EL BLOG SE PRESENTA...

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Al cumplir los cuarenta, mi creador comenzó a hacerse las típicas preguntas asociadas a aquella edad: «¿qué he hecho con mi vida hasta ahora?», «¿qué pienso hacer a partir de ahora con ella?». Esas cuestiones fueron el motor de un blog con un carácter más bien “autobiográfico”, una suerte de “registro de recuerdos” que pretendía anotar algunas de sus vivencias personales y su impacto en él. Sin embargo, aquellas primeras páginas se expresaban en función del autoconcepto y el estado de ánimo del autor. Si ambos eran bajos, el estilo de cada publicación traslucía ese sentir.
Con el tiempo, aquel proyecto acabó en vía muerta.
Dos años después, mi autor retomó aquel cuaderno de bitácora para reconstruirlo desde sus cimientos e intentar corregir sus defectos. ¡Y nací yo!
En mis inicios, fui un medio para satisfacer el deseo de compartir vivencias y reflexiones personales, así como textos y vídeos variados que gustaban a mi creador. Este navío quería traer a puerto todas aquellas mercancías que pudieran enriquecer a los que paseasen por sus páginas.
Con el paso del tiempo me he dado cuenta que soy todo eso y algo más. Si, sigo siendo el saco en el que se introducen todas aquellas vivencias, reflexiones, textos y videos que han enriquecido de una u otra manera a mi autor. Pero además, combinando palabras propias y prestadas, me estoy convirtiendo en el relato de un itinerario en el que mi creador describe su transformación. En mi se ha reunido todo aquello que ha formado parte (de alguna manera) de un proceso de ensanchamiento humano y espiritual, un proceso de evolución que aún continúa.

¡Bienvenidos!


miércoles, 17 de enero de 2018

VIVIR DESINSTALADO

Como no es mi intención que este blog se termine convirtiendo simplemente en un espacio donde colgar cuentos o enlaces de Youtube, hoy quisiera traer un episodio casi anecdótico de mi pasado, pero que me ha hecho reflexionar durante las últimas semanas. Comenzaré con lo anecdótico.
 
En el año 2010, después de pasar un par de meses viviendo en un monasterio (la experiencia puede comenzar a leerse en: La entrada en el desierto), no se me ocurrió otra cosa mejor que hacer la peregrinación a Santiago de Compostela. Preparando mi mochila para hacer el Camino, incorporé al equipaje un cuadernillo en el que anotaría tanto los pensamientos como los acontecimientos más importantes de cada día de peregrinación, igual que había hecho durante mi estancia en el monasterio.
 
Aún estaban muy recientes muchos de los recuerdos de aquella experiencia monástica y, el día antes de salir desde Madrid hacia Irún (donde comenzaría el Camino), anoté en aquel cuaderno unas líneas que había extractado de mis lecturas en el escritorio del noviciado y que me parecían muy indicadas para aquella ocasión. Hablaban de la vida del monje entendida como peregrinación. Aquellas anotaciones decían lo siguiente:
 
¡Una llamada, una peregrinación, un camino que recorrer, una carrera que hay que emprender cada día, un final en el que alguien nos espera! Uno será más ágil que otro; este podrá sostener mejor el compás de la marcha, al mismo tiempo que otro deberá encontrar un ritmo más lento, ¡todos marchan hacia delante!
Todos, más tarde o más pronto, deben alcanzar el fin, sin cambiar la dirección, sin dejarse retrasar por lentitudes injustificadas.
La tentación más frecuente es la de detenerse, estabilizarse, instalarse, crear una situación. Es el deseo de la seguridad y la comodidad que procura la estabilidad.
El inmovilismo es la actitud de facilidad, de huida ante el riesgo del esfuerzo y de la búsqueda. El refugio en estructuras mentales o en un orden moral que nos conviene, que parece a nuestra medida.
 
Hasta aquí lo “anecdótico”.
 
