordinaria simplicidad, la que nos despierta de nuestros sueños y nos abre a lo que verdaderamente es.
Tras dos semanas sin dejar publicaciones en este blog, vuelvo a retomar un relato del científico y divulgador norteamericano Carl Sagan, y lo haré en el punto en el que lo dejé la última vez (para leer la última publicación, haga click en este enlace). Terminábamos la última publicación hablando de una época en la que los cielos estaban habitados por ángeles, demonios y por la mano de Dios, que hacía girar las esferas planetarias. Sin embargo, la búsqueda de respuestas por parte de un hombre desencadenaría la revolución científica moderna.
Este que sigue, es el breve relato de la vida de aquel hombre, el relato no sólo de una revolución en la comprensión de nuestro sistema solar, sino en toda la manera de pensar la realidad.
«Johannes Kepler nació en Alemania en 1571 y fue enviado de niño a la escuela del seminario protestante de la ciudad provincial de Maulbronn para que siguiese la carrera eclesiástica. Era este seminario una especie de campo de entrenamiento donde adiestraban mentes jóvenes en el uso del armamento teológico contra la fortaleza del catolicismo romano. Kepler, tenaz, inteligente y ferozmente independiente soportó dos inhóspitos años en la desolación de Maulbronn, convirtiéndose en una persona solitaria e introvertida, cuyos pensamientos se centraban en su supuesta indignidad ante los ojos de Dios. Se arrepintió de miles de pecados no más perversos que los de otros y desesperaba de llegar a alcanzar la salvación.
Pero Dios se convirtió para él en algo más que una cólera divina deseosa de propiciación. El Dios de Kepler fue el poder creativo del Cosmos. La curiosidad del niño conquistó su propio temor. Quiso conocer la escatología del mundo; se atrevió a contemplar la mente de Dios. Estas visiones peligrosas, al principio tan insustanciales como un recuerdo, llegaron a ser la obsesión de toda una vida. Las apetencias cargadas de hibris de un niño seminarista iban a sacar a Europa del enclaustramiento propio del pensamiento medieval.
Las ciencias de la antigüedad clásica habían sido silenciadas hacía más de mil años, pero en la baja Edad Media algunos ecos débiles de esas voces, conservados por los estudiosos árabes, empezaron a insinuarse en los planes educativos europeos. En Maulbronn, Kepler sintió sus reverberaciones estudiando, a la vez que teología, griego y latín, música y matemáticas. Pensó que en la geometría de Euclides vislumbraba una imagen de la perfección y del esplendor cósmico. Más tarde escribió: “La Geometría existía antes de la Creación. Es co-eterna con la mente de Dios... La Geometría ofreció a Dios un modelo para la Creación... La Geometría es Dios mismo.”
En medio de los éxtasis matemáticos de Kepler, y a pesar de su vida aislada, las imperfecciones del mundo exterior deben de haber modelado también su carácter. La superstición era una panacea ampliamente accesible para la gente desvalida ante las miserias del hambre, de la peste y de los terribles conflictos doctrinales. Para muchos la única certidumbre eran las estrellas, y los antiguos conceptos astrológicos prosperaron en los patios y en las tabernas de una Europa acosada por el miedo. Kepler, cuya actitud hacia la astrología fue ambigua toda su vida, se preguntaba por la posible existencia de formas ocultas bajo el caos aparente de la vida diaria. Si el mundo lo había ingeniado Dios, ¿no valía la pena examinarlo cuidadosamente? ¿No era el conjunto de la creación una expresión de las armonías presentes en la mente de Dios? El libro de la Naturaleza había esperado más de un milenio para encontrar un lector.
En 1589, Kepler dejó Maulbronn para seguir los estudios de sacerdote en la gran Universidad de Tübingen, y este paso fue para él una liberación. Confrontado a las corrientes intelectuales más vitales de su tiempo, su genio fue inmediatamente reconocido por sus profesores, uno de los cuales introdujo al joven estudiante en los peligrosos misterios de la hipótesis de Copérnico.