De un tiempo a esta parte no he dejado de pensar en estas palabras. Desde el neolítico, el tiempo en el que el ser humano comenzó a sedentarizarse, este ha necesitado estabilidad y refugio, buscando compulsivamente la seguridad y la inalterabilidad de su universo. La frase que mejor ilustraría esta necesidad es aquella en la que se clama: “¡virgencita, virgencita, que me quede como estoy!”. Esa necesidad tan humana se muestra no sólo en sus costumbres, sino también en su visión del mundo, y hasta en sus creencias, sean estas religiosas o ideológicas. ¡Cuánto tiempo y energía empleados para tal fin, pero qué quebradiza resulta, sin embargo, esa estabilidad!
 
Nadie puede negar que aquello que más teme el hombre es que le muevan los palos de su sombrajo, que le priven de su área de confort. Lo que más espanta al hombre es vivir en medio de un “terremoto”. Por supuesto, no me estoy refiriendo aquí a esa fuerza de la naturaleza de catastróficas consecuencias. Estoy considerando otro tipo de “terremoto”: el conceptual, el de los propios esquemas de vida. Lo que nos toca más de cerca, mal que nos pese, es experimentar la constante inestabilidad de nuestro universo (el material o el ideológico). Lo más real que podemos vivir es la fragilidad de nuestra existencia y de nuestra forma de percibir e interpretar la realidad. Esta es la única constante en el universo.
 
Sin embargo, para enfrentarnos a esta verdad, lo que mejor hemos aprendido a hacer los seres humanos es ocultar debajo de la alfombra aquellas realidades que nos incomodan y blindarnos tras una coraza de ortodoxia o de ortopraxis. ¡Tal es el efecto que puede llegar a infundirnos el temor a caminar sobre arenas movedizas!
 
No hay día en el que en las noticias (y hasta en los debates televisados) no encontremos ejemplos de este inveterado instinto. No hay nadie (desde el presidente del país que más defiende los derechos civiles hasta el más común de los dictadorzuelos domésticos, pasando por la multitud de “libertadores” que requiebran por doquier) que no intente imponer su forma de ver la realidad. Y el extremo más inhumano se encuentra entre aquellos que son capaces de enseñar a los niños a degollar a otros seres humanos simplemente por pensar diferente a ellos.
 
Pero lo más trágico (o tragicómico) de todo esto es que aquí todos somos peregrinos.
 

Hace pocos días tuve la ocasión de releer aquellas palabras del libro del Génesis en las que Dios dijo a Abraham: “Sal de tu tierra y de tu patria y de la casa de tu padre a la tierra que yo te mostraré… Marchó, pues, Abram, como se lo había dicho Yahvé” (Gn 12, 1.4a). He aquí el inicio de la historia de otro peregrino. Y por más vueltas que le doy al texto, sólo puedo leer en estas líneas algo que resulta bastante incómodo: salir del espacio de seguridad, de la “patria”, de la “casa paterna”, también supone abandonar (o al menos poner entre paréntesis) creencias que aceptamos sin dudar.
 
Si se me permite, quisiera aterrizar esta idea en el terreno de lo religioso (aunque cualquiera puede poner ejemplos en lo ideológico, lo político o lo cotidiano). Yo, que me suelo mover en ambientes de la Iglesia católica, no dejo de observar en algunos rostros cierta inquietud cada vez que expreso este tipo de pensamientos abiertamente, y oigo cosas tales como: “lo que creemos es lo que es y punto…”, “las Escrituras dicen que Dios es de esta manera, no hay más que hablar…”, “si piensas de esa forma… ¿para qué vienes aquí entonces?”.
 
A pesar de ello, yo no consigo quitarme de la cabeza estos pensamientos.
 
Decía Jiddu Krishnamurti algo parecido a esto: “cuando se deja de creer en Dios, Dios existe”. Sólo cuando dejamos de considerar a Dios exclusivamente desde teologías, cuando dejamos de definir a Dios, de darle una imagen basada en anhelos humanos, Dios existe tal y como es: como silencio y noche oscura. Tan sólo los místicos supieron ver esto. Más allá de creencias religiosas yo me atrevería a añadir, parafraseando a Krishnamurti: “sólo cuando se deja de creer que la Verdad es de una determinada manera, la Verdad es”. Esto sólo es posible descabalgando de esquemas mentales y de principios férreamente fijados. Esta es la única certeza absoluta.

 

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