Un universo heliocéntrico hizo vibrar la cuerda religiosa de Kepler, y se abrazó a ella con fervor. El Sol era una metáfora de Dios, alrededor de la cual giraba todo lo demás. Antes de ser ordenado se le hizo una atractiva oferta para un empleo secular que acabó aceptando, quizás porque sabía que sus actitudes para la carrera eclesiástica no eran excesivas. Le destinaron a Graz, en Austria, para enseñar matemáticas en la escuela secundaria, y poco después empezó a preparar almanaques astronómicos y meteorológicos y a confeccionar horóscopos. “Dios proporciona a cada animal sus medios de sustento -escribió-, y al astrónomo le ha proporcionado la astrología.”
Kepler fue un brillante pensador y un lúcido escritor, pero fue un desastre como profesor. Refunfuñaba. Se perdía en digresiones. A veces era totalmente incomprensible. Su primer año en Graz atrajo a un puñado escaso de alumnos; al año siguiente no había ninguno. Le distraía de aquel trabajo un incesante clamor interior de asociaciones y de especulaciones que rivalizaban por captar su atención. Y una tarde de verano, sumido en los intersticios de una de sus interminables clases, le visitó una revelación que iba a alterar radicalmente el futuro de la astronomía. Quizás dejó una frase a la mitad, y yo sospecho que sus alumnos, poco atentos, deseosos de acabar el día apenas se dieron cuenta de aquel momento histórico.
En la época de Kepler sólo se conocían seis planetas: Mercurio, Venus, la Tierra, Marte, Júpiter y Saturno. Kepler se preguntaba por qué eran sólo seis. ¿Por qué no eran veinte o cien? ¿Por qué sus órbitas presentaban el espaciamiento que Copérnico había deducido? Nunca hasta entonces se había preguntado nadie cuestiones de este tipo. Se conocía la existencia de cinco sólidos regulares o "platónicos", cuyos lados eran polígonos regulares, tal como los conocían los antiguos matemáticos griegos posteriores a Pitágoras. Kepler pensó que los dos números estaban conectados, que la razón de que hubiera sólo seis planetas era porque había sólo cinco sólidos regulares, y que esos sólidos, inscritos o anidados uno dentro de otro, determinarían las distancias del sol a los planetas. Creyó haber reconocido en esas formas perfectas las estructuras invisibles que sostenían las esferas de los seis planetas. Llamó a su revelación El Misterio Cósmico. La conexión entre los sólidos de Pitágoras y la disposición de los planetas sólo permitía una explicación: la Mano de Dios, el Geómetra.
Kepler estaba asombrado de que él, que se creía inmerso en el pecado, hubiera sido elegido por orden divina para realizar ese descubrimiento. Presentó una propuesta para que el duque de Württemberg le diera una ayuda a la investigación, ofreciéndose para supervisar la construcción de sus sólidos anidados en un modelo tridimensional que permitiera vislumbrar a otros la grandeza de la sagrada geometría. Añadió que podía fabricarse de plata y de piedras preciosas y que serviría también de cáliz ducal. La propuesta fue rechazada con el amable consejo de que antes construyera un ejemplar menos caro, de papel, a lo cual puso en seguida manos a la obra: "El placer intenso que he experimentado con este descubrimiento no puede expresarse con palabras... No prescindí de ningún cálculo por difícil que fuera. Dediqué días y noches a los trabajos matemáticos hasta comprobar que mi hipótesis coincidía con las órbitas de Copérnico o hasta que mi alegría se desvaneciera en el aire." Pero a pesar de todos sus esfuerzos, los sólidos y las órbitas planetarias no encajaban bien. Sin embargo, la elegancia y la grandiosidad de la teoría le persuadieron de que las observaciones debían de ser erróneas, conclusión a la que han llegado muchos otros teóricos en la historia de la ciencia cuando las observaciones se han mostrado recalcitrantes. Había entonces un solo hombre en el mundo que tenía acceso a observaciones más exactas de las posiciones planetarias aparentes, un noble danés que se había exiliado y había aceptado el empleo de matemático imperial de la corte del sacro emperador romano, Rodolfo II. Ese hombre era Tycho Brahe. Casualmente y por sugerencia de Rodolfo, acababa de invitar a Kepler, cuya fama matemática estaba creciendo, a que se reuniera con él en Praga.»
Carl Sagan, Cosmos, Editorial Planeta, Barcelona 1980, pp. 53-58.
No hay comentarios:
Publicar un comentario